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Desarrollo


Capítulo LXXIII Cómo Diego Méndez y los demás españoles mataron a traición a Manco Ynga Nadie hay que niegue cuán feo y abominable vicio sea el de la ingratitud, porque hacer bien al que me hizo mal es obra de cristiano que sigue las pisadas y ejemplo de Cristo Nuestro Redentor, que lo enseñó con obras y palabras hasta el fin de su vida. Pagar bien con bien eso todos los hombres que tienen un poco de conocimiento de lo que es ley natural lo hacen, pero al que me hizo bien, al que me libró de riesgo y peligro, al que me dio de comer y beber faltándome, al que cubrió mi desnudez pagarle estas buenas obras mal es de ánimo maligno, de entendimiento bárbaro y ciego, pues hasta las mismas fieras a sus bienhechores y de quien habían recibido beneficios los reconocían y respetaban, de lo cual tenemos mil ejemplos en los libros, y así dijo bien el filósofo español Séneca, que en llamando a un hombre de ingrato le habían dicho, con este nombre solo, todas las maldiciones que se le podían decir, de suerte que en este solo vocablo están inclusos y recogidos todos los oprobios e injurias posibles. Digo esto por Diego Méndez Barba y sus compañeros, que habiendo huido donde si fueran cogidos no escaparan con la vida, como otros que delinquieron en el delito que ellos, y habiéndolos amparado Manco Ynga y, en lugar de tratarlos como enemigos, de quien tantos daños había recibido, los recogió y dio de comer y beber, y los tenía en su compañía, haciéndoles el bien posible, le pagaron el hospedaje y acogimiento con quitarle la vida, fundados en una vana esperanza, que les harían merced, no considerando cuán fea e infame cosa cometieron, indigna de imaginarla pechos nobles, contra quien actualmente les hacía bien.

Manco Ynga, después de haber despachado sus capitanes y gente, se quedó con los españoles, a los cuales en todo hacía muy buen tratamiento y cortesía, porque en su presencia les hacía poner la mesa y allí les daba de comer y beber abundantemente, haciéndoles mucho regalo, como si estuvieran en sus pueblos, donde eran naturales. Ya los españoles parece que estaban enfadados de tanto regalo y hartos de estar allí, y quisieran volverse al Cuzco y acá fuera, y no sabían cómo hacerlo con seguridad, que no les prendiese Vaca de Castro, y trataron entre sí una grandísima traición, de que matasen a Manco Ynga de la manera que mejor pudiesen, y matándolo se saliesen huyendo, que sin duda ninguna por este servicio tan señalado les perdonaría Vaca de Castro y les haría mercedes, pues desta suerte quedaría pacífica la tierra. Y habiéndolo conferido entre sí, Diego Méndez se prefirió a matarlo en habiendo ocasión, antes que los indios que habían ido a prender a Sitiel y Caruarayco volviesen, que si venían antes sería más dificultoso, por ser mucha la gente que estaba con Manco Ynga. Así anduvieron con cuidado buscando ocasión para ejecutar su dañada y perversa intención. Un día jugaron a los bolos Manco Inga y Diego Méndez, y en el juego ganó cierta plata Diego Méndez a Manco Ynga, y luego se la pagó, y habiendo jugado un rato dijo que no quería jugar más, que estaba cansado, y mandó traer de merendar, y trajéronselo, y Manco Inga dijo a Diego Méndez y a los demás: merendemos, y ellos le dijeron que sí, y se sentaron con mucho contento, y comieron lo que habían traído allí con el Ynga, el cual andaba ya receloso de los españoles, porque les veía andar con cuidado y traer armas secretas puestas.

Así le dio mala espina no le quisiesen hacer alguna traición, pues estaba con poca compañía, y des que acabaron de merendar les dijo que se fuesen a reposar, que él quería holgarse con sus indios un rato, y ellos le dijeron que luego se irían, y entre sí los españoles empezaron a burlarse unos con otros de palabra y jugando por hacer reír a Manco Ynga, que gustaba cuando ellos se holgaban. Con esto se fueron entreteniendo un rato, hasta que Manco Ynga, habiendo bebido, se levantó a dar de beber al capitán de su guarda -porque es uso entre ellos hacer esta honra a quien quieren mucho- y diole de beber. Estando parado, que le había dado un vaso en que bebiese, volvió a tomar otro vaso, que lo llevaba una india suya detrás dél, para beberlo Manco Ynga. En esto, Diego Méndez, que estaba alerta para gozar del tiempo si se le ofreciese, como le vio vueltas las espaldas a ellos, arremetió con él a gran furia y con una daga le dio una puñalada por detrás, y Manco Ynga cayó en el suelo, y luego Diego Méndez le dio otras dos, y los indios que allí estaban todos sin armas, turbados de tan no pensado caso, arremetieron a favorecer a Manco Ynga y defenderle, no le hiriese más, y los otros españoles metieron mano a sus espadas y arremetieron también a librar a Diego Méndez, y a gran prisa se fueron corriendo a sus ranchos y ensillaron sus caballos, y tomaron su servicio que allí consigo tenían, y su hato lo cargaron como la prisa les dio lugar, y tomaron el camino del Cuzco, sin parar en parte alguna, y toda aquella noche caminaron sin dormir sueño, y como era montaña, no acertaron bien el camino y anduvieron desatinando de una parte a otra, perdidos y así se detuvieron.

Luego como hirieron a Manco Inga y se huyeron Diego Méndez y los demás, los indios principales que allí estaban, con el sentimiento y lástima que se puede entender, no osaron con la gente que allí tenía Manco Ynga, seguir a los españoles, temerosos no hubiese sido traición concertada y hubiese venido más gente del Cuzco en su ayuda, sino con suma diligencia despacharon a los capitanes y gente de Manco Inga que habían ido a prender a Sitiel y Caruarayco, diciéndoles que Diego Méndez y los demás españoles habían dado de puñaladas al Yuga y se habían ido huyendo hacia el Cuzco, y que lo dejasen todo y se volviesen a ver si podían coger a los españoles antes que se escapasen, porque si no se volvían, los españoles se irían. Los indios que fueron a decir esto se dieron tan buena maña que los toparon en el camino, que ya se volvían, y traían preso a Caruarayco, y Sitiel se les había ido de las manos por ligereza de los pies, porque entrambos habían cogido juntos. Como oyeron esta triste nueva, los capitanes y demás gente, de ciento en ciento, los más valientes y ligeros se adelantaron a gran paso y llegaron adonde estaba Manco Inga mortalmente herido, que aún no había muerto, y como vieron así a su señor, con deseo de vengarlo y hacer pedazos a los autores de la traición, dieron la vuelta por donde supieran habían ido los españoles, en su seguimiento, y caminaron con tan buenas ganas que otro día los alcanzaron, que se habían metido en un galpón grande que había en el camino y estaban reposando, pensando que nadie los seguiría y que estaban seguros y en salvo.

Los indios que los seguían llegaron antes que anocheciese adonde los españoles estaban recogidos y tenían consigo sus caballos dentro, y los indios no quisieron acometerlos luego porque con el día no se escapase ninguno, sino escondiéronse en el monte, sin que pareciese alguno dellos hasta que la noche cerró, y entonces, juntando mucha cantidad de leña del monte donde se habían ocultado, fueron al galpón y lo cercaron y pusieron la leña en las puertas para que no se pudiesen salir fuera, y con paja les pegaron fuego, y como al ruido se levantasen los españoles y algunos quisiesen salir rompiendo por el fuego, los alancearon los indios, y allí los demás con sus caballos fueron abrasados, sin que ninguno ni cosa de las que dentro tenían escapase, que el galpón todo fue quemado. Hecho esto, muy contentos los indios de ver vengada la muerte de Manco Inga su señor, se volvieron a Vitcos, a do le hallaron que ya quería espirar, porque no habían bastado los remedios que ellos le pusieron para sanar. Cuando supo que ya quedaban los españoles muertos, sin que ninguno hubiese podido escapar, y su muerte castigada, se holgó mucho, y les dijo que no llorasen por él, poque la gente de la tierra no se alborotase y se alzasen, y nombró por heredero a un hijo suyo, el mayor, aunque pequeño, llamado Saire Topa, y que mientras no fuese de edad para regir y tomar en sí el señorío, los gobernase Ato Supa, un capitán orejón del Cuzco que estaba allí con ellos, que era hombre de valor y de gran prudencia y animoso para la guerra, y les dijo que lo obedeciesen y que no desamparasen la tierra de Vilcabamba, y que su maldición les alcanzase si otra cosa en contrario hiciesen, pues aquella tierra la había hallado y fundado con tanto trabajo y sudor de sus personas -y que en conquistarla habían muerto tantos dellos y la habían defendido de los españoles con tanto valor y brío-, y habiendo dicho estas razones murió.

Con el sentimiento posible embalsamaron su cuerpo a su usanza, y sin llorar ni dar muestras de tristeza, por lo que él les había mandado, lo llevaron a Vilcabamba, donde se estuvieron, gobernándolos Ato Supa, el capitán orejón. Este fin tuvo Manco Inga Yupanqui, hijo de Huaina Capac, señor universal deste reino, habiendo desde que salió del Cuzco, por las vejaciones y tiranías de Hernando Pizarro y los suyos, pasado infinitos trabajos y desventuras, de una parte a otra, seguido y perseguido de los españoles, de los cuales, ya vencido y ya venciendo, se escapó en millones de ocasiones, todo por conservar su libertad, y lo que tantas veces el marqués Pizarro y sus hermanos, y otros capitanes, no pudieron hacer con tantos soldados e indios amigos, acabó y concluyó Diego Méndez, mestizo a quien, y sus compañeros, el Manco Inga había recogido y amparado y hecho bien en su casa, porque se vea hasta dónde llega una traición.

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