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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XII Diligencia de los españoles en hacer los bergantines, y de una bravísima creciente del Río Grande El general Luis de Moscoso respondió todas tres veces que él no había mandado lo que con el indio herido se había hecho porque deseaba conservar la paz y amistad que con Quigualtanqui y los demás curacas tenía hecha; que un soldado que presumía mucho de la soldadesca y de guardar las reglas militares lo había hecho de oficio, al cual, si por complacer a los caciques él quisiese castigar, no se lo consentirían los demás soldados y capitanes porque, en rigor de justicia o de milicia, el soldado no había tenido culpa en haber hecho bien su oficio; que el indio herido, o muerto, que sin hablar a las centinelas había entrado, y los caciques que lo habían enviado a aquellas horas habiendo sido avisados no enviasen recaudos de noche tenían la culpa, y que, pues en lo pasado ya no había remedio, en el porvenir hiciesen los caciques lo que se les había encomendado para que no hubiesen achaques de quebrantar la paz y perder la amistad que con ellos había. Con esta respuesta se fueron muy enojados los embajadores y la dieron a los caciques, incitándoles a mayor ira y enojo con el atrevimiento y desdén de los españoles. Por lo cual todos ellos acordaron que, disimulando la ofensa recibida para vengarla a su tiempo, se diesen más prisa a poner en ejecución lo que contra ellos tenían maquinado. Entre los nuestros tampoco faltó capitán que aprobase la queja de los indios diciendo que era mal hecho que no se castigase la muerte de un indio principal, que era dar ocasión a los caciques amigos a que se rebelasen contra ellos.
Sobre la cual plática hubiera habido entre los españoles rnuy buenas pendencias, si los más discretos y menos apasionados no las excusaran porque ella había nacido de cierta pasión secreta que entre algunos de ellos había. Que sucedió lo que hemos dicho, eran ya a los principios de marzo, y los castellanos, con deseo de salir de aquella tierra, que los días se les hacían años, no cesaban un solo punto de la obra de los carabelones, y los más de los que trabajaban en las herrerías y carpinterías eran caballeros nobilísimos que nunca imaginaron hacer tales oficios, y éstos eran los que en ellos mejor se amañaban, porque el mejor ingenio que naturalmente tienen y la necesidad que tenían de otros mejores oficiales les hacía ser maestros de lo que nunca habían aprendido. A esta obra de navíos llamamos unas veces bergantines y otras carabelones conforme al común lenguaje de estos españoles, que los llamaban así y, en efecto, ni eran lo uno ni lo otro, sino unas grandes barcas hechas según la poca, flaca y afligida posibilidad que para las hacer los nuestros tenían. El capitán general Anilco era el todo de esta obra por la magnífica provisión que hacía de todo lo que para los bergantines le pedían, que era con tanta abundancia en las cosas y con tanta brevedad en el tiempo que los mismos cristianos confesaban que, si no fuera por el favor y ayuda de este buen indio, era imposible que salieran de aquella tierra. Otros españoles que no tenían habilidad para labrar hierro ni madera la tenían para otras cosas tan necesarias como aquéllas, que era el buscar de comer para todos.
Estos particularmente procuraban matar pescado del Río Grande, porque era cuaresma y lo había menester. Para la pesquería hicieron anzuelos grandes y chicos, que hubo quien se atreviese a hacerlos tan diestra y sutilmente que parecía haberlos hecho toda su vida, los cuales echaban en el río a prima noche, cebados y engastados en largos volantines, y los requerían por la mañana, y hallaban grandísimos peces asidos a ellos. Pez hubo de éstos, muerto así con anzuelo, que la cabeza sola pesó cuarenta libras de a diez y seis onzas. Con la buena diligencia de los pescadores, que los más días sobraba pescado, y con el mucho maíz, legumbres y fruta seca que los españoles hallaron en los dos pueblos llamados Aminoya, tuvieron bastantemente de comer toda la temporada que en aquella provincia estuvieron y aun les sobró para llevar después en los bergantines. Quigualtanqui y los demás curacas de la comarca, mientras andaba la obra de los carabelones, no estaban ociosos, que cada uno de ellos por sí levantaba en su tierra toda la más gente de guerra que podía para juntar entre todos treinta o cuarenta mil hombres de pelea y dar de sobresalto en los españoles y matarlos todos, o, a lo menos, quemarles toda la máquina y aparato que para los navíos tenían hecho, de manera que por entonces no pudiesen salir de su tierra, porque después, con la guerra continua que les pensaban hacer, les parecía los irían gastando con facilidad porque ya les veían pocos caballos, que era la fuerza principal de ellos, y los hombres eran ya tan pocos que, según se habían informado, faltaban las dos tercias partes de los que en la Florida habían entrado, y sabían que su capitán general Hernando de Soto, que valía por todos ellos, era ya fallecido.
Por las cuales nuevas les crecía el deseo de poner en efecto su mala intención y no esperaban más de ver llegado el día que para su traición tenían señalado. El día debía de estar ya cerca, porque unos indios de los que de ordinario traían los presentes y recaudos falsos de los curacas, encontrándose a solas con unas indias criadas de los capitanes Arias Tinoco y Alonso Romo de Cardeñosa, les dijeron: "Tened paciencia, hermanas, y alegraos con las nuevas que os damos, que muy presto os sacaremos del cautiverio en que estos ladrones vagamundos os tienen, porque sabed que tenemos concertado de los degollar y poner sus cabezas en sendas lanzas para honra de nuestros templos y entierros y sus cuerpos han de ser atasajados y puestos por los árboles, que no merecen más que esto." Las indias dieron luego cuenta a sus amos de lo que los indios les habían dicho. Sin este indicio, las noches que hacía serenas, se oía el ruido que en diversos lugares de la otra parte del río los indios hacían, y se veían muchos fuegos apartados unos de otros, y se entendía claramente que fuesen tercios de gente de guerra que se andaba juntando para ejecutar su traición. La cual, por entonces, Dios Nuestro Señor estorbó con una poderosísima creciente del Río Grande que en aquellos mismos días, que eran los ocho o diez de marzo, empezó a venir con grandísima pujanza de agua, la cual a los principios fue hinchiendo unas grandes playas que había entre el río y sus barrancas, después fue poco a poco subiendo por ellas hasta llenarlas todas.
Luego empezó a derramarse por aquellos campos con grandísima bravosidad y abundancia y, como la tierra fuese llana, sin cerros, no hallaba estorbo alguno que le impidiese la inundación de ella. A los diez y ocho de marzo de mil y quinientos y cuarenta y tres, que aquel año fue Domingo de Ramos según parece por los computistas, antes de la reformación de los diez días del año, andando los españoles en la procesión que con todos sus trabajos hacían celebrando la entrada de Nuestro Redentor en Hierusalen, conforme a las ceremonias de la Santa Iglesia Romana, Madre y Señora nuestra, entró el río con la ferocidad y braveza de su creciente por las puertas del pueblo Aminoya y dos días después no se podían andar las calles sino en canoas. Tardó esta creciente cuarenta días en subir a su mayor pujanza, que fue a los veinte de abril. Y era cosa hermosísima ver hecho mar lo que antes era montes y campos, porque a cada banda de su ribera se extendió el río más de veinte leguas de tierra, y todo este espacio se navegaba en canoas, y no se veía otra cosa sino las aljubas y copas de los árboles más altos. En este paso, contando la creciente del río, dice Alonso de Carmona: "Y nos acordamos de la buena vieja que nos dio el pronóstico de esta creciente." Son éstas sus propias palabras.
Sobre la cual plática hubiera habido entre los españoles rnuy buenas pendencias, si los más discretos y menos apasionados no las excusaran porque ella había nacido de cierta pasión secreta que entre algunos de ellos había. Que sucedió lo que hemos dicho, eran ya a los principios de marzo, y los castellanos, con deseo de salir de aquella tierra, que los días se les hacían años, no cesaban un solo punto de la obra de los carabelones, y los más de los que trabajaban en las herrerías y carpinterías eran caballeros nobilísimos que nunca imaginaron hacer tales oficios, y éstos eran los que en ellos mejor se amañaban, porque el mejor ingenio que naturalmente tienen y la necesidad que tenían de otros mejores oficiales les hacía ser maestros de lo que nunca habían aprendido. A esta obra de navíos llamamos unas veces bergantines y otras carabelones conforme al común lenguaje de estos españoles, que los llamaban así y, en efecto, ni eran lo uno ni lo otro, sino unas grandes barcas hechas según la poca, flaca y afligida posibilidad que para las hacer los nuestros tenían. El capitán general Anilco era el todo de esta obra por la magnífica provisión que hacía de todo lo que para los bergantines le pedían, que era con tanta abundancia en las cosas y con tanta brevedad en el tiempo que los mismos cristianos confesaban que, si no fuera por el favor y ayuda de este buen indio, era imposible que salieran de aquella tierra. Otros españoles que no tenían habilidad para labrar hierro ni madera la tenían para otras cosas tan necesarias como aquéllas, que era el buscar de comer para todos.
Estos particularmente procuraban matar pescado del Río Grande, porque era cuaresma y lo había menester. Para la pesquería hicieron anzuelos grandes y chicos, que hubo quien se atreviese a hacerlos tan diestra y sutilmente que parecía haberlos hecho toda su vida, los cuales echaban en el río a prima noche, cebados y engastados en largos volantines, y los requerían por la mañana, y hallaban grandísimos peces asidos a ellos. Pez hubo de éstos, muerto así con anzuelo, que la cabeza sola pesó cuarenta libras de a diez y seis onzas. Con la buena diligencia de los pescadores, que los más días sobraba pescado, y con el mucho maíz, legumbres y fruta seca que los españoles hallaron en los dos pueblos llamados Aminoya, tuvieron bastantemente de comer toda la temporada que en aquella provincia estuvieron y aun les sobró para llevar después en los bergantines. Quigualtanqui y los demás curacas de la comarca, mientras andaba la obra de los carabelones, no estaban ociosos, que cada uno de ellos por sí levantaba en su tierra toda la más gente de guerra que podía para juntar entre todos treinta o cuarenta mil hombres de pelea y dar de sobresalto en los españoles y matarlos todos, o, a lo menos, quemarles toda la máquina y aparato que para los navíos tenían hecho, de manera que por entonces no pudiesen salir de su tierra, porque después, con la guerra continua que les pensaban hacer, les parecía los irían gastando con facilidad porque ya les veían pocos caballos, que era la fuerza principal de ellos, y los hombres eran ya tan pocos que, según se habían informado, faltaban las dos tercias partes de los que en la Florida habían entrado, y sabían que su capitán general Hernando de Soto, que valía por todos ellos, era ya fallecido.
Por las cuales nuevas les crecía el deseo de poner en efecto su mala intención y no esperaban más de ver llegado el día que para su traición tenían señalado. El día debía de estar ya cerca, porque unos indios de los que de ordinario traían los presentes y recaudos falsos de los curacas, encontrándose a solas con unas indias criadas de los capitanes Arias Tinoco y Alonso Romo de Cardeñosa, les dijeron: "Tened paciencia, hermanas, y alegraos con las nuevas que os damos, que muy presto os sacaremos del cautiverio en que estos ladrones vagamundos os tienen, porque sabed que tenemos concertado de los degollar y poner sus cabezas en sendas lanzas para honra de nuestros templos y entierros y sus cuerpos han de ser atasajados y puestos por los árboles, que no merecen más que esto." Las indias dieron luego cuenta a sus amos de lo que los indios les habían dicho. Sin este indicio, las noches que hacía serenas, se oía el ruido que en diversos lugares de la otra parte del río los indios hacían, y se veían muchos fuegos apartados unos de otros, y se entendía claramente que fuesen tercios de gente de guerra que se andaba juntando para ejecutar su traición. La cual, por entonces, Dios Nuestro Señor estorbó con una poderosísima creciente del Río Grande que en aquellos mismos días, que eran los ocho o diez de marzo, empezó a venir con grandísima pujanza de agua, la cual a los principios fue hinchiendo unas grandes playas que había entre el río y sus barrancas, después fue poco a poco subiendo por ellas hasta llenarlas todas.
Luego empezó a derramarse por aquellos campos con grandísima bravosidad y abundancia y, como la tierra fuese llana, sin cerros, no hallaba estorbo alguno que le impidiese la inundación de ella. A los diez y ocho de marzo de mil y quinientos y cuarenta y tres, que aquel año fue Domingo de Ramos según parece por los computistas, antes de la reformación de los diez días del año, andando los españoles en la procesión que con todos sus trabajos hacían celebrando la entrada de Nuestro Redentor en Hierusalen, conforme a las ceremonias de la Santa Iglesia Romana, Madre y Señora nuestra, entró el río con la ferocidad y braveza de su creciente por las puertas del pueblo Aminoya y dos días después no se podían andar las calles sino en canoas. Tardó esta creciente cuarenta días en subir a su mayor pujanza, que fue a los veinte de abril. Y era cosa hermosísima ver hecho mar lo que antes era montes y campos, porque a cada banda de su ribera se extendió el río más de veinte leguas de tierra, y todo este espacio se navegaba en canoas, y no se veía otra cosa sino las aljubas y copas de los árboles más altos. En este paso, contando la creciente del río, dice Alonso de Carmona: "Y nos acordamos de la buena vieja que nos dio el pronóstico de esta creciente." Son éstas sus propias palabras.