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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO VII Accidente. --Continuación de la jornada. --Hacienda Xcanchakán. --Baile indio. --Vapulación de un indio. --Hacienda Mukuyché. --Baño en un cenote. --Hacienda San José. --Llegada a Uxmal. --Primera vista de las ruinas. --Cambios ocurridos desde nuestra última visita. --Casa del enano. --Casa de las monjas. --Casa del gobernador. --Residencia en las ruinas. --Apariencias poco favorables. --Modo de hacer fuego. --Un ejemplo de constancia. --Llegada de nuestro equipaje a lomo de indios. --Primera noche en Uxmal Un desgraciado accidente estuvo a punto de hacer perder todo su interés al día que habíamos pasado en Mayapán. En el momento mismo que dejábamos las ruinas, un mensajero vino a informarnos que una de nuestras pistolas había sido descargada contra un indio. Las tales pistolas en verdad jamás habían mostrado antipatía alguna a los indios, ni jamás habían hecho fuego sobre ninguno de ellos anteriormente; pero, regresando de prisa a la hacienda hallamos al pobre herido con dos dedos casi de menos. La bala había atravesado su camisa, haciendo en ella dos agujeros y felizmente no había tocado a la caja del cuerpo. Los indios decían que se había escapado solo el tiro, mientras estaban examinando únicamente la pistola; pero nosotros estábamos seguros de que aquella relación no era exacta, como quiera que las pistolas no son agentes que operan libremente, y por lo mismo echamos la culpa a los curiosos. Sin embargo, no fue poca la satisfacción que nos causó la levedad del caso y también tener a mano al Dr.
Cabot para curar la herida, en la que, al parecer, los indios pensaban menos que nosotros mismos. Era ya tarde cuando dejamos la hacienda. Nuestro camino era una pobre senda a través de la espesura. A alguna distancia atravesamos una destruida hilera de piedras, que se elevaban de cada lado para formar una muralla, y era, según la opinión del mayordomo, la que circundaba la antigua ciudad. Cerca del anochecer llegamos a la majestuosa hacienda Xcanchakán, una de las tres más ricas que hay en el país, y que contiene cerca de setecientas almas. La casa es tal vez una de las mejores que existen en Yucatán, y, como dista un solo día de camino de la capital y puede irse a ella en calesa, es por lo mismo la residencia favorita de su venerable propietario. Todo manifiesta en ella que ha estado siempre bajo la vigilancia de su dueño, y puede juzgarse algo del carácter de éste cuando se sepa que su mayordomo, que era el mismo que nos acompañaba, hacía veintiséis años que estaba en su servicio. He dado ya alguna idea al lector de lo que es una hacienda en Yucatán, con sus corrales, sus grandes estanques de agua y otros accesorios. Todo lo que aquí estaba en mayor y más vasta escala era igual a cuanto habíamos visto, pero descubrimos en su arreglo un cierto y peculiar refinamiento, que, a pesar de no tener tal vez el objeto que sospechábamos, no podía menos de llamar la atención de un extranjero. El paso para la noria estaba en el corredor; y de esta suerte, sentado el propietario tranquilamente en la sombra, puede ver diariamente pasar y repasar a todas las mujeres y muchachas de la finca.
Nuestro amigo el cura de Tecoh se hallaba todavía con nosotros y los indios de la hacienda eran sus feligreses. Inmediatamente que llegamos se anunció también por medio de la campana de la iglesia la venida del cura para que acudiesen todos a remediar sus necesidades espirituales. Concluido esto, la misma campana dio el solemne toque de la oración: todos los circunstantes se pusieron en pie, descubierta la cabeza, y permanecieron en silencio rezando en voz baja algunas preces, conforme al bellísimo y piadoso uso de la iglesia católica. Diéronse recíprocamente las buenas noches y, después de besar la mano al cura, se dirigieron hacia nosotros con el sombrero de paja en la mano, inclináronse respetuosamente y nos desearon, a cada uno en particular, una buena noche. El cura nos consideraba todavía en sus manos, y con el fin de entretenernos suplicó al mayordomo que preparase un baile de indios. Casi al momento escuchamos el sonido de los violines y del tambor indio, que consiste en un madero hueco de tres pies de largo con un pedazo de pergamino colocado en un extremo y sobre el cual golpea el indio con su mano derecha, llevando el instrumento bajo el brazo izquierdo. Es el mismo tambor llamado tunkul en los tiempos de la Conquista y que continúa siendo su instrumento favorito hasta la fecha. Al salir a la galería posterior vimos a los músicos colocados en una extremidad delante de la puerta de la capilla. En un lado del corredor estaban las mujeres y en el otro los hombres.
Había pasado ya algún tiempo sin que el baile comenzase; hasta que al fin, a instancias del cura, el mayordomo dio sus direcciones, y en el momento púsose en pie un joven en medio del corredor. Otro que tenía en la mano un pañuelo de bolsa con una atadura en la punta, paseose enfrente de la línea de las mujeres, arrojó el pañuelo a una de ellas y volvió a sentarse. Este acto se consideraba como un formal desafío o invitación; pero, con cierto melindre y como afectando que no lo hacía por haber sido invitada, esperó ella algunos minutos, levantándose después, y, separando despacio su toca de la cabeza, púsose enfrente del joven a una distancia como de diez pies y empezaron a bailar. Llamábase este baile el toro; los movimientos eran pausados; alguna vez cruzábanse los danzantes y cambiaban de lugar; y cuando se terminaba el tiempo, retirábase la bailadora, en cuyo caso su pareja la acompañaba a un taburete, o continuaba danzando si así le agradaba mejor. El maestro de ceremonias llamado bastonero, recorría de nuevo la línea y tocaba a otra mujer con el pañuelo, del mismo modo que a la anterior. También ésta, después de esperar un momento, deponía su chal o toca y ocupaba el puesto. De esta manera continuó el baile, siendo uno mismo el bailador y tomando la pareja que se le daba. Después del toro, se cambió la danza en otra española, en que los bailadores en lugar de castañetas hacían crujir sus dedos. Este baile era más vivo y animado; pero, aunque parecía agradarles más, no había en él, sin embargo, nada de nacional ni característico.
Por la mañana muy temprano nos levantamos al escuchar en la iglesia un fuerte ruido de música; y era que el cura con una misa matutina estaba haciendo participar a aquellos sus feligreses del beneficio de su casual visita. Después escuchamos una música de otra especie; y era la del látigo en las espaldas de un indio. Al dirigir nuestras miradas al corredor, vimos a aquel infeliz arrodillado en el suelo y abrazado de las piernas de otro indio, exponiendo así sus espaldas al azote. A cada golpe levantábase sobre una rodilla lanzando un grito lastimoso y que, al parecer, se le escapaba a pesar de sus esfuerzos por reprimirlo. Aquel espectáculo mostraba el carácter sometido de los indios actuales; y, al recibir el último latigazo, manifestó el paciente cierta expresión de gratitud porque no se le daban más azotes. Sin decir una sola palabra, acercose al mayordomo, tomole la mano, besola y se marchó, sin que sentimiento alguno de degradación se presentase a su espíritu. En verdad que se encuentra tan humillado este pueblo, en otro tiempo tan fiero, que entre ellos mismos existe un proverbio que dice "los indios no oyen sino por las nalgas", y aun el cura nos refirió cierto hecho, que indica una degradación de carácter, que acaso no se ha encontrado en ningún otro pueblo. En una aldea no muy lejos de allí, y cuyo nombre he olvidado ya, se celebra una fiesta acompañada de cierta representación escénica llamada xtol. Figúrase una escena ocurrida en los tiempos de la Conquista: los indios del pueblo se reúnen en un amplio sitio cercado de maderas y se supone que están allí con motivo de la invasión española.
Un viejo se levanta y los exhorta a defender su patria, hasta morir por ella si fuese necesario. Los indios todos se animan; pero en medio de esas exhortaciones, preséntase un extranjero vestido de español y armado de un mosquete. Constérnanse los indios a su vista; pero, al descargar el extranjero su arma de fuego, todos ellos caen en tierra. El extranjero entonces ata al jefe indio, y se lo lleva cautivo y se acaba el sainete. Después del almuerzo, despidiose el cura de nosotros para volver a su pueblo, y nosotros continuamos nuestra jornada con dirección a Uxmal. Cargaron con nuestro bagaje algunos indios de la hacienda y el mayordomo nos acompañó a caballo. Nuestro camino era una vereda abierta a través de espesos bosques sobre el mismo terreno pedregoso, y todo él estaba en las tierras del provisor, que eran vastas, salvajes y desoladas, mostrando así los fatales efectos de la acumulación de terrenos en manos de grandes propietarios. Al cabo de dos horas avistamos la gran puerta de entrada de la hacienda Mukuyché. Con gran sorpresa de los indios atónitos, el doctor, sin interrumpir el curso de su caballo, mató con un tiro a un gavilán que estaba posado sobre el pináculo de la puerta. Luego nos dirigimos a la casa principal. Espero que el lector no se habrá olvidado de esta bella hacienda. Era la misma a la que habíamos sido llevados en hombros de indios en la época de nuestra primera visita, y en la cual nos habíamos bañado en un cenote del que jamás nos olvidaremos.
Estábamos otra vez en manos de nuestro antiguo amigo D. Simón Peón; y toda la hacienda con sus caballos, mulas y criados estaba a nuestras órdenes. Eran las diez de la mañana solamente y por lo mismo dispusimos continuar nuestro viaje a Uxmal; pero antes de todo quisimos tomar otro baño en el cenote. No me había engañado mi primera impresión de la belleza de este romancesco sitio de baño, y a la primera ojeada quedé satisfecho de que no correría yo ningún riesgo en introducir allí a un extranjero. Si bien sobre la superficie de las aguas había una ligera y casi imperceptible nube de polvo, originada de la caída de las lluvias o hecha visible, tal vez, por la intensidad de los rayos del sol del mediodía; sin embargo, debajo de esa capa existían el mismo fluido cristalino y el mismo fondo transparente. Al instante nos echamos al agua, y, antes de salir, habíamos dispuesto posponer nuestra jornada para el siguiente día, con el solo objeto de tomar otro baño en la tarde. Como el lector se encuentra ya en un terreno en que ya antes ha viajado conmigo, me parece que bastará decir que al siguiente día nos dirigimos a la hacienda San José, en donde nos detuvimos para hacer algunos preparativos; y que el día 15, a las once de la mañana, llegamos a la hacienda Uxmal. Era la misma hacienda rodeada de aquel prado sombrío, con su corral, grandes árboles y estanques que habíamos dejado la última vez; pero no estaban allí nuestros antiguos amigos para darnos la bienvenida.
El mayordomo de Delmónico se había marchado a Tabasco, y el otro se había visto obligado a dejar la hacienda a causa de una enfermedad. Es verdad que el mayoral se acordaba de nosotros, pero no le conocíamos. Determinamos ,pues, pasar adelante e ir a hospedarnos inmediatamente dentro de las ruinas. Habiéndonos detenido unos pocos minutos solamente para dar ciertas direcciones acerca de nuestro equipaje, volvimos a montar y al cabo de diez minutos salimos de la floresta y entramos en un campo abierto en que estaba la casa del enano, tan grande y bella como la viéramos anteriormente; pero desde la primera ojeada descubrimos los grandes cambios que se habían verificado en un año. Los lados de aquella bella estructura, entonces limpios y desnudos, ahora estaban cubiertos de maleza; y en la parte superior crecían arbustos y arbolillos hasta de veinte pies de elevación. La casa de las monjas casi había desaparecido; y todo el terreno estaba de tal suerte cuajado de monte, que apenas podíamos distinguir cosa alguna en nuestro camino. Los cimientos, terrazas y remates de los edificios estaban cubiertos de verdura, porque la maleza y las enredaderas invadían las fachadas; y todo el conjunto era una gran masa de ruinas y verdura. Luchaba una fuerte y vigorosa naturaleza por enseñorearse de las obras de arte, encerrando a la ciudad entre sus sofocantes ramas y ocultándonosla de la vista. Parecía que era la tumba de un amigo a punto de cerrarse, y que nosotros llegábamos en el momento preciso de darle el postrer adiós.
En medio de toda esta masa de desolación descollaba con su antigua grandeza y majestad la casa del gobernador, separada de nosotros por un muro de impenetrable verdura, que cubría todas sus terrazas. A la izquierda del campo crecía una milpa, en cuyo cerco había un paso que llevaba al frente de este edificio. Siguiendo este paso, dimos vuelta a un ángulo de la terraza, desmontamos y atamos los caballos. Nada podíamos ver, porque la maleza excedía de nuestra altura. El mayoral abrió una vereda a través de ella y subimos al pie de la terraza, a cuya parte superior llegamos con mil trabajos y tropezando entre piedras a cada paso. Encontrámonos también con que la maleza había invadido esta parte. Dirigímonos a la muralla de la parte oriental, entrando por la primera puerta abierta que hallamos, y aquí pretendía el mayoral que nos alojásemos. Mas nosotros conocíamos el terreno mejor que él, y por lo mismo, siguiendo el frente pegados al muro todo lo posible, cortando abrojos, hollando y separando yerbas, llegamos por fin al departamento del centro, en donde nos detuvimos. Al aproximarnos, levantose una nube de murciélagos, que, revoloteando en la pieza, se escaparon al fin por la puerta. El aspecto de las cosas que nos rodeaban no era muy lisonjero para un sitio de residencia. Allí había dos salas, de sesenta pies de largo cada una: la que estaba al frente tenía tres amplias puertas sobre la obstruida terraza; pero la otra no tenía ventana ninguna, ni más vía de respiración que una puerta.
Experimentábase en ambas una extremada reunión de estrechez y humedad, acompañada de mal olor; y en la pieza posterior había una acumulación enorme de lodo y yerbas. Por la parte exterior, la maleza crecía a la puerta misma. No podíamos dar un solo paso con libertad, y las vistas estaban del todo interceptadas. Después del excesivo calor del sol fuera de las piezas, y que nos hizo sudar a mares al subir la terraza, aquella atmósfera húmeda nos produjo cierto escalofrío, que nos hizo reflexionar seriamente sobre una materia en la que no nos habíamos antes detenido suficientemente. Considérase el campo en todo Yucatán como insalubre durante la estación de las lluvias. Llegamos allí contando con aprovecharnos de la estación de la seca, que comienza generalmente en noviembre y termina en mayo; pero en este año las lluvias habían continuado por más tiempo del ordinario, y aun no se habían concluido. Los propietarios de haciendas cuidaban de no visitarlas y se hallaban confinados en las villas y pueblos. Entre las haciendas, Uxmal tiene una reputación notable de insalubridad. Cuantas personas han permanecido en las ruinas para examinarlas se han visto obligadas por la enfermedad a abandonar la obra. Mr. Catherwood es una prueba de ello, y esa insalubridad no se limita a los extranjeros. Tres indios experimentaron las fiebres de la estación; muchos de ellos se hallaban enfermos entonces, y el mayordomo se había visto precisado por eso a abandonar la hacienda.
Todo esto se nos había dicho en Mérida, aconsejándonos que difiriésemos el viaje; pero, como esto hubiera trastornado enteramente nuestro plan, y además teníamos en nuestra compañía un médico que curaba bizcos, determinamos correr el riesgo. Sin embargo, ya que nos vimos en el sitio, contemplando la humedad de las habitaciones y la exuberancia de la vegetación, conocimos que nuestra conducta había sido imprudente; pero, aunque lo hubiéramos deseado, ya era tarde para echar pie atrás. Convinimos en que era mucho mejor permanecer en este elevado terreno que no en la finca que por su posición baja y rodeada de aguadas cubiertas de verdín, que tenían un aspecto verdaderamente calenturiento. Por tanto, pusimos inmediatamente manos a la obra para mejorar en lo posible nuestra condición. Dejonos el mayoral para llevar los caballos a la hacienda y dirigir nuestro equipaje; y nos quedamos con un solo indizuelo que nos ayudase. Dimos a éste la comisión de despejar con su machete un cierto espacio enfrente de la puerta principal, y emprendimos nosotros hacer una fogata en la parte interior para modificar en lo posible la atmósfera húmeda y enfermiza que había allí. Con este objeto recogimos una gran cantidad de hojas y bruscas, que depositamos en un ángulo del corredor posterior, y sobre unas cuantas piedras en el centro levantamos una especie de pira de algunos pies de elevación, y le dimos fuego. La llama recorrió el montón, destruyó los combustibles ligeros y se apagó.
Encendimos la fogata otra vez, y el resultado fue el mismo. Varias ocasiones pensamos haber logrado el objeto; pero la humedad del sitio y de los materiales hacían inútiles nuestros esfuerzos, y volvía a extinguirse la llama. Agotamos cuanto papel disponible teníamos para darle pábulo, y por último nos encontramos apenas con una chispa de lumbre para comenzar de nuevo. El único combustible que nos quedaba era la pólvora: hicimos un pequeño cohete o petardo por vía de ensayo y le dimos fuego bajo el montón. Esta operación no dio un resultado enteramente satisfactorio; nos animó algo, e hicimos otro petardo mayor, al cual le dimos fuego por medio de una especie de mina. Al estallar, convirtiose la pira en átomos, lanzando todos sus materiales en diferentes direcciones. Nuestros recursos y habilidad se habían agotado. En tan críticas circunstancias apelamos al indizuelo. Él había logrado su objeto durante nuestra ocupación; porque entregado a la otra que le habíamos encargado, sin curarse por su indiferencia característica de lo que nosotros hacíamos, había despejado un claro de algunas varas alrededor de la puerta. Con esto podía ya penetrar un rayo del sol que, semejantes a la presencia de un buen espíritu, alegraba y embellecía todo lo que podía iluminar. Por señas hicimos entender al muchacho que necesitábamos fuego; y, sin acatar en lo que habíamos hecho, comenzó su obra tomando del suelo un pedacillo de algodón y, aplicándolo a la chispa que quedaba, lo retuvo en el hueco de sus manos hasta que se hubo encendido todo.
Entonces lo colocó en el suelo, y, sin hacer caso del material que habíamos sacado, buscó cuidadosamente y recogió algunas astillas de madera, no más grandes que el palillo de un fósforo, y las colocó muy a espacio sobre el algodón, fijando en el suelo una extremidad y tocando con la otra el fuego. Así que se arrodilló, encerró el naciente fuego dentro de un círculo formado de sus dos manos, y se puso a soplar suavemente, casi tocándolo con la boca. Un ligero humillo comenzó a escaparse de sus manos, y cesó de soplar por algunos minutos. Arregló después las pequeñas astillas con el mayor cuidado, de manera que el fuego tocase sus puntas, recogió otras un poco mayores que las primeras y las puso en orden una por una. Con la circunferencia de sus manos, o un tanto más abiertas, comenzó otra vez a soplar: la columna de humo que se levantó fue algo más espesa que antes. De cuando en cuando cambiaba gentilmente la posición de las astillas, y comenzaba a soplar de nuevo. Detúvose al fin, y parecía dudoso si esta detención provenía de hallarse desesperado o satisfecho del resultado, pues que al cabo sólo tenía allí unas astillas con un fuego tan desfalleciente, que podía extinguirse con sólo dejar caer sobre él algunas lágrimas. Para más habíamos sido nosotros, pues llegamos a lograr que se levantase una gran llamarada, que al fin murió. Hasta allí había tal aplomo y seguridad en el continente del muchacho, que parecía decirnos que él sabía muy bien lo que traía entre manos; y, en último resultado, nada podíamos hacer, sino observarlo atentamente.
Hizo de nuevo otra colección de astillas más grandes y arreglándolas del propio modo que antes, cuidando de que no ahogasen el fuego, formó una circunferencia (levantándose grande humo en el espacio de sus manos) de materiales tan ligeros que fácilmente podía dispersarse, y comenzó de nuevo a soplar, si bien cuidando de que no se alterase la posición de las astillas, pero con toda la fuerza que podía soportar el aparato. La leña pareció entonces sentir la influencia de tanto esmero, y una corpulenta masa de humo se levantó para alegrarnos y traernos las lágrimas a los ojos. Con la misma imperturbable industria e ignorando nuestra admiración, el muchacho hizo otra recoja de astillas tan gruesas como el dedo, que colocó regándolas con sus lágrimas; y ya después, dejando de soplar, apeló a su sombrero de paja para suplir esta operación. Una hermosa llamarada se levantó del centro de la hoguera, y el muchacho continuó trayendo, en vez de astillas, estacas tan gruesas como el brazo, que estuvo aventando con su sombrero, hasta que todo se puso en perfecta combustión. Nuestra incertidumbre estaba ya terminada. La hoguera era una llama viva, y los cuatro nos pusimos a trabajar activamente para suministrarle pábulo. No había necesidad de que la madera fuese seca: cortábamos matojos y con todo y hojas verdes los echábamos en la hoguera, y todo ardía; las llamas comenzaron a extenderse en todas direcciones, y el calor vino a ser tan grande que ya no pudimos acercarnos más.
Tal era nuestra satisfacción con semejante resultado, que no nos detuvimos a leer la parte moral de la lección que el indizuelo nos había dado. Las llamas comenzaron a modificar la humedad y lo mal sano de la atmósfera, produciendo más templadas y agradables sensaciones. Muy pronto, sin embargo, semejante mejora en la condición de nuestra casa nos lanzó fuera de ella. El humo, girando por toda la pieza y arremolinándose en el techo, pasó luego a la sala del frente, y, dividiéndose allí, se arrojó a través de las puertas en tres densas masas, cubriendo todo el frontis del palacio. Sentámonos en la banda de fuera y esperamos que se disipase. Cuando esto pasaba, divisamos al mayoral a través de la vereda por donde habíamos subido, y díjonos que el equipaje había llegado ya. Nos parecía un problema de difícil resolución el modo de hacer venir hasta nosotros dicho equipaje. El pequeño espacio despejado en la terraza superior nos hacía ver lo inferior que era una masa no interrumpida de abrojos y maleza, de ocho a diez pies de elevación. Tal vez sólo había pasado media hora cuando vimos a un indio subir a la plataforma de la segunda terraza, abriéndose camino lentamente hacia nosotros con su machete. Inmediatamente vimos levantarse sobre la misma terraza la parte superior de un gran cajón, vacilando aparentemente y como a punto de caer; pero levantándose más todavía y fijándose se hizo visible bajo de la carga un indio que de tiempo en tiempo aparecía en medio de la maleza.
Al fin desapareció al pie de la terraza en que nos hallábamos, y pocos minutos después se presentó en la cima. Depuso su carga a nuestros pies, sujetando con ambas manos la correa que le cruzaba la frente, con los nervios tirantes, las venas casi al reventar y todo su cuerpo bañado de sudor. Seguía en pos una línea de cargadores, que vacilando y sudando depositaron su carga en la puerta. Habían conducido los fardos desde una distancia de tres leguas, y les dimos real y medio a cada uno, a razón de medio real la legua. Dímosles un medio más por vía de extra por haber subido las cosas a la terraza, con lo que los infelices quedaron muy contentos y agradecidos. Entretanto el fuego seguía ardiendo y el humo saliendo para afuera. Enviamos a los indios a trabajar sobre la terraza con sus machetes, y, luego que se disipó, el humo les mandamos limpiar los departamentos. Sirvióles de escoba un atado de abrojos, y de pala para sacar la basura, sus propias manos. Concluida esta operación, hicimos meter nuestro equipaje; arreglamos nuestras camas en la sala posterior y colgamos nuestras hamacas en el frente. Al entrar la noche, nos dejaron los indios y quedamos solos otra vez en el palacio de reyes desconocidos. Habíamos logrado ya el principal objeto de nuestro viaje, pues nos hallábamos de nuevo en las ruinas de Uxmal. No hacía ni dos años que por primera vez habíamos salido en busca de ruinas americanas, y más de un año hacía que nos vimos precisados a dejar este sitio.
Acaso ya no subsistían la novedad y el entusiasmo que tuvimos la primera vez al contemplar las ruinas de una ciudad americana; pero nuestros sentimientos eran los mismos, y todo el pesar que experimentamos, al vernos obligados a dejar esas ruinas, estaba más que suficientemente compensado con la satisfacción de volver a ellas. Tal era la situación de nuestro espíritu cuando, venida la noche, nos echamos en las hamacas, olvidando todas nuestras molestias. Los murciélagos al retirarse a sus madrigueras nocturnas parecían deslumbrados con el brillo de nuestra fogata. Los búhos y otras aves de las tinieblas lanzaban sus discordantes gritos desde los bosques, y, cuando era ya muy tarde en la noche, nos hallamos discutiendo acaloradamente la gran cuestión que había producido tanta excitación en nuestro país, de saber si Mac Leod debía o no ser ahorcado. Por vía de precaución, y a fin de aprovecharnos plenamente del beneficio de tener un médico en nuestra compañía, iniciamos inmediatamente un curso de tratamiento preventivo con la mira de ponernos en guardia contra las fiebres. Como nos hallábamos en buena salud, el Dr. Cabot creyó que un curso semejante no podría perjudicarnos. Concluido esto, cebamos de leña nuestra hoguera y nos fuimos a la cama. Hasta allí nuestro viaje había sido viento en popa. La jornada desde Mérida fue una especie de procesión triunfal. Habíamos pasado de hacienda en hacienda, desde que dimos en las hospitalarias manos de D.
Simón Peón, y nos hallábamos ahora en absoluta posesión de las ruinas de Uxmal. Muy pronto, sin embargo, nos encontramos con cierta especie de molestias, contra los cuales no podían darnos protección alguna D. Simón, ni el Gobierno, ni las recomendaciones a la hospitalidad de los ciudadanos en el interior. Desde la hora de anochecer unos cuantos mosquitos nos notificaron la existencia de estos libres e independientes ciudadanos de Yucatán; pero, mientras estuvimos columpiándonos en las hamacas y el fuego ardía brillantemente, poca fue la pena que nos causaban. Sin embargo, no bien habíamos reclinado la cabeza en la almohada, cuando toda aquella población, pareciendo conocer exactamente en donde podría tenernos a su alcance, dividiéndose en tres enjambres, se apesgó sobre nosotros como si estuviera determinada a lanzarnos de allí desde el principio. Las llamas, y la cantidad de humo que había en el edificio al redimirnos de la humedad y de la insalubre atmósfera, parecía haber sacado de sus grietas y aberturas a estos seres atormentadores, enviándolos sedientos de venganza y de sangre. Ahorraré al lector los ulteriores detalles de nuestra primera noche en Uxmal; pero todos nosotros quedamos de acuerdo en que otra noche semejante bastaría a lanzarnos para siempre de las ruinas.
Cabot para curar la herida, en la que, al parecer, los indios pensaban menos que nosotros mismos. Era ya tarde cuando dejamos la hacienda. Nuestro camino era una pobre senda a través de la espesura. A alguna distancia atravesamos una destruida hilera de piedras, que se elevaban de cada lado para formar una muralla, y era, según la opinión del mayordomo, la que circundaba la antigua ciudad. Cerca del anochecer llegamos a la majestuosa hacienda Xcanchakán, una de las tres más ricas que hay en el país, y que contiene cerca de setecientas almas. La casa es tal vez una de las mejores que existen en Yucatán, y, como dista un solo día de camino de la capital y puede irse a ella en calesa, es por lo mismo la residencia favorita de su venerable propietario. Todo manifiesta en ella que ha estado siempre bajo la vigilancia de su dueño, y puede juzgarse algo del carácter de éste cuando se sepa que su mayordomo, que era el mismo que nos acompañaba, hacía veintiséis años que estaba en su servicio. He dado ya alguna idea al lector de lo que es una hacienda en Yucatán, con sus corrales, sus grandes estanques de agua y otros accesorios. Todo lo que aquí estaba en mayor y más vasta escala era igual a cuanto habíamos visto, pero descubrimos en su arreglo un cierto y peculiar refinamiento, que, a pesar de no tener tal vez el objeto que sospechábamos, no podía menos de llamar la atención de un extranjero. El paso para la noria estaba en el corredor; y de esta suerte, sentado el propietario tranquilamente en la sombra, puede ver diariamente pasar y repasar a todas las mujeres y muchachas de la finca.
Nuestro amigo el cura de Tecoh se hallaba todavía con nosotros y los indios de la hacienda eran sus feligreses. Inmediatamente que llegamos se anunció también por medio de la campana de la iglesia la venida del cura para que acudiesen todos a remediar sus necesidades espirituales. Concluido esto, la misma campana dio el solemne toque de la oración: todos los circunstantes se pusieron en pie, descubierta la cabeza, y permanecieron en silencio rezando en voz baja algunas preces, conforme al bellísimo y piadoso uso de la iglesia católica. Diéronse recíprocamente las buenas noches y, después de besar la mano al cura, se dirigieron hacia nosotros con el sombrero de paja en la mano, inclináronse respetuosamente y nos desearon, a cada uno en particular, una buena noche. El cura nos consideraba todavía en sus manos, y con el fin de entretenernos suplicó al mayordomo que preparase un baile de indios. Casi al momento escuchamos el sonido de los violines y del tambor indio, que consiste en un madero hueco de tres pies de largo con un pedazo de pergamino colocado en un extremo y sobre el cual golpea el indio con su mano derecha, llevando el instrumento bajo el brazo izquierdo. Es el mismo tambor llamado tunkul en los tiempos de la Conquista y que continúa siendo su instrumento favorito hasta la fecha. Al salir a la galería posterior vimos a los músicos colocados en una extremidad delante de la puerta de la capilla. En un lado del corredor estaban las mujeres y en el otro los hombres.
Había pasado ya algún tiempo sin que el baile comenzase; hasta que al fin, a instancias del cura, el mayordomo dio sus direcciones, y en el momento púsose en pie un joven en medio del corredor. Otro que tenía en la mano un pañuelo de bolsa con una atadura en la punta, paseose enfrente de la línea de las mujeres, arrojó el pañuelo a una de ellas y volvió a sentarse. Este acto se consideraba como un formal desafío o invitación; pero, con cierto melindre y como afectando que no lo hacía por haber sido invitada, esperó ella algunos minutos, levantándose después, y, separando despacio su toca de la cabeza, púsose enfrente del joven a una distancia como de diez pies y empezaron a bailar. Llamábase este baile el toro; los movimientos eran pausados; alguna vez cruzábanse los danzantes y cambiaban de lugar; y cuando se terminaba el tiempo, retirábase la bailadora, en cuyo caso su pareja la acompañaba a un taburete, o continuaba danzando si así le agradaba mejor. El maestro de ceremonias llamado bastonero, recorría de nuevo la línea y tocaba a otra mujer con el pañuelo, del mismo modo que a la anterior. También ésta, después de esperar un momento, deponía su chal o toca y ocupaba el puesto. De esta manera continuó el baile, siendo uno mismo el bailador y tomando la pareja que se le daba. Después del toro, se cambió la danza en otra española, en que los bailadores en lugar de castañetas hacían crujir sus dedos. Este baile era más vivo y animado; pero, aunque parecía agradarles más, no había en él, sin embargo, nada de nacional ni característico.
Por la mañana muy temprano nos levantamos al escuchar en la iglesia un fuerte ruido de música; y era que el cura con una misa matutina estaba haciendo participar a aquellos sus feligreses del beneficio de su casual visita. Después escuchamos una música de otra especie; y era la del látigo en las espaldas de un indio. Al dirigir nuestras miradas al corredor, vimos a aquel infeliz arrodillado en el suelo y abrazado de las piernas de otro indio, exponiendo así sus espaldas al azote. A cada golpe levantábase sobre una rodilla lanzando un grito lastimoso y que, al parecer, se le escapaba a pesar de sus esfuerzos por reprimirlo. Aquel espectáculo mostraba el carácter sometido de los indios actuales; y, al recibir el último latigazo, manifestó el paciente cierta expresión de gratitud porque no se le daban más azotes. Sin decir una sola palabra, acercose al mayordomo, tomole la mano, besola y se marchó, sin que sentimiento alguno de degradación se presentase a su espíritu. En verdad que se encuentra tan humillado este pueblo, en otro tiempo tan fiero, que entre ellos mismos existe un proverbio que dice "los indios no oyen sino por las nalgas", y aun el cura nos refirió cierto hecho, que indica una degradación de carácter, que acaso no se ha encontrado en ningún otro pueblo. En una aldea no muy lejos de allí, y cuyo nombre he olvidado ya, se celebra una fiesta acompañada de cierta representación escénica llamada xtol. Figúrase una escena ocurrida en los tiempos de la Conquista: los indios del pueblo se reúnen en un amplio sitio cercado de maderas y se supone que están allí con motivo de la invasión española.
Un viejo se levanta y los exhorta a defender su patria, hasta morir por ella si fuese necesario. Los indios todos se animan; pero en medio de esas exhortaciones, preséntase un extranjero vestido de español y armado de un mosquete. Constérnanse los indios a su vista; pero, al descargar el extranjero su arma de fuego, todos ellos caen en tierra. El extranjero entonces ata al jefe indio, y se lo lleva cautivo y se acaba el sainete. Después del almuerzo, despidiose el cura de nosotros para volver a su pueblo, y nosotros continuamos nuestra jornada con dirección a Uxmal. Cargaron con nuestro bagaje algunos indios de la hacienda y el mayordomo nos acompañó a caballo. Nuestro camino era una vereda abierta a través de espesos bosques sobre el mismo terreno pedregoso, y todo él estaba en las tierras del provisor, que eran vastas, salvajes y desoladas, mostrando así los fatales efectos de la acumulación de terrenos en manos de grandes propietarios. Al cabo de dos horas avistamos la gran puerta de entrada de la hacienda Mukuyché. Con gran sorpresa de los indios atónitos, el doctor, sin interrumpir el curso de su caballo, mató con un tiro a un gavilán que estaba posado sobre el pináculo de la puerta. Luego nos dirigimos a la casa principal. Espero que el lector no se habrá olvidado de esta bella hacienda. Era la misma a la que habíamos sido llevados en hombros de indios en la época de nuestra primera visita, y en la cual nos habíamos bañado en un cenote del que jamás nos olvidaremos.
Estábamos otra vez en manos de nuestro antiguo amigo D. Simón Peón; y toda la hacienda con sus caballos, mulas y criados estaba a nuestras órdenes. Eran las diez de la mañana solamente y por lo mismo dispusimos continuar nuestro viaje a Uxmal; pero antes de todo quisimos tomar otro baño en el cenote. No me había engañado mi primera impresión de la belleza de este romancesco sitio de baño, y a la primera ojeada quedé satisfecho de que no correría yo ningún riesgo en introducir allí a un extranjero. Si bien sobre la superficie de las aguas había una ligera y casi imperceptible nube de polvo, originada de la caída de las lluvias o hecha visible, tal vez, por la intensidad de los rayos del sol del mediodía; sin embargo, debajo de esa capa existían el mismo fluido cristalino y el mismo fondo transparente. Al instante nos echamos al agua, y, antes de salir, habíamos dispuesto posponer nuestra jornada para el siguiente día, con el solo objeto de tomar otro baño en la tarde. Como el lector se encuentra ya en un terreno en que ya antes ha viajado conmigo, me parece que bastará decir que al siguiente día nos dirigimos a la hacienda San José, en donde nos detuvimos para hacer algunos preparativos; y que el día 15, a las once de la mañana, llegamos a la hacienda Uxmal. Era la misma hacienda rodeada de aquel prado sombrío, con su corral, grandes árboles y estanques que habíamos dejado la última vez; pero no estaban allí nuestros antiguos amigos para darnos la bienvenida.
El mayordomo de Delmónico se había marchado a Tabasco, y el otro se había visto obligado a dejar la hacienda a causa de una enfermedad. Es verdad que el mayoral se acordaba de nosotros, pero no le conocíamos. Determinamos ,pues, pasar adelante e ir a hospedarnos inmediatamente dentro de las ruinas. Habiéndonos detenido unos pocos minutos solamente para dar ciertas direcciones acerca de nuestro equipaje, volvimos a montar y al cabo de diez minutos salimos de la floresta y entramos en un campo abierto en que estaba la casa del enano, tan grande y bella como la viéramos anteriormente; pero desde la primera ojeada descubrimos los grandes cambios que se habían verificado en un año. Los lados de aquella bella estructura, entonces limpios y desnudos, ahora estaban cubiertos de maleza; y en la parte superior crecían arbustos y arbolillos hasta de veinte pies de elevación. La casa de las monjas casi había desaparecido; y todo el terreno estaba de tal suerte cuajado de monte, que apenas podíamos distinguir cosa alguna en nuestro camino. Los cimientos, terrazas y remates de los edificios estaban cubiertos de verdura, porque la maleza y las enredaderas invadían las fachadas; y todo el conjunto era una gran masa de ruinas y verdura. Luchaba una fuerte y vigorosa naturaleza por enseñorearse de las obras de arte, encerrando a la ciudad entre sus sofocantes ramas y ocultándonosla de la vista. Parecía que era la tumba de un amigo a punto de cerrarse, y que nosotros llegábamos en el momento preciso de darle el postrer adiós.
En medio de toda esta masa de desolación descollaba con su antigua grandeza y majestad la casa del gobernador, separada de nosotros por un muro de impenetrable verdura, que cubría todas sus terrazas. A la izquierda del campo crecía una milpa, en cuyo cerco había un paso que llevaba al frente de este edificio. Siguiendo este paso, dimos vuelta a un ángulo de la terraza, desmontamos y atamos los caballos. Nada podíamos ver, porque la maleza excedía de nuestra altura. El mayoral abrió una vereda a través de ella y subimos al pie de la terraza, a cuya parte superior llegamos con mil trabajos y tropezando entre piedras a cada paso. Encontrámonos también con que la maleza había invadido esta parte. Dirigímonos a la muralla de la parte oriental, entrando por la primera puerta abierta que hallamos, y aquí pretendía el mayoral que nos alojásemos. Mas nosotros conocíamos el terreno mejor que él, y por lo mismo, siguiendo el frente pegados al muro todo lo posible, cortando abrojos, hollando y separando yerbas, llegamos por fin al departamento del centro, en donde nos detuvimos. Al aproximarnos, levantose una nube de murciélagos, que, revoloteando en la pieza, se escaparon al fin por la puerta. El aspecto de las cosas que nos rodeaban no era muy lisonjero para un sitio de residencia. Allí había dos salas, de sesenta pies de largo cada una: la que estaba al frente tenía tres amplias puertas sobre la obstruida terraza; pero la otra no tenía ventana ninguna, ni más vía de respiración que una puerta.
Experimentábase en ambas una extremada reunión de estrechez y humedad, acompañada de mal olor; y en la pieza posterior había una acumulación enorme de lodo y yerbas. Por la parte exterior, la maleza crecía a la puerta misma. No podíamos dar un solo paso con libertad, y las vistas estaban del todo interceptadas. Después del excesivo calor del sol fuera de las piezas, y que nos hizo sudar a mares al subir la terraza, aquella atmósfera húmeda nos produjo cierto escalofrío, que nos hizo reflexionar seriamente sobre una materia en la que no nos habíamos antes detenido suficientemente. Considérase el campo en todo Yucatán como insalubre durante la estación de las lluvias. Llegamos allí contando con aprovecharnos de la estación de la seca, que comienza generalmente en noviembre y termina en mayo; pero en este año las lluvias habían continuado por más tiempo del ordinario, y aun no se habían concluido. Los propietarios de haciendas cuidaban de no visitarlas y se hallaban confinados en las villas y pueblos. Entre las haciendas, Uxmal tiene una reputación notable de insalubridad. Cuantas personas han permanecido en las ruinas para examinarlas se han visto obligadas por la enfermedad a abandonar la obra. Mr. Catherwood es una prueba de ello, y esa insalubridad no se limita a los extranjeros. Tres indios experimentaron las fiebres de la estación; muchos de ellos se hallaban enfermos entonces, y el mayordomo se había visto precisado por eso a abandonar la hacienda.
Todo esto se nos había dicho en Mérida, aconsejándonos que difiriésemos el viaje; pero, como esto hubiera trastornado enteramente nuestro plan, y además teníamos en nuestra compañía un médico que curaba bizcos, determinamos correr el riesgo. Sin embargo, ya que nos vimos en el sitio, contemplando la humedad de las habitaciones y la exuberancia de la vegetación, conocimos que nuestra conducta había sido imprudente; pero, aunque lo hubiéramos deseado, ya era tarde para echar pie atrás. Convinimos en que era mucho mejor permanecer en este elevado terreno que no en la finca que por su posición baja y rodeada de aguadas cubiertas de verdín, que tenían un aspecto verdaderamente calenturiento. Por tanto, pusimos inmediatamente manos a la obra para mejorar en lo posible nuestra condición. Dejonos el mayoral para llevar los caballos a la hacienda y dirigir nuestro equipaje; y nos quedamos con un solo indizuelo que nos ayudase. Dimos a éste la comisión de despejar con su machete un cierto espacio enfrente de la puerta principal, y emprendimos nosotros hacer una fogata en la parte interior para modificar en lo posible la atmósfera húmeda y enfermiza que había allí. Con este objeto recogimos una gran cantidad de hojas y bruscas, que depositamos en un ángulo del corredor posterior, y sobre unas cuantas piedras en el centro levantamos una especie de pira de algunos pies de elevación, y le dimos fuego. La llama recorrió el montón, destruyó los combustibles ligeros y se apagó.
Encendimos la fogata otra vez, y el resultado fue el mismo. Varias ocasiones pensamos haber logrado el objeto; pero la humedad del sitio y de los materiales hacían inútiles nuestros esfuerzos, y volvía a extinguirse la llama. Agotamos cuanto papel disponible teníamos para darle pábulo, y por último nos encontramos apenas con una chispa de lumbre para comenzar de nuevo. El único combustible que nos quedaba era la pólvora: hicimos un pequeño cohete o petardo por vía de ensayo y le dimos fuego bajo el montón. Esta operación no dio un resultado enteramente satisfactorio; nos animó algo, e hicimos otro petardo mayor, al cual le dimos fuego por medio de una especie de mina. Al estallar, convirtiose la pira en átomos, lanzando todos sus materiales en diferentes direcciones. Nuestros recursos y habilidad se habían agotado. En tan críticas circunstancias apelamos al indizuelo. Él había logrado su objeto durante nuestra ocupación; porque entregado a la otra que le habíamos encargado, sin curarse por su indiferencia característica de lo que nosotros hacíamos, había despejado un claro de algunas varas alrededor de la puerta. Con esto podía ya penetrar un rayo del sol que, semejantes a la presencia de un buen espíritu, alegraba y embellecía todo lo que podía iluminar. Por señas hicimos entender al muchacho que necesitábamos fuego; y, sin acatar en lo que habíamos hecho, comenzó su obra tomando del suelo un pedacillo de algodón y, aplicándolo a la chispa que quedaba, lo retuvo en el hueco de sus manos hasta que se hubo encendido todo.
Entonces lo colocó en el suelo, y, sin hacer caso del material que habíamos sacado, buscó cuidadosamente y recogió algunas astillas de madera, no más grandes que el palillo de un fósforo, y las colocó muy a espacio sobre el algodón, fijando en el suelo una extremidad y tocando con la otra el fuego. Así que se arrodilló, encerró el naciente fuego dentro de un círculo formado de sus dos manos, y se puso a soplar suavemente, casi tocándolo con la boca. Un ligero humillo comenzó a escaparse de sus manos, y cesó de soplar por algunos minutos. Arregló después las pequeñas astillas con el mayor cuidado, de manera que el fuego tocase sus puntas, recogió otras un poco mayores que las primeras y las puso en orden una por una. Con la circunferencia de sus manos, o un tanto más abiertas, comenzó otra vez a soplar: la columna de humo que se levantó fue algo más espesa que antes. De cuando en cuando cambiaba gentilmente la posición de las astillas, y comenzaba a soplar de nuevo. Detúvose al fin, y parecía dudoso si esta detención provenía de hallarse desesperado o satisfecho del resultado, pues que al cabo sólo tenía allí unas astillas con un fuego tan desfalleciente, que podía extinguirse con sólo dejar caer sobre él algunas lágrimas. Para más habíamos sido nosotros, pues llegamos a lograr que se levantase una gran llamarada, que al fin murió. Hasta allí había tal aplomo y seguridad en el continente del muchacho, que parecía decirnos que él sabía muy bien lo que traía entre manos; y, en último resultado, nada podíamos hacer, sino observarlo atentamente.
Hizo de nuevo otra colección de astillas más grandes y arreglándolas del propio modo que antes, cuidando de que no ahogasen el fuego, formó una circunferencia (levantándose grande humo en el espacio de sus manos) de materiales tan ligeros que fácilmente podía dispersarse, y comenzó de nuevo a soplar, si bien cuidando de que no se alterase la posición de las astillas, pero con toda la fuerza que podía soportar el aparato. La leña pareció entonces sentir la influencia de tanto esmero, y una corpulenta masa de humo se levantó para alegrarnos y traernos las lágrimas a los ojos. Con la misma imperturbable industria e ignorando nuestra admiración, el muchacho hizo otra recoja de astillas tan gruesas como el dedo, que colocó regándolas con sus lágrimas; y ya después, dejando de soplar, apeló a su sombrero de paja para suplir esta operación. Una hermosa llamarada se levantó del centro de la hoguera, y el muchacho continuó trayendo, en vez de astillas, estacas tan gruesas como el brazo, que estuvo aventando con su sombrero, hasta que todo se puso en perfecta combustión. Nuestra incertidumbre estaba ya terminada. La hoguera era una llama viva, y los cuatro nos pusimos a trabajar activamente para suministrarle pábulo. No había necesidad de que la madera fuese seca: cortábamos matojos y con todo y hojas verdes los echábamos en la hoguera, y todo ardía; las llamas comenzaron a extenderse en todas direcciones, y el calor vino a ser tan grande que ya no pudimos acercarnos más.
Tal era nuestra satisfacción con semejante resultado, que no nos detuvimos a leer la parte moral de la lección que el indizuelo nos había dado. Las llamas comenzaron a modificar la humedad y lo mal sano de la atmósfera, produciendo más templadas y agradables sensaciones. Muy pronto, sin embargo, semejante mejora en la condición de nuestra casa nos lanzó fuera de ella. El humo, girando por toda la pieza y arremolinándose en el techo, pasó luego a la sala del frente, y, dividiéndose allí, se arrojó a través de las puertas en tres densas masas, cubriendo todo el frontis del palacio. Sentámonos en la banda de fuera y esperamos que se disipase. Cuando esto pasaba, divisamos al mayoral a través de la vereda por donde habíamos subido, y díjonos que el equipaje había llegado ya. Nos parecía un problema de difícil resolución el modo de hacer venir hasta nosotros dicho equipaje. El pequeño espacio despejado en la terraza superior nos hacía ver lo inferior que era una masa no interrumpida de abrojos y maleza, de ocho a diez pies de elevación. Tal vez sólo había pasado media hora cuando vimos a un indio subir a la plataforma de la segunda terraza, abriéndose camino lentamente hacia nosotros con su machete. Inmediatamente vimos levantarse sobre la misma terraza la parte superior de un gran cajón, vacilando aparentemente y como a punto de caer; pero levantándose más todavía y fijándose se hizo visible bajo de la carga un indio que de tiempo en tiempo aparecía en medio de la maleza.
Al fin desapareció al pie de la terraza en que nos hallábamos, y pocos minutos después se presentó en la cima. Depuso su carga a nuestros pies, sujetando con ambas manos la correa que le cruzaba la frente, con los nervios tirantes, las venas casi al reventar y todo su cuerpo bañado de sudor. Seguía en pos una línea de cargadores, que vacilando y sudando depositaron su carga en la puerta. Habían conducido los fardos desde una distancia de tres leguas, y les dimos real y medio a cada uno, a razón de medio real la legua. Dímosles un medio más por vía de extra por haber subido las cosas a la terraza, con lo que los infelices quedaron muy contentos y agradecidos. Entretanto el fuego seguía ardiendo y el humo saliendo para afuera. Enviamos a los indios a trabajar sobre la terraza con sus machetes, y, luego que se disipó, el humo les mandamos limpiar los departamentos. Sirvióles de escoba un atado de abrojos, y de pala para sacar la basura, sus propias manos. Concluida esta operación, hicimos meter nuestro equipaje; arreglamos nuestras camas en la sala posterior y colgamos nuestras hamacas en el frente. Al entrar la noche, nos dejaron los indios y quedamos solos otra vez en el palacio de reyes desconocidos. Habíamos logrado ya el principal objeto de nuestro viaje, pues nos hallábamos de nuevo en las ruinas de Uxmal. No hacía ni dos años que por primera vez habíamos salido en busca de ruinas americanas, y más de un año hacía que nos vimos precisados a dejar este sitio.
Acaso ya no subsistían la novedad y el entusiasmo que tuvimos la primera vez al contemplar las ruinas de una ciudad americana; pero nuestros sentimientos eran los mismos, y todo el pesar que experimentamos, al vernos obligados a dejar esas ruinas, estaba más que suficientemente compensado con la satisfacción de volver a ellas. Tal era la situación de nuestro espíritu cuando, venida la noche, nos echamos en las hamacas, olvidando todas nuestras molestias. Los murciélagos al retirarse a sus madrigueras nocturnas parecían deslumbrados con el brillo de nuestra fogata. Los búhos y otras aves de las tinieblas lanzaban sus discordantes gritos desde los bosques, y, cuando era ya muy tarde en la noche, nos hallamos discutiendo acaloradamente la gran cuestión que había producido tanta excitación en nuestro país, de saber si Mac Leod debía o no ser ahorcado. Por vía de precaución, y a fin de aprovecharnos plenamente del beneficio de tener un médico en nuestra compañía, iniciamos inmediatamente un curso de tratamiento preventivo con la mira de ponernos en guardia contra las fiebres. Como nos hallábamos en buena salud, el Dr. Cabot creyó que un curso semejante no podría perjudicarnos. Concluido esto, cebamos de leña nuestra hoguera y nos fuimos a la cama. Hasta allí nuestro viaje había sido viento en popa. La jornada desde Mérida fue una especie de procesión triunfal. Habíamos pasado de hacienda en hacienda, desde que dimos en las hospitalarias manos de D.
Simón Peón, y nos hallábamos ahora en absoluta posesión de las ruinas de Uxmal. Muy pronto, sin embargo, nos encontramos con cierta especie de molestias, contra los cuales no podían darnos protección alguna D. Simón, ni el Gobierno, ni las recomendaciones a la hospitalidad de los ciudadanos en el interior. Desde la hora de anochecer unos cuantos mosquitos nos notificaron la existencia de estos libres e independientes ciudadanos de Yucatán; pero, mientras estuvimos columpiándonos en las hamacas y el fuego ardía brillantemente, poca fue la pena que nos causaban. Sin embargo, no bien habíamos reclinado la cabeza en la almohada, cuando toda aquella población, pareciendo conocer exactamente en donde podría tenernos a su alcance, dividiéndose en tres enjambres, se apesgó sobre nosotros como si estuviera determinada a lanzarnos de allí desde el principio. Las llamas, y la cantidad de humo que había en el edificio al redimirnos de la humedad y de la insalubre atmósfera, parecía haber sacado de sus grietas y aberturas a estos seres atormentadores, enviándolos sedientos de venganza y de sangre. Ahorraré al lector los ulteriores detalles de nuestra primera noche en Uxmal; pero todos nosotros quedamos de acuerdo en que otra noche semejante bastaría a lanzarnos para siempre de las ruinas.