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CAPÍTULO XIV Los españoles visitan el entierro de los nobles de Cofachiqui y el de los curacas Para ver las perlas y aljófar que había en el templo aguardaron a que el contador y capitán Juan de Añasco volviese del segundo viaje que hizo, y entretanto mandó el gobernador a personas de quien él se fiaba velasen el templo, y él mismo lo rondaba de noche porque no se atreviese alguien, con la codicia de lo que había oído, a desordenarse y querer llevar en secreto lo mejor que en el templo o entierro hubiese. Mas, luego que el contador vino, fueron el gobernador y los demás oficiales de la Hacienda Imperial, y otros treinta caballeros entre capitanes y soldados principales, a ver las perlas y las demás cosas que con ellas había. Hallaron que a todas las cuatro paredes de la casa había arcas arrimadas, hechas de madera al mismo modo de las de España, que no les faltaba sino gonces y cerrajas. Los castellanos se admiraron de que los indios, no teniendo instrumentos como los oficiales de Europa, las hiciesen tan bien hechas. En estas arcas, que estaban puestas sobre bancos de media vara en lo alto, ponían los cuerpos de sus difuntos, con no más preservativos de corrupción que si los echaran en sepulturas hechas en el suelo, porque del hedor de los cuerpos, mientras se consumían, no se les daba nada, porque estos templos no les servían sino de osarios donde guardaban los cuerpos muertos y no entraban en ellos a sacrificar ni hacer oración, que, como al principio dijimos, viven sin estas ceremonias.

Y no diremos más de este entierro por no repetir en el de los señores curacas (que veremos presto donde habrá bien que decir) lo que aquí hubiésemos dicho. Sin las arcas grandes que servían de sepultura, había otras menores en las cuales, y en unas cestas grandes tejidas de caña, la cual los indios de la Florida labran con grande artificio y sutileza para todo lo que quieren hacer de ella, como en España de la mimbre, había mucha cantidad de perlas y aljófar y mucha ropa de hombres y mujeres de la que ellos visten, que es de gamuza y otras pellejinas que en todo extremo aderezan con su pelaje, tanto que para aforros de ropas de príncipes y grandes señores se estimaran en nuestra España en mucha cantidad de dineros. El gobernador y los suyos holgaron mucho de ver tanta riqueza junta, porque, al parecer de todos ellos, había más de mil arrobas de perlas y aljófar. Los oficiales de la Hacienda Real, yendo prevenidos de una romana, pesaron en breve espacio veinte arrobas de perlas entretanto que el gobernador se apartó de ellos mirando lo que en la casa había. El cual, volviendo a los oficiales, les dijo que no había para qué hiciesen tantas cargas impertinentes y embarazosas para el ejército, que su intención no había sido sino llevar dos arrobas de perlas y aljófar, y no más, para enviar a La Habana para muestra de la calidad y quilates de ellas, "que la cantidad", dijo, "creerla han a los que escribiéramos de ella. Por tanto, vuélvanse a su lugar y no se lleven más de las dos arrobas.

" Los oficiales le suplicaron diciendo que, pues estaban ya pesadas y no se había hecho mella, según las que quedaban, las permitiese llevar por que la muestra fuese más abundante y rica. El gobernador condescendió en ello, y él mismo, tomando de las perlas a dos manos juntas, dio a cada uno de los capitanes y soldados que con él habían ido una almozada, diciendo que hiciesen de ellas rosarios en que rezasen. Y las perlas eran bastantes para servir de rosarios, porque eran gruesas como garbanzos gordos. Con no más daño del que hemos dicho, dejaron los castellanos aquella casa de entierro y quedaron con mayor deseo de ver la que la señora les había dicho que era de sus padres y abuelos. Dos días después fueron a ella el general y los oficiales y los demás capitanes y soldados de cuenta, que por todos fueron trescientos españoles. Caminaron una gran legua, que toda ella parecía un jardín, donde había mucha arboleda, así de árboles frutales como de no frutales, por entre todos ellos se podía andar a caballo sin pesadumbre alguna, porque estaban apartados unos de otros como puestos a mano. Toda aquella gran legua caminaron los españoles derramados por el campo, cogiendo fruta y notando la fertilidad de la tierra. Así llegaron al pueblo, llamado Talomeco, el cual estaba asentado en un alto sobre la barranca del río. Tenía quinientas casas, todas grandes y de mejores edificios y de más estofa que las ordinarias, que bien parecía en su aparato que, como asiento y corte de señor poderoso, había sido labrado con más pulicia y ornamento que los otros pueblos comunes.

De lejos se parecían las casas del señor porque estaban en lugar más eminente, y se mostraban ser suyas por la grandeza y por la obra sobre las otras aventajada. En medio del pueblo, frontero de las casas del señor, estaba el templo o casa de entierro que los españoles iban a ver, la cual tenía cosas admirables en grandeza, riqueza, curiosidad y majestad, extrañamente hechas y compuestas, que estimara yo en mucho saberlas decir como mi autor deseaba que dijera. Recíbase mi voluntad, y lo que yo no acertare a decir quede para la consideración de los discretos que suplan con ella lo que la pluma no acierta a escribir, que cierto (particularmente en este paso y en otros tan grandes que en la historia se hallarán), nuestra pintura queda muy lejos de la grandeza de ellos y de lo que se requería para los poner como ellos fueron. De donde diez y diez veces (frasis del lenguaje del Perú por muchas veces), suplicaré encarecidamente se crea de veras que antes quedo corto y menoscabado de lo que convenía decirse que largo y sobrado en lo que hubiese dicho.

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