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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XIII El suceso del viaje de los treinta caballeros hasta llegar a la ciénaga grande Con las dificultades y trabajos que hemos dicho, y muchos más que se dejan de decir porque es imposible poderse contar todos los que en semejantes jornadas se padecen, pasaron estos treinta valientes y esforzados caballeros el río de Ocali, habiéndolos Dios Nuestro Señor favorecido tan piadosamente que ninguno de ellos ni de sus caballos saliesen heridos. Eran ya las dos de la tarde cuando acabaron de pasar el río. Fueron al pueblo, por necesidad que tenían de parar en él, porque Juan López Cacho, con lo mucho que había trabajado en el agua y con el gran frío que hacía, se había helado y quedado como estatua de palo sin poder menear pie ni mano. Los indios, viendo ir los españoles al pueblo, se pusieron a defenderles el paso por detenerles entretanto que sus mujeres e hijos se iban al monte y no por estorbarles la entrada y estada que en el pueblo quisiesen hacer. Y cuando entendieron que su gente podría estar ya libre, se retiraron y desampararon el lugar. Los castellanos entraron dentro y se alojaron en medio de la plaza, que no osaron entrar en las casas porque los enemigos, hallándolos divididos, no los cercasen y tomasen encerrados. Hicieron cuatro fuegos grandes en cuadrángulo. Al calor de ellos pusieron en medio a Juan López, bien arropado con todos los capotes de sus compañeros; uno de ellos le dio una camisa limpia que para sí llevaba. Parecioles milagro que en tal tiempo se hallasen entre ellos camisas más de las que traían vestidas.
Fue el mayor regalo que se le pudo hacer. Estuvieron en el pueblo todo lo que restaba del día con gran congoja y temor de Juan López, temiendo si había de estar para caminar aquella noche, o si los había de detener tanto que los indios se avisasen unos a otros y se juntasen para les atajar y cortar el camino. Mas, como quiera que sucediese, determinaron anteponer la salud del compañero a todo el mal y peligro que venir les pudiese. Con esta determinación hartaron los caballos de maíz; por su rueda, comían los quince mientras los otros rondaban; enjugaron las sillas y ropa que se les había mojado; rehicieron las alforjas de la comida que por el pueblo hallaron; y, aunque había abundancia de pasas y ciruelas pasadas y de otras frutas y legumbres, no pretendieron llevar sino zara, porque el cuidado principal que estos españoles tenían era que no les faltase maíz para los caballos, y también porque era mantenimiento para los caballeros. Venida la noche, pusieron centinelas de a caballo, de dos en dos, con orden que rondasen alderredor del pueblo apartados y lejos de él, porque tuviesen tiempo y lugar de apercibirse si los enemigos viniesen. Cerca de la media noche, dos de los que así rondaban sintieron murmullo como de gente que venía; uno de ellos fue a dar aviso a los demás compañeros y el otro se quedó a reconocer mejor y certificarse bien de lo que era. El cual, con el lustror de la noche, vio una grande y oscura nube de gente que con un murmullo feroz y sordo venía al pueblo y, mirando más, se certificó que era un formado escuadrón de enemigos.
Luego fue con el aviso a los demás españoles, los cuales, viendo con alguna mejoría a Juan López, lo pusieron bien arropado sobre su caballo y lo liaron a la silla porque no se podía tener de suyo. Semejaba al Cid Ruy Díaz cuando salió difunto de Valencia y venció aquella famosa batalla. Un compañero tomó las riendas del caballo para guiarle, porque Juan López no estaba para tanto. De esta manera, lo más secretamente que les fue posible, salieron los treinta españoles del pueblo Ocali antes que los enemigos llegasen a él y caminaron a tan buen paso que al amanecer se hallaron seis leguas del pueblo. Con esta misma diligencia siguieron siempre su viaje corriendo la posta por las tierras pobladas porque la nueva de su ida no les pasase adelante y alanceaban los indios que topaban cerca de los caminos porque no diesen aviso de ellos. Por las tierras despobladas, donde no había indios, acortaban el paso porque los caballos descansasen y tomasen aliento para correr donde hubiese necesidad. Así pasaron este día, que fue el sexto de su jornada, habiendo corrido y caminado casi veinte leguas, parte de ellas por la provincia de Acuera, tierra poblada de gente belicosísima. Al seteno día que habían salido del real, adoleció uno de ellos, llamado Pedro de Atienza, y pocas horas después que sintió el mal, yendo caminando, falleció encima de su caballo. Los compañeros le enterraron con mucha lástima de tal muerte que, por no perder tiempo en su camino, no habían creído lo que con su mal repentino se había quejado.
La sepultura hicieron con las hachas que llevaban de partir leña, que aun para esto fueron buenas. Pasaron adelante con pena que en tal tiempo y de número tan pequeño faltase uno de ellos. Al poner del sol llegaron al paso de la ciénaga grande, habiendo corrido y caminado este día, también como el pasado, otras veinte leguas. Cosa increíble a los que no se hubiesen hallado en las conquistas del nuevo mundo o en las guerras civiles del Perú, pensar que haya caballos ni hombres que puedan hacer tan largas jornadas, pues en ley de hijodalgo afirmamos con verdad que en siete días anduvieron estos caballeros ciento y siete leguas, una más o menos, que hay por donde ellos fueron del pueblo principal de Apalache hasta la gran ciénaga. La cual hallaron que venía hecha una mar de agua, con muchos brazos que entraban y salían de ella, tan raudos y bravos que cualquiera de ellos bastaba a dificultarles el paso, cuanto más tantos y la madre sobre todos. Para que los caballos puedan sufrir el demasiado trabajo que en las conquistas del nuevo mundo han pasado y pasan, tengo para mí, con aprobación de todos los españoles indianos que acerca de esto he oído hablar, que la principal causa sea el buen pasto del maíz que comen, porque es de mucha sustancia y gratísimo para ellos y para todo animal, y pruébase esto con que los indios del Perú, a los carneros que les sirven de caballería, para que puedan sufrir la carga excesiva, cual es el peso de un hombre, la carga común que ellos llevan, les dan zara, y a los demás, aunque lleven carga, por ser acomodada a sus fuerzas, los sustentan solamente con el pasto que pueden haber en el campo.
Aquella noche durmieron, o, por mejor decir, velaron, a la ribera de la ciénaga, con grandísimo frío que sobrevino por levantarse el viento norte, que en toda aquella región es frigidísimo. Hicieron grandes fuegos y con el calor de ellos pudieron pasar el frío, aunque con temor no acudiesen indios a la lumbre del fuego, que veinte de ellos que vinieran bastaran a les impedir el paso y aun a matarlos todos, porque en el agua, desde sus canoas, podían los indios ofender muy a su salvo a los españoles, y ellos no podían aprovecharse de sus caballos para ofender los enemigos, ni tenían arcabuces ni ballestas con que alejarlos de sí. Con esta pena y congoja, velándose por sus tercios, se pusieron a descansar, apercibidos para el trabajo del día venidero.
Fue el mayor regalo que se le pudo hacer. Estuvieron en el pueblo todo lo que restaba del día con gran congoja y temor de Juan López, temiendo si había de estar para caminar aquella noche, o si los había de detener tanto que los indios se avisasen unos a otros y se juntasen para les atajar y cortar el camino. Mas, como quiera que sucediese, determinaron anteponer la salud del compañero a todo el mal y peligro que venir les pudiese. Con esta determinación hartaron los caballos de maíz; por su rueda, comían los quince mientras los otros rondaban; enjugaron las sillas y ropa que se les había mojado; rehicieron las alforjas de la comida que por el pueblo hallaron; y, aunque había abundancia de pasas y ciruelas pasadas y de otras frutas y legumbres, no pretendieron llevar sino zara, porque el cuidado principal que estos españoles tenían era que no les faltase maíz para los caballos, y también porque era mantenimiento para los caballeros. Venida la noche, pusieron centinelas de a caballo, de dos en dos, con orden que rondasen alderredor del pueblo apartados y lejos de él, porque tuviesen tiempo y lugar de apercibirse si los enemigos viniesen. Cerca de la media noche, dos de los que así rondaban sintieron murmullo como de gente que venía; uno de ellos fue a dar aviso a los demás compañeros y el otro se quedó a reconocer mejor y certificarse bien de lo que era. El cual, con el lustror de la noche, vio una grande y oscura nube de gente que con un murmullo feroz y sordo venía al pueblo y, mirando más, se certificó que era un formado escuadrón de enemigos.
Luego fue con el aviso a los demás españoles, los cuales, viendo con alguna mejoría a Juan López, lo pusieron bien arropado sobre su caballo y lo liaron a la silla porque no se podía tener de suyo. Semejaba al Cid Ruy Díaz cuando salió difunto de Valencia y venció aquella famosa batalla. Un compañero tomó las riendas del caballo para guiarle, porque Juan López no estaba para tanto. De esta manera, lo más secretamente que les fue posible, salieron los treinta españoles del pueblo Ocali antes que los enemigos llegasen a él y caminaron a tan buen paso que al amanecer se hallaron seis leguas del pueblo. Con esta misma diligencia siguieron siempre su viaje corriendo la posta por las tierras pobladas porque la nueva de su ida no les pasase adelante y alanceaban los indios que topaban cerca de los caminos porque no diesen aviso de ellos. Por las tierras despobladas, donde no había indios, acortaban el paso porque los caballos descansasen y tomasen aliento para correr donde hubiese necesidad. Así pasaron este día, que fue el sexto de su jornada, habiendo corrido y caminado casi veinte leguas, parte de ellas por la provincia de Acuera, tierra poblada de gente belicosísima. Al seteno día que habían salido del real, adoleció uno de ellos, llamado Pedro de Atienza, y pocas horas después que sintió el mal, yendo caminando, falleció encima de su caballo. Los compañeros le enterraron con mucha lástima de tal muerte que, por no perder tiempo en su camino, no habían creído lo que con su mal repentino se había quejado.
La sepultura hicieron con las hachas que llevaban de partir leña, que aun para esto fueron buenas. Pasaron adelante con pena que en tal tiempo y de número tan pequeño faltase uno de ellos. Al poner del sol llegaron al paso de la ciénaga grande, habiendo corrido y caminado este día, también como el pasado, otras veinte leguas. Cosa increíble a los que no se hubiesen hallado en las conquistas del nuevo mundo o en las guerras civiles del Perú, pensar que haya caballos ni hombres que puedan hacer tan largas jornadas, pues en ley de hijodalgo afirmamos con verdad que en siete días anduvieron estos caballeros ciento y siete leguas, una más o menos, que hay por donde ellos fueron del pueblo principal de Apalache hasta la gran ciénaga. La cual hallaron que venía hecha una mar de agua, con muchos brazos que entraban y salían de ella, tan raudos y bravos que cualquiera de ellos bastaba a dificultarles el paso, cuanto más tantos y la madre sobre todos. Para que los caballos puedan sufrir el demasiado trabajo que en las conquistas del nuevo mundo han pasado y pasan, tengo para mí, con aprobación de todos los españoles indianos que acerca de esto he oído hablar, que la principal causa sea el buen pasto del maíz que comen, porque es de mucha sustancia y gratísimo para ellos y para todo animal, y pruébase esto con que los indios del Perú, a los carneros que les sirven de caballería, para que puedan sufrir la carga excesiva, cual es el peso de un hombre, la carga común que ellos llevan, les dan zara, y a los demás, aunque lleven carga, por ser acomodada a sus fuerzas, los sustentan solamente con el pasto que pueden haber en el campo.
Aquella noche durmieron, o, por mejor decir, velaron, a la ribera de la ciénaga, con grandísimo frío que sobrevino por levantarse el viento norte, que en toda aquella región es frigidísimo. Hicieron grandes fuegos y con el calor de ellos pudieron pasar el frío, aunque con temor no acudiesen indios a la lumbre del fuego, que veinte de ellos que vinieran bastaran a les impedir el paso y aun a matarlos todos, porque en el agua, desde sus canoas, podían los indios ofender muy a su salvo a los españoles, y ellos no podían aprovecharse de sus caballos para ofender los enemigos, ni tenían arcabuces ni ballestas con que alejarlos de sí. Con esta pena y congoja, velándose por sus tercios, se pusieron a descansar, apercibidos para el trabajo del día venidero.