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Datos principales
Desarrollo
De la manera que es la tierra La tierra, por la mayor parte, desde donde desembarcamos hasta este pueblo y tierra de Apalache, es llana; el suelo, de arena y tierra firme; por toda ella hay muy grandes árboles y montes claros, donde hay nogales y laureles, y otros que se llaman liquidámbares, cedros, sabinas y encinas y pinos y robles, palmitos bajos, de la manera de los de Castilla. Por toda ella hay muchas lagunas, grandes y pequeñas, algunas muy trabajosas de pasar, parte por la mucha hondura, parte por tantos árboles como por ellas están caídos. El suelo de ellas es arena, y las que en la comarca de Apalache hallamos son muy mayores que las de hasta allí. Hay en esta provincia muchos maizales, y las casas están tan esparcidas por el campo, de la manera que están las de los Gelves. Los animales que en ellas vimos son: venados de tres maneras, conejos y liebres, osos y leones, y otras salvajinas, entre los cuales vimos un animal que trae los hijos en una bolsa que en la barriga tiene; y todo el tiempo que son pequeños los trae allí, hasta que saben buscar de comer; y si acaso están fuera buscando de comer, y acude gente, la madre no huye hasta que los ha recogido en su bolsa. Por allí la tierra es muy fría; tiene muy buenos pastos para ganados; hay aves de muchas maneras, ánsares en gran cantidad, patos, ánades, patos reales, dorales y garzotas y garzas; perdices; vimos muchos alcones, neblís, gavilanes, esmerejones y otras muchas aves. Dos horas después que llegamos a Apalache, los indios que de allí habían huído vinieron a nosotros de paz, pidiéndonos a sus mujeres y hijos, y nosotros se los dimos, salvo que el gobernador detuvo un cacique de ellos consigo, que fue causa por donde ellos fueron escandalizados; y luego otro día volvieron de guerra, y con tanto desnuedo y presteza nos asometieron, que llegaron a nos poner fuego a las casas en que estábamos; mas como salimos, huyeron, y acogiéronse a las lagunas, que tenían muy cerca; y por esto, y por los grandes maízales que había, no les podimos hacer daño, salvo a uno que matamos.
Otro día siguiente, otros indios de otro pueblo que estaba de la otra parte vinieron a nosotros y acometiéronnos de la misma arte que los primeros, y de la misma manera se escaparon, y también murió uno de ellos. Estuvimos en este pueblo veinte y cinco días, en que hecimos tres entradas por la tierra, y hallámosla muy pobre de gente y muy mala de andar, por los malos pasos y montes y lagunas que tenía. Preguntamos al cacique que les habíamos detenido, y a los otros indios que traíamos con nosotros, que eran vecinos y enemigos de ellos, por la manera y población de la tierra, y la calidad de la gente, y por los bastimentos y todas las otras cosas de ella. Respondiéronnos cada uno por sí, que el mayor pueblo de toda aquella tierar era aquel Apalache, y que adelante había menos gente muy más pobre que ellos, y que la tierra era mal poblada y los moradores de ella muy repartidos; y que yendo adelante, había grandes lagunas y espesura de montes y grandes desiertos y despoblados. Preguntámosle luego por la tierra que estaba hacia el Sur, qué pueblos y mantenimientos tenía. Dijeron que por aquella vía, yendo a la mar nueve jornadas, había un pueblo que llamaban Aute, y los indios de él tenían mucho maíz, y que tenían frísoles y calabazas, y que por estar tan cerca de la mar alcanzaban pescados, y que éstos eran amigos suyos. Nosotros, vista la pobreza de la tierra, y las malas nuevas que de la población y de todo lo demás nos daban, y como los indios nos hacían continua guerra hiriéndonos la gente y los caballos en los lugares donde íbamos a formar agua, y esto desde las lagunas, y tan a salvo, que no los podíamos ofender, porque metidos en ellas nos flechaban, y mataron un señor de Tezcuco que se llamaba don Pedro, que el comisario llevaba consigo, acordamos de partir de allí, y ir a buscar la mar, y aquel pueblo de Aute que nos habían dicho; y así, nos partimos a cabo de veinte y cinco días que allí habíamos llegado.
El primero día pasamos aquellas lagunas y pasos sin ver indio ninguno; mas al segundo día llegamos a una laguna de muy mal paso, porque daba el agua a los pechos y había en ella muchos árboles caídos. Ya que estábamos en medio de ella nos acometieron muchos indios que estaban abscondidos detrás de los árboles porque no los viésemos; otros estaban sobre los caídos, y comenzáronnos a flechar de manera, que nos hirieron muchos hombres y caballos, y nos tomaron la guía que llevábamos, antes que de la laguna saliésemos, y después de salidos de ella, nos tornaron a seguir, queriéndonos estorbar el paso; de manera que no nos aprovechaba salirnos afuera ni hacernos más fuertes y querer pelear con ellos, que se metían luego en la laguna, y desde allí nos herían la gente y caballos. Visto esto, el gobernador mandó a los de a caballo que se apeasen y les acometiesen a pie. El contador se apeó con ellos, y así los acometieron, y todos entraron a vueltas en una laguna, y así les ganamos el paso. En esta revuelta hubo algunos de los nuestros heridos, que no les valieron buenas armas que llevaban; y hubo hombres este día que juraron que habían visto dos robles, cada uno de ellos tan grueso como la pierna por bajo, pasados de parte a parte de las flechas de los indios; y esto no es tanto de maravillar, vista la fuerza y maña con que las echan; porque yo mismo vi una flecha en un pie de un álamo, que entraba por él un geme. Cuantos indios vimos desde la Florida aquí, todos son flecheros; y como son tan crescidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parecen giggantes.
Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy grandes fuerzas y ligereza. Los arcos que usan son gruesos como el brazo, de once o doce palmos de largo, que flechan a doscientos pasos con tan gran tiento, que ninguna cosa yerran. Pasados que fuimos de este paso, de ahí a una legua llegamos a otro de la misma manera, salvo que por ser tan largo, que duraba media legua, era muy peor; éste pasamos libremente y sin estorbo de indios; que, como habían gastado en el primero toda la munición que de flechas tenían, no quedó con qué osarnos acometer. Otro día siguiente, pasando otro semejante paso, yo hallé rastro de gente que iba delante, y di aviso de ello al gobernador que venía en la retaguarda; y ansí, aunque los indios salieron a nosotros, como íbamos apercibidos, no nos pudieron ofender; y salidos a lo llano, fuéronnos todavía siguiendo; volvimos a ellos por dos partes, y matámosles dos indios, y hiriéronme a mí y dos o tres cristianos; y por acogérsenos al monte no les podimos hacer más mal ni daño. De esta suerte caminamos ocho días, y desde este paso que he contado, no salieron más indios a nosotros hasta una legua adelante, que es lugar donde he dicho que íbamos. Allí, yendo nosotros por nuestro camino, salieron indios, y sin ser sentidos, dieron en la retaguardia, y a los gritos que dio un muchacho de un hidalgo de los que allí iban, que se llamaba Avellaneda, el Avellaneda volvió, y fue a socorrerlos, y los indios le acertaron con una flecha por el canto de las coraas, y fue tal la herida, que pasó casi toda la flecha por el pescuezo, y luego allí murió y lo llevamos hasta Aute.
En nueve días de camino, desde Apalache hasta allí, llegamos. Y cuando fuimos llegados, hallamos toda la gente de él, ida, y las casas quemadas, y mucho maíz y calabazas y frísoles, que ya todo estaba para empezarse a coger. Descansamos allí dos días, y éstos pasados, el gobernador me rogó que fuese a descubrir la mar, pues los indios decían que estaba tan cerca de allí; ya en este camino la habíamos descubierto por un río muy grande que en él hallamos, a quien habíamos puesto por nombre el río de la Magdalena. Visto esto, otro día siguiente yo me partí a descubrirla, juntamente con el comisario y el capitán Castillo y Andrés Dorantes y otros siete de caballo y cincuenta peones, y caminamos hasta hora de vísperas, que llegamos a un ancón o entrada de la mar, donde hallamos muchos ostiones, con que la gente holgó; y dimos muchas gracias a Dios por habernos traído allí. Otro día de mañana envié veinte hombres a que conociesen la casa y mirasen la disposición de ella, los cuales volvieron otro día en la noche, diciendo que aquellos anconec y bahías eran muy grandes y entraban tanto por la tierra adentro, que estorbaban mucho para descubrir lo que queríamos, y que la costa estaba muy lejos de allí. Sabidas estas nuevas, y vista la mala disposición y aparejo que para descubrir la costa por allí había, yo me volví al gobernador, y cuando llegamos, hallámosle enfermo con otros muchos, y la noche pasada los indios habían dado en ellos y puéstolos en grandísimo trabajo, por la razón de la enfermedad que les había sobrevenido; también les habían muerto un caballo. Yo di cuenta de lo que había hecho y de la mala disposición de la tierra. Aquel día nos detuvimos allí.
Otro día siguiente, otros indios de otro pueblo que estaba de la otra parte vinieron a nosotros y acometiéronnos de la misma arte que los primeros, y de la misma manera se escaparon, y también murió uno de ellos. Estuvimos en este pueblo veinte y cinco días, en que hecimos tres entradas por la tierra, y hallámosla muy pobre de gente y muy mala de andar, por los malos pasos y montes y lagunas que tenía. Preguntamos al cacique que les habíamos detenido, y a los otros indios que traíamos con nosotros, que eran vecinos y enemigos de ellos, por la manera y población de la tierra, y la calidad de la gente, y por los bastimentos y todas las otras cosas de ella. Respondiéronnos cada uno por sí, que el mayor pueblo de toda aquella tierar era aquel Apalache, y que adelante había menos gente muy más pobre que ellos, y que la tierra era mal poblada y los moradores de ella muy repartidos; y que yendo adelante, había grandes lagunas y espesura de montes y grandes desiertos y despoblados. Preguntámosle luego por la tierra que estaba hacia el Sur, qué pueblos y mantenimientos tenía. Dijeron que por aquella vía, yendo a la mar nueve jornadas, había un pueblo que llamaban Aute, y los indios de él tenían mucho maíz, y que tenían frísoles y calabazas, y que por estar tan cerca de la mar alcanzaban pescados, y que éstos eran amigos suyos. Nosotros, vista la pobreza de la tierra, y las malas nuevas que de la población y de todo lo demás nos daban, y como los indios nos hacían continua guerra hiriéndonos la gente y los caballos en los lugares donde íbamos a formar agua, y esto desde las lagunas, y tan a salvo, que no los podíamos ofender, porque metidos en ellas nos flechaban, y mataron un señor de Tezcuco que se llamaba don Pedro, que el comisario llevaba consigo, acordamos de partir de allí, y ir a buscar la mar, y aquel pueblo de Aute que nos habían dicho; y así, nos partimos a cabo de veinte y cinco días que allí habíamos llegado.
El primero día pasamos aquellas lagunas y pasos sin ver indio ninguno; mas al segundo día llegamos a una laguna de muy mal paso, porque daba el agua a los pechos y había en ella muchos árboles caídos. Ya que estábamos en medio de ella nos acometieron muchos indios que estaban abscondidos detrás de los árboles porque no los viésemos; otros estaban sobre los caídos, y comenzáronnos a flechar de manera, que nos hirieron muchos hombres y caballos, y nos tomaron la guía que llevábamos, antes que de la laguna saliésemos, y después de salidos de ella, nos tornaron a seguir, queriéndonos estorbar el paso; de manera que no nos aprovechaba salirnos afuera ni hacernos más fuertes y querer pelear con ellos, que se metían luego en la laguna, y desde allí nos herían la gente y caballos. Visto esto, el gobernador mandó a los de a caballo que se apeasen y les acometiesen a pie. El contador se apeó con ellos, y así los acometieron, y todos entraron a vueltas en una laguna, y así les ganamos el paso. En esta revuelta hubo algunos de los nuestros heridos, que no les valieron buenas armas que llevaban; y hubo hombres este día que juraron que habían visto dos robles, cada uno de ellos tan grueso como la pierna por bajo, pasados de parte a parte de las flechas de los indios; y esto no es tanto de maravillar, vista la fuerza y maña con que las echan; porque yo mismo vi una flecha en un pie de un álamo, que entraba por él un geme. Cuantos indios vimos desde la Florida aquí, todos son flecheros; y como son tan crescidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parecen giggantes.
Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy grandes fuerzas y ligereza. Los arcos que usan son gruesos como el brazo, de once o doce palmos de largo, que flechan a doscientos pasos con tan gran tiento, que ninguna cosa yerran. Pasados que fuimos de este paso, de ahí a una legua llegamos a otro de la misma manera, salvo que por ser tan largo, que duraba media legua, era muy peor; éste pasamos libremente y sin estorbo de indios; que, como habían gastado en el primero toda la munición que de flechas tenían, no quedó con qué osarnos acometer. Otro día siguiente, pasando otro semejante paso, yo hallé rastro de gente que iba delante, y di aviso de ello al gobernador que venía en la retaguarda; y ansí, aunque los indios salieron a nosotros, como íbamos apercibidos, no nos pudieron ofender; y salidos a lo llano, fuéronnos todavía siguiendo; volvimos a ellos por dos partes, y matámosles dos indios, y hiriéronme a mí y dos o tres cristianos; y por acogérsenos al monte no les podimos hacer más mal ni daño. De esta suerte caminamos ocho días, y desde este paso que he contado, no salieron más indios a nosotros hasta una legua adelante, que es lugar donde he dicho que íbamos. Allí, yendo nosotros por nuestro camino, salieron indios, y sin ser sentidos, dieron en la retaguardia, y a los gritos que dio un muchacho de un hidalgo de los que allí iban, que se llamaba Avellaneda, el Avellaneda volvió, y fue a socorrerlos, y los indios le acertaron con una flecha por el canto de las coraas, y fue tal la herida, que pasó casi toda la flecha por el pescuezo, y luego allí murió y lo llevamos hasta Aute.
En nueve días de camino, desde Apalache hasta allí, llegamos. Y cuando fuimos llegados, hallamos toda la gente de él, ida, y las casas quemadas, y mucho maíz y calabazas y frísoles, que ya todo estaba para empezarse a coger. Descansamos allí dos días, y éstos pasados, el gobernador me rogó que fuese a descubrir la mar, pues los indios decían que estaba tan cerca de allí; ya en este camino la habíamos descubierto por un río muy grande que en él hallamos, a quien habíamos puesto por nombre el río de la Magdalena. Visto esto, otro día siguiente yo me partí a descubrirla, juntamente con el comisario y el capitán Castillo y Andrés Dorantes y otros siete de caballo y cincuenta peones, y caminamos hasta hora de vísperas, que llegamos a un ancón o entrada de la mar, donde hallamos muchos ostiones, con que la gente holgó; y dimos muchas gracias a Dios por habernos traído allí. Otro día de mañana envié veinte hombres a que conociesen la casa y mirasen la disposición de ella, los cuales volvieron otro día en la noche, diciendo que aquellos anconec y bahías eran muy grandes y entraban tanto por la tierra adentro, que estorbaban mucho para descubrir lo que queríamos, y que la costa estaba muy lejos de allí. Sabidas estas nuevas, y vista la mala disposición y aparejo que para descubrir la costa por allí había, yo me volví al gobernador, y cuando llegamos, hallámosle enfermo con otros muchos, y la noche pasada los indios habían dado en ellos y puéstolos en grandísimo trabajo, por la razón de la enfermedad que les había sobrevenido; también les habían muerto un caballo. Yo di cuenta de lo que había hecho y de la mala disposición de la tierra. Aquel día nos detuvimos allí.