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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XI Lo que sucedió al teniente general yendo a prender a un curaca Un día de los que el gobernador estuvo en el pueblo de Hirrihigua, tuvo aviso y nueva cierta cómo el cacique estaba retirado en un monte no lejos del ejército. El teniente general Vasco Porcallo de Figueroa, como hombre tan belicoso y ganoso de honra, quiso ir por él, por gozar de la gloria de haberlo traído por bien o por mal, y no aprovechó que el gobernador quisiese estorbarle el viaje diciéndole que enviase otro capitán, sino que quiso ir él mismo. Y así, nombrando los caballeros e infantes que le pareció llevar consigo, salió del real con gran lozanía y mayor esperanza de traer preso o hecho amigo al curaca Hirrihigua. El cual, por sus espías supiese que el teniente general y muchos castellanos iban donde él estaba, les envió un mensajero diciendo que les suplicaba no pasasen adelante porque él estaba en lugar seguro donde por más y más que trabajasen no podrían llegar a él por los muchos malos pasos de arroyos, ciénagas y montes que había en medio. Por tanto, les requería y suplicaba se volviesen antes que les acaeciese alguna desgracia si entrasen en alguna parte donde no pudiesen salir y que este aviso les daba, no de miedo que de ellos tuviese que le hubiesen de prender, sino en recompensa y servicio de la merced y gracia que le habían hecho en no haber hecho el mal y daño que en su tierra y vasallos pudieran haber hecho. Este recaudo envió muchas veces el cacique Hirrihigua, que casi se alcanzaban los mensajeros unos a otros.
Mas el teniente general cuanto ellos más se multiplicaban tanto más deseaba pasar adelante, entendiendo al contrario y persuadiéndose que era temor del curaca y no cortesía ni manera de amistad y que, porque no se le podía escapar, porfiaba tanto con los mensajes. Con estas imaginaciones se daba más prisa a caminar, sirviendo de espuelas a todos los que con él iban, hasta que llegaron a una grande y mala ciénaga. Dificultando todos el pasar por ella, sólo Vasco Porcallo hizo instancia a que entrasen y, por moverles con el ejemplo, porque como plático soldado que había sido, sabía que para ser un capitán obedecido en las dificuitades no tenía mejor remedio que ir delante de sus soldados (aunque ésta era temeridad), dio de las espuelas al caballo y entró a prisa en la ciénaga y en pos de él entraron otros muchos. Mas, a pocos pasos que el teniente general dio, cayó el caballo con él, donde se hubieran de ahogar ambos, porque los de a pie por ser légamo y lodo no podían nadar para llegar a prisa a socorrerle y por ser cieno se hundían si iban andando, y los de a caballo por lo mismo no podían llegar a favorecerle, que todos corrían un mismo peligro, sino que el de Vasco Porcallo era mucho mayor por estar cargado de armas y envuelto en el cieno y haberle tomado el caballo una pierna debajo, con que lo ahogaba sin dejarle valerse de su persona. De este peligro salió Vasco Porcallo más por misericordia divina que por socorro humano, y, como se vio lleno de lodo, perdidas las esperanzas que de prender al cacique llevaba y que el indio, sin haber salido con armas al encuentro a pelear con él, sólo con palabras enviadas a decir por vía de amistad le hubiese vencido (corrido y avergonzado de sí propio, lleno de pesar y melancolía), mandó volver a la gente.
Y, como con el enojo de esta desgracia se juntase la memoria de su mucha hacienda y el descanso y regalo que en su casa había dejado y que su edad ya no era de mozo y que la mayor parte de ella era ya pasada y que los trabajos venideros de aquella conquista todos, o los más, habían de ser como los de aquel día, o peores, y que él no tenía necesidad de tomarlos por su voluntad, pues le bastaban los que había pasado, le pareció volverse a su casa y dejar aquella jornada para los mozos que a ella iban. Con estas imaginaciones fue todo el camino hablándolas a solas y a veces en público, repitiendo los nombres de los dos curacas Hirrihigua y Urribarracuxi, desmembrándolos por sílabas y trocando en ellas algunas letras para que le saliesen más a propósito que por ellas quería inferir, diciendo: "Hurri Harri, Hurri, Higa, burra coja, Hurri Harri. Doy al diablo la tierra donde los primeros y más continuos nombres que en ella he oído son tan viles e infames. Voto a tal, que de tales principios no se pueden esperar buenos medios ni fines; ni de tales agüeros, buenos sucesos. Trabaje quien lo ha menester para comer o ser honrado que a mí me sobra hacienda y honra para toda mi vida, y aún para después de ella." Con estas palabras, y otras semejantes, repetidas muchas veces, llegó al ejército, y luego pidió licencia al gobernador para volverse a la isla de Cuba. El general se la dio con la misma liberalidad y gracia que había recibido su ofrecimiento para la conquista y con la licencia le dio, el galeoncillos San Antón, en que se fue.
Vasco Porcallo repartió por los caballeros y soldados que le pareció sus armas y caballos y el demás aparato y servicio de casa que, como hombre tan rico y noble, lo había llevado muy bueno y aventajado. Mandó dejar para el ejército todo el bastimento y matalotaje que para su persona y familia había sacado de su casa. Dio orden que un hijo suyo natural llamado Gómez Suárez de Figueroa, habido en una india de Cuba, se quedase para ir en la jornada con el gobernador; dejole dos caballos y armas y lo demás necesario para la conquista. El cual anduvo después en toda ella como muy buen caballero y soldado hijo de tal padre, sirviendo con mucha prontitud en todas las ocasiones que se le ofrecieron, y, después que los indios le mataron los caballos, anduvo siempre a pie sin querer aceptar del general, ni de otro personaje alguno, caballo prestado ni dado ni otro ningún regalo ni favor, aunque se viese herido y en mucha necesidad, por parecerle que todos los regalos que le hacían y ofrecían no llegaban a recompensar los servicios y beneficios por su padre hechos en común y particular a todo el ejército, de que el gobernador andaba congojado y deseoso de agradar y regalar a este caballero, mas su ánimo era tan extraño y esquivo que nunca jamás quiso recibir nada de nadie.
Mas el teniente general cuanto ellos más se multiplicaban tanto más deseaba pasar adelante, entendiendo al contrario y persuadiéndose que era temor del curaca y no cortesía ni manera de amistad y que, porque no se le podía escapar, porfiaba tanto con los mensajes. Con estas imaginaciones se daba más prisa a caminar, sirviendo de espuelas a todos los que con él iban, hasta que llegaron a una grande y mala ciénaga. Dificultando todos el pasar por ella, sólo Vasco Porcallo hizo instancia a que entrasen y, por moverles con el ejemplo, porque como plático soldado que había sido, sabía que para ser un capitán obedecido en las dificuitades no tenía mejor remedio que ir delante de sus soldados (aunque ésta era temeridad), dio de las espuelas al caballo y entró a prisa en la ciénaga y en pos de él entraron otros muchos. Mas, a pocos pasos que el teniente general dio, cayó el caballo con él, donde se hubieran de ahogar ambos, porque los de a pie por ser légamo y lodo no podían nadar para llegar a prisa a socorrerle y por ser cieno se hundían si iban andando, y los de a caballo por lo mismo no podían llegar a favorecerle, que todos corrían un mismo peligro, sino que el de Vasco Porcallo era mucho mayor por estar cargado de armas y envuelto en el cieno y haberle tomado el caballo una pierna debajo, con que lo ahogaba sin dejarle valerse de su persona. De este peligro salió Vasco Porcallo más por misericordia divina que por socorro humano, y, como se vio lleno de lodo, perdidas las esperanzas que de prender al cacique llevaba y que el indio, sin haber salido con armas al encuentro a pelear con él, sólo con palabras enviadas a decir por vía de amistad le hubiese vencido (corrido y avergonzado de sí propio, lleno de pesar y melancolía), mandó volver a la gente.
Y, como con el enojo de esta desgracia se juntase la memoria de su mucha hacienda y el descanso y regalo que en su casa había dejado y que su edad ya no era de mozo y que la mayor parte de ella era ya pasada y que los trabajos venideros de aquella conquista todos, o los más, habían de ser como los de aquel día, o peores, y que él no tenía necesidad de tomarlos por su voluntad, pues le bastaban los que había pasado, le pareció volverse a su casa y dejar aquella jornada para los mozos que a ella iban. Con estas imaginaciones fue todo el camino hablándolas a solas y a veces en público, repitiendo los nombres de los dos curacas Hirrihigua y Urribarracuxi, desmembrándolos por sílabas y trocando en ellas algunas letras para que le saliesen más a propósito que por ellas quería inferir, diciendo: "Hurri Harri, Hurri, Higa, burra coja, Hurri Harri. Doy al diablo la tierra donde los primeros y más continuos nombres que en ella he oído son tan viles e infames. Voto a tal, que de tales principios no se pueden esperar buenos medios ni fines; ni de tales agüeros, buenos sucesos. Trabaje quien lo ha menester para comer o ser honrado que a mí me sobra hacienda y honra para toda mi vida, y aún para después de ella." Con estas palabras, y otras semejantes, repetidas muchas veces, llegó al ejército, y luego pidió licencia al gobernador para volverse a la isla de Cuba. El general se la dio con la misma liberalidad y gracia que había recibido su ofrecimiento para la conquista y con la licencia le dio, el galeoncillos San Antón, en que se fue.
Vasco Porcallo repartió por los caballeros y soldados que le pareció sus armas y caballos y el demás aparato y servicio de casa que, como hombre tan rico y noble, lo había llevado muy bueno y aventajado. Mandó dejar para el ejército todo el bastimento y matalotaje que para su persona y familia había sacado de su casa. Dio orden que un hijo suyo natural llamado Gómez Suárez de Figueroa, habido en una india de Cuba, se quedase para ir en la jornada con el gobernador; dejole dos caballos y armas y lo demás necesario para la conquista. El cual anduvo después en toda ella como muy buen caballero y soldado hijo de tal padre, sirviendo con mucha prontitud en todas las ocasiones que se le ofrecieron, y, después que los indios le mataron los caballos, anduvo siempre a pie sin querer aceptar del general, ni de otro personaje alguno, caballo prestado ni dado ni otro ningún regalo ni favor, aunque se viese herido y en mucha necesidad, por parecerle que todos los regalos que le hacían y ofrecían no llegaban a recompensar los servicios y beneficios por su padre hechos en común y particular a todo el ejército, de que el gobernador andaba congojado y deseoso de agradar y regalar a este caballero, mas su ánimo era tan extraño y esquivo que nunca jamás quiso recibir nada de nadie.