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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO VII Matan los indios cuarenta y ocho españoles por el desconcierto de uno de ellos En oyendo el mandato del gobernador, saltaron aprisa en tres canoas cuarenta y seis españoles para volver a Esteban Añez, y uno de ellos fue el capitán Juan de Guzmán, que era amicísimo de andar en una canoa y regirla por su mano. Y, aunque todos los soldados de su carabela le rogaron que se quedase, no lo pudieron acabar con él, antes, enfadado de sus importunidades, particularmente de las de Gonzalo Silvestre que, como más su amigo, era el que más le resistía que no fuese y le ofrecía que él iría en su lugar, le respondió con enojo diciendo: "Siempre me habéis contradicho y contradecís el gusto que tengo de andar en canoas pronosticándome por ello algún mal suceso. Pues por sólo eso he de ir y vos os habéis de quedar, que no quiero que váis conmigo." Con estas palabras se arrojó en la canoa, y en pos de él otro caballero gran amigo suyo llamado Juan de Vega, natural de Badajoz, primo hermano de Juan de Vega, el capitán de una de las carabelas. Los indios, que siempre habían seguido las carabelas en escuadrón formado con sus canoas, las cuales eran tantas que cubrían el río de una ribera a otra y en un cuarto de legua atrás no se parecía el agua, viendo la primera canoa de Esteban Añez que iba a ellos y en pos de ella las tres que le seguían, no pasaron de donde iban, antes, con mucho concierto y mansedumbre ciaron todas hacia atrás por apartar las canoas españolas de sus bergantines, los cuales, habiendo amainado las velas, forcejeaban con los remos, aunque con mucho trabajo por ser contra corriente, por arribar a sus canoas para las socorrer.
Esteban Añez, ciego en su desatino, viendo ciar los indios, en lugar de recatarse cobró mayor ánimo en su temeridad y dio más prisa a su canoa por llegar a las contrarias, dando mayores voces que antes, diciendo: "Que huyen, que huyen, a ellos, que huyen." Con lo cual obligó a las otras tres canoas que iban en pos de él a que se diesen más prisa por le detener o socorrer, si pudiesen. Los enemigos, viendo cerca de sí los castellanos, abrieron su escuadrón por medio en forma de luna nueva, ciando siempre hacia atrás por dar ánimo y lugar a que los cristianos entrasen y se metiesen en medio de ellos. Y, cuando vieron que estaban ya tan adentro, que no podían volver a salir aunque quisieran, arremetieron las canoas del cuerno derecho y dieron en las cuatro de los cristianos con tanto ímpetu y furor que, tomándolas atravesadas, las volcaron y derribaron al agua todos cuantos iban dentro, y, como tanta multitud de canoas pasase por cima de ellos, ahogaron todos los españoles, y, si alguno acertó a descubrirse nadando, lo mataron a flechazos y a golpes que les dieron con los remos en las cabezas. De esta manera, sin poder hacer defensa alguna, perecieron miserablemente aquel día cuarenta y ocho españoles de los que habían ido en las cuatro canoas que, de cincuenta y dos que fueron, no escaparon más de cuatro. El uno fue Pedro Morón, mestizo, natural de la isla de Cuba, de quien atrás hicimos mención que era grandísimo nadador y muy diestro en traer y gobernar una canoa, como nacido y criado en ellas, el cual con su destreza y esfuerzo, aunque había caído en el agua, pudo cobrar su canoa y librarse en ella, sacando consigo otros tres, y entre ellos un valentísimo soldado llamado Álvaro Nieto (de quien al principio de esta jornada dijimos hubiera muerto por desgracia a Juan Ortiz, intérprete, habiendo ido por él al pueblo de Mucozo con el capitán Baltasar de Gallegos), el cual, viéndose en la necesidad presente, como tan buen soldado que era, peleó solo en su canoa, si se puede decir, contra toda la armada de los indios; a imitación del famoso Horacio en la puente y del valiente centurión Sceva en Dirachio, y detuvo los enemigos entre tanto que Pedro Morón gobernaba la canoa para sacarla a salvamento.
Mas no les valiera nada el esfuerzo y valentía de uno ni la diligencia y destreza del otro, si no hallaran cerca de sí la carabela del animoso capitán Juan de Guzmán, la cual, como su capitán hubiese ido a la refriega, con el amor que sus soldados le tenían, había hecho con los remos mayor fuerza que las otras para le socorrer, si pudieran, y así iba delante de todas y pudo recoger y librar de muerte los dos valientes compañeros Pedro Morón y Álvaro Nieto, que venían con muchas heridas, aunque no mortales, y con ellos los otros dos españoles. Asimismo recogió aquella carabela al pobre Juan Terrón, de quien atrás se dijo el menosprecio que había hecho de las buenas perlas que traían, el cual pudo, nadando, llegar a la carabela. Mas antes que entrase dentro, sobre el mismo bordo de ella, expiró en brazos de los que le habían dado las manos para subirlo encima. Traía hincadas en la cabeza, rostro, pescuezo, hombros y espaldas más de cincuenta flechas. Juan Coles dice que se halló en este desatinado trance y que murieron en él casi sesenta hombres con el capitán Juan de Guzmán, y que él iba en una de las tres canoas, la cual dice que era de cuarenta y tantos pies de largo y más de cuatro de hueco, y que escapó con dos heridas de dos flechas que le pasaron la cota que llevaba. Todas son palabras suyas. Este fin tan triste y costoso para él y para sus compañeros tuvo la vana arrogancia y presunción que Esteban Añez se había atribuido de valiente, que causó la muerte tan inútil y desgraciada de otros cuarenta y ocho españoles mejores que él, que los más de ellos eran nobles y, en efecto, más valientes que él y como tales se habían ofrecido al socorro de un temerario.
El gobernador, lo mejor que pudo, recogió sus carabelas y poniéndolas en orden volvió a su viaje bien lastimado de la pérdida de los suyos. Todos los trances más notables que hemos dicho de la navegación de estos siete bergantines los refiere Alonso de Carmona en su Peregrinación. Particularmente dice el peligro que dijimos en que el bergantín se vio de perderse, y añade que lo tuvieron los indios ganado hasta la cubierta de popa y que, al echarlos del bergantín con el socorro, mataron a cuchilladas treinta de ellos, y que los demás se echaron al agua y los recogieron las canoas. Cuenta cómo desampararon los caballos por la prisa que les dieron al embarcarse. Dice la muerte del capitán Juan de Guzmán y la de Juan Terrón, y que fue al borde de la carabela, aunque no lo nombra. Y al fin dice que los siguieron hasta dejarlos en la mar. Huelgo de presentar estos dos testigos de vista siempre que se me ofrecen en sus relaciones porque se hallaron en la misma jornada y cada uno dice en ellas poco más de lo que yo he dicho y diré de ellos, porque escribieron muy poco, no más de las cosas más notables que por ellos pasaron de que pudieron tener memoria, y así en todo lo que no hago mención de ellos, con ser tanto, no hablan palabra.
Esteban Añez, ciego en su desatino, viendo ciar los indios, en lugar de recatarse cobró mayor ánimo en su temeridad y dio más prisa a su canoa por llegar a las contrarias, dando mayores voces que antes, diciendo: "Que huyen, que huyen, a ellos, que huyen." Con lo cual obligó a las otras tres canoas que iban en pos de él a que se diesen más prisa por le detener o socorrer, si pudiesen. Los enemigos, viendo cerca de sí los castellanos, abrieron su escuadrón por medio en forma de luna nueva, ciando siempre hacia atrás por dar ánimo y lugar a que los cristianos entrasen y se metiesen en medio de ellos. Y, cuando vieron que estaban ya tan adentro, que no podían volver a salir aunque quisieran, arremetieron las canoas del cuerno derecho y dieron en las cuatro de los cristianos con tanto ímpetu y furor que, tomándolas atravesadas, las volcaron y derribaron al agua todos cuantos iban dentro, y, como tanta multitud de canoas pasase por cima de ellos, ahogaron todos los españoles, y, si alguno acertó a descubrirse nadando, lo mataron a flechazos y a golpes que les dieron con los remos en las cabezas. De esta manera, sin poder hacer defensa alguna, perecieron miserablemente aquel día cuarenta y ocho españoles de los que habían ido en las cuatro canoas que, de cincuenta y dos que fueron, no escaparon más de cuatro. El uno fue Pedro Morón, mestizo, natural de la isla de Cuba, de quien atrás hicimos mención que era grandísimo nadador y muy diestro en traer y gobernar una canoa, como nacido y criado en ellas, el cual con su destreza y esfuerzo, aunque había caído en el agua, pudo cobrar su canoa y librarse en ella, sacando consigo otros tres, y entre ellos un valentísimo soldado llamado Álvaro Nieto (de quien al principio de esta jornada dijimos hubiera muerto por desgracia a Juan Ortiz, intérprete, habiendo ido por él al pueblo de Mucozo con el capitán Baltasar de Gallegos), el cual, viéndose en la necesidad presente, como tan buen soldado que era, peleó solo en su canoa, si se puede decir, contra toda la armada de los indios; a imitación del famoso Horacio en la puente y del valiente centurión Sceva en Dirachio, y detuvo los enemigos entre tanto que Pedro Morón gobernaba la canoa para sacarla a salvamento.
Mas no les valiera nada el esfuerzo y valentía de uno ni la diligencia y destreza del otro, si no hallaran cerca de sí la carabela del animoso capitán Juan de Guzmán, la cual, como su capitán hubiese ido a la refriega, con el amor que sus soldados le tenían, había hecho con los remos mayor fuerza que las otras para le socorrer, si pudieran, y así iba delante de todas y pudo recoger y librar de muerte los dos valientes compañeros Pedro Morón y Álvaro Nieto, que venían con muchas heridas, aunque no mortales, y con ellos los otros dos españoles. Asimismo recogió aquella carabela al pobre Juan Terrón, de quien atrás se dijo el menosprecio que había hecho de las buenas perlas que traían, el cual pudo, nadando, llegar a la carabela. Mas antes que entrase dentro, sobre el mismo bordo de ella, expiró en brazos de los que le habían dado las manos para subirlo encima. Traía hincadas en la cabeza, rostro, pescuezo, hombros y espaldas más de cincuenta flechas. Juan Coles dice que se halló en este desatinado trance y que murieron en él casi sesenta hombres con el capitán Juan de Guzmán, y que él iba en una de las tres canoas, la cual dice que era de cuarenta y tantos pies de largo y más de cuatro de hueco, y que escapó con dos heridas de dos flechas que le pasaron la cota que llevaba. Todas son palabras suyas. Este fin tan triste y costoso para él y para sus compañeros tuvo la vana arrogancia y presunción que Esteban Añez se había atribuido de valiente, que causó la muerte tan inútil y desgraciada de otros cuarenta y ocho españoles mejores que él, que los más de ellos eran nobles y, en efecto, más valientes que él y como tales se habían ofrecido al socorro de un temerario.
El gobernador, lo mejor que pudo, recogió sus carabelas y poniéndolas en orden volvió a su viaje bien lastimado de la pérdida de los suyos. Todos los trances más notables que hemos dicho de la navegación de estos siete bergantines los refiere Alonso de Carmona en su Peregrinación. Particularmente dice el peligro que dijimos en que el bergantín se vio de perderse, y añade que lo tuvieron los indios ganado hasta la cubierta de popa y que, al echarlos del bergantín con el socorro, mataron a cuchilladas treinta de ellos, y que los demás se echaron al agua y los recogieron las canoas. Cuenta cómo desampararon los caballos por la prisa que les dieron al embarcarse. Dice la muerte del capitán Juan de Guzmán y la de Juan Terrón, y que fue al borde de la carabela, aunque no lo nombra. Y al fin dice que los siguieron hasta dejarlos en la mar. Huelgo de presentar estos dos testigos de vista siempre que se me ofrecen en sus relaciones porque se hallaron en la misma jornada y cada uno dice en ellas poco más de lo que yo he dicho y diré de ellos, porque escribieron muy poco, no más de las cosas más notables que por ellos pasaron de que pudieron tener memoria, y así en todo lo que no hago mención de ellos, con ser tanto, no hablan palabra.