CAPITULO VIII
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CAPITULO VIII Del actual estado del comercio de España con Buenos Aires: de los perjuicios que experimenta; de la causa que los produce; y de las disposiciones que, requiere su adelanta miento y reforma No podría dejar de ser que el cuerpo del comercio nacional cargase sobre sí todo el perjuicio que resultase del estado del abandono en que hemos tenido la cría de nuestro ganado. Este comercio que no tiene más recurso para emplear su caudal en aquella América, que al ramo de los cueros, había de sentir el mayor quebranto de hallar esta negociación sobre un pie que no le dejase ganancias, o que le hubiese de ocasionar pérdidas. Este cuerpo de comerciantes que emprendía el viaje a Montevideo por el interés del retorno en cueros principalmente no podía menos que aniquilarse, luego que le faltase el lucro que le rendía este ramo. Unas provincias tales como las del Río de la Plata, no tienen más población, ni más ciudades que las de Montevideo, Buenos Aires, (Paraguay), Corrientes, Santa Fe y Córdoba, y todas ellas escasas de vecindario, y a cual más pobres, sin más comercio activo que el de los cueros, tabaco y la yerba mate. Buenos Aires que ha sido siempre la más poblada, y menos pobre refiere su población, sus artes, sus edificios y hasta sus parroquias a la erección de su Virreinato en el año de 77. Las otras ciudades son y han sido siempre infelices; y a pesar de que desde el Paraguay hasta Córdoba se cuentan cerca de 700 leguas, todo es un despoblado, o una población de rancherías y gente campestre, más desnuda que vestida, que sólo usan de ropa de la tierra en lo que permite, o da de sí la cortedad de sus jornales.
De Córdoba para adelante, principian las provincias llamadas del Perú, o la Sierra, país despoblado y rico por la abundancia de sus metales de oro y plata, y que daba mucho consumo a los efectos de nuestro comercio, y mucha ganancia a los europeos, que navegaban a Buenos Aires con facturas surtidas de géneros exquisitos propios del lujo y opulencia de aquellas tierras. Estas mercaderías conducidas a Buenos Aires se vendían con estimación y al plata de contado por los factores de nuestro comercio al de Buenos Aires, y éstos las revendían con grandes utilidades a las provincias de arriba, unas veces conduciéndolas a sus puertas; y otras vendiéndose en las de los mismos comerciantes, bajando aquéllos a solicitarlas con dinero en mano. El retorno de estos buques se hacía con cueros al pelo comprados a uno de tres precios: a 6 reales el de 25 libras hasta 30; a 7 reales el de 30 a 35; a 8 reales el de 35 a 40; y a 9 el que pasaba de 40 aunque llegase a 80; y el flete de este mismo cuero no pasaba de 8 reales de vellón. Contaba pues con dos ganancias ciertas el negociante que comerciaba con Buenos Aires, sin embargo de que lo hiciese con plata tomada a 25 ó 30 % además de pagar peso fuerte por sencillo; y lo mismo en la de los cueros que conducía a Cádiz. No tenían estancias los portugueses porque se hallaban desalojados del Río Grande y hasta el año de 1777 en que se apoderaron de él por sorpresa, no proyectaron poblar estancias, ni comenzaron los desórdenes y las fuertes extracciones de nuestro ganado que dejamos referidas.
Siguióse a la pérdida del Río Grande la publicación del comercio libre; y estas dos novedades mudaron enteramente la faz y la constitución de aquel comercio. Con la entrada de los portugueses en el Río Grande, emprendieron plantar estancias en nuestro terreno poblándolas del ganado que nos robaban y saliendo al mismo tiempo providencia del señor Vertiz a favor de los indios guaraníes, se vieron caer sobre el campo tres especies de ladrones a saber portugueses del Río Grande, indios guaraníes y españoles changadores. Luego que los vecinos de Montevideo abrieron los ojos y vieron que el portugués, el indio y el changador se iban arrebatando una heredad que ellos habían estado en posesión de saquearla por sí solos, pusieron pleito a los indios, y se acordaron que eran estancieros unos hombres que acaso no sabían adónde moraba su Estancia. Progresaba entretanto el comercio libre con increíble rapidez, y esto que era un estímulo a la codicia para acopiar más y más cueros, apuraba a los portugueses para trasplantar a sus campos a aquella simiente antes que se extinguiese, con lo que mejorado tanto más para el partido de los changadores, consiguieron verse sobre un campo abundantísimo de mies, cercado de dos compradores que a porfía les quitaban el fruto de las manos. Encarecióse el cuero como era regular, incrementáronse los jornales de la faena, retiróse el ganado de las inmediaciones de Montevideo, creció el valor de los fletes, y sólo se vió envilecerse el delito en aquella revuelta de cosas.
Nació en esta misma época el impuesto del ramo de guerra en Montevideo, donde no se había conocido jamás; se concedieron leguas de tierras por centenares a los denunciantes; hicieron éstos el estanco que hemos dicho de los cueros, y con este monopolio con el gravamen de los dos reales, con el ahínco de los portugueses en poblar estancia con las atroces mortandades de los changadores, con el crecimiento de buques y compradores, con las baquerías de los indios, y con tanta mezcla y confusión de males y desórdenes, subió el valor del cuero hasta 18 y 19 reales, y llegó el del flete a 20 en tiempo de paz y sin cargo de averías. Bajó entretanto el precio de los cueros en España, y debiendo crecer a proporción las ganancias que dejasen las mercaderías en Buenos Aires sucedió tan al contrario que se vieron obligados los cargadores a desprenderse de sus facturas por un 10 y por un 12 por ciento menos del principal con lo que ha sido preciso dar de mano al comercio de Buenos Aires para no ir disminuyendo el fondo atesorado. Cual haya sido el origen de este trastorno, no parece, que no podría negar el que lo examine imparcialmente haber dimanado de la absoluta libertad conque se hace el comercio de Indias desde el año de 78. E1 abuso que ha hecho el comercio de esta libertad, lo ha reducido a la más miserable esclavitud. Esta libertad de comercio sin límite de todas partes, y sin balancear la extracción con el consumo, ha inducido la abundancia de los efectos de, la Europa con vilipendio de su estimación, y ha llevado a las Indias el excesivo precio de sus frutos.
Esta libertad ha alterado la balanza en tales términos que en vez de salir para España toda o la mayor cantidad de plata que se labra en sus casas de moneda, se queda rezagada una mitad o dos tercios que no aprovecha para nadie. Publicóse la paz con Inglaterra en el año de 82 y a los dos años de esta época en que cogió el comercio sus primeros frutos, creció tanto el número de las expediciones, y de los nuevos comerciantes que consiguieron extinguir las utilidades y no escarmentando todavía con la pena de ver sin fruto su trabajo, continuaron sus expediciones hasta encontrar con la pérdida de sus capitales. No parece sino que se llevaba por objeto hacer mejor la suerte del americano y aniquilar al europeo. El hacendado y el vecino de América vinieron a hallar sus Indias en España, y el español se vió reducido a un sirviente del hacendado y del vecino. EI hacendado vio crecer el valor de su mercancía desde 6 reales a que vendía el cuero ahora 20 as. hasta 18 y 19 reales a que hoy se vende a porfía; y al mismo paso que ha subido la estimación de su hacienda más de un trescientos por ciento han bajado un 30 por ciento los efectos de Europa que necesitan consumir el hacendado y el vecino; de forma que es sin comparación lo que ha mejorado su causa el hacendado con lo que ha desmedrado la suya el comerciante. Este compra caro, y vende barato; aquél al contrario vende caro y compra barato; aquél es solicitado y rogado para que venda dentro de su misma casa; éste sale por la mar a 2 leguas de la suya y galantea al consumidor para que le compre.
El uno se vuelve por el mismo camino y por los mismos riesgos con una escasa ganancia, o con una pérdida positiva, y el otro sin haber perdido su descanso se queda en su domicilio con un 200 por cien de ganancia. Las resultas de este trastorno han sido las de dejar de pasar a España una mitad o dos terceras partes de la plata que pasaba en tiempo del antiguo sistema. Porque esta misma cantidad empezaron a valer menos en América las manufacturas, y efectos de la Europa que conducían los vecinos españoles; y quedando rezagado este caudal en poder del vecindario americano hace falta al círculo del comercio y a la contribución de Reales derechos. Ha resultado que se despoblase más aprisa nuestra Península por que el negociante que había malogrado su expedición o perdido de su capital no volvía más a España acaso sin detenerse en el abandono de su mujer y familia; otros halagados de los mejores arbitrios para negociar que ofrecen los frutos del país mudaron de fijo y dejaron el comercio del mar por el de tierra y se quedaron en aquella banda. Ha resultado que con la abundancia y la baja estimación de todos los menesteres de la vida subiese el valor de la moneda porque hoy se compra por un signo de plata lo que en otro tiempo costaba dos; y este mayor aumento hace que se solicite o desee menos. La alta y baja de la moneda (que son las dos balanzas que reglan el fiel de la negociación del mineral) es la causa de que suba o baje la saca de los metales y que se disminuyan o incrementen estos importantes trabajos; cuando el comercio está floreciente arrastra para sí la plata en forma de torrente; y cuando desfallece o cae de su estimación se empoza la plata y circula más entre los beneficiadores de este metal.
Por consiguiente crece su valor, y cesa la necesidad de solicitarla en las entrañas de su mar. Ha resultado que el comercio se ha abandonado enteramente porque el abuso que se ha hecho de su libertad lo ha puesto semejante a una viña esquilmada que sólo mantienen sus cepas aquella porción de fruto que le ha dejado el descuido de los obreros, o parecida al haza de trigo recién segada que sólo conserva un corto número de espigas a quienes perdonó por flacas la hoz del segador; y únicamente pasan a negociar a las Indias cuatro pobres mancebos aburridos que o hacen el comercio sobre sus hombros o debajo de un toldo en las plazas; y esta carrera antes la más brillante, han venido a profesarla unos hombres despechados, que por caminos delincuentes y de mala fe pretenden reintegrarse de las ganancias que no les puede dar un comercio paladino. Y lo más cierto es que el comercio de indias ha venido a quedar en manos de los vecinos de América por medio de cuatro factores que nombran a España; y todo el provecho del dominio de las Indias se halla reducido en el día al comercio de fletes y a los derechos reales de aduana. Ya no vemos en el gremio del comercio aquellos hombres sólidos, honrados y económicos que se criaron a nuestros ojos desde la traslación del comercio de Cádiz hasta la extinción de las flotas. Hoy no se ven en el comercio más que jóvenes, sectarios de la vanidad, del lujo que hacen un comercio mendicante o a jornal, pujándose los unos a los otros el precio de estos pequeños acomodos, sin que ninguno adelante otra cosa que lo preciso para su sustento.
Unos mozos faltos de arrimo, que se alquilan por un tanto a pasar a las indias, o expender una factura por menor o a capitanear una embarcación. Mozos que por un triste salario se ciñen a pesar y medir detrás de un mostrador. Mozos en fin que nunca pueden salir de la esfera de subalternos, ni arribar a una fortuna brillante e independiente como lo lograron sus antecesores. Los que han quedado de éstos en Cádiz viven hoy de lo que ganaron, y han dado de mano al trato mercantil por necesidad si ya no es que se avergüenzan de haber sido de este cuerpo en vista de las indecencias y mala fe que se han introducido en el gremio; porque después que se ha franqueado esta carrera a todos los que pretenden entrarse por ella sin que conste de su nacimiento, enseñanza, ni de su peculio por aquellos medios escrupulosos que se hacían por la Casa de Contratación, se ha visto salir desterrada de él la pureza y la verdad que hacía su nervio y caer la negociación sobre unos objetos tan ruines que antes eran vilipendiosos, y considerados como propios de sólo un contramaestre, mayordomo o repostero de navío. Hoy va a Indias un negociante, y planta una tienda de puerta de calle y la llena de sombreritos de mujeres, plumas, polvos, pomadas, abanicos, alfileres, zapatos, aguas de olor, guantes y juguetes; que otros hacen su empleo en ladrillos, loza, platos, lebrillos, ollas, arroz, jarrones, mesas y sillas y hay quien lleve de Barcelona atandes y cabezas de peluca. A estos renglones está hoy reducido el comercio de las Indias a Montevideo en la mayor parte; a lo cual es consiguiente que las personas que se emplean en este comercio se manejen según lo que manejan; que no haya hombres para una empresa mercantil que falten sujetos con quienes contar en un conflicto público, o haya crédito que es una segunda moneda de comercio, no menos valiosa y fecunda que la acuñada.
En una palabra, el comercio de las Indias se halla reducido en el día a un modo de adquirir poco semejante al de los jornaleros, en que el comerciante sólo se propone sólo para su preciso sustento, sin rehusar a este fin el echar mano de cualquier materia que le produzca, por grosera y mecánica que sea. ¿A quiénes darán fomento ni abrigo unos desdichados comerciantes que apenas bastan para sí? ¿A qué pie de fuerza y de respeto vendrá a parar un comercio en que sólo se emplean unos hombres desdichados o en el que los hombres del mejor cálculo no hallan en qué emplear? Seguramente que siguiendo el comercio este camino que lo lleva al precipicio, no será posible que la España emporio del comercio y que nada tenía que envidiar a ninguna de las plazas fuertes de Europa, vuelva a ver en su seno, a unos comerciantes de la inteligencia, política y vastas ideas de los Landaburus, Uztariz, Sangines y otros de igual fondo. Lo que hemos visto en los tiempos de la última época ha sido dar en quiebra, innumerables casas fuertes de comercio; usando de una refinada malicia, o apurando el artificio se aspira a sostener un engaño, un clamor general por todas partes que formando un eco uniforme, resuena del mismo modo en Europa que en América; vemos abandonar la carrera del comercio a los hombres más calculistas e industriosos, después que han puesto por obra las más exquisitas diligencias para emplear su dinero con utilidad. Vemos que si la confluencia de mercaderías y mercaderes ha puesto pobres a éstos en fuerzas de su misma muchedumbre, no ha hecho ricos como debía a los dueños de navíos.
Parecía que por una razón tomada del contrario sentido, los navieros debían haber medrado mucho en esta época. Diríamos que la abundancia de fletes presentaba a los navieros unas ganancias sin medida; pero no es así; ambos gremios padecen un mismo atraso, uno y otro está abatido. Es verdad que el naviero a los principios adelantó su fortuna y mejoró su causa; pero así que se abastecieron las Américas y cesaron las ganancias del mercader, faltaron los fletes y se acabó el útil del naviero. Estos se acrecentaron en demasía, y era fuerza que unos a otros se quitasen el provecho. La calidad de los efectos no sufragaba para muchos fletes. Un principiante que lleva a América ladrillos, escobas, platos ordinarios, ollas, cazuelas, alcarrasas, vasos de cristal, taburetes de rejilla, mesitas de juego (muebles que no ha habido nunca, ni convenía que hubiese en la América) no puede pagar grandes fletes. Y el naviero que no halla quien le cargue de holandas ni tisúes (que era el cargamento antiguo) necesariamente ha de bajar el flete. Así se ve con frecuencia ponerse en la mar para Buenos Aires, una fragata de comercio, con 20 ó 24 hombres de tripulación, sin capellán, sin cirujano, sin sangrador, y sin pan fresco por no poderlo costear. No hablamos de los catalanes que éstos rara vez llevan en sus embarcaciones este número de hombres. Hablamos de buques despachados por el comercio de Cádiz o el de Málaga; y de éstos hay muchos cuya tripulación no llega a 25 hombres.
Este año de 1794 salió de Montevideo para Málaga el bergantín La Amable María del porte de 150 toneladas con once hombres de tripulación incluso el capitán y un negro esclavo suyo; su carga constaba de cueros que le darían otros tantos pesos en España. A la ida llevó vino, aceite y ladrillos que le producirían y que sacaría su dueño (si es que no perdió) un seis por ciento que es el premio de tierra. Del mismo Málaga salió el bergantín Nuestra Señora de las Mercedes con 8 marineros y tres muchachos, en el año de 93, y en el propio salió de Cádiz la fragata Santa Francisca con un capitán que era al mismo tiempo piloto y maestre, un segundo piloto que hacía de contramaestre, un galafate, un sangrador y once marineros, que repartidos en dos guardias de seis hombres cada una, no bastan para cazar una escota; siendo así que un fragata correo del mismo porte no navega sin 70 ó 80 plazas de roll; ni antes del comercio libre salía ninguna de Cádiz sin este mismo número. A pesar de estos ahorros es un hecho indisputable que apenas se costean los navieros; conque es claro que ambos gremios se han hecho de peor condición, el negociante porque no puede hacer su comercio en ramos valiosos y el dueño de barco porque no encuentra fletes a precios razonables. Esta misma libertad del comercio ha extinguido aquel lujo opulento que empeñaba a una aplicación constante, y mantenía en verdor el comercio y la minería. Este lujo tan interesante y digno de que lo fomentase la política, lo ha ido desterrando la libertad del comercio, sin que por esto hayan mejorado las costumbres.
Ya no se ve en Lima una casa de las modernas cuyo adorno de cuadros, espejos, mesas y arañas sea de plata de martillo, como eran y son todas las que se pusieron hasta ahora veinte años. Ya no se ven aquellos faldellines de tisú en que la flor que más campeaba era el precio de 500 pesos que costaba cada uno. Ya se van escondiendo los encajes finísimos de Flandes, y asomándose en su lugar las gasas francesas de ningún valor ni lucimiento. Ya se han olvidado enteramente las medias de la banda (que se vendían a 25 pesos) y se han subrogado las blancas de Nimes y Cataluña, que se compran por el principal de España a muy corta diferencia. Ya no es de vergüenza para una limeña adornarse la garganta y los dedos con topacios y piedras de Francia, cuando seis y ocho años era un sambenito engalanarse con otra pedrería que riquísimos brillantes. Ya se dejan ver en muchas mesas de las primeras casas platos de pedernal o de media china, y desaparecer la plata que ha sido común en el Perú hasta en las mesas de la gente ordinaria. Ya se ve a menudo deshacerse de sus vajillas de plata las casas del Perú y registrarse para España con destino al pago de la Escritura haciendo el oficio de la moneda. Hasta en el juego de cartas y dados que tan ordinario es en las indias, se conoce una debilidad en los ánimos, que más es hoy negociación del juego que se hace que divertimento. Era preciso que la constitución del nuevo comercio produjese estos efectos. Por una parte ha impedido que tengan estimación las mercaderías y rindan a su portador una ganancia razonable; y de otra parte ha introducido en aquellos países unos efectos de pura apariencia más baratos y mejores dibujos, y todo en tanta abundancia que se puede decir que toda la ciudad es un almacén, o que faltan almacenes para encerrarse efectos.
En el año de 86 tuvieron los alquileres de las casas un aumento considerable porque eran pocas todas ellas para almacenar facturas, o para abrir tiendas de comercio. Entraron, en aquel año en el Callao, nueve embarcaciones mercantes de las del mayor porte, que fueron el Diamante, el Brillante, el Pilar, la Fe, la Caridad, el Aquiles, el Pájaro y la Posta de América. Y en el mismo año y en cada uno fondeaba en el Callao la fragata de guerra de la Compañía de Filipinas con efectos de estas islas hasta en cantidad de 400 ó 500 pesos. Cuando llegaron estos buques estaba la ciudad abarrotada de efectos de los que habían entrado sucesivamente desde el año de 82 en que se publicó la paz con los ingleses; y sola la Compañía de Filipinas tenía en almacenes 2.000.000 pesos en mercaderías. Las ventas se hacían a paso tan lento que algunos factores europeos hubieron de dejar sus géneros en la aduana para no verse ejecutados al pago de las alcabalas y almojarifazgos; lo que dio motivo al comercio para pedir al superintendente D. Jorge Escobedo que además de los seis meses de espera que está concedida por regla general para el pago de estos Reales Derechos les prorrogase un año; y que por no haber bastado éste le volvieron a pedir otro año. ¿Pero qué se extraña si hubo hombres que después de haber hecho en persona aquella tan penosa y dilatada negociación, en que estuvieron casi perdidas las fragatas Pilar, La Fe, y la Caridad, vendieron sus facturas sobre un diez por ciento menos del principal de España? No podía quedar duda en la desgracia que corría el comercio en aquella estación, porque además del clamor general en que todos prorrumpían, informaban de esta verdad las tiendas de los mercaderes, cuando se iba a comprar algún renglón, porque tal se trillaba a veces que se tomaba por los mismos reales de vellón que se acababa de comprar en Cádiz; y no era raro comprar por peso fuerte lo que valía en España peso sencillo; de manera que se ganaba más a ocasiones en irse a surtir a los portales de la plaza, que enviando por los efectos a Europa de propia cuenta.
La experiencia y la razón han enseñado en todo tiempo que ni a los americanos conviene, ni a nosotros está bien, que en Indias abunden nuestros efectos, y ande cara la moneda. Las minas trabajan con mucho menos empeño desde que está subido el dinero, y abatido el precio de las mercaderías y los negociantes para haber de regresarse a España, y cubrir sus escrituras, se hallan obligados a malbaratar su hacienda. La misma providencia del todo poderoso que encerró en el centro de estos terrenos los metales de oro, plata, los azogues, y las perlas, está manifestando que conviene escasear allí lo que abunda en nuestros términos, para que venga la balanza a su equilibrio. Desde que las ciudades de indias se hallan surtidas de efectos en la abundancia y baratura que se ha dicho, han descuidado el trabajo de las minas, que era el medio esencial para el trueque de nuestros efectos. Esto se palpa en indias observando lo que sucede en tiempos de guerra. En el de paz en que todo sobra a precios ínfimos, se vende un par de medias de Nimes, introducidas por alto en cinco pesos o cuatro y medio. Viene una guerra, crece el valor de todos los efectos un ciento por ciento, se ponen las medias blancas a diez pesos y las de la banda hasta treinta y cuatro, se venden más, y se compran con menos regateo que en tiempo de paz. Esta diferencia proviene de que abunda la moneda; de que está bajo su precio; de que las minas se trabajan más, porque hay mayor necesidad de su producto de que todos ganan en su ejercicio, y de que en Indias hay más lujo mientras más cuesta el mantenerlo.
Lo mismo sucede con el juego, con los banquetes, con los saraos, con los espectáculos, y con todo vicio o entretenimiento: En la guerra se juega oro, y en la paz, plata macuquina; y si corriese vellón con él se haría el tanto para el juego. Las partidas de diversión, los paseos al campo, los pasatiempos, se alcanzan unos a otros, y se compiten en suntuosidad; y en tiempo de paz todo es inacción y melancolía. Tan cierto es, que la abundancia del metal que viene con la carestía, da alientos para despreciarlo, y su escasez los quita y suplanta la economía y el ahorro. La razón de esto es muy congruente, y consiste en que cuando abunda todo menos la plata, incrementa su valor, y se teme gastar la que se tiene adquirida; pero cuando abundan las adquisiciones del dinero, su misma abundancia lo envilece y hace que se derrame y corra por las calles. En tiempo de paz en que todo abunda, todo es un lamento, y cada casa una escuela de economía; y en el de guerra todo es lujo, magnificencia, placer, divertimento y profusión. En aquél escasea la moneda, y vale más; en éste se abarata, porque dos signos de ella apenas alcanzan para adquirir lo que se compraba por uno solo. En los dos siglos y medio que rigió en España el sistema de traer acotado el comercio, y la máxima de sujetar a sus individuos a la matrícula de fondo, se llevaba por máxima fundamental de buen gobierno no introducir en la América la fábrica o el plantío de ninguno de los renglones que pudiesen ir de España.
Las Leyes de Indias no permiten dudar de esta verdad; pero contraigámonos por no fastidiar a las que prohiben tan estrechamente el plantío de viñas, olivares, y linares en las indias, cuya prohibición se ha reproducido innumerables veces por las transgresiones que ha tenido. Las leyes que indican esta prohibición se remiten al capítulo de la instrucción de virreyes hecha en el año de 595 por orden del Señor Don Felipe II y esto supone que desde los principios se están dando cédulas y despachos vedando en las Indias la abundancia de ciertos efectos. Por no haberse cumplido estas órdenes, se publicó por la del Señor Don Felipe IV en el año de 628 la Ley 18 del Libro 4 título 17 en que usando de benignidad y clemencia, en vez de proceder, como era justo, contra los dueños de viñas, mandó S.M. que todos los poseedores pagasen cada año a razón de dos por ciento de todo el fruto que sacasen de ellas con tal de que en cuanto a poner otras de nuevo, quedasen en su fuerza y vigor las órdenes y cédulas antiguas que lo prohiben y defienden. La causa de esta prohibición (que comprende asimismo el plantío de olivares) es demasiado manifiesta; sin embargo habremos de poner aquí la letra de uno de los capítulos de la instrucción del Virrey Don Luis de Velasco en que el Señor Don Felipe II se explica con toda la claridad que pudiéramos desear. Dice así: "En las instrucciones y despachos secretos que se dieron a Don Francisco de Toledo cuando se fue a gobernar al Perú, se le ordenó que tuviese mucho cuidado de no consentir que en aquellos reinos se labrasen paños, ni se pusiesen viñas, por muchas causas de gran consideración; y principalmente porque habiendo allá provisión bastante de estas cosas, no se enflaqueciese el trato y comercio con estos reinos".
El mismo Soberano en el año siguiente de 596 ordena al virrey de México que informe si han plantado en aquella tierra morales y linares, y no consienta que en esto pasen adelante. Pero si cabe mayor expresión de los motivos que obligaron a estas providencias, se halla en una cédula del año de 610 dada por el Señor Don Felipe III al Virrey de Lima, marqués de Montesclaros, la que copia en su política el señor Don Juan de Solorzano, oidor a la sazón de aquella Real Audiencia, que se dice así: "Y pues tenéis entendido (habla el Rey) cuanto importa que no se planten viñas en estas provincias, para la dependencia que conviene tengan esos reinos de éstos, y para la contratación y comercio os encargo y mando que tengáis cuidado de hacer ejecutar lo que acerca de lo susodicho está proveído usted". Estas leyes envuelven a nuestro parecer los mejores principios de política por donde debieron y deben gobernarse las Américas en todos tiempos. Estos reglamentos, los más sabios que se han escrito (y cuyo tino y rectitud es admirable en todo el código de indias, sin que los siglos posteriores a su data hayan tenido que reformarlo en parte sustancial) dan la balanza en que se ha de ajustar el comercio de la América, mostrando que nada debe abundar en ella que enflaquezca el trato con la España, o que disminuya la dependencia de estos reinos con aquellos. Para este fin se prohiben las fábricas de paños, el cultivo de moreras, la siembra del lino, y el plantío de viñas, y olivares; y se pretende por estos medios que los americanos dependan de los españoles tan precisamente en el uso de las ropas de paño, en el de lienzos finos, en el de las sedas, y en el vino, y el aceite que no puedan adquirirlo por sus propias manos en poca ni en mucha cantidad.
Este anhelo de nuestros soberanos desde la conquista de las indias por hacer depender de nuestro comercio el surtimiento principal de aquellos habitantes, tiene por objeto la utilidad de los españoles, y el animarlos a entrar el peligroso modo de buscar sus aumentos por el comercio de la mar; y prohibiendo unos actos lícitos y buenos por su naturaleza, como son todos los oficios de la agricultura, quisieron obligar a sus vasallos de las Indias a que vistiesen y bebiesen de efectos ultramarinos; considerándolos bien compensados de este gravamen con vivir apartados del fuego de la guerra, con estar exentos de tomar las armas para ella, de sufrir alojamientos y bagages, de pagar pechos, y derramas; y sobre todo con tener en su arbitrio el goce y aprovechamiento del oro, plata y azogue, y los riquísimos ramos de la coca, cacao, azúcar, añil, grana, cascarilla, tabaco, y otros exquisitos con que Dios enriqueció y mejoró aquellas tierras. Deben, pues los americanos vestir y beber de lo que le presenten nuestras naos, y deben comprarlo con estimación por su mismo bien y el nuestro. Por el suyo, para que no abandonen los ramos de comercio que les están permitidos, y por el nuestro para que no nos sea preciso abandonarlo con más daño de ellos que de nosotros. Pues en efecto, los españoles hemos pasado sin comerciar con las Indias desde la fundación de España hasta el siglo XVI, y nos sería un daño intolerable volvernos a nuestra constitución primera; pero los americanos ni pueden expender sus frutos ni vestir decentemente, si cesa el comercio que les transporta lo uno y lo otro.
Pues si son unas verdades demostradas las que dejamos referidas nada podrá ser más opuesto a las máximas políticas, que tan felizmente han regido por espacio de 300 años, que un linaje de comercio desmedido, arbitrario y fuera de reglas, que ha introducido más abundancias en las indias que la que pudieran haber hecho los plantíos y las fábricas; un comercio que ha enflaquecido nuestro giro hasta el punto de hacernos dependientes de los que siempre lo han estado de nosotros. Esta libertad es la que ha aniquilado la dependencia de utilidad que se propusieron fijar, como fiel de la balanza los Señores Don Felipe II y III, a favor de los negociantes españoles. Esta libertad, según demuestran los efectos, ha causado que aquel privilegio exclusivo de vender en indias, que se inventó para nuestro provecho, se ha convertido en el de ellos, porque por virtud de este franco comercio han recibido los frutos de América una estimación triplicada, que les costea el valor de nuestras mercaderías dejándoles muchas ganancias, y nosotros a quienes debía enriquecer, nos va llevando a nuestro fin a paso redoblado. Esta libertad arrastra las manufacturas de Europa hacia la América, y estanca y detiene en ella la mayor parte de la moneda, dejándonos exhaustos de géneros y enflaquecidos de dinero. Véase aquí todo lo que podrían conseguir los americanos, si dependiendo nosotros de ellos, viniesen a nuestros puertos cargados de sus cosechas: vendernos caro sus efectos, y llevarse muy barato el paño, el lienzo, la seda, el vino y el aceite.
Por esto fue que dijimos en otro lugar, y no podremos menos de repetir que los indianos habían venido a hallar sus Indias en nuestra España; porque en realidad de verdad, nuestros americanos en el día se surten de lo que necesitan y no venden lo superfluo, ganando en uno y en otro; en aquéllo, ahorrando de gastar un ciento por ciento, y en éste vendiéndonos con otra tanta ganancia hecho el cotejo de los precios a que hoy compran y venden con el de ahora 20 años. Esto es puntualmente lo que hacíamos antes los españoles; y éste era el objeto con que viajábamos a las Indias; luego podemos decir con verdad que los americanos tienen sus Indias en la Europa. La diferencia, de este comercio figurado al verdadero, estriba sólo en el modo de hacerlo; en que el figurado necesitaría exponer sus vidas, sus buques y hacienda a los peligros y averías del mar; y haciéndolo del modo que lo practican, negocian, lo mismo con toda seguridad, y transfieren a nosotros el riesgo y el peligro. Con que es evidente, que las Indias, o son ya para los indianos, o las encuentran éstos en las contrataciones que vamos a celebrar con ellos a las puertas de sus casas. Pues para que no se diga que la sabia máxima de prohibir las siembras y plantíos, que regló nuestro comercio en el reinado del Señor Don Felipe II la ha carcomido el tiempo; y no se añada que las circunstancias y la ilustración de nuestro siglo ha obligado a variar los sistemas y abolir las leyes antiguas, será oportuna noticia la de una Real Orden del año de 84, en que se mandó al superintendente de Real Hacienda de Lima Don Jorge Escobedo, que hiciese cerrar todas las fábricas de sombreros que hubiese en aquel reino, y que recogiese toda la lana de vicuña que encontrase y la enviase a España de cuenta de la Real Hacienda, siendo el objeto de esta providencia que estancada la materia, cesasen luego las manufacturas y no se usase de otras que las que se condujesen por el comercio de España.
Los inconvenientes que se tocaron en el cumplimiento de esta Real disposición fueron tantos a pesar de su debido respecto, se vieron necesitados los fiscales de S.M. Don José Gorvea, y Don Rafael Antonio Viderique a proponer al Virrey Don Teodoro de Croix en respuesta de 12 de febrero de 88, que consultase a S.M. el expediente que se debería tomar en el conflicto de no poder ejecutar sin mucho riesgo aquella soberana disposición; y que entre tanto suspendiese el cumplimiento de la Real Orden y dejase correr las fábricas de vicuña hasta nueva providencia del monarca. Tales son los inconvenientes que se tocan cuando se trata de arrancar un abuso envejecido: una cosa que hubiera sido fácil de remediar al principio, se hizo irremediable con el tiempo a causa de la compasión que se interpuso de por medio a favor de los fabricantes de esta materia; porque se halló que eran tantos, y tan crecido el caudal que giraba por este ramo de comercio, que temieron los fiscales y el virrey algún daño de peores consecuencias en poner en práctica la Real Orden, y se determinaron para la consulta al Soberano. Este hecho arroja un convencimiento el más concluyente de que también en nuestros días se ha reconocido el gravísimo inconveniente que trae al comercio la abundancia en indias de cualquier efecto mercantil; pues la Real Orden para el estanco de la lana de vicuña, no tuvo otro objeto que impedir la confluencia de un género de manufactura española con otro de la misma clase fabricado en América; temiendo que esta concurrencia abaratase demasiado el efecto español de su especie, y al cabo viniese a extinguir este ramo de negociación.
Este enflaquecimiento de nuestro comercio, y esta independencia de los americanos, fueron las causas que impulsaron las prohibiciones de siembras y plantíos que publicaron los reyes Felipe II y Felipe III. Y supuesto que esta abundancia es tan perniciosa al Estado, y al comercio, no nos parece que puede haber una providencia que más contribuía a esta detestada abundancia que la libertad del comercio ultramarino. Las fábricas de sombreros que hay en Lima no pueden brotar jamás tanto número de ellos como seis, siete u ocho fragatas que fondean en aquel puerto todos los años. Luego para nivelar la balanza del comercio, no es suficiente el abolir las fábricas ni los plantíos es preciso al mismo tiempo que se ajusten a las remesas a los consumos. Esta no es una proposición de nuestro discurso. Es un dogma de comercio, y es una máxima de Estado que no necesita de pruebas. Sin embargo, por tener su origen en las sabias leyes de Indias (cuyas providencias han hecho el objeto de nuestro estado y siempre lo serán de nuestra admiración y respeto, y de cuantos las lean con atención) citaremos dos de las de este código en que está prevenido con dos siglos de anticipación lo que deseamos ver observado. Una de estas leyes es la 1.? del libro 8 título 34, expedida en Madrid por la Majestad de Felipe II en 11 de enero de 1593, y refrendada allí mismo por el Señor Felipe IV en diez de febrero de 1635. Porque conviene que se excuse la contratación de las Indias occidentales a la China, y que se modere la de Filipinas por haber crecido mucho con disminución de la de estos reinos, mandamos que ninguna persona trate en las Indias Filipinas; y si lo hiciere, pierda las mercaderías.
Mas por hacer merced a aquellos habitantes, tenemos por bien que solos ellos puedan contratar en la Nueva España, con tal condición que remitan sus haciendas con personas de las dichas Islas, y no las puedan enviar por vía de encomienda o en otra forma a los que residieren en la Nueva España, por que excusen los fraudes de consignarlas a otras personas, sino fuere por muerte de las que las condujeren. La 2.1 ley que dijimos, es la sexta del mismo título libro, que ordena, que el trato y comercio de las Islas Filipinas con la Nueva España no exceda en ninguna forma de la cantidad de 250 en mercaderías, ni el retorno en principal y ganancias en dinero de 500 bajo de ningún título, causa ni razón que para ello se alegue. Nada es más fácil de ejecutar que la aplicación de estas Leyes al intento de nuestro pensamiento. Ellas nos manifiestan los males que vienen al comercio de que crezca la contratación en demasía y el remedio que debe aplicarse en este caso: prohibirlos a ciertas personas, o circunscribirlo a ciertas manos y limitar a cantidad determinada el valor de las mercaderías que se han de negociar. En tres reinados consecutivos se expidieron estas providencias, y se reencargó su observancia por tres veces en el espacio de 42 años. Y lo mismo se ordenó, por la ley 78 del dicho título y libro por lo respectivo al comercio que se hacía del Perú a Nueva España aunque en la limitada cantidad de 100 ducados; y la razón que da la Ley es porque había crecido con exceso el trato de ropa de China en el Perú con daño del Real servicio, bien y utilidad de la causa pública, y comercio de éstos y aquéllos reinos.
Nació con el descubrimiento de las indias la idea de propagar su comercio a todos o los más puertos de España fundando en esta amplitud, los autores del proyecto la esperanza de mayores remesas, y más crecidos ingresos de plata y frutos de América. Esta ganancia fantástica ha tentado muchas veces a los bien y mal intencionados para desear la extensión del comercio de Indias a todos los puertos de la Península, y pretender desquiciarlo del de Sevilla y Cádiz; recomendando esta franquicia con tachar de estanco el sistema antiguo, apellidarlo injusto, poco lucroso para el Erario, escaso de bajeles y marinería, y atreviéndose a motejar esta restricción del comercio, por perjudicial al fomento de la industria y a la misma población. Pero jamás han correspondido las pruebas o las tentativas de este sistema a los deseos ni a los prometimientos de sus patronas; y el grande peso de la experiencia ha vuelto a poner al comercio en su centro, haciendo detestable la perniciosa máxima de una libertad ilimitada. Establecido el comercio de Indias en Sevilla y fundada en ella la Casa de Contratación por los Reyes Católicos en el año de 503, se comenzó y se continuó el giro a la América por el río Guadalquivir, sin que otro ningún puerto de España tuviese derecho a despachar registros a aquellas regiones. La codicia, que ha sido fruto de todos los siglos, introdujo y arraigó la idea de la ampliación del comercio; y fue con tanta felicidad que con data de 15 de enero de 529 se despachó Real Cédula, concediendo a algunos puertos de la corona el privilegio de hacer su comercio directo con Indias.
Cuarenta y cuatro años solamente pudo sostenerse este proyecto tan decantado; al cabo de ellos, a pesar de sus grandes protectores, fue preciso olvidarlo y detestarlo absolutamente, volviendo a traer el Río de Sevilla la carrera de las Indias, por las dos Reales Cédulas del 1.° y 21 de diciembre de 573, que andan impresas con las Leyes de la recopilación. Los desmedros del Erario, y los desórdenes a que abrió puerta el abuso de esta libertad obligó a cerrar aquella, y a coartar ésta con cabal conocimiento de que ninguna cosa nos arruinaría más pronto que una franqueza de puertos que convidase a comerciar a todo vasallo. Hasta el año de 717 se hizo el comercio de Indias desde aquel río; y trasladado a Cádiz en fuerza del estorbó que causaba a los barcos de mayor porte la barra de Sanlúcar comenzó a hacerse por flotas y galeones a tiempos reglados, y también por registros sueltos, si la necesidad lo exigía midiendo siempre las licencias en el consumo para que la demasiada concurrencia no causase perjuicio al comerciante. Y para simplificar el mecanismo de embarque y el ajuste de los derechos de la corona, se establecieron en el año de 20 las reglas del Real proyecto, y la cobranza de los derechos por la medida llamada del Palmeo que sin abrir el fardo ni desenrollar sus piezas, ni apreciarlas y reconocerlas en que ahora se consume mucho tiempo, y se ocupan muchas manos, se hacía cuenta de lo que adeudaba cada especie a 1a Real Hacienda con una brevedad prodigiosa, y se ahorraba el comerciante la penosa tarea (a que ahora está sujeto) de empaquetar sus efectos en la casa de la Aduana, donde nunca puede practicarse con el primor y conveniencia que en la casa de comerciante.
Veinte años se expidió el comercio de mar por el reglamento del año de 20, hasta que en el de 40, con motivo de la guerra con la Gran Bretaña, se interrumpió el giro de flotas y galeones, y sólo se despachaban registros sueltos. Así prosiguió hasta el año de 55 en el cual fue preciso volver a restablecer las flotas para que no se acabase de arruinar. Las contradicciones que sufrió el proyecto de las flotas fueron grandes; y en ellas alcanzaron que desde el año de 48 en que se hizo la paz con los ingleses hasta el de 55, no se despachase ninguna a Nueva España y sólo se girase por registros. Pero esto sólo abasteció con tanta abundancia la América septentrional, que cesando de comprar aquellos comerciantes y malbaratando los nuestros sus facturas sucedieron tantas quiebras en Cádiz, Bilbao, Madrid y Sevilla, que vino a perder el comercio la mitad de sus capitales. A la luz de este desengaño fue preciso abrir los ojos y el mismo Don Julián de Arriaga, que siendo presidente de la contratación, patrocinaba el comercio por registros y se oponía a las flotas, publicó la primera en el año de 55, siendo secretario de Estado. El sistema de comercio por registros sueltos no permitía balancear el despacho de las mercaderías de Europa con el consumo de América, y sólo aquel exceso de las remesas al necesario, originó el trastorno que experimentó el comercio y que casi lo aniquila. Este exceso no podía ser en mucha cantidad, ni entrar a cotejo con los transportes del libre comercio que se hacen en el día porque un puerto sólo era entonces el habilitado y unos cargadores obligados a exhibir un cierto capital para poder negociar en Indias no podían abarcar un comercio tan vasto como el que hace hoy la mayor parte de los puertos de España e Indias sin sujeción a matrícula de fondo ni a las formalidades de la antigua planta.
Sin embargo, aquel surplus que se dejó navegar a las Américas en los quince años de 40 a 55, ocasionó el estrago que hemos dicho: quince años en que se soltó de la mano la balanza, aunque sin abrir la puerta a la libertad, bastaron a inundar las Indias de mercaderías y a estancar allá la plata. ¿Cuál será pues, el que habrán formado quince años de libre comercio, en los cuales ha podido ir a Indias tanta cantidad de efectos en cada uno como pudieron conducir nuestros buques en aquellos 15 años? Abierto este franco comercio por el año de 78, en caso todos los puertos de España, se abolieron las reglas del Real Proyecto, se extinguieron los derechos de extranjería y de tonelada y el 4 por ciento de guarda costas, y se ordenó un reglamento con un arancel por la entrada y salida de los cargamentos de América que rebajó los derechos de alcabala, y almojarifazgo, introduciendo el aforo en lugar del palmeo. El plan de este nuevo proyecto, sin duda alguna, mirado sobre el papel, o examinado por el entendimiento sin luces de la práctica es capaz de encantar al hombre más experto. Este vasto y vistoso proyecto presenta por cualquiera de sus aspectos un comercio general y dilatado a todas las provincias de la Península, que brinda a los españoles la conveniencia de transportar a Indias los frutos de su suelo y de traer a las puertas de sus casas el oro y la plata de la América sin perder para estas participaciones del arbitrio de los comerciantes de Cádiz; un proyecto que por medio de su franquicia, y de la minoración de los derechos reales multiplica la extracción de nuestros frutos, y el retorno de los de indias, con notable fomento del comercio de fletes y de la marinería, y con mayor número de embarcaciones mercantiles un proyecto que difunde por todas las provincias de la Nación una mitad o algo más de lo que antes se encerraba en solo Cádiz; un proyecto que con el riego fecundo de los metales debe hacer exceder la industria en todas partes, mejorar las artes, ampliar la agricultura y hacer manar a toda España en abundancia; un proyecto, en fin, que debe hacer huir de nuestro terreno el ocio, y la mendicidad, desbaratar el estanco que se atribuía a Cádiz en perjuicio de las demás provincias de la Península y ponerlas en la dichosa posesión de una riqueza a que tenían igual derecho todos los que merecían depender de un mismo Soberano.
Tales son las ventajas con que convida el plan de libre comercio, en quien hasta el nombre es halagüeño: nombre por cuyo sonido hemos visto arrimarse a muchos al partido de este comercio, sin dar más razón de su opinión que la agradable consonancia de aquel dulce adjetivo. Y tales son de hermosos los lejos de esta pintura, que mirada a cierta distancia es casi imposible que no gane el corazón a cuantos le entreguen los ojos. Pero examinada de cerca, trasladada del papel a las manos, puesta en uso, y empezada a tantear hace ver la experiencia, superior a todo raciocinio, que las ventajas son pintadas, y que ni el Rey ni la Nación ni el comercio, ni las artes han mejorado su causa desde que rige el comercio libre. Lejos de haber prosperado el comercio y los demás ramos de nuestro terreno, todo ha decaído notablemente. Esta misma libertad tan fértil en conveniencias para nuestra Nación, ha sido la causa del exterminio a que ésta ha sido conducida. La misma libertad que se ha dado para que hayan navíos a Indias desde todos los puertos habitados, ha causado el perjuicio de una concurrencia fuera de los límites convenientes, que así es nociva al cargador español como al americano. La concurrencia de vendedores, cuando es superior al número de los consumidores necesariamente induce a la baratura y llega hasta el punto de envilecer las mercaderías. Por el contrario, cuando el número de consumidores es superior al de los compradores da una alta estimación a todo lo que se vende, y no es raro que lleguen a medirse las ganancias por la codicia del vendedor.
En Indias donde la mayor parte de lo que conducen los cargadores es negociado con dinero a la gruesa, tomado el riesgo para pagar en los puertos del destino es doble el quebranto que ocasiona al cargador hallar provisto el lugar de feria: porque le van corriendo los intereses del dinero hasta que satisface, o le embargan la hacienda y se la vende a un precio ínfimo; y como unos buques se suceden a otros, y nunca se verifica escasez, no queda el arbitrio al cargador de reservar su factura hasta mejor tiempo, porque todos son peores, o porque teme que cesen las modas que se sustituyen continuamente y queden por los suelos dos o tres millones de pesos de una semana a otra. Síguese a esto la quiebra de unos y otros por el enlace que todos forman entre sí, hasta venir a dar al prestamista que es el tronco o la raíz de todas las progresiones que se van derivando de su dinero; y no pudiendo pasar de aquél, sucede que el daño que cualquiera de las quiebras que acontece entre españoles, disminuye el fondo del comercio, porque no puede verificarse que vaya a dar la falla de uno de nosotros a las potencias extranjeras. La razón es clara, porque saliendo de España en plata y frutos el valor total de lo que recibe de las demás naciones para el abasto de los dos reinos, se pierde después de hecho el trueque alguna parte de este capital, lo pierde nuestro comercio a diferencia de aquellas naciones donde se hace el comercio en comisión, o donde se emplea todo en fomentar las manufacturas del país (como en Francia), pues entrando por este medio en manos de los obreros el dinero que sale de los comerciantes, aunque pierdan éstos las manufacturas que conducen a expender fuera, siempre queda en el seno de la Nación el respectivo fondo en metal, y sólo viene a perder el equivalente en efectos y las ganancias de su transporte.
La España lo pierde todo: porque el dinero que dejó por pagar un comerciante a otro, como no viene de Indias, no vuelve a ir, nunca más vuelve al círculo y disminuye el capital en otra tanta suma. Es nociva la concurrencia dicha al comerciante vecino de Indias, porque receloso de que la sucesiva navegación de tantos buques ha de menester siempre la abundancia en el mismo o mayor pie, teme perder hasta en lo que compra muy barato; y así sólo lo ejecuta de lo más preciso para el despacho diario, queriendo más bien tener su caudal en inacción que exponerlo a una pérdida probable por una ganancia incierta y contingente. De manera que ni al comercio español ni al de América puede ser de provecho una franquicia absoluta e ilimitada que cree más número de comerciantes que el que sufre la población de España y el consumo de las Américas. Que la Real Hacienda no ha adelantado sus intereses lo demuestra la experiencia y lo persuade la razón. Los derechos no se han multiplicado, antes bien han padecido notable disminución. E1 de toneladas, que formaba un renglón crecido, se ha suprimido enteramente; el de extranjería se ha extinguido; y los restantes han sufrido una considerable rebaja. Los gastos del erario se han aumentado notablemente de resultas del comercio libre; cuando se hacía el de indias en derechura desde Cádiz bastaba un moderado número de empleados en la aduana y en el resguardo; y hoy que se halla disperso aquél en varios puertos; ha sido necesario aumentar considerablemente el número de oficiales, y aún no bastan para dar pronto expediente a la habilitación de un buque por la escrupulosa detención con que han de reconocer y apreciar toda su carga en vez que en lo antiguo la cinta daba sumado el importe de los derechos de cada factura sin necesidad de abrir fardos ni ocupar la mitad de la gente.
Los resguardos de los puertos han necesitado proporcionar refuerzo grande de empleados, que hace triplicado el gasto del erario; conque sin haber aumentado la Real Hacienda sus emolumentos, se halla gravada con este exceso de gasto. La Nación en común no puede haber adelantado mucho con este nuevo proyecto, cuando vemos que ha sido perjudicial al comercio: porque teniendo sus relaciones con este cuerpo todos los ramos de un Estado, necesariamente han de participar de los crecimientos o desmedros que aquél experimente. Veamos en primer lugar si el comercio libre ha adelantado nuestra agricultura. No dudamos que si la Nación hubiese aumentado sus cosechas, o adelantado su despacho por los auxilios de un comercio franco, le sería muy conveniente esta libertad, y deberíamos sentir que les hubiese estado vedada por espacio de tres siglos. El incremento de nuestras cosechas nos produce el mismo interés que la transportación de los frutos a América; esto es, el ahorrar plata acuñada en la compra de efectos que hemos de tomar de la Europa, Asia y África para nuestro surtimiento y el de las Américas. Las cosechas de nuestro suelo nos valen todos los años tres millones de pesos en efectivo por otros tantos que vendemos a los extranjeros en vino, aceite, lanas, pasas, almendras, naranjas, sosa, barrilla, etc., a cambio de lo que nos traen a nuestros puertos; y otro millón de pesos que remitimos a la América en estos mismos efectos y se nos retorna en oro o frutos, nos deja en posesión de cuatro millones que deberían pasar a los extranjeros si no tuviésemos esta casta de moneda de subrogar a la acuñada; por lo tanto si el sobrante de nuestra cosecha alcanzase a pagar todo lo que necesitamos de afuera podríamos ahorrar toda la plata y oro que recibimos de las Américas.
Pero la libertad del comercio, después de no tener influjo directo en el fomento de la agricultura, ha aminorado mucho la población de España; con lo que lejos de aumentarse la labranza de nuestros campos, nos ha robado una multitud de brazos que tienen atrasada nuestra agricultura en otra tanta cantidad. No hay duda que el comercio libre no ha coadyugado en nada al aumento de nuestras cosechas; las mismas especies y cantidades que se criaban en nuestras campiñas hasta el año de 78, son las que se producen en el día; no se ha adelantado ninguna; y la diferencia de las cosechas actuales a las de ahora 15 años consiste en ser menores las del día por serle igualmente el número de labradores. Pero suponiendo que se diesen en grande abundancia, es evidente, que teniendo asegurada la venta de nuestros frutos a las puertas de nuestra casa sin necesidad de salir con ellos fuera, no podemos comprender en qué aprovecha a la agricultura, que se haya habilitado diferentes puertos, con muchos buques que conduzcan nuestras cosechas a las Indias. Porque si no pretendemos en ganarnos, debemos conocer que lo que tiene cuenta a la nación es comprar de fuera lo menos que sea posible, y permutar mucho. El cambio se hace con efectos de dos naciones en que cada una se desprende del sobrante de su suelo por adquirir lo que no tiene; y las compras se hacen por medio de signos numerarios de plata y oro, que evacuan la España de estos preciosos metales que es su mejor patrimonio. Mientras más despacho tengan nuestras cosechas para Indias, menos porción podremos cambiar con los extranjeros, y más cantidad de plata habremos de ponerle en las manos.
Es verdad que conduciendo a indias nuestros frutos, rendirán mayor ganancia y su importe, retornado en moneda o especie, podría vivificar nuestra agricultura; pero esto mismo se consigue por medio de mercaderías. Con ellas se traen frutos y moneda de indias, y no se imposibilita la nación de negociar sus frutos con el extranjero y de conservar el metal que es lo que le interesa. Si nosotros no tuviésemos modo de dar salida a nuestras producciones, o éstas fuesen mayores que las que se necesitan en Europa, sería un proyecto útil abrir muchos puertos en España que facilitasen el transporte de nuestros frutos o donde lograsen buen despacho; pero sobrándonos compradores y faltándonos qué vender, de nada nos sirve tener puertos y bajeles por donde transmigrar las cosechas de nuestra campiña. Lejos de esto, es cosa bien obvia que mientras más escasean nuestros frutos, recibirán mayor valor en la Península y esto acarreará uno de dos males: o que el extranjero las solicite en nuestros países, o que nos encarezca sus manufacturas. Por estos principios, si fuese posible vedar absolutamente el embarque de nuestros productos para indias, se llevaría el extranjero aquel millón o millón y medio de frutos que dejamos de embarcar, y la plata que hoy extrae en su lugar, quedaría entera en nuestro círculo. Pero siendo indispensable que la nación entera tenga el derecho de comerciar sus frutos en América siempre será evidente verdad, que mientras más embarque para allá, menos permute acá y por esta regla no se debe prohibir este comercio de Indias a la nación, ni se debe aspirar a que crezca con exceso: y el medio de estos dos extremos es tolerar el comercio de Indias a la Nación pero sin anhelar demasiado en evacuar la España de lo que necesita el extranjero.
No obstante, si nosotros no nos engañamos demasiado en nuestros modos de pensar, ha de ser preciso conocer que al labrador español es un arbitrio inútil tener muchos buques que puedan conducir a Indias lo que coseche en su terreno. Son carreras tan opuestas las de arada y las del comercio que ninguno las reúne en su persona ni esperamos ver esta sociedad. E1 verdadero labrador ciñe sus conocimientos y ocupa todo su tiempo en el cultivo de la tierra; y su apego, sus costumbres, su sencillez, y para decirlo de una vez, su rusticidad, lo alejan del bullicio y laberinto de la marina y lo hacen detestar esta carrera. Ambas profesiones requieren un estudio práctico de sus mecanismos y piden una serie de actos repetidos que enseñen el arte a los que han de destinarse a su ejercicio. Esta doble atención a dos profesiones diversas ni es para todos ni se puede desempeñar sin muchos fondos, éstos escasean tanto en la campaña que nuestros labradores necesitan por lo común que se les anticipe una parte del valor de sus cosechas para poderlas alzar de la tierra. Los más tienen que ocurrir a los Pósitos de sus pueblos a que se les socorra con trigo para sembrar; y casi todos malogran el precio de su sudor por verse obligados a contratar en flor el fruto de sus haciendas, por no poder esperar a venderlo con estimación en el invierno. En Málaga, puerto de mar habilitado, y no de los más famosos de comercio se ve todos los días andar los viñateros y los huerteros de puerta en puerta, brindando con la venta de sus cosechas a un precio inferior por que les presten 200 ó 300 pesos.
En tierra adentro abundan estos contratos en todas las estaciones del año; son pocos los que manejan el caudal bastante a preparar la tierra, sembrarla, levantar los frutos, y aguardar a venderlos a su tiempo; por lo mismo son poquísimos los labradores que sean capaces de embarcar de su cuenta lo que cosechan y menos los que quieran destinarse a hacer este comercio. Es empresa demasiado gravosa para un labrador bajar al puerto de embarque con sus frutos, ponerlos en almacén, tratar el flete, correr las aduanas, desembolsar los gastos, embarcar su carga, consignarla en Indias, esperar a su venta, cobrar el retorno y conducirlo a su casa. Estas son unas operaciones que en primer lugar requieren tiempo, necesitan de instrucción, y exigen gastos no pequeños. A1 labrador es demasiado costoso dejar su casa y numerosa familia por dos o tres meses cada año, y bajar al puerto a negociar las prolijas diligencias de un embarque para Indias. En el momento que se resuelve a desamparar su cortijo y lo entrega a un capataz, empieza a sentir pérdidas y su ausencia por algún tiempo, bastaría para dejarlo arruinado. Las labores del campo necesitan más que otras la presencia del amo y una vigilancia continua. Sus tareas no se expiden sin un número de 30,40 ó 60 operarios, a quienes es preciso celar a toda hora y estarlos proveyendo incesantemente. Cualquier abandono o descuido que se tenga en esto, malogra todo el provecho que se debió esperar. Sin embargo si hubiese un labrador que pudiese sustituir su presencia en el campo con la de una persona de toda la confianza necesaria; y que caminase a la capital una vez en cada año a registrar sus frutos para indias abandonaría este giro brevemente.
Este hombre sacado ya del sosiego y de la libertad del campo, trasplantado entre el bullicio de una capital, precisado a tomar alguna parte de su lujo, y obligado a recorrer las oficinas y casas de comercio haciendo contratos marítimos, estaría fuera de su centro, abominaría aquella vida, suspiraría por volverse a su aldea, se confundiría con la muchedumbre de atenciones a que tenía que prestarse, necesitaría valerse de una guía que lo condujese, no sabría ni aún hablar, no entendería los términos de lo que se hablase, preguntaría a todos y al cabo se avergonzaría y se afligiría y partiría aburrido para su casa persuadido a que no era para él entrar ni salir de aquel laberinto. Hombres muy civilizados nacidos no lejos de los puertos, viven sin saber lo que quiere decir policía, avería, baratería, falso flete, registro, marchamo, consulado dos riegos, etc. y generalmente todos los que no han practicado el mecanismo de un embarco o desembarco, se aturden de verse en una aduana y se consideran peregrinos dentro de su misma patria. Pero no es esto lo más; una negociación a Indias, repetida todos los años, no puede entablarse por ninguno sin sentir un escritorio sin valerse de libros y dependientes para anotar con menudencia y separación los costos, las órdenes, y las remesas de lo que va y de lo que viene; y ésto es ya levantar una casa de comercio y abjurar la agricultura y la vida campestre, porque son ocupaciones tan opuestas la labranza y el comercio como el sacerdocio y la milicia.
Cada uno de estos objetos requiere un profesor que se haya educado en la teórica y práctica de su doctrina, que se sujeta de día y de noche a manejar lo que ha aprendido. Aún los que se han ejercitado en una de las dos carreras muchos años, se quedan sin saber más que imitar lo que ven a otros; y mueren infinitos sin haber adelantado un paso sobre lo que han visto practicar. Entre los del comercio son innumerables los que no saben más que comprar y vender (que es oficio de buhoneros) y pasan la vida sin haber hecho un análisis de los efectos que manejan, sin haber apurado un problema de comercio, y acaso se mueren muchos sin haber sabido la esencia de un contrato de fletamientos, las leyes de una compañía, las restricciones de un préstamo a interés, las condiciones de un seguro, las distancias de los lugares, los puertos de mar, los derechos del Soberano, y en una palabra los precisos elementos del arte que ejercitan. Es verdad que no es absolutamente preciso que un labrador se convierta en comerciante para poder embarcar a Indias los frutos de su cosecha; porque por medio de un comisionista puede expedir este negocio sin moverse de su casa. Esto es así; pero no es más que una cosa posible que pocas veces tendrá efecto. La economía en cualquier clase de tráfico, es el ramo más frondoso y de mejor fruto de que se ha de aprovechar el traficante; sin ella no hay ganancia que pueda vernos medrados; y ella es tan esencial a la industria de un comerciante, que es la maestra de este arte y la depositaria de sus riquezas.
Un ahorro de ciertos gastos menores, una exactísima diligencia, una buena oportunidad, un rasgo de viveza, una cautela, un poco de dolo bueno, hacen a veces todo el lucro de una negociación. Es común en los que labran edificios, venderlos después de acabados por una cuarta o sexta parte menos de su valor legítimo, y ganan no obstante mucha plata. La economía, que es parto de la sagacidad y de la vigilancia del amo, es una ganancia de la mayor consideración, y precisamente ha de carecer de ésta el que negocia por mano de otro. Esta es una verdad experimentada por todas las clases del Estado. Los hombres todos la conocen, y todos sienten no poder ser mayordomos de su propia hacienda y agentes de sus negocios. Pocos ricos serían pobres en este caso, y véase aquí la primera pérdida que sufre un labrador negociando por mano de un tercero. Si después de esto le sucede que su apoderado quiebre, o le usurpe una remesa, ya es perdido para siempre y no recupera aquel quebranto. E1 comerciante verdadero, aunque pierda todo lo que embarca en una expedición o le salga fallida una dependencia trae empleado su caudal en una multitud de empresas que le dejan el todo o parte de lo que perdió en una; y se compensa de ésta con aquélla quizás dentro de un mismo año. Pero cuando pudiésemos suponer que fuese compatible a un labrador el oficio de comerciante por medio de un comisionado, bastaría para esta clase de comercio que hubiese un puerto a donde enviar sus frutos a embarcar, y le son útiles los que se han abierto en la Península; por que habiendo en todos ellos barcos menores que conduzcan al de Cádiz lo que se cría en todo el reino, poco importa al labrador que Cádiz esté más o menos distante de su hogar, si ha de correr con este encargo un vecino de aquel puerto con título de apoderado.
La habilitación de muchos puertos en España vendría a ser útil al cosechero, si él hubiese de hacer por su misma persona, el comercio directo con las Indias, o si no tuviese derecho de embarcar su cargamento en Cádiz como cualquier comerciante; pero habiendo de negociar sus frutos por medio de comisionistas y teniendo a su favor una orden expresa de S.M. para que se reserve una tercera parte del buque en todas las expediciones o armamentos para los vecinos labradores, es visto que para comerciar con las Indias tienen bastante con un puerto, y le son inútiles los demás habilitados. Para que se perciba mejor esta verdad, tráigase a consideración lo que sucede con los frutos de las ciudades del Puerto de Santa María, Jerez, y Sanlúcar de Barrameda, situados a dos, cuatro y cinco leguas de Cádiz. Véase qué uso han hecho estas tres ciudades (las más fértiles y abundantes en viñas y olivares) del derecho de embarcar sus frutos para Indias desde su descubrimiento; y hallaremos que a excepción de uno u otro labrador, que por vía de ensayo, ha hecho alguna vez una remesa, los demás han reducido su comercio a llevar a Cádiz sus frutos a vender, o a guardarlos en sus almacenes hasta que llegasen a comprarlos a sus puertas los vecinos de aquel comercio. Los que alguna vez se han adelantado a remitir de propia cuenta los frutos de sus cosechas a las indias han sido los primeros que detestaron esta negociación y se recogieron a Cádiz a participar de las ganancias de América por segunda mano.
Estas tres ciudades abundan en las proporciones necesarias para conducir sus efectos al embarcadero, a menos costa que todas las demás del reino; todas tres son puertos de mar, o tienen río navegable por donde exportar sus cargamentos, sin necesidad de recuas ni carretas; la que más dista de Cádiz, que es Sanlúcar, apenas cuenta cinco leguas de camino; en el mismo día en que dan a la vela de estos puertos los barcos de su tráfico, pueden transbordar su carga en los buques de comercio; los más de sus labradores son vecinos de conveniencias; tienen corresponsales o parientes en Cádiz; (pueden) enviar sus frutos a Indias a la consignación de un hijo o de un hermano; pueden anticipar sus angustias los costos del embarque; hallan con facilidad dinero a riesgo sobre sus mismos frutos; y a pesar de estas bellas proporciones con que no pueden contar los vecinos de la Mancha, ni los de las Castillas, y menos los montañeses no vizcaínos, es hecho cierto que ninguno comercia en derechura sus efectos en las indias, o que es muy raro el que lo ejecuta. Todos ellos hallan sus Indias en Cádiz. Esta ciudad los habilita con caudal, si lo han menester, para lograr sus cosechas; les compra a plata de contado cuanto conducen a vender en cualquier tiempo del año; salen sus vecinos a buscarlos a sus lagares; y levantan de allí las producciones de la labranza, sin que el cosechero salga de su casa; y éste se contenta con la ganancia que se le pone sobre la mano a pie quieto, y vuelve animoso a labrar su tierra para otro año, dejando al comerciante el aumento de aquella ganancia, en premio de su afán y de su industria, de que no entiende el labrador.
Así se ha gobernado el comercio de Indias (desde) su conquista; y aunque la costumbre de errar no da derecho para persistir en el error, sería aventurado querer desarraigar un sistema tan envejecido, dado caso que fuese errado; pero teniendo ciencia cierta de que en esto no hay error ni engaño y que sólo lo ha habido en figurarse que lo había; cuando hemos visto a tres ciudades de las más ricas de España abjurar la negociación a Indias que les es tan fácil y sobre todo cuando hemos experimentado en los 15 años que tiene de fecha el comercio libre, que no contribuye éste al fomento de la agricultura, ¿qué esperamos para prescribirlo? La abundancia de puertos habilitados para el comercio de indias no trae otra conveniencia al labrador que la de tener más a mano quien le compre su cosecha; es decir, que si necesita en aquel tiempo enviarla a Cádiz, desde Sevilla, Málaga, Almería, Barcelona, Santander o la Coruña, hoy se excusa este gasto, y tiene dentro de estas mismas plazas negociantes de la carrera que se las compren en sus bodegas. Esto es así; pero este labrador que antes iba a vender a Cádiz lo que hoy vende en Santander, lo vendía en Cádiz con el aumento de precio que le costaba el porte desde Santander a Cádiz, a la manera que el que vende en Indias, carga sobre lo que vale en género al pie de fábrica, los portes, las aduanas, los premios y los riesgos. Si aquel mismo montañés quería vender en su casa, sabía cierto que había de llegar a su puerta el cargador a Indias a comprarle; con que de nada sirve al labrador tener el puerto de embarque a dos leguas de su hacienda.
Pero supongamos que ahorra aquellos gastos menores, y busquemos la diferencia del lucro con los precios a que hoy vende, cotejados con los anteriores a que vendía en Cádiz. Sea enhorabuena verdad que hoy ahorre un labrador un 6 por ciento en vender en el puerto de su inmediación; supongamos que en Cádiz no encuentra el compensativo de aquel 6 por 100, sino que ha de vender en ambos puertos a un mismo precio; y veamos sobre esta hipótesis monstruosa que le tiene más cuenta al labrador, vender hoy en su provincia con este 6 por 100 de ahorro, o vender en Cádiz cuando no había comercio libre. Cualquiera que tenga mediana tintura de lo que es aquel comercio, responderá sin detenerse que las ventas de aquella época, donde quiera que se hiciesen ofrecían un 25 por 100 de más ganancia al vendedor que la que hoy se hacen en el lugar de cría. La ganancia no sigue al suelo del contrato, no es parte de Cádiz o de Santander sino del vigor del comercio. E1 buen despacho que tenía en Indias las mercaderías, el alto premio que costaba la moneda, el valor de los fletes, los derechos de toneladas y en una palabra el conjunto de la ordenanza antigua eran las causas eficientes de las ganancias que hallaba el cosechero en Cádiz. Hoy se encuentran los compradores más a mano y éstos hallan la plata al 12 por 100 y aún menos. Entonces corría a 25 y 30 para Nueva España, y cincuenta para Lima; costaba 85 pesos el derecho de cada tonelada en ropas para Veracruz y Guatemala; al derecho de palmeo cinco y medio reales de plata y 10 maravedíes de almirantazgo por cada palmo cúbico de fardo o caja.
La nao de construcción extranjera pagaba como por vía de 44 ducados de plata fuerte cada tonelada de ropa. Finalmente se pagaban derechos de visitas, reconocimientos, habilitaciones, licencias y otros comprendidos en el Real proyecto del año de 20 que ascendían a millones de pesos y los lastaba el comercio en Cádiz. Hoy están abolidos todos estos derechos, y el premio de gruesa corre a un precio ínfimo, nunca visto en el comercio. El ahorro de todos estos gastos, que ha ido quedando en la bolsa de la Nación, debe haber multiplicado sus ganancias; le debe haber enriquecido sobre manera; y de estas grandes ventajas ha de haber participado el labrador. Así pareció que sucedería pero la experiencia ha mostrado lo contrario: ha hecho ver que fueron ilusiones y una sombra, o un fantasma todos los planes de combinación que se levantaron sobre este punto; nos ha patentizado que e1 acercar naves a las puertas de los labradores no es el medio de fomentar las campiñas; que el depósito del comercio de Cádiz ofrecía mejores ventajas; que ni el derecho de toneladas, ni el del palmeo, ni todos los otros de que estaba pensionado el comercio, impedían que el labrador vendiese más y mejor que después de extinguidos aquellos derechos; que el cosechero entonces sacaba el gasto de los portes, el principal y una razonable ganancia; y que ahorrando hoy los costos de aquella conducción, apenas sacaba el capital; con que es claro que el comercio libre de 15 años no ha restablecido la agricultura de nuestra Península, que fue uno de los objetos de su institución.
No nos cansemos, los frutos de nuestras campiñas han adelantado cuanto necesitan con tener, como tienen asegurado su despacho dentro de la Europa. No depende su venta de que se naveguen para Indias mientras el fabricante extranjero venda en España sus manufacturas, la España tiene vendidos sus frutos a buen precio. Viniendo a nuestros puertos en derechura 26 millones de pesos en efectos, y vendiéndose estos mismos por el extranjero en Cádiz, la España tendría seguro comprador a 10 millones de pesos si los puede producir su suelo. Como entren aquellos 26 millones y salgan 19 ó 20 para Indias, poco importa al labrador que vayan por la vía de Cádiz solamente o por media docena de puertos. El no sólo venderá bien sus frutos, sino que irán a quitárselos de las manos, del modo que sin mover los cueros de Cádiz, vienen los habitantes del Báltico, y se los llevan; y sin que salgan de sus casas los labradores de Málaga, les sacan de ellas el limón, la naranja, el vino, el aguardiente, la pasa, y la almendra; con que si la España no es capaz de criar la mitad de lo que puede vender para fuera, ¿qué mejores Indias apetece qué falta le hacen los puertos habilitados de América para dar salida a sus frutos? Que necesita de fomento la campiña española es una verdad infalible; pero que el libre comercio no ha contribuído, ni puede contribuir a su fomento es otra verdad de igual tamaño. La prueba evidente de esta verdad se halla en los precios a que hoy corren en Indias los frutos de España, comparados con los que tuvieron hasta el año siguiente a la declaración de la paz con Inglaterra.
Como la publicación del libre comercio, y el rompimiento de guerra con esta potencia fueron sucesos coetáneos, no se empezaron a sentir los efectos de aquella disposición hasta el año de 84 en que las Américas se hallaban provistas y repuestas de la escasez que había inducido aquella guerra. Libre y abierto desde el año de 83 el comercio de las indias por virtud de la paz con los ingleses continuaron sin intermisión nuestros buques, conduciendo frutos y mercadería sobre el pie del nuevo reglamento; esto es, por registros sueltos y sin más pensiones ni gastos que los del almojarifazgo y alcabala por el valor de los aranceles y haciendo las ventas de frutos en las tres especies de aceite, vino y aguardiente, hallaron que la botija de media cuyo precio ordinario había sido de 20 reales de plata o de 16 cuando menos, tenían que rogar con ellos por 10 reales y aun por 8; que la pipa de vino carlón de 6 barriles acostumbrados a venderla por 90 pesos antes del comercio libre, valía en el año de 84 sesenta, que el barril de vino blanco de jerez y Sanlúcar vendido hasta aquella fecha en 22 a 24 pesos quedaba por doce; que el aguardiente prueba de Holanda estimado hasta entonces en precio de treinta y ocho a cuarenta pesos valía en la nueva época veinte y dos; de suerte que a los dos años de estar en ejercicio el libre comercio habían perdido de estimación los vinos de Cataluña un tercio de su valor y los de Andalucía, el aceite y el aguardiente una mitad.
Corrieron a estos precios nuestros frutos por tiempo de diez años subiendo o bajando una cosa muy corta; pero en el año de 1794 (en que escribimos) sin embargo de la guerra con la Francia, bajó hasta nueve pesos después del comercio libre, y a 17 el aguardiente que había valido 22; con que sobre la pérdida que habían sufrido estos dos renglones, hasta el año de 84 se les aumentó la de un ciento por ciento al vino de Málaga, y la de cerca de un 25 al aguardiente. Este es un hecho y evidente en que no hay que poner duda, y de que hemos sido testigos de vista; y supuesta su verdad, dígasenos cuál es la ventaja que ha traído a la agricultura de España el proyecto del comercio libre. Fuera de esto, el franco comercio no ha servido que amplificar, mejorar, no simplificar nuestra labranza que son los objetos a que se debe encaminar el fomento que se procure lejos de esto ha contribuido a lo contrario. Para amplificar nuestros cultivos, sólo tenemos necesidad de brazos, y éstos los corta el sistema actual del comercio. Son precisos hombres que prolifiquen con abundancia, y el libre comercio nos arrebata los mozos más robustos, y les da mujeres propias en América. Es preciso un auxilio extraordinario, una habilitación, máquinas, dinero, etc. y el comercio que es el cuerpo poderoso de quien se debían esperar estos socorros, no puede con su carga y está exhausto de fuerzas; el libre comercio ha sustraído de la campaña otros tantos jornaleros cuantos marineros ha creado; con que un proyecto que arranca de la nación la flor de la juventud, que quita obreros al campo que dificulta los auxilios, y que extingue las ganancias precisamente ha de aniquilar la agricultura.
Resulta de esto, que por no haber vendido para el norte el vino que ha navegado a la América en estos diez años, hemos pagado al extranjero en pesos fuertes y onzas de oro, lo que valdrían estos mismos vinos, cambiados por mercaderías de Europa; y véase aquí una segunda pérdida no menos dolorosa que la de la agricultura. Pero digamos ya alguna cosa de la pérdida que siente hoy nuestra población comparada con la del antiguo sistema. La misma facilidad con que se entran nuestros patricios a esta carrera, y el lisonjero semblante con que ella se deja ver por donde se nos escapan innumerables mozos, que estarían mejor tirando de un carro, o de una azada, y que acaso no nacieron para otra cosa. E1 Código de Leyes de indias, las ordenanzas de la Audiencia de contratación y las de los consulados, conociendo desde los principios el perjuicio que resultaría al Estado;. y al comercio de que fuese libre a cada uno meterse por las puertas de esta carrera en el día y punto que se le antojase, como se está verificando en el día, prescribieron ciertas formalidades de mucha sustancia para arreglar por ellas esta distinguida república. Las Leyes de Indias miraron a este gremio con todo aquel aprecio a que lo hace acreedor su importancia, y para mantener su esplendor acotaron la entrada a sus alumnos por un conjunto de calidades que hiciesen conocido al pretendiente en nacimiento, costumbres, y fondo de caudal. No parecido decente a nuestros Soberanos depositar una porción de la fe pública que ha de correr por las manos del comerciante en unos hombres de incierto origen de extracción infame, de perversas inclinaciones, y de ningún capital.
La averiguación de estas calidades se ejecutaba por los tribunales de la contratación y consulado en contradictorio juicio con el fiscal de aquella Real Audiencia, a vista, ciencia y paciencia de todo el cuerpo de comercio de indias a quien no era fácil se ocultase quien era cada uno. Este mismo comercio, como interesado en que no se le incorporase un hombre desigual que lo afrentase, un miembro podrido que lo inficionase o un casi mendigo que se prostituyese a una sórdida ganancia, era un fiscal de suma rectitud que celaba las puertas de su entrada. E1 examen de aquel tribunal y la vigilancia del comercio formaban un muro de seguridad en que se defendía este gremio de los asaltos de los vagabundos, y reservaba a solos los dignos las prerrogativas de pertenecer a un cuerpo el más antiguo, el más importante y el más poderoso de un Estado. Semejantes requisitos no podían concurrir fácilmente en toda clase de personas y la precisa circunstancia de estar como estancada en el consulado y la contratación, la potestad de admitir en este gremio a los que pretendían ser de su matrícula, facilitaba a este comercio, el poder mantener su decoro, conservar su pureza, y resguardar su propia hacienda. La concurrencia de tantas calidades en los que habían de alistarse en el comercio, hacía que la carrera de las Indias estuviese como adjudicada a un cierto número de jóvenes que se criaban al lado de los ancianos de esta comunidad. Ella les daba su fomento, les enseñaba el arte, y manteniéndolos a su vista sin poder salir al mundo mercantil hasta estar probados en idoneidad y hombría de bien, se podía señalar con el dedo el que no correspondía a su educación.
Cada casa de comercio era como un seminario donde se educaban a la par tres o cuatro mozos que con el tiempo habían de subrogar a sus mismos patronos. Estos mismos mozos se tomaban ordinariamente de la familia del que lo recibía en adopción y en su defecto de los paisanos de este protector; y como todas las provincias de España tenían parte en este comercio, estaba como repartido entre todos el derecho de negociar en Indias. Siendo las Andalucías las que llevaban la menor parte. Estos mozos al paso que recibían de sus patronos una enseñanza cristiana, y que eran criados en grande sujeción y humildad iban tomando escuela teórica y práctica en el comercio. Luego que eran maestros en el arte, y que habían sido probados en fidelidad y hombría de bien les daban sus amos una parte del giro de la casa o los enviaban a Indias con sus facturas, con lo cual se matriculaban en el comercio en clase de factores o en la de cargadores, y comenzaban a manejarse por sí, sin dejar de depender de sus protectores. De este como seminario se componía el cuerpo del comercio en aquella feliz época, y por medio de un sistema tan prudente como bien combinado se lograba saber a punto fijo quién era cada uno, cuál su fondo, sus costumbres, y sus calidades, que no ganasen la carrera del comercio hombres desconocidos, o desvalidos, y cuantos quisiesen hacerse comerciantes; y con esto concurría que todos o los más contaban con un arrimo o respaldo de que poder ayudarse a los principios; y había entre todos una cierta emulación o pundonor que los empeñaba a ser honrados en competencia.
A estos jóvenes así formados estaba como restringido o encomendado el tráfico de las Indias; y hallándose precavido por las Leyes todo lo posible el tránsito a todo el que no manifestase al tribunal licencia expresa de la Real Persona, se conseguía que las que pasaban para allá volvían a España por la misma utilidad que sacaban de su comercio, el deseo de conservar su buena reputación y abrigo que tenían de sus patronos los hacía restituir a sus casas luego que concluían sus negocios; y si se quedaban algunos de los que navegaban de cargadores, siempre era éste un corto número que no podía perjudicar demasiado a la población; pero los que viajaban de factores volvían casi infaliblemente. El cargador hacía constar su capital en la cantidad que la Ley ordena y haber usado de esta profesión el tiempo que está dispuesto. E1 mozo soltero que viajaba con hacienda propia o el casado que llevaba a su mujer eran los únicos que podían establecerse en Indias. El que iba de factor y e1 casado que dejaba en España a su mujer tenían precisión de regresar a sus casas a los tres años, y para seguridad de este regreso daba fianzas de volver dentro de aquel término, y las justicias de las Indias y los mismos virreyes y oidores tenían a su cargo compeler a los casados a que se retirasen a España a los 32 meses de hallarse en indias a menos que otorgasen fianza en cantidad de mil ducados de llevar a sus mujeres dentro de dos años. En todo intervenía la casa de contratación, y para cada cargador o factor que se embarcaba, se hacía un expediente con el fiscal del tribunal, y con esto y con las gravísimas penas impuestas por la ley a los transgresores, y a los receptores con los juramentos que se exigían sobre este punto a los capitanes y maestres con las visitas que se pasaban, antes de su salida, y a la vuelta y lo mismo en los puertos de América estaba hecho un como foso profundo que no daba paso para Indias, a los que no pudiesen alcanzar la compuerta y encargada ésta a la vigilancia del presidente y oidores de la contratación sólo veíamos cometerse aquellos fraudes invisibles de que no se exime ningún ordenamiento civil; en prueba de ser mayores los alcances de la malicia que los de la política.
Hoy podemos afirmar que están abatidos todos estos muros, y abiertos y franqueados los pasos para transmigrar a Indias. Es verdad que siempre está viva la Ley que prohibía este tránsito a los que no acreditasen haber embarcado de su cuenta en efectos de mercadería la suma de 52, 941 reales de vellón, pero como faltan las atalayas de unos tribunales como los de consulado y contratación, y son tantas las puertas de salida cuantos son los puertos habilitados para el comercio y tan numerosos los barcos que salen de ellos, resulta que uno con plazas supuestas de tripulación, otros con empréstitos fingidos de mercaderías, otros con el título de factores y otros infinitos en la clase de puros polizontes, o llovidos, es asombroso el número de europeos que se encuentran en la América. Es igualmente verdad que por el Reglamento del comercio libre está mandado que los capitanes de las embarcaciones, otorguen obligación de volver a España los individuos de su tripulación, y que en Indias se practiquen las visitas acostumbradas para aprehender los desertores y hacerlos restituir bajo de partida de registro. Pero lo que vemos y sabemos, es que vuelve el que quiere y el que no quiere se queda impunemente. Las visitas de arribadas se hacen muy superficialmente y para cubrir en España el cargo de presentar los individuos de la tripulación, se recurre al juez de Arribada o al Comandante de Marina de los Puertos de Indias pidiendo que se llamen por edictos a los desertores.
Decrétase así el Memorias, se fijan carteles, y pasado su plazo vuelve el capitán a pedir certificación de esta actuación y con ella obtiene en España que se le cancele su fianza y queda absuelto del cargo. Resulta de esto, que el comercio de América en primer lugar está todo encerrado en manos de españoles de Castilla. Que las Artes cuentan por lo menos una tercera parte de sus individuos de origen español; que los gremios de sastres, barberos, peluqueros, y zapateros contienen más de una mitad nacidos en España. Que las campañas de Buenos Aires y Montevideo, están pobladas de europeos, fuera de muchos portugueses que hay en ellas; que las pulperías de que hay una en cada bocacalle, están todas en manos de europeos. Que el clero regular y secular encierra en su seno una porción no pequeña de europeos; que los Ministros Eclesiásticos y los empleos de justicia y Real Hacienda, están casi todos en personas enviadas de España. Que los subalternos de estos mismos cuerpos son en mucha parte españoles; que los regimientos fijos casi no tienen un soldado criollo; y en una palabra exceptuando en las ciudades principales de América, el resto se compone en la mayor parte de oriundos de nuestra Península. Esta abundancia de europeos en las Américas, nos perjudica por dos lados: nos perjudica en el ramo de población, y nos daña en la minoración de los objetos de comercio. Nosotros nos despoblamos, y siendo menos cada día, se trabaja menos el campo y las artes se necesitan más efectos del extranjero, y más moneda para pagarlos; y llevando a Indias nuestros ritos, costumbres, y economías, hemos hecho cesar en ellas aquel lujo exquisito que hacía valer tanto la carga de un navío mercante de los de la antigua época, como ahora vale la de diez, y a proporción de lo que han bajado de calidad los trajes de indias ha desmedrado el comercio y la ganancia.
De toda esta exportación de gente española a aquellas regiones, es como el vehículo: el comercio libre. El los lleva, y el dolor es que no los trae. El los lleva, y los lleva en tal abundancia que ha llegado barco a Montevideo con tanto número de polizones como el de su tripulación y plana mayor; y otros se han visto precisados a arribar a las Canarias para poner en tierra sus polizones por no morir de sed, o hambre en el viaje. Todos se desembarcan francamente en los puertos de su escala; y a vuelta de media docena de años que han vagado por la tierra, o que han servido una pulpería, o hecho el comercio de buhoneros, ya se apellidan comerciantes, y han dado un individuo más al gremio; se avecindan, ponen casa, abren escritorio (sin saber acaso firmar), se llenan de relación, y pasan seguidamente a obtener los empleos de alcaldes y regidores de los ayuntamientos, mereciendo regentar la jurisdicción Real ordinaria, antes acaso de haber perdido el olor al alquitrán. Otros compran algún oficio vendible; otros se casan al abrigo de una pequeña dote; otros se refugian a la Iglesia, y obrando todos según su mala crianza y peor nacimiento, han metido allí su rusticidad en el vestir, y aquella economía y exceso villanesa a que obliga a los españoles el valor de la moneda. Este es el estado y éstos son en la mayor parte los alumnos del comercio de Indias; un comercio pobre y enflaquecido; un comercio entregado en manos de personas que ignoran los elementos de su ejercicio; y que ignora la República cómo se han metido en el comercio unas personas de quien han recibido pocos años antes el calzado, el vestuario, el alimento, la barba, el peinado, o la más íntima servidumbre. Pero si nuestra población y agricultura se encuentran en mucho atraso por el prurito de nuestros españoles de pasar a Indias no es posible que las artes y la industria hayan hecho el mayor progreso después del comercio libre.
De Córdoba para adelante, principian las provincias llamadas del Perú, o la Sierra, país despoblado y rico por la abundancia de sus metales de oro y plata, y que daba mucho consumo a los efectos de nuestro comercio, y mucha ganancia a los europeos, que navegaban a Buenos Aires con facturas surtidas de géneros exquisitos propios del lujo y opulencia de aquellas tierras. Estas mercaderías conducidas a Buenos Aires se vendían con estimación y al plata de contado por los factores de nuestro comercio al de Buenos Aires, y éstos las revendían con grandes utilidades a las provincias de arriba, unas veces conduciéndolas a sus puertas; y otras vendiéndose en las de los mismos comerciantes, bajando aquéllos a solicitarlas con dinero en mano. El retorno de estos buques se hacía con cueros al pelo comprados a uno de tres precios: a 6 reales el de 25 libras hasta 30; a 7 reales el de 30 a 35; a 8 reales el de 35 a 40; y a 9 el que pasaba de 40 aunque llegase a 80; y el flete de este mismo cuero no pasaba de 8 reales de vellón. Contaba pues con dos ganancias ciertas el negociante que comerciaba con Buenos Aires, sin embargo de que lo hiciese con plata tomada a 25 ó 30 % además de pagar peso fuerte por sencillo; y lo mismo en la de los cueros que conducía a Cádiz. No tenían estancias los portugueses porque se hallaban desalojados del Río Grande y hasta el año de 1777 en que se apoderaron de él por sorpresa, no proyectaron poblar estancias, ni comenzaron los desórdenes y las fuertes extracciones de nuestro ganado que dejamos referidas.
Siguióse a la pérdida del Río Grande la publicación del comercio libre; y estas dos novedades mudaron enteramente la faz y la constitución de aquel comercio. Con la entrada de los portugueses en el Río Grande, emprendieron plantar estancias en nuestro terreno poblándolas del ganado que nos robaban y saliendo al mismo tiempo providencia del señor Vertiz a favor de los indios guaraníes, se vieron caer sobre el campo tres especies de ladrones a saber portugueses del Río Grande, indios guaraníes y españoles changadores. Luego que los vecinos de Montevideo abrieron los ojos y vieron que el portugués, el indio y el changador se iban arrebatando una heredad que ellos habían estado en posesión de saquearla por sí solos, pusieron pleito a los indios, y se acordaron que eran estancieros unos hombres que acaso no sabían adónde moraba su Estancia. Progresaba entretanto el comercio libre con increíble rapidez, y esto que era un estímulo a la codicia para acopiar más y más cueros, apuraba a los portugueses para trasplantar a sus campos a aquella simiente antes que se extinguiese, con lo que mejorado tanto más para el partido de los changadores, consiguieron verse sobre un campo abundantísimo de mies, cercado de dos compradores que a porfía les quitaban el fruto de las manos. Encarecióse el cuero como era regular, incrementáronse los jornales de la faena, retiróse el ganado de las inmediaciones de Montevideo, creció el valor de los fletes, y sólo se vió envilecerse el delito en aquella revuelta de cosas.
Nació en esta misma época el impuesto del ramo de guerra en Montevideo, donde no se había conocido jamás; se concedieron leguas de tierras por centenares a los denunciantes; hicieron éstos el estanco que hemos dicho de los cueros, y con este monopolio con el gravamen de los dos reales, con el ahínco de los portugueses en poblar estancia con las atroces mortandades de los changadores, con el crecimiento de buques y compradores, con las baquerías de los indios, y con tanta mezcla y confusión de males y desórdenes, subió el valor del cuero hasta 18 y 19 reales, y llegó el del flete a 20 en tiempo de paz y sin cargo de averías. Bajó entretanto el precio de los cueros en España, y debiendo crecer a proporción las ganancias que dejasen las mercaderías en Buenos Aires sucedió tan al contrario que se vieron obligados los cargadores a desprenderse de sus facturas por un 10 y por un 12 por ciento menos del principal con lo que ha sido preciso dar de mano al comercio de Buenos Aires para no ir disminuyendo el fondo atesorado. Cual haya sido el origen de este trastorno, no parece, que no podría negar el que lo examine imparcialmente haber dimanado de la absoluta libertad conque se hace el comercio de Indias desde el año de 78. E1 abuso que ha hecho el comercio de esta libertad, lo ha reducido a la más miserable esclavitud. Esta libertad de comercio sin límite de todas partes, y sin balancear la extracción con el consumo, ha inducido la abundancia de los efectos de, la Europa con vilipendio de su estimación, y ha llevado a las Indias el excesivo precio de sus frutos.
Esta libertad ha alterado la balanza en tales términos que en vez de salir para España toda o la mayor cantidad de plata que se labra en sus casas de moneda, se queda rezagada una mitad o dos tercios que no aprovecha para nadie. Publicóse la paz con Inglaterra en el año de 82 y a los dos años de esta época en que cogió el comercio sus primeros frutos, creció tanto el número de las expediciones, y de los nuevos comerciantes que consiguieron extinguir las utilidades y no escarmentando todavía con la pena de ver sin fruto su trabajo, continuaron sus expediciones hasta encontrar con la pérdida de sus capitales. No parece sino que se llevaba por objeto hacer mejor la suerte del americano y aniquilar al europeo. El hacendado y el vecino de América vinieron a hallar sus Indias en España, y el español se vió reducido a un sirviente del hacendado y del vecino. EI hacendado vio crecer el valor de su mercancía desde 6 reales a que vendía el cuero ahora 20 as. hasta 18 y 19 reales a que hoy se vende a porfía; y al mismo paso que ha subido la estimación de su hacienda más de un trescientos por ciento han bajado un 30 por ciento los efectos de Europa que necesitan consumir el hacendado y el vecino; de forma que es sin comparación lo que ha mejorado su causa el hacendado con lo que ha desmedrado la suya el comerciante. Este compra caro, y vende barato; aquél al contrario vende caro y compra barato; aquél es solicitado y rogado para que venda dentro de su misma casa; éste sale por la mar a 2 leguas de la suya y galantea al consumidor para que le compre.
El uno se vuelve por el mismo camino y por los mismos riesgos con una escasa ganancia, o con una pérdida positiva, y el otro sin haber perdido su descanso se queda en su domicilio con un 200 por cien de ganancia. Las resultas de este trastorno han sido las de dejar de pasar a España una mitad o dos terceras partes de la plata que pasaba en tiempo del antiguo sistema. Porque esta misma cantidad empezaron a valer menos en América las manufacturas, y efectos de la Europa que conducían los vecinos españoles; y quedando rezagado este caudal en poder del vecindario americano hace falta al círculo del comercio y a la contribución de Reales derechos. Ha resultado que se despoblase más aprisa nuestra Península por que el negociante que había malogrado su expedición o perdido de su capital no volvía más a España acaso sin detenerse en el abandono de su mujer y familia; otros halagados de los mejores arbitrios para negociar que ofrecen los frutos del país mudaron de fijo y dejaron el comercio del mar por el de tierra y se quedaron en aquella banda. Ha resultado que con la abundancia y la baja estimación de todos los menesteres de la vida subiese el valor de la moneda porque hoy se compra por un signo de plata lo que en otro tiempo costaba dos; y este mayor aumento hace que se solicite o desee menos. La alta y baja de la moneda (que son las dos balanzas que reglan el fiel de la negociación del mineral) es la causa de que suba o baje la saca de los metales y que se disminuyan o incrementen estos importantes trabajos; cuando el comercio está floreciente arrastra para sí la plata en forma de torrente; y cuando desfallece o cae de su estimación se empoza la plata y circula más entre los beneficiadores de este metal.
Por consiguiente crece su valor, y cesa la necesidad de solicitarla en las entrañas de su mar. Ha resultado que el comercio se ha abandonado enteramente porque el abuso que se ha hecho de su libertad lo ha puesto semejante a una viña esquilmada que sólo mantienen sus cepas aquella porción de fruto que le ha dejado el descuido de los obreros, o parecida al haza de trigo recién segada que sólo conserva un corto número de espigas a quienes perdonó por flacas la hoz del segador; y únicamente pasan a negociar a las Indias cuatro pobres mancebos aburridos que o hacen el comercio sobre sus hombros o debajo de un toldo en las plazas; y esta carrera antes la más brillante, han venido a profesarla unos hombres despechados, que por caminos delincuentes y de mala fe pretenden reintegrarse de las ganancias que no les puede dar un comercio paladino. Y lo más cierto es que el comercio de indias ha venido a quedar en manos de los vecinos de América por medio de cuatro factores que nombran a España; y todo el provecho del dominio de las Indias se halla reducido en el día al comercio de fletes y a los derechos reales de aduana. Ya no vemos en el gremio del comercio aquellos hombres sólidos, honrados y económicos que se criaron a nuestros ojos desde la traslación del comercio de Cádiz hasta la extinción de las flotas. Hoy no se ven en el comercio más que jóvenes, sectarios de la vanidad, del lujo que hacen un comercio mendicante o a jornal, pujándose los unos a los otros el precio de estos pequeños acomodos, sin que ninguno adelante otra cosa que lo preciso para su sustento.
Unos mozos faltos de arrimo, que se alquilan por un tanto a pasar a las indias, o expender una factura por menor o a capitanear una embarcación. Mozos que por un triste salario se ciñen a pesar y medir detrás de un mostrador. Mozos en fin que nunca pueden salir de la esfera de subalternos, ni arribar a una fortuna brillante e independiente como lo lograron sus antecesores. Los que han quedado de éstos en Cádiz viven hoy de lo que ganaron, y han dado de mano al trato mercantil por necesidad si ya no es que se avergüenzan de haber sido de este cuerpo en vista de las indecencias y mala fe que se han introducido en el gremio; porque después que se ha franqueado esta carrera a todos los que pretenden entrarse por ella sin que conste de su nacimiento, enseñanza, ni de su peculio por aquellos medios escrupulosos que se hacían por la Casa de Contratación, se ha visto salir desterrada de él la pureza y la verdad que hacía su nervio y caer la negociación sobre unos objetos tan ruines que antes eran vilipendiosos, y considerados como propios de sólo un contramaestre, mayordomo o repostero de navío. Hoy va a Indias un negociante, y planta una tienda de puerta de calle y la llena de sombreritos de mujeres, plumas, polvos, pomadas, abanicos, alfileres, zapatos, aguas de olor, guantes y juguetes; que otros hacen su empleo en ladrillos, loza, platos, lebrillos, ollas, arroz, jarrones, mesas y sillas y hay quien lleve de Barcelona atandes y cabezas de peluca. A estos renglones está hoy reducido el comercio de las Indias a Montevideo en la mayor parte; a lo cual es consiguiente que las personas que se emplean en este comercio se manejen según lo que manejan; que no haya hombres para una empresa mercantil que falten sujetos con quienes contar en un conflicto público, o haya crédito que es una segunda moneda de comercio, no menos valiosa y fecunda que la acuñada.
En una palabra, el comercio de las Indias se halla reducido en el día a un modo de adquirir poco semejante al de los jornaleros, en que el comerciante sólo se propone sólo para su preciso sustento, sin rehusar a este fin el echar mano de cualquier materia que le produzca, por grosera y mecánica que sea. ¿A quiénes darán fomento ni abrigo unos desdichados comerciantes que apenas bastan para sí? ¿A qué pie de fuerza y de respeto vendrá a parar un comercio en que sólo se emplean unos hombres desdichados o en el que los hombres del mejor cálculo no hallan en qué emplear? Seguramente que siguiendo el comercio este camino que lo lleva al precipicio, no será posible que la España emporio del comercio y que nada tenía que envidiar a ninguna de las plazas fuertes de Europa, vuelva a ver en su seno, a unos comerciantes de la inteligencia, política y vastas ideas de los Landaburus, Uztariz, Sangines y otros de igual fondo. Lo que hemos visto en los tiempos de la última época ha sido dar en quiebra, innumerables casas fuertes de comercio; usando de una refinada malicia, o apurando el artificio se aspira a sostener un engaño, un clamor general por todas partes que formando un eco uniforme, resuena del mismo modo en Europa que en América; vemos abandonar la carrera del comercio a los hombres más calculistas e industriosos, después que han puesto por obra las más exquisitas diligencias para emplear su dinero con utilidad. Vemos que si la confluencia de mercaderías y mercaderes ha puesto pobres a éstos en fuerzas de su misma muchedumbre, no ha hecho ricos como debía a los dueños de navíos.
Parecía que por una razón tomada del contrario sentido, los navieros debían haber medrado mucho en esta época. Diríamos que la abundancia de fletes presentaba a los navieros unas ganancias sin medida; pero no es así; ambos gremios padecen un mismo atraso, uno y otro está abatido. Es verdad que el naviero a los principios adelantó su fortuna y mejoró su causa; pero así que se abastecieron las Américas y cesaron las ganancias del mercader, faltaron los fletes y se acabó el útil del naviero. Estos se acrecentaron en demasía, y era fuerza que unos a otros se quitasen el provecho. La calidad de los efectos no sufragaba para muchos fletes. Un principiante que lleva a América ladrillos, escobas, platos ordinarios, ollas, cazuelas, alcarrasas, vasos de cristal, taburetes de rejilla, mesitas de juego (muebles que no ha habido nunca, ni convenía que hubiese en la América) no puede pagar grandes fletes. Y el naviero que no halla quien le cargue de holandas ni tisúes (que era el cargamento antiguo) necesariamente ha de bajar el flete. Así se ve con frecuencia ponerse en la mar para Buenos Aires, una fragata de comercio, con 20 ó 24 hombres de tripulación, sin capellán, sin cirujano, sin sangrador, y sin pan fresco por no poderlo costear. No hablamos de los catalanes que éstos rara vez llevan en sus embarcaciones este número de hombres. Hablamos de buques despachados por el comercio de Cádiz o el de Málaga; y de éstos hay muchos cuya tripulación no llega a 25 hombres.
Este año de 1794 salió de Montevideo para Málaga el bergantín La Amable María del porte de 150 toneladas con once hombres de tripulación incluso el capitán y un negro esclavo suyo; su carga constaba de cueros que le darían otros tantos pesos en España. A la ida llevó vino, aceite y ladrillos que le producirían y que sacaría su dueño (si es que no perdió) un seis por ciento que es el premio de tierra. Del mismo Málaga salió el bergantín Nuestra Señora de las Mercedes con 8 marineros y tres muchachos, en el año de 93, y en el propio salió de Cádiz la fragata Santa Francisca con un capitán que era al mismo tiempo piloto y maestre, un segundo piloto que hacía de contramaestre, un galafate, un sangrador y once marineros, que repartidos en dos guardias de seis hombres cada una, no bastan para cazar una escota; siendo así que un fragata correo del mismo porte no navega sin 70 ó 80 plazas de roll; ni antes del comercio libre salía ninguna de Cádiz sin este mismo número. A pesar de estos ahorros es un hecho indisputable que apenas se costean los navieros; conque es claro que ambos gremios se han hecho de peor condición, el negociante porque no puede hacer su comercio en ramos valiosos y el dueño de barco porque no encuentra fletes a precios razonables. Esta misma libertad del comercio ha extinguido aquel lujo opulento que empeñaba a una aplicación constante, y mantenía en verdor el comercio y la minería. Este lujo tan interesante y digno de que lo fomentase la política, lo ha ido desterrando la libertad del comercio, sin que por esto hayan mejorado las costumbres.
Ya no se ve en Lima una casa de las modernas cuyo adorno de cuadros, espejos, mesas y arañas sea de plata de martillo, como eran y son todas las que se pusieron hasta ahora veinte años. Ya no se ven aquellos faldellines de tisú en que la flor que más campeaba era el precio de 500 pesos que costaba cada uno. Ya se van escondiendo los encajes finísimos de Flandes, y asomándose en su lugar las gasas francesas de ningún valor ni lucimiento. Ya se han olvidado enteramente las medias de la banda (que se vendían a 25 pesos) y se han subrogado las blancas de Nimes y Cataluña, que se compran por el principal de España a muy corta diferencia. Ya no es de vergüenza para una limeña adornarse la garganta y los dedos con topacios y piedras de Francia, cuando seis y ocho años era un sambenito engalanarse con otra pedrería que riquísimos brillantes. Ya se dejan ver en muchas mesas de las primeras casas platos de pedernal o de media china, y desaparecer la plata que ha sido común en el Perú hasta en las mesas de la gente ordinaria. Ya se ve a menudo deshacerse de sus vajillas de plata las casas del Perú y registrarse para España con destino al pago de la Escritura haciendo el oficio de la moneda. Hasta en el juego de cartas y dados que tan ordinario es en las indias, se conoce una debilidad en los ánimos, que más es hoy negociación del juego que se hace que divertimento. Era preciso que la constitución del nuevo comercio produjese estos efectos. Por una parte ha impedido que tengan estimación las mercaderías y rindan a su portador una ganancia razonable; y de otra parte ha introducido en aquellos países unos efectos de pura apariencia más baratos y mejores dibujos, y todo en tanta abundancia que se puede decir que toda la ciudad es un almacén, o que faltan almacenes para encerrarse efectos.
En el año de 86 tuvieron los alquileres de las casas un aumento considerable porque eran pocas todas ellas para almacenar facturas, o para abrir tiendas de comercio. Entraron, en aquel año en el Callao, nueve embarcaciones mercantes de las del mayor porte, que fueron el Diamante, el Brillante, el Pilar, la Fe, la Caridad, el Aquiles, el Pájaro y la Posta de América. Y en el mismo año y en cada uno fondeaba en el Callao la fragata de guerra de la Compañía de Filipinas con efectos de estas islas hasta en cantidad de 400 ó 500 pesos. Cuando llegaron estos buques estaba la ciudad abarrotada de efectos de los que habían entrado sucesivamente desde el año de 82 en que se publicó la paz con los ingleses; y sola la Compañía de Filipinas tenía en almacenes 2.000.000 pesos en mercaderías. Las ventas se hacían a paso tan lento que algunos factores europeos hubieron de dejar sus géneros en la aduana para no verse ejecutados al pago de las alcabalas y almojarifazgos; lo que dio motivo al comercio para pedir al superintendente D. Jorge Escobedo que además de los seis meses de espera que está concedida por regla general para el pago de estos Reales Derechos les prorrogase un año; y que por no haber bastado éste le volvieron a pedir otro año. ¿Pero qué se extraña si hubo hombres que después de haber hecho en persona aquella tan penosa y dilatada negociación, en que estuvieron casi perdidas las fragatas Pilar, La Fe, y la Caridad, vendieron sus facturas sobre un diez por ciento menos del principal de España? No podía quedar duda en la desgracia que corría el comercio en aquella estación, porque además del clamor general en que todos prorrumpían, informaban de esta verdad las tiendas de los mercaderes, cuando se iba a comprar algún renglón, porque tal se trillaba a veces que se tomaba por los mismos reales de vellón que se acababa de comprar en Cádiz; y no era raro comprar por peso fuerte lo que valía en España peso sencillo; de manera que se ganaba más a ocasiones en irse a surtir a los portales de la plaza, que enviando por los efectos a Europa de propia cuenta.
La experiencia y la razón han enseñado en todo tiempo que ni a los americanos conviene, ni a nosotros está bien, que en Indias abunden nuestros efectos, y ande cara la moneda. Las minas trabajan con mucho menos empeño desde que está subido el dinero, y abatido el precio de las mercaderías y los negociantes para haber de regresarse a España, y cubrir sus escrituras, se hallan obligados a malbaratar su hacienda. La misma providencia del todo poderoso que encerró en el centro de estos terrenos los metales de oro, plata, los azogues, y las perlas, está manifestando que conviene escasear allí lo que abunda en nuestros términos, para que venga la balanza a su equilibrio. Desde que las ciudades de indias se hallan surtidas de efectos en la abundancia y baratura que se ha dicho, han descuidado el trabajo de las minas, que era el medio esencial para el trueque de nuestros efectos. Esto se palpa en indias observando lo que sucede en tiempos de guerra. En el de paz en que todo sobra a precios ínfimos, se vende un par de medias de Nimes, introducidas por alto en cinco pesos o cuatro y medio. Viene una guerra, crece el valor de todos los efectos un ciento por ciento, se ponen las medias blancas a diez pesos y las de la banda hasta treinta y cuatro, se venden más, y se compran con menos regateo que en tiempo de paz. Esta diferencia proviene de que abunda la moneda; de que está bajo su precio; de que las minas se trabajan más, porque hay mayor necesidad de su producto de que todos ganan en su ejercicio, y de que en Indias hay más lujo mientras más cuesta el mantenerlo.
Lo mismo sucede con el juego, con los banquetes, con los saraos, con los espectáculos, y con todo vicio o entretenimiento: En la guerra se juega oro, y en la paz, plata macuquina; y si corriese vellón con él se haría el tanto para el juego. Las partidas de diversión, los paseos al campo, los pasatiempos, se alcanzan unos a otros, y se compiten en suntuosidad; y en tiempo de paz todo es inacción y melancolía. Tan cierto es, que la abundancia del metal que viene con la carestía, da alientos para despreciarlo, y su escasez los quita y suplanta la economía y el ahorro. La razón de esto es muy congruente, y consiste en que cuando abunda todo menos la plata, incrementa su valor, y se teme gastar la que se tiene adquirida; pero cuando abundan las adquisiciones del dinero, su misma abundancia lo envilece y hace que se derrame y corra por las calles. En tiempo de paz en que todo abunda, todo es un lamento, y cada casa una escuela de economía; y en el de guerra todo es lujo, magnificencia, placer, divertimento y profusión. En aquél escasea la moneda, y vale más; en éste se abarata, porque dos signos de ella apenas alcanzan para adquirir lo que se compraba por uno solo. En los dos siglos y medio que rigió en España el sistema de traer acotado el comercio, y la máxima de sujetar a sus individuos a la matrícula de fondo, se llevaba por máxima fundamental de buen gobierno no introducir en la América la fábrica o el plantío de ninguno de los renglones que pudiesen ir de España.
Las Leyes de Indias no permiten dudar de esta verdad; pero contraigámonos por no fastidiar a las que prohiben tan estrechamente el plantío de viñas, olivares, y linares en las indias, cuya prohibición se ha reproducido innumerables veces por las transgresiones que ha tenido. Las leyes que indican esta prohibición se remiten al capítulo de la instrucción de virreyes hecha en el año de 595 por orden del Señor Don Felipe II y esto supone que desde los principios se están dando cédulas y despachos vedando en las Indias la abundancia de ciertos efectos. Por no haberse cumplido estas órdenes, se publicó por la del Señor Don Felipe IV en el año de 628 la Ley 18 del Libro 4 título 17 en que usando de benignidad y clemencia, en vez de proceder, como era justo, contra los dueños de viñas, mandó S.M. que todos los poseedores pagasen cada año a razón de dos por ciento de todo el fruto que sacasen de ellas con tal de que en cuanto a poner otras de nuevo, quedasen en su fuerza y vigor las órdenes y cédulas antiguas que lo prohiben y defienden. La causa de esta prohibición (que comprende asimismo el plantío de olivares) es demasiado manifiesta; sin embargo habremos de poner aquí la letra de uno de los capítulos de la instrucción del Virrey Don Luis de Velasco en que el Señor Don Felipe II se explica con toda la claridad que pudiéramos desear. Dice así: "En las instrucciones y despachos secretos que se dieron a Don Francisco de Toledo cuando se fue a gobernar al Perú, se le ordenó que tuviese mucho cuidado de no consentir que en aquellos reinos se labrasen paños, ni se pusiesen viñas, por muchas causas de gran consideración; y principalmente porque habiendo allá provisión bastante de estas cosas, no se enflaqueciese el trato y comercio con estos reinos".
El mismo Soberano en el año siguiente de 596 ordena al virrey de México que informe si han plantado en aquella tierra morales y linares, y no consienta que en esto pasen adelante. Pero si cabe mayor expresión de los motivos que obligaron a estas providencias, se halla en una cédula del año de 610 dada por el Señor Don Felipe III al Virrey de Lima, marqués de Montesclaros, la que copia en su política el señor Don Juan de Solorzano, oidor a la sazón de aquella Real Audiencia, que se dice así: "Y pues tenéis entendido (habla el Rey) cuanto importa que no se planten viñas en estas provincias, para la dependencia que conviene tengan esos reinos de éstos, y para la contratación y comercio os encargo y mando que tengáis cuidado de hacer ejecutar lo que acerca de lo susodicho está proveído usted". Estas leyes envuelven a nuestro parecer los mejores principios de política por donde debieron y deben gobernarse las Américas en todos tiempos. Estos reglamentos, los más sabios que se han escrito (y cuyo tino y rectitud es admirable en todo el código de indias, sin que los siglos posteriores a su data hayan tenido que reformarlo en parte sustancial) dan la balanza en que se ha de ajustar el comercio de la América, mostrando que nada debe abundar en ella que enflaquezca el trato con la España, o que disminuya la dependencia de estos reinos con aquellos. Para este fin se prohiben las fábricas de paños, el cultivo de moreras, la siembra del lino, y el plantío de viñas, y olivares; y se pretende por estos medios que los americanos dependan de los españoles tan precisamente en el uso de las ropas de paño, en el de lienzos finos, en el de las sedas, y en el vino, y el aceite que no puedan adquirirlo por sus propias manos en poca ni en mucha cantidad.
Este anhelo de nuestros soberanos desde la conquista de las indias por hacer depender de nuestro comercio el surtimiento principal de aquellos habitantes, tiene por objeto la utilidad de los españoles, y el animarlos a entrar el peligroso modo de buscar sus aumentos por el comercio de la mar; y prohibiendo unos actos lícitos y buenos por su naturaleza, como son todos los oficios de la agricultura, quisieron obligar a sus vasallos de las Indias a que vistiesen y bebiesen de efectos ultramarinos; considerándolos bien compensados de este gravamen con vivir apartados del fuego de la guerra, con estar exentos de tomar las armas para ella, de sufrir alojamientos y bagages, de pagar pechos, y derramas; y sobre todo con tener en su arbitrio el goce y aprovechamiento del oro, plata y azogue, y los riquísimos ramos de la coca, cacao, azúcar, añil, grana, cascarilla, tabaco, y otros exquisitos con que Dios enriqueció y mejoró aquellas tierras. Deben, pues los americanos vestir y beber de lo que le presenten nuestras naos, y deben comprarlo con estimación por su mismo bien y el nuestro. Por el suyo, para que no abandonen los ramos de comercio que les están permitidos, y por el nuestro para que no nos sea preciso abandonarlo con más daño de ellos que de nosotros. Pues en efecto, los españoles hemos pasado sin comerciar con las Indias desde la fundación de España hasta el siglo XVI, y nos sería un daño intolerable volvernos a nuestra constitución primera; pero los americanos ni pueden expender sus frutos ni vestir decentemente, si cesa el comercio que les transporta lo uno y lo otro.
Pues si son unas verdades demostradas las que dejamos referidas nada podrá ser más opuesto a las máximas políticas, que tan felizmente han regido por espacio de 300 años, que un linaje de comercio desmedido, arbitrario y fuera de reglas, que ha introducido más abundancias en las indias que la que pudieran haber hecho los plantíos y las fábricas; un comercio que ha enflaquecido nuestro giro hasta el punto de hacernos dependientes de los que siempre lo han estado de nosotros. Esta libertad es la que ha aniquilado la dependencia de utilidad que se propusieron fijar, como fiel de la balanza los Señores Don Felipe II y III, a favor de los negociantes españoles. Esta libertad, según demuestran los efectos, ha causado que aquel privilegio exclusivo de vender en indias, que se inventó para nuestro provecho, se ha convertido en el de ellos, porque por virtud de este franco comercio han recibido los frutos de América una estimación triplicada, que les costea el valor de nuestras mercaderías dejándoles muchas ganancias, y nosotros a quienes debía enriquecer, nos va llevando a nuestro fin a paso redoblado. Esta libertad arrastra las manufacturas de Europa hacia la América, y estanca y detiene en ella la mayor parte de la moneda, dejándonos exhaustos de géneros y enflaquecidos de dinero. Véase aquí todo lo que podrían conseguir los americanos, si dependiendo nosotros de ellos, viniesen a nuestros puertos cargados de sus cosechas: vendernos caro sus efectos, y llevarse muy barato el paño, el lienzo, la seda, el vino y el aceite.
Por esto fue que dijimos en otro lugar, y no podremos menos de repetir que los indianos habían venido a hallar sus Indias en nuestra España; porque en realidad de verdad, nuestros americanos en el día se surten de lo que necesitan y no venden lo superfluo, ganando en uno y en otro; en aquéllo, ahorrando de gastar un ciento por ciento, y en éste vendiéndonos con otra tanta ganancia hecho el cotejo de los precios a que hoy compran y venden con el de ahora 20 años. Esto es puntualmente lo que hacíamos antes los españoles; y éste era el objeto con que viajábamos a las Indias; luego podemos decir con verdad que los americanos tienen sus Indias en la Europa. La diferencia, de este comercio figurado al verdadero, estriba sólo en el modo de hacerlo; en que el figurado necesitaría exponer sus vidas, sus buques y hacienda a los peligros y averías del mar; y haciéndolo del modo que lo practican, negocian, lo mismo con toda seguridad, y transfieren a nosotros el riesgo y el peligro. Con que es evidente, que las Indias, o son ya para los indianos, o las encuentran éstos en las contrataciones que vamos a celebrar con ellos a las puertas de sus casas. Pues para que no se diga que la sabia máxima de prohibir las siembras y plantíos, que regló nuestro comercio en el reinado del Señor Don Felipe II la ha carcomido el tiempo; y no se añada que las circunstancias y la ilustración de nuestro siglo ha obligado a variar los sistemas y abolir las leyes antiguas, será oportuna noticia la de una Real Orden del año de 84, en que se mandó al superintendente de Real Hacienda de Lima Don Jorge Escobedo, que hiciese cerrar todas las fábricas de sombreros que hubiese en aquel reino, y que recogiese toda la lana de vicuña que encontrase y la enviase a España de cuenta de la Real Hacienda, siendo el objeto de esta providencia que estancada la materia, cesasen luego las manufacturas y no se usase de otras que las que se condujesen por el comercio de España.
Los inconvenientes que se tocaron en el cumplimiento de esta Real disposición fueron tantos a pesar de su debido respecto, se vieron necesitados los fiscales de S.M. Don José Gorvea, y Don Rafael Antonio Viderique a proponer al Virrey Don Teodoro de Croix en respuesta de 12 de febrero de 88, que consultase a S.M. el expediente que se debería tomar en el conflicto de no poder ejecutar sin mucho riesgo aquella soberana disposición; y que entre tanto suspendiese el cumplimiento de la Real Orden y dejase correr las fábricas de vicuña hasta nueva providencia del monarca. Tales son los inconvenientes que se tocan cuando se trata de arrancar un abuso envejecido: una cosa que hubiera sido fácil de remediar al principio, se hizo irremediable con el tiempo a causa de la compasión que se interpuso de por medio a favor de los fabricantes de esta materia; porque se halló que eran tantos, y tan crecido el caudal que giraba por este ramo de comercio, que temieron los fiscales y el virrey algún daño de peores consecuencias en poner en práctica la Real Orden, y se determinaron para la consulta al Soberano. Este hecho arroja un convencimiento el más concluyente de que también en nuestros días se ha reconocido el gravísimo inconveniente que trae al comercio la abundancia en indias de cualquier efecto mercantil; pues la Real Orden para el estanco de la lana de vicuña, no tuvo otro objeto que impedir la confluencia de un género de manufactura española con otro de la misma clase fabricado en América; temiendo que esta concurrencia abaratase demasiado el efecto español de su especie, y al cabo viniese a extinguir este ramo de negociación.
Este enflaquecimiento de nuestro comercio, y esta independencia de los americanos, fueron las causas que impulsaron las prohibiciones de siembras y plantíos que publicaron los reyes Felipe II y Felipe III. Y supuesto que esta abundancia es tan perniciosa al Estado, y al comercio, no nos parece que puede haber una providencia que más contribuía a esta detestada abundancia que la libertad del comercio ultramarino. Las fábricas de sombreros que hay en Lima no pueden brotar jamás tanto número de ellos como seis, siete u ocho fragatas que fondean en aquel puerto todos los años. Luego para nivelar la balanza del comercio, no es suficiente el abolir las fábricas ni los plantíos es preciso al mismo tiempo que se ajusten a las remesas a los consumos. Esta no es una proposición de nuestro discurso. Es un dogma de comercio, y es una máxima de Estado que no necesita de pruebas. Sin embargo, por tener su origen en las sabias leyes de Indias (cuyas providencias han hecho el objeto de nuestro estado y siempre lo serán de nuestra admiración y respeto, y de cuantos las lean con atención) citaremos dos de las de este código en que está prevenido con dos siglos de anticipación lo que deseamos ver observado. Una de estas leyes es la 1.? del libro 8 título 34, expedida en Madrid por la Majestad de Felipe II en 11 de enero de 1593, y refrendada allí mismo por el Señor Felipe IV en diez de febrero de 1635. Porque conviene que se excuse la contratación de las Indias occidentales a la China, y que se modere la de Filipinas por haber crecido mucho con disminución de la de estos reinos, mandamos que ninguna persona trate en las Indias Filipinas; y si lo hiciere, pierda las mercaderías.
Mas por hacer merced a aquellos habitantes, tenemos por bien que solos ellos puedan contratar en la Nueva España, con tal condición que remitan sus haciendas con personas de las dichas Islas, y no las puedan enviar por vía de encomienda o en otra forma a los que residieren en la Nueva España, por que excusen los fraudes de consignarlas a otras personas, sino fuere por muerte de las que las condujeren. La 2.1 ley que dijimos, es la sexta del mismo título libro, que ordena, que el trato y comercio de las Islas Filipinas con la Nueva España no exceda en ninguna forma de la cantidad de 250 en mercaderías, ni el retorno en principal y ganancias en dinero de 500 bajo de ningún título, causa ni razón que para ello se alegue. Nada es más fácil de ejecutar que la aplicación de estas Leyes al intento de nuestro pensamiento. Ellas nos manifiestan los males que vienen al comercio de que crezca la contratación en demasía y el remedio que debe aplicarse en este caso: prohibirlos a ciertas personas, o circunscribirlo a ciertas manos y limitar a cantidad determinada el valor de las mercaderías que se han de negociar. En tres reinados consecutivos se expidieron estas providencias, y se reencargó su observancia por tres veces en el espacio de 42 años. Y lo mismo se ordenó, por la ley 78 del dicho título y libro por lo respectivo al comercio que se hacía del Perú a Nueva España aunque en la limitada cantidad de 100 ducados; y la razón que da la Ley es porque había crecido con exceso el trato de ropa de China en el Perú con daño del Real servicio, bien y utilidad de la causa pública, y comercio de éstos y aquéllos reinos.
Nació con el descubrimiento de las indias la idea de propagar su comercio a todos o los más puertos de España fundando en esta amplitud, los autores del proyecto la esperanza de mayores remesas, y más crecidos ingresos de plata y frutos de América. Esta ganancia fantástica ha tentado muchas veces a los bien y mal intencionados para desear la extensión del comercio de Indias a todos los puertos de la Península, y pretender desquiciarlo del de Sevilla y Cádiz; recomendando esta franquicia con tachar de estanco el sistema antiguo, apellidarlo injusto, poco lucroso para el Erario, escaso de bajeles y marinería, y atreviéndose a motejar esta restricción del comercio, por perjudicial al fomento de la industria y a la misma población. Pero jamás han correspondido las pruebas o las tentativas de este sistema a los deseos ni a los prometimientos de sus patronas; y el grande peso de la experiencia ha vuelto a poner al comercio en su centro, haciendo detestable la perniciosa máxima de una libertad ilimitada. Establecido el comercio de Indias en Sevilla y fundada en ella la Casa de Contratación por los Reyes Católicos en el año de 503, se comenzó y se continuó el giro a la América por el río Guadalquivir, sin que otro ningún puerto de España tuviese derecho a despachar registros a aquellas regiones. La codicia, que ha sido fruto de todos los siglos, introdujo y arraigó la idea de la ampliación del comercio; y fue con tanta felicidad que con data de 15 de enero de 529 se despachó Real Cédula, concediendo a algunos puertos de la corona el privilegio de hacer su comercio directo con Indias.
Cuarenta y cuatro años solamente pudo sostenerse este proyecto tan decantado; al cabo de ellos, a pesar de sus grandes protectores, fue preciso olvidarlo y detestarlo absolutamente, volviendo a traer el Río de Sevilla la carrera de las Indias, por las dos Reales Cédulas del 1.° y 21 de diciembre de 573, que andan impresas con las Leyes de la recopilación. Los desmedros del Erario, y los desórdenes a que abrió puerta el abuso de esta libertad obligó a cerrar aquella, y a coartar ésta con cabal conocimiento de que ninguna cosa nos arruinaría más pronto que una franqueza de puertos que convidase a comerciar a todo vasallo. Hasta el año de 717 se hizo el comercio de Indias desde aquel río; y trasladado a Cádiz en fuerza del estorbó que causaba a los barcos de mayor porte la barra de Sanlúcar comenzó a hacerse por flotas y galeones a tiempos reglados, y también por registros sueltos, si la necesidad lo exigía midiendo siempre las licencias en el consumo para que la demasiada concurrencia no causase perjuicio al comerciante. Y para simplificar el mecanismo de embarque y el ajuste de los derechos de la corona, se establecieron en el año de 20 las reglas del Real proyecto, y la cobranza de los derechos por la medida llamada del Palmeo que sin abrir el fardo ni desenrollar sus piezas, ni apreciarlas y reconocerlas en que ahora se consume mucho tiempo, y se ocupan muchas manos, se hacía cuenta de lo que adeudaba cada especie a 1a Real Hacienda con una brevedad prodigiosa, y se ahorraba el comerciante la penosa tarea (a que ahora está sujeto) de empaquetar sus efectos en la casa de la Aduana, donde nunca puede practicarse con el primor y conveniencia que en la casa de comerciante.
Veinte años se expidió el comercio de mar por el reglamento del año de 20, hasta que en el de 40, con motivo de la guerra con la Gran Bretaña, se interrumpió el giro de flotas y galeones, y sólo se despachaban registros sueltos. Así prosiguió hasta el año de 55 en el cual fue preciso volver a restablecer las flotas para que no se acabase de arruinar. Las contradicciones que sufrió el proyecto de las flotas fueron grandes; y en ellas alcanzaron que desde el año de 48 en que se hizo la paz con los ingleses hasta el de 55, no se despachase ninguna a Nueva España y sólo se girase por registros. Pero esto sólo abasteció con tanta abundancia la América septentrional, que cesando de comprar aquellos comerciantes y malbaratando los nuestros sus facturas sucedieron tantas quiebras en Cádiz, Bilbao, Madrid y Sevilla, que vino a perder el comercio la mitad de sus capitales. A la luz de este desengaño fue preciso abrir los ojos y el mismo Don Julián de Arriaga, que siendo presidente de la contratación, patrocinaba el comercio por registros y se oponía a las flotas, publicó la primera en el año de 55, siendo secretario de Estado. El sistema de comercio por registros sueltos no permitía balancear el despacho de las mercaderías de Europa con el consumo de América, y sólo aquel exceso de las remesas al necesario, originó el trastorno que experimentó el comercio y que casi lo aniquila. Este exceso no podía ser en mucha cantidad, ni entrar a cotejo con los transportes del libre comercio que se hacen en el día porque un puerto sólo era entonces el habilitado y unos cargadores obligados a exhibir un cierto capital para poder negociar en Indias no podían abarcar un comercio tan vasto como el que hace hoy la mayor parte de los puertos de España e Indias sin sujeción a matrícula de fondo ni a las formalidades de la antigua planta.
Sin embargo, aquel surplus que se dejó navegar a las Américas en los quince años de 40 a 55, ocasionó el estrago que hemos dicho: quince años en que se soltó de la mano la balanza, aunque sin abrir la puerta a la libertad, bastaron a inundar las Indias de mercaderías y a estancar allá la plata. ¿Cuál será pues, el que habrán formado quince años de libre comercio, en los cuales ha podido ir a Indias tanta cantidad de efectos en cada uno como pudieron conducir nuestros buques en aquellos 15 años? Abierto este franco comercio por el año de 78, en caso todos los puertos de España, se abolieron las reglas del Real Proyecto, se extinguieron los derechos de extranjería y de tonelada y el 4 por ciento de guarda costas, y se ordenó un reglamento con un arancel por la entrada y salida de los cargamentos de América que rebajó los derechos de alcabala, y almojarifazgo, introduciendo el aforo en lugar del palmeo. El plan de este nuevo proyecto, sin duda alguna, mirado sobre el papel, o examinado por el entendimiento sin luces de la práctica es capaz de encantar al hombre más experto. Este vasto y vistoso proyecto presenta por cualquiera de sus aspectos un comercio general y dilatado a todas las provincias de la Península, que brinda a los españoles la conveniencia de transportar a Indias los frutos de su suelo y de traer a las puertas de sus casas el oro y la plata de la América sin perder para estas participaciones del arbitrio de los comerciantes de Cádiz; un proyecto que por medio de su franquicia, y de la minoración de los derechos reales multiplica la extracción de nuestros frutos, y el retorno de los de indias, con notable fomento del comercio de fletes y de la marinería, y con mayor número de embarcaciones mercantiles un proyecto que difunde por todas las provincias de la Nación una mitad o algo más de lo que antes se encerraba en solo Cádiz; un proyecto que con el riego fecundo de los metales debe hacer exceder la industria en todas partes, mejorar las artes, ampliar la agricultura y hacer manar a toda España en abundancia; un proyecto, en fin, que debe hacer huir de nuestro terreno el ocio, y la mendicidad, desbaratar el estanco que se atribuía a Cádiz en perjuicio de las demás provincias de la Península y ponerlas en la dichosa posesión de una riqueza a que tenían igual derecho todos los que merecían depender de un mismo Soberano.
Tales son las ventajas con que convida el plan de libre comercio, en quien hasta el nombre es halagüeño: nombre por cuyo sonido hemos visto arrimarse a muchos al partido de este comercio, sin dar más razón de su opinión que la agradable consonancia de aquel dulce adjetivo. Y tales son de hermosos los lejos de esta pintura, que mirada a cierta distancia es casi imposible que no gane el corazón a cuantos le entreguen los ojos. Pero examinada de cerca, trasladada del papel a las manos, puesta en uso, y empezada a tantear hace ver la experiencia, superior a todo raciocinio, que las ventajas son pintadas, y que ni el Rey ni la Nación ni el comercio, ni las artes han mejorado su causa desde que rige el comercio libre. Lejos de haber prosperado el comercio y los demás ramos de nuestro terreno, todo ha decaído notablemente. Esta misma libertad tan fértil en conveniencias para nuestra Nación, ha sido la causa del exterminio a que ésta ha sido conducida. La misma libertad que se ha dado para que hayan navíos a Indias desde todos los puertos habitados, ha causado el perjuicio de una concurrencia fuera de los límites convenientes, que así es nociva al cargador español como al americano. La concurrencia de vendedores, cuando es superior al número de los consumidores necesariamente induce a la baratura y llega hasta el punto de envilecer las mercaderías. Por el contrario, cuando el número de consumidores es superior al de los compradores da una alta estimación a todo lo que se vende, y no es raro que lleguen a medirse las ganancias por la codicia del vendedor.
En Indias donde la mayor parte de lo que conducen los cargadores es negociado con dinero a la gruesa, tomado el riesgo para pagar en los puertos del destino es doble el quebranto que ocasiona al cargador hallar provisto el lugar de feria: porque le van corriendo los intereses del dinero hasta que satisface, o le embargan la hacienda y se la vende a un precio ínfimo; y como unos buques se suceden a otros, y nunca se verifica escasez, no queda el arbitrio al cargador de reservar su factura hasta mejor tiempo, porque todos son peores, o porque teme que cesen las modas que se sustituyen continuamente y queden por los suelos dos o tres millones de pesos de una semana a otra. Síguese a esto la quiebra de unos y otros por el enlace que todos forman entre sí, hasta venir a dar al prestamista que es el tronco o la raíz de todas las progresiones que se van derivando de su dinero; y no pudiendo pasar de aquél, sucede que el daño que cualquiera de las quiebras que acontece entre españoles, disminuye el fondo del comercio, porque no puede verificarse que vaya a dar la falla de uno de nosotros a las potencias extranjeras. La razón es clara, porque saliendo de España en plata y frutos el valor total de lo que recibe de las demás naciones para el abasto de los dos reinos, se pierde después de hecho el trueque alguna parte de este capital, lo pierde nuestro comercio a diferencia de aquellas naciones donde se hace el comercio en comisión, o donde se emplea todo en fomentar las manufacturas del país (como en Francia), pues entrando por este medio en manos de los obreros el dinero que sale de los comerciantes, aunque pierdan éstos las manufacturas que conducen a expender fuera, siempre queda en el seno de la Nación el respectivo fondo en metal, y sólo viene a perder el equivalente en efectos y las ganancias de su transporte.
La España lo pierde todo: porque el dinero que dejó por pagar un comerciante a otro, como no viene de Indias, no vuelve a ir, nunca más vuelve al círculo y disminuye el capital en otra tanta suma. Es nociva la concurrencia dicha al comerciante vecino de Indias, porque receloso de que la sucesiva navegación de tantos buques ha de menester siempre la abundancia en el mismo o mayor pie, teme perder hasta en lo que compra muy barato; y así sólo lo ejecuta de lo más preciso para el despacho diario, queriendo más bien tener su caudal en inacción que exponerlo a una pérdida probable por una ganancia incierta y contingente. De manera que ni al comercio español ni al de América puede ser de provecho una franquicia absoluta e ilimitada que cree más número de comerciantes que el que sufre la población de España y el consumo de las Américas. Que la Real Hacienda no ha adelantado sus intereses lo demuestra la experiencia y lo persuade la razón. Los derechos no se han multiplicado, antes bien han padecido notable disminución. E1 de toneladas, que formaba un renglón crecido, se ha suprimido enteramente; el de extranjería se ha extinguido; y los restantes han sufrido una considerable rebaja. Los gastos del erario se han aumentado notablemente de resultas del comercio libre; cuando se hacía el de indias en derechura desde Cádiz bastaba un moderado número de empleados en la aduana y en el resguardo; y hoy que se halla disperso aquél en varios puertos; ha sido necesario aumentar considerablemente el número de oficiales, y aún no bastan para dar pronto expediente a la habilitación de un buque por la escrupulosa detención con que han de reconocer y apreciar toda su carga en vez que en lo antiguo la cinta daba sumado el importe de los derechos de cada factura sin necesidad de abrir fardos ni ocupar la mitad de la gente.
Los resguardos de los puertos han necesitado proporcionar refuerzo grande de empleados, que hace triplicado el gasto del erario; conque sin haber aumentado la Real Hacienda sus emolumentos, se halla gravada con este exceso de gasto. La Nación en común no puede haber adelantado mucho con este nuevo proyecto, cuando vemos que ha sido perjudicial al comercio: porque teniendo sus relaciones con este cuerpo todos los ramos de un Estado, necesariamente han de participar de los crecimientos o desmedros que aquél experimente. Veamos en primer lugar si el comercio libre ha adelantado nuestra agricultura. No dudamos que si la Nación hubiese aumentado sus cosechas, o adelantado su despacho por los auxilios de un comercio franco, le sería muy conveniente esta libertad, y deberíamos sentir que les hubiese estado vedada por espacio de tres siglos. El incremento de nuestras cosechas nos produce el mismo interés que la transportación de los frutos a América; esto es, el ahorrar plata acuñada en la compra de efectos que hemos de tomar de la Europa, Asia y África para nuestro surtimiento y el de las Américas. Las cosechas de nuestro suelo nos valen todos los años tres millones de pesos en efectivo por otros tantos que vendemos a los extranjeros en vino, aceite, lanas, pasas, almendras, naranjas, sosa, barrilla, etc., a cambio de lo que nos traen a nuestros puertos; y otro millón de pesos que remitimos a la América en estos mismos efectos y se nos retorna en oro o frutos, nos deja en posesión de cuatro millones que deberían pasar a los extranjeros si no tuviésemos esta casta de moneda de subrogar a la acuñada; por lo tanto si el sobrante de nuestra cosecha alcanzase a pagar todo lo que necesitamos de afuera podríamos ahorrar toda la plata y oro que recibimos de las Américas.
Pero la libertad del comercio, después de no tener influjo directo en el fomento de la agricultura, ha aminorado mucho la población de España; con lo que lejos de aumentarse la labranza de nuestros campos, nos ha robado una multitud de brazos que tienen atrasada nuestra agricultura en otra tanta cantidad. No hay duda que el comercio libre no ha coadyugado en nada al aumento de nuestras cosechas; las mismas especies y cantidades que se criaban en nuestras campiñas hasta el año de 78, son las que se producen en el día; no se ha adelantado ninguna; y la diferencia de las cosechas actuales a las de ahora 15 años consiste en ser menores las del día por serle igualmente el número de labradores. Pero suponiendo que se diesen en grande abundancia, es evidente, que teniendo asegurada la venta de nuestros frutos a las puertas de nuestra casa sin necesidad de salir con ellos fuera, no podemos comprender en qué aprovecha a la agricultura, que se haya habilitado diferentes puertos, con muchos buques que conduzcan nuestras cosechas a las Indias. Porque si no pretendemos en ganarnos, debemos conocer que lo que tiene cuenta a la nación es comprar de fuera lo menos que sea posible, y permutar mucho. El cambio se hace con efectos de dos naciones en que cada una se desprende del sobrante de su suelo por adquirir lo que no tiene; y las compras se hacen por medio de signos numerarios de plata y oro, que evacuan la España de estos preciosos metales que es su mejor patrimonio. Mientras más despacho tengan nuestras cosechas para Indias, menos porción podremos cambiar con los extranjeros, y más cantidad de plata habremos de ponerle en las manos.
Es verdad que conduciendo a indias nuestros frutos, rendirán mayor ganancia y su importe, retornado en moneda o especie, podría vivificar nuestra agricultura; pero esto mismo se consigue por medio de mercaderías. Con ellas se traen frutos y moneda de indias, y no se imposibilita la nación de negociar sus frutos con el extranjero y de conservar el metal que es lo que le interesa. Si nosotros no tuviésemos modo de dar salida a nuestras producciones, o éstas fuesen mayores que las que se necesitan en Europa, sería un proyecto útil abrir muchos puertos en España que facilitasen el transporte de nuestros frutos o donde lograsen buen despacho; pero sobrándonos compradores y faltándonos qué vender, de nada nos sirve tener puertos y bajeles por donde transmigrar las cosechas de nuestra campiña. Lejos de esto, es cosa bien obvia que mientras más escasean nuestros frutos, recibirán mayor valor en la Península y esto acarreará uno de dos males: o que el extranjero las solicite en nuestros países, o que nos encarezca sus manufacturas. Por estos principios, si fuese posible vedar absolutamente el embarque de nuestros productos para indias, se llevaría el extranjero aquel millón o millón y medio de frutos que dejamos de embarcar, y la plata que hoy extrae en su lugar, quedaría entera en nuestro círculo. Pero siendo indispensable que la nación entera tenga el derecho de comerciar sus frutos en América siempre será evidente verdad, que mientras más embarque para allá, menos permute acá y por esta regla no se debe prohibir este comercio de Indias a la nación, ni se debe aspirar a que crezca con exceso: y el medio de estos dos extremos es tolerar el comercio de Indias a la Nación pero sin anhelar demasiado en evacuar la España de lo que necesita el extranjero.
No obstante, si nosotros no nos engañamos demasiado en nuestros modos de pensar, ha de ser preciso conocer que al labrador español es un arbitrio inútil tener muchos buques que puedan conducir a Indias lo que coseche en su terreno. Son carreras tan opuestas las de arada y las del comercio que ninguno las reúne en su persona ni esperamos ver esta sociedad. E1 verdadero labrador ciñe sus conocimientos y ocupa todo su tiempo en el cultivo de la tierra; y su apego, sus costumbres, su sencillez, y para decirlo de una vez, su rusticidad, lo alejan del bullicio y laberinto de la marina y lo hacen detestar esta carrera. Ambas profesiones requieren un estudio práctico de sus mecanismos y piden una serie de actos repetidos que enseñen el arte a los que han de destinarse a su ejercicio. Esta doble atención a dos profesiones diversas ni es para todos ni se puede desempeñar sin muchos fondos, éstos escasean tanto en la campaña que nuestros labradores necesitan por lo común que se les anticipe una parte del valor de sus cosechas para poderlas alzar de la tierra. Los más tienen que ocurrir a los Pósitos de sus pueblos a que se les socorra con trigo para sembrar; y casi todos malogran el precio de su sudor por verse obligados a contratar en flor el fruto de sus haciendas, por no poder esperar a venderlo con estimación en el invierno. En Málaga, puerto de mar habilitado, y no de los más famosos de comercio se ve todos los días andar los viñateros y los huerteros de puerta en puerta, brindando con la venta de sus cosechas a un precio inferior por que les presten 200 ó 300 pesos.
En tierra adentro abundan estos contratos en todas las estaciones del año; son pocos los que manejan el caudal bastante a preparar la tierra, sembrarla, levantar los frutos, y aguardar a venderlos a su tiempo; por lo mismo son poquísimos los labradores que sean capaces de embarcar de su cuenta lo que cosechan y menos los que quieran destinarse a hacer este comercio. Es empresa demasiado gravosa para un labrador bajar al puerto de embarque con sus frutos, ponerlos en almacén, tratar el flete, correr las aduanas, desembolsar los gastos, embarcar su carga, consignarla en Indias, esperar a su venta, cobrar el retorno y conducirlo a su casa. Estas son unas operaciones que en primer lugar requieren tiempo, necesitan de instrucción, y exigen gastos no pequeños. A1 labrador es demasiado costoso dejar su casa y numerosa familia por dos o tres meses cada año, y bajar al puerto a negociar las prolijas diligencias de un embarque para Indias. En el momento que se resuelve a desamparar su cortijo y lo entrega a un capataz, empieza a sentir pérdidas y su ausencia por algún tiempo, bastaría para dejarlo arruinado. Las labores del campo necesitan más que otras la presencia del amo y una vigilancia continua. Sus tareas no se expiden sin un número de 30,40 ó 60 operarios, a quienes es preciso celar a toda hora y estarlos proveyendo incesantemente. Cualquier abandono o descuido que se tenga en esto, malogra todo el provecho que se debió esperar. Sin embargo si hubiese un labrador que pudiese sustituir su presencia en el campo con la de una persona de toda la confianza necesaria; y que caminase a la capital una vez en cada año a registrar sus frutos para indias abandonaría este giro brevemente.
Este hombre sacado ya del sosiego y de la libertad del campo, trasplantado entre el bullicio de una capital, precisado a tomar alguna parte de su lujo, y obligado a recorrer las oficinas y casas de comercio haciendo contratos marítimos, estaría fuera de su centro, abominaría aquella vida, suspiraría por volverse a su aldea, se confundiría con la muchedumbre de atenciones a que tenía que prestarse, necesitaría valerse de una guía que lo condujese, no sabría ni aún hablar, no entendería los términos de lo que se hablase, preguntaría a todos y al cabo se avergonzaría y se afligiría y partiría aburrido para su casa persuadido a que no era para él entrar ni salir de aquel laberinto. Hombres muy civilizados nacidos no lejos de los puertos, viven sin saber lo que quiere decir policía, avería, baratería, falso flete, registro, marchamo, consulado dos riegos, etc. y generalmente todos los que no han practicado el mecanismo de un embarco o desembarco, se aturden de verse en una aduana y se consideran peregrinos dentro de su misma patria. Pero no es esto lo más; una negociación a Indias, repetida todos los años, no puede entablarse por ninguno sin sentir un escritorio sin valerse de libros y dependientes para anotar con menudencia y separación los costos, las órdenes, y las remesas de lo que va y de lo que viene; y ésto es ya levantar una casa de comercio y abjurar la agricultura y la vida campestre, porque son ocupaciones tan opuestas la labranza y el comercio como el sacerdocio y la milicia.
Cada uno de estos objetos requiere un profesor que se haya educado en la teórica y práctica de su doctrina, que se sujeta de día y de noche a manejar lo que ha aprendido. Aún los que se han ejercitado en una de las dos carreras muchos años, se quedan sin saber más que imitar lo que ven a otros; y mueren infinitos sin haber adelantado un paso sobre lo que han visto practicar. Entre los del comercio son innumerables los que no saben más que comprar y vender (que es oficio de buhoneros) y pasan la vida sin haber hecho un análisis de los efectos que manejan, sin haber apurado un problema de comercio, y acaso se mueren muchos sin haber sabido la esencia de un contrato de fletamientos, las leyes de una compañía, las restricciones de un préstamo a interés, las condiciones de un seguro, las distancias de los lugares, los puertos de mar, los derechos del Soberano, y en una palabra los precisos elementos del arte que ejercitan. Es verdad que no es absolutamente preciso que un labrador se convierta en comerciante para poder embarcar a Indias los frutos de su cosecha; porque por medio de un comisionista puede expedir este negocio sin moverse de su casa. Esto es así; pero no es más que una cosa posible que pocas veces tendrá efecto. La economía en cualquier clase de tráfico, es el ramo más frondoso y de mejor fruto de que se ha de aprovechar el traficante; sin ella no hay ganancia que pueda vernos medrados; y ella es tan esencial a la industria de un comerciante, que es la maestra de este arte y la depositaria de sus riquezas.
Un ahorro de ciertos gastos menores, una exactísima diligencia, una buena oportunidad, un rasgo de viveza, una cautela, un poco de dolo bueno, hacen a veces todo el lucro de una negociación. Es común en los que labran edificios, venderlos después de acabados por una cuarta o sexta parte menos de su valor legítimo, y ganan no obstante mucha plata. La economía, que es parto de la sagacidad y de la vigilancia del amo, es una ganancia de la mayor consideración, y precisamente ha de carecer de ésta el que negocia por mano de otro. Esta es una verdad experimentada por todas las clases del Estado. Los hombres todos la conocen, y todos sienten no poder ser mayordomos de su propia hacienda y agentes de sus negocios. Pocos ricos serían pobres en este caso, y véase aquí la primera pérdida que sufre un labrador negociando por mano de un tercero. Si después de esto le sucede que su apoderado quiebre, o le usurpe una remesa, ya es perdido para siempre y no recupera aquel quebranto. E1 comerciante verdadero, aunque pierda todo lo que embarca en una expedición o le salga fallida una dependencia trae empleado su caudal en una multitud de empresas que le dejan el todo o parte de lo que perdió en una; y se compensa de ésta con aquélla quizás dentro de un mismo año. Pero cuando pudiésemos suponer que fuese compatible a un labrador el oficio de comerciante por medio de un comisionado, bastaría para esta clase de comercio que hubiese un puerto a donde enviar sus frutos a embarcar, y le son útiles los que se han abierto en la Península; por que habiendo en todos ellos barcos menores que conduzcan al de Cádiz lo que se cría en todo el reino, poco importa al labrador que Cádiz esté más o menos distante de su hogar, si ha de correr con este encargo un vecino de aquel puerto con título de apoderado.
La habilitación de muchos puertos en España vendría a ser útil al cosechero, si él hubiese de hacer por su misma persona, el comercio directo con las Indias, o si no tuviese derecho de embarcar su cargamento en Cádiz como cualquier comerciante; pero habiendo de negociar sus frutos por medio de comisionistas y teniendo a su favor una orden expresa de S.M. para que se reserve una tercera parte del buque en todas las expediciones o armamentos para los vecinos labradores, es visto que para comerciar con las Indias tienen bastante con un puerto, y le son inútiles los demás habilitados. Para que se perciba mejor esta verdad, tráigase a consideración lo que sucede con los frutos de las ciudades del Puerto de Santa María, Jerez, y Sanlúcar de Barrameda, situados a dos, cuatro y cinco leguas de Cádiz. Véase qué uso han hecho estas tres ciudades (las más fértiles y abundantes en viñas y olivares) del derecho de embarcar sus frutos para Indias desde su descubrimiento; y hallaremos que a excepción de uno u otro labrador, que por vía de ensayo, ha hecho alguna vez una remesa, los demás han reducido su comercio a llevar a Cádiz sus frutos a vender, o a guardarlos en sus almacenes hasta que llegasen a comprarlos a sus puertas los vecinos de aquel comercio. Los que alguna vez se han adelantado a remitir de propia cuenta los frutos de sus cosechas a las indias han sido los primeros que detestaron esta negociación y se recogieron a Cádiz a participar de las ganancias de América por segunda mano.
Estas tres ciudades abundan en las proporciones necesarias para conducir sus efectos al embarcadero, a menos costa que todas las demás del reino; todas tres son puertos de mar, o tienen río navegable por donde exportar sus cargamentos, sin necesidad de recuas ni carretas; la que más dista de Cádiz, que es Sanlúcar, apenas cuenta cinco leguas de camino; en el mismo día en que dan a la vela de estos puertos los barcos de su tráfico, pueden transbordar su carga en los buques de comercio; los más de sus labradores son vecinos de conveniencias; tienen corresponsales o parientes en Cádiz; (pueden) enviar sus frutos a Indias a la consignación de un hijo o de un hermano; pueden anticipar sus angustias los costos del embarque; hallan con facilidad dinero a riesgo sobre sus mismos frutos; y a pesar de estas bellas proporciones con que no pueden contar los vecinos de la Mancha, ni los de las Castillas, y menos los montañeses no vizcaínos, es hecho cierto que ninguno comercia en derechura sus efectos en las indias, o que es muy raro el que lo ejecuta. Todos ellos hallan sus Indias en Cádiz. Esta ciudad los habilita con caudal, si lo han menester, para lograr sus cosechas; les compra a plata de contado cuanto conducen a vender en cualquier tiempo del año; salen sus vecinos a buscarlos a sus lagares; y levantan de allí las producciones de la labranza, sin que el cosechero salga de su casa; y éste se contenta con la ganancia que se le pone sobre la mano a pie quieto, y vuelve animoso a labrar su tierra para otro año, dejando al comerciante el aumento de aquella ganancia, en premio de su afán y de su industria, de que no entiende el labrador.
Así se ha gobernado el comercio de Indias (desde) su conquista; y aunque la costumbre de errar no da derecho para persistir en el error, sería aventurado querer desarraigar un sistema tan envejecido, dado caso que fuese errado; pero teniendo ciencia cierta de que en esto no hay error ni engaño y que sólo lo ha habido en figurarse que lo había; cuando hemos visto a tres ciudades de las más ricas de España abjurar la negociación a Indias que les es tan fácil y sobre todo cuando hemos experimentado en los 15 años que tiene de fecha el comercio libre, que no contribuye éste al fomento de la agricultura, ¿qué esperamos para prescribirlo? La abundancia de puertos habilitados para el comercio de indias no trae otra conveniencia al labrador que la de tener más a mano quien le compre su cosecha; es decir, que si necesita en aquel tiempo enviarla a Cádiz, desde Sevilla, Málaga, Almería, Barcelona, Santander o la Coruña, hoy se excusa este gasto, y tiene dentro de estas mismas plazas negociantes de la carrera que se las compren en sus bodegas. Esto es así; pero este labrador que antes iba a vender a Cádiz lo que hoy vende en Santander, lo vendía en Cádiz con el aumento de precio que le costaba el porte desde Santander a Cádiz, a la manera que el que vende en Indias, carga sobre lo que vale en género al pie de fábrica, los portes, las aduanas, los premios y los riesgos. Si aquel mismo montañés quería vender en su casa, sabía cierto que había de llegar a su puerta el cargador a Indias a comprarle; con que de nada sirve al labrador tener el puerto de embarque a dos leguas de su hacienda.
Pero supongamos que ahorra aquellos gastos menores, y busquemos la diferencia del lucro con los precios a que hoy vende, cotejados con los anteriores a que vendía en Cádiz. Sea enhorabuena verdad que hoy ahorre un labrador un 6 por ciento en vender en el puerto de su inmediación; supongamos que en Cádiz no encuentra el compensativo de aquel 6 por 100, sino que ha de vender en ambos puertos a un mismo precio; y veamos sobre esta hipótesis monstruosa que le tiene más cuenta al labrador, vender hoy en su provincia con este 6 por 100 de ahorro, o vender en Cádiz cuando no había comercio libre. Cualquiera que tenga mediana tintura de lo que es aquel comercio, responderá sin detenerse que las ventas de aquella época, donde quiera que se hiciesen ofrecían un 25 por 100 de más ganancia al vendedor que la que hoy se hacen en el lugar de cría. La ganancia no sigue al suelo del contrato, no es parte de Cádiz o de Santander sino del vigor del comercio. E1 buen despacho que tenía en Indias las mercaderías, el alto premio que costaba la moneda, el valor de los fletes, los derechos de toneladas y en una palabra el conjunto de la ordenanza antigua eran las causas eficientes de las ganancias que hallaba el cosechero en Cádiz. Hoy se encuentran los compradores más a mano y éstos hallan la plata al 12 por 100 y aún menos. Entonces corría a 25 y 30 para Nueva España, y cincuenta para Lima; costaba 85 pesos el derecho de cada tonelada en ropas para Veracruz y Guatemala; al derecho de palmeo cinco y medio reales de plata y 10 maravedíes de almirantazgo por cada palmo cúbico de fardo o caja.
La nao de construcción extranjera pagaba como por vía de 44 ducados de plata fuerte cada tonelada de ropa. Finalmente se pagaban derechos de visitas, reconocimientos, habilitaciones, licencias y otros comprendidos en el Real proyecto del año de 20 que ascendían a millones de pesos y los lastaba el comercio en Cádiz. Hoy están abolidos todos estos derechos, y el premio de gruesa corre a un precio ínfimo, nunca visto en el comercio. El ahorro de todos estos gastos, que ha ido quedando en la bolsa de la Nación, debe haber multiplicado sus ganancias; le debe haber enriquecido sobre manera; y de estas grandes ventajas ha de haber participado el labrador. Así pareció que sucedería pero la experiencia ha mostrado lo contrario: ha hecho ver que fueron ilusiones y una sombra, o un fantasma todos los planes de combinación que se levantaron sobre este punto; nos ha patentizado que e1 acercar naves a las puertas de los labradores no es el medio de fomentar las campiñas; que el depósito del comercio de Cádiz ofrecía mejores ventajas; que ni el derecho de toneladas, ni el del palmeo, ni todos los otros de que estaba pensionado el comercio, impedían que el labrador vendiese más y mejor que después de extinguidos aquellos derechos; que el cosechero entonces sacaba el gasto de los portes, el principal y una razonable ganancia; y que ahorrando hoy los costos de aquella conducción, apenas sacaba el capital; con que es claro que el comercio libre de 15 años no ha restablecido la agricultura de nuestra Península, que fue uno de los objetos de su institución.
No nos cansemos, los frutos de nuestras campiñas han adelantado cuanto necesitan con tener, como tienen asegurado su despacho dentro de la Europa. No depende su venta de que se naveguen para Indias mientras el fabricante extranjero venda en España sus manufacturas, la España tiene vendidos sus frutos a buen precio. Viniendo a nuestros puertos en derechura 26 millones de pesos en efectos, y vendiéndose estos mismos por el extranjero en Cádiz, la España tendría seguro comprador a 10 millones de pesos si los puede producir su suelo. Como entren aquellos 26 millones y salgan 19 ó 20 para Indias, poco importa al labrador que vayan por la vía de Cádiz solamente o por media docena de puertos. El no sólo venderá bien sus frutos, sino que irán a quitárselos de las manos, del modo que sin mover los cueros de Cádiz, vienen los habitantes del Báltico, y se los llevan; y sin que salgan de sus casas los labradores de Málaga, les sacan de ellas el limón, la naranja, el vino, el aguardiente, la pasa, y la almendra; con que si la España no es capaz de criar la mitad de lo que puede vender para fuera, ¿qué mejores Indias apetece qué falta le hacen los puertos habilitados de América para dar salida a sus frutos? Que necesita de fomento la campiña española es una verdad infalible; pero que el libre comercio no ha contribuído, ni puede contribuir a su fomento es otra verdad de igual tamaño. La prueba evidente de esta verdad se halla en los precios a que hoy corren en Indias los frutos de España, comparados con los que tuvieron hasta el año siguiente a la declaración de la paz con Inglaterra.
Como la publicación del libre comercio, y el rompimiento de guerra con esta potencia fueron sucesos coetáneos, no se empezaron a sentir los efectos de aquella disposición hasta el año de 84 en que las Américas se hallaban provistas y repuestas de la escasez que había inducido aquella guerra. Libre y abierto desde el año de 83 el comercio de las indias por virtud de la paz con los ingleses continuaron sin intermisión nuestros buques, conduciendo frutos y mercadería sobre el pie del nuevo reglamento; esto es, por registros sueltos y sin más pensiones ni gastos que los del almojarifazgo y alcabala por el valor de los aranceles y haciendo las ventas de frutos en las tres especies de aceite, vino y aguardiente, hallaron que la botija de media cuyo precio ordinario había sido de 20 reales de plata o de 16 cuando menos, tenían que rogar con ellos por 10 reales y aun por 8; que la pipa de vino carlón de 6 barriles acostumbrados a venderla por 90 pesos antes del comercio libre, valía en el año de 84 sesenta, que el barril de vino blanco de jerez y Sanlúcar vendido hasta aquella fecha en 22 a 24 pesos quedaba por doce; que el aguardiente prueba de Holanda estimado hasta entonces en precio de treinta y ocho a cuarenta pesos valía en la nueva época veinte y dos; de suerte que a los dos años de estar en ejercicio el libre comercio habían perdido de estimación los vinos de Cataluña un tercio de su valor y los de Andalucía, el aceite y el aguardiente una mitad.
Corrieron a estos precios nuestros frutos por tiempo de diez años subiendo o bajando una cosa muy corta; pero en el año de 1794 (en que escribimos) sin embargo de la guerra con la Francia, bajó hasta nueve pesos después del comercio libre, y a 17 el aguardiente que había valido 22; con que sobre la pérdida que habían sufrido estos dos renglones, hasta el año de 84 se les aumentó la de un ciento por ciento al vino de Málaga, y la de cerca de un 25 al aguardiente. Este es un hecho y evidente en que no hay que poner duda, y de que hemos sido testigos de vista; y supuesta su verdad, dígasenos cuál es la ventaja que ha traído a la agricultura de España el proyecto del comercio libre. Fuera de esto, el franco comercio no ha servido que amplificar, mejorar, no simplificar nuestra labranza que son los objetos a que se debe encaminar el fomento que se procure lejos de esto ha contribuido a lo contrario. Para amplificar nuestros cultivos, sólo tenemos necesidad de brazos, y éstos los corta el sistema actual del comercio. Son precisos hombres que prolifiquen con abundancia, y el libre comercio nos arrebata los mozos más robustos, y les da mujeres propias en América. Es preciso un auxilio extraordinario, una habilitación, máquinas, dinero, etc. y el comercio que es el cuerpo poderoso de quien se debían esperar estos socorros, no puede con su carga y está exhausto de fuerzas; el libre comercio ha sustraído de la campaña otros tantos jornaleros cuantos marineros ha creado; con que un proyecto que arranca de la nación la flor de la juventud, que quita obreros al campo que dificulta los auxilios, y que extingue las ganancias precisamente ha de aniquilar la agricultura.
Resulta de esto, que por no haber vendido para el norte el vino que ha navegado a la América en estos diez años, hemos pagado al extranjero en pesos fuertes y onzas de oro, lo que valdrían estos mismos vinos, cambiados por mercaderías de Europa; y véase aquí una segunda pérdida no menos dolorosa que la de la agricultura. Pero digamos ya alguna cosa de la pérdida que siente hoy nuestra población comparada con la del antiguo sistema. La misma facilidad con que se entran nuestros patricios a esta carrera, y el lisonjero semblante con que ella se deja ver por donde se nos escapan innumerables mozos, que estarían mejor tirando de un carro, o de una azada, y que acaso no nacieron para otra cosa. E1 Código de Leyes de indias, las ordenanzas de la Audiencia de contratación y las de los consulados, conociendo desde los principios el perjuicio que resultaría al Estado;. y al comercio de que fuese libre a cada uno meterse por las puertas de esta carrera en el día y punto que se le antojase, como se está verificando en el día, prescribieron ciertas formalidades de mucha sustancia para arreglar por ellas esta distinguida república. Las Leyes de Indias miraron a este gremio con todo aquel aprecio a que lo hace acreedor su importancia, y para mantener su esplendor acotaron la entrada a sus alumnos por un conjunto de calidades que hiciesen conocido al pretendiente en nacimiento, costumbres, y fondo de caudal. No parecido decente a nuestros Soberanos depositar una porción de la fe pública que ha de correr por las manos del comerciante en unos hombres de incierto origen de extracción infame, de perversas inclinaciones, y de ningún capital.
La averiguación de estas calidades se ejecutaba por los tribunales de la contratación y consulado en contradictorio juicio con el fiscal de aquella Real Audiencia, a vista, ciencia y paciencia de todo el cuerpo de comercio de indias a quien no era fácil se ocultase quien era cada uno. Este mismo comercio, como interesado en que no se le incorporase un hombre desigual que lo afrentase, un miembro podrido que lo inficionase o un casi mendigo que se prostituyese a una sórdida ganancia, era un fiscal de suma rectitud que celaba las puertas de su entrada. E1 examen de aquel tribunal y la vigilancia del comercio formaban un muro de seguridad en que se defendía este gremio de los asaltos de los vagabundos, y reservaba a solos los dignos las prerrogativas de pertenecer a un cuerpo el más antiguo, el más importante y el más poderoso de un Estado. Semejantes requisitos no podían concurrir fácilmente en toda clase de personas y la precisa circunstancia de estar como estancada en el consulado y la contratación, la potestad de admitir en este gremio a los que pretendían ser de su matrícula, facilitaba a este comercio, el poder mantener su decoro, conservar su pureza, y resguardar su propia hacienda. La concurrencia de tantas calidades en los que habían de alistarse en el comercio, hacía que la carrera de las Indias estuviese como adjudicada a un cierto número de jóvenes que se criaban al lado de los ancianos de esta comunidad. Ella les daba su fomento, les enseñaba el arte, y manteniéndolos a su vista sin poder salir al mundo mercantil hasta estar probados en idoneidad y hombría de bien, se podía señalar con el dedo el que no correspondía a su educación.
Cada casa de comercio era como un seminario donde se educaban a la par tres o cuatro mozos que con el tiempo habían de subrogar a sus mismos patronos. Estos mismos mozos se tomaban ordinariamente de la familia del que lo recibía en adopción y en su defecto de los paisanos de este protector; y como todas las provincias de España tenían parte en este comercio, estaba como repartido entre todos el derecho de negociar en Indias. Siendo las Andalucías las que llevaban la menor parte. Estos mozos al paso que recibían de sus patronos una enseñanza cristiana, y que eran criados en grande sujeción y humildad iban tomando escuela teórica y práctica en el comercio. Luego que eran maestros en el arte, y que habían sido probados en fidelidad y hombría de bien les daban sus amos una parte del giro de la casa o los enviaban a Indias con sus facturas, con lo cual se matriculaban en el comercio en clase de factores o en la de cargadores, y comenzaban a manejarse por sí, sin dejar de depender de sus protectores. De este como seminario se componía el cuerpo del comercio en aquella feliz época, y por medio de un sistema tan prudente como bien combinado se lograba saber a punto fijo quién era cada uno, cuál su fondo, sus costumbres, y sus calidades, que no ganasen la carrera del comercio hombres desconocidos, o desvalidos, y cuantos quisiesen hacerse comerciantes; y con esto concurría que todos o los más contaban con un arrimo o respaldo de que poder ayudarse a los principios; y había entre todos una cierta emulación o pundonor que los empeñaba a ser honrados en competencia.
A estos jóvenes así formados estaba como restringido o encomendado el tráfico de las Indias; y hallándose precavido por las Leyes todo lo posible el tránsito a todo el que no manifestase al tribunal licencia expresa de la Real Persona, se conseguía que las que pasaban para allá volvían a España por la misma utilidad que sacaban de su comercio, el deseo de conservar su buena reputación y abrigo que tenían de sus patronos los hacía restituir a sus casas luego que concluían sus negocios; y si se quedaban algunos de los que navegaban de cargadores, siempre era éste un corto número que no podía perjudicar demasiado a la población; pero los que viajaban de factores volvían casi infaliblemente. El cargador hacía constar su capital en la cantidad que la Ley ordena y haber usado de esta profesión el tiempo que está dispuesto. E1 mozo soltero que viajaba con hacienda propia o el casado que llevaba a su mujer eran los únicos que podían establecerse en Indias. El que iba de factor y e1 casado que dejaba en España a su mujer tenían precisión de regresar a sus casas a los tres años, y para seguridad de este regreso daba fianzas de volver dentro de aquel término, y las justicias de las Indias y los mismos virreyes y oidores tenían a su cargo compeler a los casados a que se retirasen a España a los 32 meses de hallarse en indias a menos que otorgasen fianza en cantidad de mil ducados de llevar a sus mujeres dentro de dos años. En todo intervenía la casa de contratación, y para cada cargador o factor que se embarcaba, se hacía un expediente con el fiscal del tribunal, y con esto y con las gravísimas penas impuestas por la ley a los transgresores, y a los receptores con los juramentos que se exigían sobre este punto a los capitanes y maestres con las visitas que se pasaban, antes de su salida, y a la vuelta y lo mismo en los puertos de América estaba hecho un como foso profundo que no daba paso para Indias, a los que no pudiesen alcanzar la compuerta y encargada ésta a la vigilancia del presidente y oidores de la contratación sólo veíamos cometerse aquellos fraudes invisibles de que no se exime ningún ordenamiento civil; en prueba de ser mayores los alcances de la malicia que los de la política.
Hoy podemos afirmar que están abatidos todos estos muros, y abiertos y franqueados los pasos para transmigrar a Indias. Es verdad que siempre está viva la Ley que prohibía este tránsito a los que no acreditasen haber embarcado de su cuenta en efectos de mercadería la suma de 52, 941 reales de vellón, pero como faltan las atalayas de unos tribunales como los de consulado y contratación, y son tantas las puertas de salida cuantos son los puertos habilitados para el comercio y tan numerosos los barcos que salen de ellos, resulta que uno con plazas supuestas de tripulación, otros con empréstitos fingidos de mercaderías, otros con el título de factores y otros infinitos en la clase de puros polizontes, o llovidos, es asombroso el número de europeos que se encuentran en la América. Es igualmente verdad que por el Reglamento del comercio libre está mandado que los capitanes de las embarcaciones, otorguen obligación de volver a España los individuos de su tripulación, y que en Indias se practiquen las visitas acostumbradas para aprehender los desertores y hacerlos restituir bajo de partida de registro. Pero lo que vemos y sabemos, es que vuelve el que quiere y el que no quiere se queda impunemente. Las visitas de arribadas se hacen muy superficialmente y para cubrir en España el cargo de presentar los individuos de la tripulación, se recurre al juez de Arribada o al Comandante de Marina de los Puertos de Indias pidiendo que se llamen por edictos a los desertores.
Decrétase así el Memorias, se fijan carteles, y pasado su plazo vuelve el capitán a pedir certificación de esta actuación y con ella obtiene en España que se le cancele su fianza y queda absuelto del cargo. Resulta de esto, que el comercio de América en primer lugar está todo encerrado en manos de españoles de Castilla. Que las Artes cuentan por lo menos una tercera parte de sus individuos de origen español; que los gremios de sastres, barberos, peluqueros, y zapateros contienen más de una mitad nacidos en España. Que las campañas de Buenos Aires y Montevideo, están pobladas de europeos, fuera de muchos portugueses que hay en ellas; que las pulperías de que hay una en cada bocacalle, están todas en manos de europeos. Que el clero regular y secular encierra en su seno una porción no pequeña de europeos; que los Ministros Eclesiásticos y los empleos de justicia y Real Hacienda, están casi todos en personas enviadas de España. Que los subalternos de estos mismos cuerpos son en mucha parte españoles; que los regimientos fijos casi no tienen un soldado criollo; y en una palabra exceptuando en las ciudades principales de América, el resto se compone en la mayor parte de oriundos de nuestra Península. Esta abundancia de europeos en las Américas, nos perjudica por dos lados: nos perjudica en el ramo de población, y nos daña en la minoración de los objetos de comercio. Nosotros nos despoblamos, y siendo menos cada día, se trabaja menos el campo y las artes se necesitan más efectos del extranjero, y más moneda para pagarlos; y llevando a Indias nuestros ritos, costumbres, y economías, hemos hecho cesar en ellas aquel lujo exquisito que hacía valer tanto la carga de un navío mercante de los de la antigua época, como ahora vale la de diez, y a proporción de lo que han bajado de calidad los trajes de indias ha desmedrado el comercio y la ganancia.
De toda esta exportación de gente española a aquellas regiones, es como el vehículo: el comercio libre. El los lleva, y el dolor es que no los trae. El los lleva, y los lleva en tal abundancia que ha llegado barco a Montevideo con tanto número de polizones como el de su tripulación y plana mayor; y otros se han visto precisados a arribar a las Canarias para poner en tierra sus polizones por no morir de sed, o hambre en el viaje. Todos se desembarcan francamente en los puertos de su escala; y a vuelta de media docena de años que han vagado por la tierra, o que han servido una pulpería, o hecho el comercio de buhoneros, ya se apellidan comerciantes, y han dado un individuo más al gremio; se avecindan, ponen casa, abren escritorio (sin saber acaso firmar), se llenan de relación, y pasan seguidamente a obtener los empleos de alcaldes y regidores de los ayuntamientos, mereciendo regentar la jurisdicción Real ordinaria, antes acaso de haber perdido el olor al alquitrán. Otros compran algún oficio vendible; otros se casan al abrigo de una pequeña dote; otros se refugian a la Iglesia, y obrando todos según su mala crianza y peor nacimiento, han metido allí su rusticidad en el vestir, y aquella economía y exceso villanesa a que obliga a los españoles el valor de la moneda. Este es el estado y éstos son en la mayor parte los alumnos del comercio de Indias; un comercio pobre y enflaquecido; un comercio entregado en manos de personas que ignoran los elementos de su ejercicio; y que ignora la República cómo se han metido en el comercio unas personas de quien han recibido pocos años antes el calzado, el vestuario, el alimento, la barba, el peinado, o la más íntima servidumbre. Pero si nuestra población y agricultura se encuentran en mucho atraso por el prurito de nuestros españoles de pasar a Indias no es posible que las artes y la industria hayan hecho el mayor progreso después del comercio libre.