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Datos principales
Desarrollo
Cómo dejó los navíos el gobernador Sábado, 1 de mayo, el mismo día que esto había pasado, mandó dar a cada uno de los que habían de ir con él dos libras de bizcocho y media libra de tocino, y ansí nos partimos para entrar en la tierra. La suma de toda la gente que llevábamos era trescientos hombres; en ellos iba el comisario fray Juan Suárez, y otro fraile que se decía fray Juan de Palos, y tres clérigos y los oficiales. La gente de caballo que con éstos íbamos, éramos cuarenta de caballo; y ansí anduvimos con aquel bastimento que llevábamos, quince días, sin hallar otra cosa que comer, salvo palmitos22 de la manera de los de Andalucía. En todo este tiempo no hallamos indio ninguno, ni vimos casa ni poblado, y al cabo llegamos a un río que lo pasamos con muy gran trabajo a nado y en balsas; detuvímonos un día en pasarlo, que traía muy gran corriente. Pasados a la otra parte, salieron a nosotros hasta doscientos indios, poco más o menos; el gobernador salió a ellos, y después de haberlos hablado por señas, ellos nos señalaron de suerte que nos hobimos de revolver con ellos, y prendimos cinco o seis; y éstos nos llevaron a sus casas, que estaban hasta media legua de allí, en las cuales hallamos gran cantidad de maíz que estaba ya para cogerse, y dimos infinitas gracias a nuestro Señor por habernos socorrido en tan gran necesidad, porque ciertamente, como éramos nuevos en los trabajos, allende del cansancio que traíamos, veníamos muy fatigados de hambre, y a tercero día que allí llegamos, nos juntamos el contador y veedor y comisario y yo, y rogamos al gobernador que enviase a buscar la mar, por ver si hallaríamos puerto, porque los indios decían que la mar no estaba muy lejos de allí.
El nos respondió que no curásemos de hablar en aquello, porque estaba muy lejos de allí; y como yo era el que más le importunaba, díjome que me fuese yo a descubrirla y que buscase puerto, y que había de ir a pie con cuarenta hombres; y ansí, otro día yo me partí con el capitán Alonso del Castillo, y con cuarenta hombres de su compañía, y así anduvimos hasta hora de mediodía, que llegamos a unos placeles de la mar que parescía que entraban mucho por la tierra; anduvimos por ellos hasta legua y media con el agua hasta mitad de la pierna, pisando por encima de estiones, de los cuales rescibimos muchas cuchilladas en los pies, y nos fueron causa de mucho trabajo, hasta que llegamos en el río que primero habíamos atravesado, que entraba por aquel mismo ancón, y como no lo podíamos pasar, por el mal aparejo que para ello teníamos, volvimos al real, y contamos al gobernador lo que habíamos hallado, y cómo era menester otra vez pasar el río por el mismo lugar que primero lo habíamos pasado, para que aquel ancón se descubriese bien, y viésemos si por allí había puerto; y otro día mandó a un capitán que se llamaba Valenzuela, que con setenta hombres y seis de caballo pasase el río y fuese por él abajo hasta llegar a la mar, y buscar si había puerto; el cual, después de dos días que allá estuvo, volvió y dijo que él había descubierto el ancón, y que todo era bahía baja hasta la rodilla, y que no se hallaba puerto; y que había visto cinco o seis canoas de indios que pasaban de una parte a otra, y que llevaban puestos muchos penachos.
Sabido esto, otro día partimos de allí, yendo siempre en demanda de aquella provincia que los indios nos habían dicho Apalache, llevando por guía los que de ellos habíamos tomado, y así anduvimos hasta 17 de junio, que no hallamos indios que nos osasen esperar; y allí salió a nosotros un señor que le traía un indio a cuesta, cubierto de un cuero de venado pintado: traía consigo mucha gente, y delante de él venían tañendo unas flautas de cana; y así, llegó do estaba el gobernador, y estuvo una hora con él, y por señas le dimos a entender que íbamos a Apalache, y por las que él hizo, nos paresció que era enemigo de los de Apalache, y que nos iría a ayudar contra él. Nosotros le dimos cuentas, y cascabeles y otros rescates, y él dio al gobernador el cuero que traía cubierto; y así, se volvió, y nosotros le fuimos siguiendo por la vía que él iba. Aquella noche llegamos a un río, el cual era muy hondo y muy ancho, y la corriente muy recia, y por no atrevernos a pasar con balsas, hecimos una canoa para ello, y estuvimos en pasarlo un día; y si los indios nos quisieran ofender, bien nos pudieran estorbar el paso, y aun con ayudarnos ellos, tuvimos mucho trabajo. Uno de caballo, que se decía Juan Velázquez, natural de Cuéllar, por no esperar entró en el río, y la corriente, como era recia, lo derribó del caballo, y se asió a las riendas, y ahogó a sí y al caballo; y aquellos indios de aquel señor, que se llamaba Dulchanchelin, hallaron el caballo, y nos dijeron dónde hallaríamos a él por el río abajo; y así, fueron por él, y su muerte nos dio mucha pena, porque hasta entonces ninguno nos había faltado.
El caballo dio de cenar a muchos aquella noche. Pasados de allí, otro día llegamos al pueblo de aquel señor, y allí nos envió maíz. Aquella noche, donde iba a tomar agua nos flecharon un cristiano, y quiso Dios que no lo hirieron. Otro día nos partimos de allí sin que indio ninguno de los naturales paresciese, porque todos habían huído; mas yendo nuestro camino, parescieron indios, los cuales venían de guerra, y aunque nosotros los llamamos, no quisieron volver ni esperar; mas antes se retiraron, siguiéndonos por el mismo camino que llevábamos. El gobernador dejó una celada de algunos de a caballo en el camino, que como pasaron, salieron a ellos, y tomaron tres o cuatro indios, y éstos llevamos por guías de allí adelante; los cuales nos llevaron por tierra muy trabajosa de andar y maravillosa de ver, porque en ella hay muy grandes montes y los árboles a maravilla altos, y son tantos los que están caídos en el suelo, que nos embarazaban el camino, de suerte que no podíamos pasar sin rodear mucho y con muy gran trabajo; de los que no estaban caídos, muchos estaban hendidos desde arriba hasta abajo, de rayos que en aquella tierra caen, donde siempre hay muy grandes tormentas y tempestades. Con este trabajo caminamos hasta un día después de San Juan, que llegamos a vista de Apalache sin que los indios de la tierra nos sintiesen. Dimos muchas gracias a Dios por vernos tan cerca de El, creyendo que era verdad lo que de aquella tierra nos habían dicho, que allí se acabarían los grandes trabajos que habíamos pasado, así por el malo y largo camino para andar, como por la mucha hambre que habíamos padescido; porque aunque algunas veces hallábamos maíz, las más andábamos siete y ocho leguas sin toparlo; y muchos había entre nosotros que, allende del mucho cansancio y hambre, llevaban hechas llagas en las espaldas, de llevar las armas a cuesta, sin otras cosas que se ofrescían. Mas con vernos llegados donde deséabamos, y donde tanto mantenimiento y oro nos habían dicho que había, paresciónos que se nos había quitado gran parte del trabajo y cansancio.
El nos respondió que no curásemos de hablar en aquello, porque estaba muy lejos de allí; y como yo era el que más le importunaba, díjome que me fuese yo a descubrirla y que buscase puerto, y que había de ir a pie con cuarenta hombres; y ansí, otro día yo me partí con el capitán Alonso del Castillo, y con cuarenta hombres de su compañía, y así anduvimos hasta hora de mediodía, que llegamos a unos placeles de la mar que parescía que entraban mucho por la tierra; anduvimos por ellos hasta legua y media con el agua hasta mitad de la pierna, pisando por encima de estiones, de los cuales rescibimos muchas cuchilladas en los pies, y nos fueron causa de mucho trabajo, hasta que llegamos en el río que primero habíamos atravesado, que entraba por aquel mismo ancón, y como no lo podíamos pasar, por el mal aparejo que para ello teníamos, volvimos al real, y contamos al gobernador lo que habíamos hallado, y cómo era menester otra vez pasar el río por el mismo lugar que primero lo habíamos pasado, para que aquel ancón se descubriese bien, y viésemos si por allí había puerto; y otro día mandó a un capitán que se llamaba Valenzuela, que con setenta hombres y seis de caballo pasase el río y fuese por él abajo hasta llegar a la mar, y buscar si había puerto; el cual, después de dos días que allá estuvo, volvió y dijo que él había descubierto el ancón, y que todo era bahía baja hasta la rodilla, y que no se hallaba puerto; y que había visto cinco o seis canoas de indios que pasaban de una parte a otra, y que llevaban puestos muchos penachos.
Sabido esto, otro día partimos de allí, yendo siempre en demanda de aquella provincia que los indios nos habían dicho Apalache, llevando por guía los que de ellos habíamos tomado, y así anduvimos hasta 17 de junio, que no hallamos indios que nos osasen esperar; y allí salió a nosotros un señor que le traía un indio a cuesta, cubierto de un cuero de venado pintado: traía consigo mucha gente, y delante de él venían tañendo unas flautas de cana; y así, llegó do estaba el gobernador, y estuvo una hora con él, y por señas le dimos a entender que íbamos a Apalache, y por las que él hizo, nos paresció que era enemigo de los de Apalache, y que nos iría a ayudar contra él. Nosotros le dimos cuentas, y cascabeles y otros rescates, y él dio al gobernador el cuero que traía cubierto; y así, se volvió, y nosotros le fuimos siguiendo por la vía que él iba. Aquella noche llegamos a un río, el cual era muy hondo y muy ancho, y la corriente muy recia, y por no atrevernos a pasar con balsas, hecimos una canoa para ello, y estuvimos en pasarlo un día; y si los indios nos quisieran ofender, bien nos pudieran estorbar el paso, y aun con ayudarnos ellos, tuvimos mucho trabajo. Uno de caballo, que se decía Juan Velázquez, natural de Cuéllar, por no esperar entró en el río, y la corriente, como era recia, lo derribó del caballo, y se asió a las riendas, y ahogó a sí y al caballo; y aquellos indios de aquel señor, que se llamaba Dulchanchelin, hallaron el caballo, y nos dijeron dónde hallaríamos a él por el río abajo; y así, fueron por él, y su muerte nos dio mucha pena, porque hasta entonces ninguno nos había faltado.
El caballo dio de cenar a muchos aquella noche. Pasados de allí, otro día llegamos al pueblo de aquel señor, y allí nos envió maíz. Aquella noche, donde iba a tomar agua nos flecharon un cristiano, y quiso Dios que no lo hirieron. Otro día nos partimos de allí sin que indio ninguno de los naturales paresciese, porque todos habían huído; mas yendo nuestro camino, parescieron indios, los cuales venían de guerra, y aunque nosotros los llamamos, no quisieron volver ni esperar; mas antes se retiraron, siguiéndonos por el mismo camino que llevábamos. El gobernador dejó una celada de algunos de a caballo en el camino, que como pasaron, salieron a ellos, y tomaron tres o cuatro indios, y éstos llevamos por guías de allí adelante; los cuales nos llevaron por tierra muy trabajosa de andar y maravillosa de ver, porque en ella hay muy grandes montes y los árboles a maravilla altos, y son tantos los que están caídos en el suelo, que nos embarazaban el camino, de suerte que no podíamos pasar sin rodear mucho y con muy gran trabajo; de los que no estaban caídos, muchos estaban hendidos desde arriba hasta abajo, de rayos que en aquella tierra caen, donde siempre hay muy grandes tormentas y tempestades. Con este trabajo caminamos hasta un día después de San Juan, que llegamos a vista de Apalache sin que los indios de la tierra nos sintiesen. Dimos muchas gracias a Dios por vernos tan cerca de El, creyendo que era verdad lo que de aquella tierra nos habían dicho, que allí se acabarían los grandes trabajos que habíamos pasado, así por el malo y largo camino para andar, como por la mucha hambre que habíamos padescido; porque aunque algunas veces hallábamos maíz, las más andábamos siete y ocho leguas sin toparlo; y muchos había entre nosotros que, allende del mucho cansancio y hambre, llevaban hechas llagas en las espaldas, de llevar las armas a cuesta, sin otras cosas que se ofrescían. Mas con vernos llegados donde deséabamos, y donde tanto mantenimiento y oro nos habían dicho que había, paresciónos que se nos había quitado gran parte del trabajo y cansancio.