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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO VII Los indios desamparan dos pueblos donde se alojan los españoles para invernar Con grandísimo contento y alegría de sus corazones miraron los nuestros al Río Grande por parecerles que en él se daba fin a todos los trabajos de su camino. Por el paraje que acertaron a llevar hallaron en la ribera del río dos pueblos, uno cerca de otro, con cada doscientas casas y un foso de agua, sacada del mismo río, que los cercaba ambos y los hacía isla. Al gobernador Luis de Moscoso y a sus capitanes les pareció alojarse en ellos aquel invierno, si les fuese posible ganar los pueblos por paz o por guerra, que, aunque no era aquella provincia la de Guachoya, en cuya demanda habían venido, les pareció que bastaba haber llegado al Río Grande, pues para lo que pretendían, que era salir por él de aquel reino, era lo más esencial. Con esta determinación, aunque no venían para pelear, se pusieron en escuadrón, que todavía eran más de trescientos y veinte infantes y setenta caballos, y acometieron uno de los pueblos, cuyos moradores, sin hacer alguna defensa, lo desampararon. Los nuestros, habiendo dejado gente en él, acometieron el otro pueblo y con la misma facilidad lo ganaron. La causa de no haberse defendido estos indios se entendió que hubiese sido pensar que los españoles venían tan bravos como las otras dos veces que por las riberas de aquel río habían andado, y, aunque no habían llegado a esta provincia, debía de haber llegado la fama de ellos con las nuevas de las cosas que en las provincias de Capaha y Guachoya habían hecho, la cual relación los debía de tener amedrentados para que no defendiesen ahora sus pueblos.
Entrando los castellanos en ellos hallaron tanta cantidad de zara y otras semillas y legumbres y fruta seca, como nueces, pasas, ciruelas pasadas, bellotas y otras frutas incógnitas en España, que verdaderamente, aunque los nuestros, con propósito de invernar en aquellos pueblos, se hubieran ocupado todo el estío pasado en recoger bastimento, no hubieran juntado tanto. Alonso de Carmona dice que midieron el maíz que se halló en estos dos pueblos y que hubo por cuenta diez y ocho mil hanegas, de que se admiraron mucho por ver que en tan poca poblazón hubiese tanta comida de maíz, sin las demás semillas. Todo lo cual, y el haber los indios desamparado sus pueblos con tanta facilidad, atribuyeron estos cristianos a particular misericordia, que Dios hubiese querido hacerles en aquella necesidad, porque es verdad que, si no hallaran aquellos pueblos tan buenos y tan bastecidos, ciertamente, según venían maltratados, flacos y enfermos, perecieran todos en pocos días. Y así lo confesaban ellos mismos, que ya estaban tales que no podían hacer cosa alguna en beneficio de sus vidas y salud. Y aun con hallar la comodidad y regalo que hemos dicho, murieron después de haber llegado a los pueblos más de cincuenta castellanos y otros tantos indios de los domésticos, porque venían ya tan gastados que no pudieron volver en sí. Entre los cuales murió el capitán Andrés de Vasconcelos de Silva, natural de Yelves, de la nobilísima sangre que de estos dos apellidos hay en el reino de Portugal.
Falleció asimismo Nuño Tovar, natural de Jerez de Badajoz, caballero no menos valiente que noble, aunque infeliz por haberle cabido en suerte un superior tan severo que, por el yerro del amor que le forzó a casarse sin su licencia, lo había traído siempre desfavorecido y desdeñado, muy contra de lo que él merecía. Murió también el fiel Juan Ortiz, intérprete, natural de Sevilla, el cual en todo aquel descubrimiento no había servido menos con sus fuerzas y esfuerzo que con su lengua, porque fue muy buen soldado y de mucho provecho, en todas ocasiones. En suma, murieron muchos caballeros muy generosos, muchos soldados nobles de gran valor y ánimo, que pasaron ciento y cincuenta personas las que fallecieron en este último viaje, que causaron gran lástima y dolor que por la imprudencia y mal gobierno de los capitanes hubiese perecido tanta y tan buena gente sin provecho alguno. Los españoles, habiendo ganado los pueblos, acordaron, para más comodidad y seguridad de ellos, juntar el un pueblo con el otro, por no estar divididos, para lo que se les ofreciese. Así lo pusieron luego por obra y derribaron el uno de los pueblos y pasaron toda la comida, madera y paja que en él había al otro, con que lo agrandaron y fortificaron lo mejor que les fue posible, y se alojaron en él. En estas cosas gastaron los nuestros veinte días, porque estaban flacos y debilitados y no podían trabajar todo lo que quisieran y les era necesario. Con el abrigo de las buenas casas y el regalo de la mucha comida empezaron a convalecer los enfermos, que eran casi todos.
Y los naturales de aquella provincia fueron tan buenos que, aunque no tenían amistad con los españoles, no les dieron pesadumbre ni hicieron contradicción alguna ni pretendieron acecharlos por los campos ni darles armas y rebatos de noche. Todo lo cual atribuían a particular providencia de Dios. Llamábase aquel pueblo, y su provincia, Aminoya. Estaba diez y seis leguas el río arriba del pueblo Guachoya, en cuya demanda habían venido los nuestros, los cuales, habiendo cobrado alguna salud y fuerzas, viendo que era ya llegada la menguante de enero del año mil y quinientos y cuarenta y tres, dieron orden en cortar madera de que hacer los bergantines en que pensaban salir por el río abajo a la mar del Norte, de la cual madera había mucha abundancia por toda aquella comarca. Procuraron con toda diligencia haber las demás que eran menester, como jarcia, estopa, resina de árboles para brea, mantas para velas, remos y clavazón. A todo lo cual acudieron todos con gran prontitud y ánimo. Alonso de Carmona dice en su relación que, al entrar en este pueblo Aminoya, iban él y el capitán Espíndola, que era capitán de la guarda del gobernador, y que hallaron una vieja que no había podido huir con la demás gente que huyó, la cual les preguntó a qué venían a aquel pueblo, y, respondiéndole que a invernar en él, les dijo que dónde pensaban estar ellos y poner sus caballos, porque de catorce en catorce años salía de madre aquel Río Grande y bañaba toda aquella tierra, y que los naturales de ella se guarecían en los altos de las casas, y que era aquel año el catorceno, de lo cual se rieron ellos y lo echaron por alto. Todas son palabras del mismo Alonso de Carmona, como él escribió en esta su Peregrinación, que este nombre le da a eso poco que escribió no para imprimir.
Entrando los castellanos en ellos hallaron tanta cantidad de zara y otras semillas y legumbres y fruta seca, como nueces, pasas, ciruelas pasadas, bellotas y otras frutas incógnitas en España, que verdaderamente, aunque los nuestros, con propósito de invernar en aquellos pueblos, se hubieran ocupado todo el estío pasado en recoger bastimento, no hubieran juntado tanto. Alonso de Carmona dice que midieron el maíz que se halló en estos dos pueblos y que hubo por cuenta diez y ocho mil hanegas, de que se admiraron mucho por ver que en tan poca poblazón hubiese tanta comida de maíz, sin las demás semillas. Todo lo cual, y el haber los indios desamparado sus pueblos con tanta facilidad, atribuyeron estos cristianos a particular misericordia, que Dios hubiese querido hacerles en aquella necesidad, porque es verdad que, si no hallaran aquellos pueblos tan buenos y tan bastecidos, ciertamente, según venían maltratados, flacos y enfermos, perecieran todos en pocos días. Y así lo confesaban ellos mismos, que ya estaban tales que no podían hacer cosa alguna en beneficio de sus vidas y salud. Y aun con hallar la comodidad y regalo que hemos dicho, murieron después de haber llegado a los pueblos más de cincuenta castellanos y otros tantos indios de los domésticos, porque venían ya tan gastados que no pudieron volver en sí. Entre los cuales murió el capitán Andrés de Vasconcelos de Silva, natural de Yelves, de la nobilísima sangre que de estos dos apellidos hay en el reino de Portugal.
Falleció asimismo Nuño Tovar, natural de Jerez de Badajoz, caballero no menos valiente que noble, aunque infeliz por haberle cabido en suerte un superior tan severo que, por el yerro del amor que le forzó a casarse sin su licencia, lo había traído siempre desfavorecido y desdeñado, muy contra de lo que él merecía. Murió también el fiel Juan Ortiz, intérprete, natural de Sevilla, el cual en todo aquel descubrimiento no había servido menos con sus fuerzas y esfuerzo que con su lengua, porque fue muy buen soldado y de mucho provecho, en todas ocasiones. En suma, murieron muchos caballeros muy generosos, muchos soldados nobles de gran valor y ánimo, que pasaron ciento y cincuenta personas las que fallecieron en este último viaje, que causaron gran lástima y dolor que por la imprudencia y mal gobierno de los capitanes hubiese perecido tanta y tan buena gente sin provecho alguno. Los españoles, habiendo ganado los pueblos, acordaron, para más comodidad y seguridad de ellos, juntar el un pueblo con el otro, por no estar divididos, para lo que se les ofreciese. Así lo pusieron luego por obra y derribaron el uno de los pueblos y pasaron toda la comida, madera y paja que en él había al otro, con que lo agrandaron y fortificaron lo mejor que les fue posible, y se alojaron en él. En estas cosas gastaron los nuestros veinte días, porque estaban flacos y debilitados y no podían trabajar todo lo que quisieran y les era necesario. Con el abrigo de las buenas casas y el regalo de la mucha comida empezaron a convalecer los enfermos, que eran casi todos.
Y los naturales de aquella provincia fueron tan buenos que, aunque no tenían amistad con los españoles, no les dieron pesadumbre ni hicieron contradicción alguna ni pretendieron acecharlos por los campos ni darles armas y rebatos de noche. Todo lo cual atribuían a particular providencia de Dios. Llamábase aquel pueblo, y su provincia, Aminoya. Estaba diez y seis leguas el río arriba del pueblo Guachoya, en cuya demanda habían venido los nuestros, los cuales, habiendo cobrado alguna salud y fuerzas, viendo que era ya llegada la menguante de enero del año mil y quinientos y cuarenta y tres, dieron orden en cortar madera de que hacer los bergantines en que pensaban salir por el río abajo a la mar del Norte, de la cual madera había mucha abundancia por toda aquella comarca. Procuraron con toda diligencia haber las demás que eran menester, como jarcia, estopa, resina de árboles para brea, mantas para velas, remos y clavazón. A todo lo cual acudieron todos con gran prontitud y ánimo. Alonso de Carmona dice en su relación que, al entrar en este pueblo Aminoya, iban él y el capitán Espíndola, que era capitán de la guarda del gobernador, y que hallaron una vieja que no había podido huir con la demás gente que huyó, la cual les preguntó a qué venían a aquel pueblo, y, respondiéndole que a invernar en él, les dijo que dónde pensaban estar ellos y poner sus caballos, porque de catorce en catorce años salía de madre aquel Río Grande y bañaba toda aquella tierra, y que los naturales de ella se guarecían en los altos de las casas, y que era aquel año el catorceno, de lo cual se rieron ellos y lo echaron por alto. Todas son palabras del mismo Alonso de Carmona, como él escribió en esta su Peregrinación, que este nombre le da a eso poco que escribió no para imprimir.