Compartir
Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XIV Batalla de un indio tula con tres españoles de a pie y uno de a caballo Porque la verdad de la historia nos obliga a que digamos las hazañas, así hechas por los indios como las que hicieron los españoles, y que no hagamos agravio a los unos por los otros, dejando de decir las valentías de la una nación por contar solamente las de la otra, sino que se digan todas como acaecieron en su tiempo y lugar, será bien digamos un hecho singular y extraño que un indio tula hizo poco después de la batalla que hemos referido. Y suplicamos no se enfade el que lo oyere porque lo contamos tan particularmente, que el hecho pasó así y en sus particularidades hay qué notar. Fue el caso que algunos españoles, que presumían de más valientes, andaban de dos en dos derramados por el campo donde había sido la batalla, mirando, como lo habían de costumbre, los muertos y notando las grandes heridas dadas de buenos brazos. Esto hacían siempre que había pasado alguna batalla grande y muy reñida. Un soldado, que se decía Gaspar Caro, natural de Medellín, peleó aquella noche a caballo y, como quiera que fue, o le derribaron los enemigos o él cayó del caballo, al fin lo perdió, y el caballo se huyó de la batalla y se fue por el campo. Para cobrarlo pidió Gaspar Caro a un amigo el caballo y fue a buscar el suyo, y, habiéndolo hallado, se volvió con él trayéndolo antecogido y así llegó donde andaban cuatro soldados mirando los muertos y heridos. Uno de ellos, llamado Francisco de Salazar, natural de Castilla la Vieja, subió en el caballo para mostrar su buena jineta, que presumía de ella.
A este punto, uno de los tres soldados que estaban a pie, llamado Juan de Carranza, natural de Sevilla, dio voces diciendo: "¡Indios, indios!" Y la causa fue que vio levantarse un indio de unas matas que por allí había y volverse a esconder. Los dos de a caballo, sin más mirar, entendiendo que era mucha gente, fueron corriendo el uno a una mano y el otro a otra por atajar los indios que saliesen. Juan de Carranza, que había visto al indio, fue corriendo a las matas donde estaba escondido, y el uno de sus dos compañeros fue a toda prisa en pos de él, y el otro, no habiendo visto más de un indio, fue poco a poco tras ellos. El bárbaro, como viese que no podía escapar porque los caballos y peones le habían atajado por todas partes, salió de las matas corriendo a recibir a Juan de Carranza. Traía en las manos una hacha de armas que le había cabido en suerte del saco y despojo que aquella madrugada los indios hicieron a los ballesteros. Era la hacha del capitán Juan Páez, y, como joya de capitán de ballesteros, estaba bien afilada de filos, con un asta de más de media braza, muy acepillada y pulida. Con ella, a dos manos, dio el indio a Juan de Carranza un golpe sobre la rodela, que, derribando al suelo la mitad de ella, le hirió malamente en el brazo. El español, así del dolor de la herida como de la fuerza del golpe, quedó tan atormentado que no tuvo vigor para ofender al enemigo, el cual revolvió sobre el otro español que iba cerca del Carranza y le dio otro golpe ni más ni menos que al primero, que partió la rodela en dos partes, y le dio otra mala herida en el brazo y lo dejó como a su compañero, inhabilitado para pelear.
Este soldado se decía Diego de Godoy y era natural de Medellín. Francisco de Salazar, que era el que había subido en el caballo de Gaspar Caro, viendo los dos españoles tan mal parados, arremetió a toda furia contra el indio, el cual, porque el caballo no le atropellase, corrió a meterse debajo de una encina que estaba cerca. Francisco de Salazar, no pudiendo entrar con el caballo debajo del árbol, se llegó a él, y caballero como estaba tiraba al indio unas muy tristes estocadas, que no podía alcanzarle con ellas. El indio, no pudiendo bracear bien con la hacha porque las ramas del árbol se lo estorbaban, salió de debajo de él y se puso a mano izquierda del caballero y, alzando la hacha a dos manos, dio al caballo encima de toda la espalda, junto a la cruz, y con el gavilán de la hacha se la abrió toda hasta el codillo y el caballo quedó sin poderse menear. A este punto llegó otro español que venía a pie, que, por parecerle que para un indio solo bastarían dos españoles a pie y uno a caballo, no se había dado más prisa. Este era Gonzalo Silvestre, natural de Herrera de Alcántara. Como el indio lo vio cerca, salió a recibirle con toda ferocidad y braveza, habiendo cobrado nuevo ánimo y esfuerzo con los tres golpes tan victoriosos que había dado, y, tomando la hacha a dos manos, le tiró un golpe que fuera como los dos primeros si Gonzalo Silvestre no entrara más recatado que los otros para poderle hurtar el cuerpo, como lo hizo. La hacha pasó rozando la rodela, que no asió en ella, y por la mucha fuerza que llevaba no paró hasta el suelo.
El español le tiró entonces una cuchillada de revés, de alto abajo, y, alcanzándole por la espalda, le hirió en la frente y por todo el rostro abajo y en el pecho y en la mano izquierda, de manera que se la cortó a cercén por la muñeca. El infiel, viéndose con sola una mano y que no podía jugar de la hacha a dos manos como él quisiera, puso la asta sobre el tocón del brazo cortado y desesperadamente se arrojó de un salto a herir al español, de encuentro, en la cara. El cual, apartando la hacha con la rodela, metió la espada por debajo de ella, y, de revés, le dio cuchillada por la cintura que, por la poca o ninguna resistencia de armas ni de vestidos que el indio llevaba, ni aun de hueso, que por aquella parte el cuerpo tenga, y también por el buen brazo del español, se la cortó toda con tanta velocidad y buen cortar de la espada que, después de haber ella pasado, quedó el indio en pie y dijo al español: "Quédate en paz." Y, dichas estas palabras, cayó muerto en dos medios. A este tiempo vino Gaspar Caro, cuyo era el caballo que Francisco de Salazar trajo a la pelea, el cual viendo cual estaba su caballo, lo tomó sin hablar palabra, guardando su enojo para mostrarlo en otra parte, y, antecogido, lo llevó al gobernador y le dijo: "Porque vea vuesa señoría la desdicha de algunos soldados que en el ejército tiene, aunque ellos presumen de valientes, y vea juntamente la ferocidad y braveza de los naturales de esta provincia Tula, le hago saber que uno de ellos de tres golpes de hacha inhabilitó de poder pelear a dos españoles de a pie y a uno de a caballo, y los acabara de matar si Gonzalo Silvestre no llegara a tiempo a los socorrer, el cual, de la primera cuchillada que dio al enemigo, le abrió la cara y el pecho y le cortó una mano y de la segunda le partió por la cintura.
" El gobernador y los que con él estaban se admiraron de oír la valentía y destreza del indio y del buen brazo del español, y, porque Gaspar Caro, con el enojo de la desgracia de su caballo, se desmandaba a notar de infelices o cobardes a los tres españoles, queriendo el general volver por la honra de ellos, que cierto eran valientes y hombres para cualquier buen hecho, le dijo que se reportase de su enojo y mirase que eran suertes de ventura, la cual en ninguna cosa se mostraba más variable que en los sucesos de la guerra, favoreciendo hoy a unos y mañana a otros; que procurase curar con brevedad el caballo, que le parecía no moriría porque la herida no era penetrante; y que, por la admiración que con su relación le había causado, quería ir a ver con sus propios ojos lo sucedido, porque de cosas tan hazañosas era razón que muchos pudiesen dar testimonio de ellas. Diciendo esto, fue acompañado de mucha gente a ver el indio muerto y las valentías que dejaba hechas, y de los mismos españoles heridos supo las particularidades que hemos referido, de que el gobernador y todos los que lo oyeron se admiraron de nuevo.
A este punto, uno de los tres soldados que estaban a pie, llamado Juan de Carranza, natural de Sevilla, dio voces diciendo: "¡Indios, indios!" Y la causa fue que vio levantarse un indio de unas matas que por allí había y volverse a esconder. Los dos de a caballo, sin más mirar, entendiendo que era mucha gente, fueron corriendo el uno a una mano y el otro a otra por atajar los indios que saliesen. Juan de Carranza, que había visto al indio, fue corriendo a las matas donde estaba escondido, y el uno de sus dos compañeros fue a toda prisa en pos de él, y el otro, no habiendo visto más de un indio, fue poco a poco tras ellos. El bárbaro, como viese que no podía escapar porque los caballos y peones le habían atajado por todas partes, salió de las matas corriendo a recibir a Juan de Carranza. Traía en las manos una hacha de armas que le había cabido en suerte del saco y despojo que aquella madrugada los indios hicieron a los ballesteros. Era la hacha del capitán Juan Páez, y, como joya de capitán de ballesteros, estaba bien afilada de filos, con un asta de más de media braza, muy acepillada y pulida. Con ella, a dos manos, dio el indio a Juan de Carranza un golpe sobre la rodela, que, derribando al suelo la mitad de ella, le hirió malamente en el brazo. El español, así del dolor de la herida como de la fuerza del golpe, quedó tan atormentado que no tuvo vigor para ofender al enemigo, el cual revolvió sobre el otro español que iba cerca del Carranza y le dio otro golpe ni más ni menos que al primero, que partió la rodela en dos partes, y le dio otra mala herida en el brazo y lo dejó como a su compañero, inhabilitado para pelear.
Este soldado se decía Diego de Godoy y era natural de Medellín. Francisco de Salazar, que era el que había subido en el caballo de Gaspar Caro, viendo los dos españoles tan mal parados, arremetió a toda furia contra el indio, el cual, porque el caballo no le atropellase, corrió a meterse debajo de una encina que estaba cerca. Francisco de Salazar, no pudiendo entrar con el caballo debajo del árbol, se llegó a él, y caballero como estaba tiraba al indio unas muy tristes estocadas, que no podía alcanzarle con ellas. El indio, no pudiendo bracear bien con la hacha porque las ramas del árbol se lo estorbaban, salió de debajo de él y se puso a mano izquierda del caballero y, alzando la hacha a dos manos, dio al caballo encima de toda la espalda, junto a la cruz, y con el gavilán de la hacha se la abrió toda hasta el codillo y el caballo quedó sin poderse menear. A este punto llegó otro español que venía a pie, que, por parecerle que para un indio solo bastarían dos españoles a pie y uno a caballo, no se había dado más prisa. Este era Gonzalo Silvestre, natural de Herrera de Alcántara. Como el indio lo vio cerca, salió a recibirle con toda ferocidad y braveza, habiendo cobrado nuevo ánimo y esfuerzo con los tres golpes tan victoriosos que había dado, y, tomando la hacha a dos manos, le tiró un golpe que fuera como los dos primeros si Gonzalo Silvestre no entrara más recatado que los otros para poderle hurtar el cuerpo, como lo hizo. La hacha pasó rozando la rodela, que no asió en ella, y por la mucha fuerza que llevaba no paró hasta el suelo.
El español le tiró entonces una cuchillada de revés, de alto abajo, y, alcanzándole por la espalda, le hirió en la frente y por todo el rostro abajo y en el pecho y en la mano izquierda, de manera que se la cortó a cercén por la muñeca. El infiel, viéndose con sola una mano y que no podía jugar de la hacha a dos manos como él quisiera, puso la asta sobre el tocón del brazo cortado y desesperadamente se arrojó de un salto a herir al español, de encuentro, en la cara. El cual, apartando la hacha con la rodela, metió la espada por debajo de ella, y, de revés, le dio cuchillada por la cintura que, por la poca o ninguna resistencia de armas ni de vestidos que el indio llevaba, ni aun de hueso, que por aquella parte el cuerpo tenga, y también por el buen brazo del español, se la cortó toda con tanta velocidad y buen cortar de la espada que, después de haber ella pasado, quedó el indio en pie y dijo al español: "Quédate en paz." Y, dichas estas palabras, cayó muerto en dos medios. A este tiempo vino Gaspar Caro, cuyo era el caballo que Francisco de Salazar trajo a la pelea, el cual viendo cual estaba su caballo, lo tomó sin hablar palabra, guardando su enojo para mostrarlo en otra parte, y, antecogido, lo llevó al gobernador y le dijo: "Porque vea vuesa señoría la desdicha de algunos soldados que en el ejército tiene, aunque ellos presumen de valientes, y vea juntamente la ferocidad y braveza de los naturales de esta provincia Tula, le hago saber que uno de ellos de tres golpes de hacha inhabilitó de poder pelear a dos españoles de a pie y a uno de a caballo, y los acabara de matar si Gonzalo Silvestre no llegara a tiempo a los socorrer, el cual, de la primera cuchillada que dio al enemigo, le abrió la cara y el pecho y le cortó una mano y de la segunda le partió por la cintura.
" El gobernador y los que con él estaban se admiraron de oír la valentía y destreza del indio y del buen brazo del español, y, porque Gaspar Caro, con el enojo de la desgracia de su caballo, se desmandaba a notar de infelices o cobardes a los tres españoles, queriendo el general volver por la honra de ellos, que cierto eran valientes y hombres para cualquier buen hecho, le dijo que se reportase de su enojo y mirase que eran suertes de ventura, la cual en ninguna cosa se mostraba más variable que en los sucesos de la guerra, favoreciendo hoy a unos y mañana a otros; que procurase curar con brevedad el caballo, que le parecía no moriría porque la herida no era penetrante; y que, por la admiración que con su relación le había causado, quería ir a ver con sus propios ojos lo sucedido, porque de cosas tan hazañosas era razón que muchos pudiesen dar testimonio de ellas. Diciendo esto, fue acompañado de mucha gente a ver el indio muerto y las valentías que dejaba hechas, y de los mismos españoles heridos supo las particularidades que hemos referido, de que el gobernador y todos los que lo oyeron se admiraron de nuevo.