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La tercera causa y conjetura que en algún modo incitó al Almirante a descubrir las Indias La tercera y última causa que movió al Almirante al descubrimiento de las Indias fue la esperanza que tenía de encontrar, antes que llegase a aquéllas, alguna isla o tierra de gran utilidad, desde la que pudiera continuar su principal intento. Afirmábase en esta esperanza con la lección de algunos libros de muchos sabios y filósofos que decían, como cosa sin duda, que la mayor parte de nuestro globo estaba seca, por ser mayor la superficie de la tierra que la del agua. Siendo esto así, argumentaba que entre el fin de España y los términos de la India conocidos entonces habría muchas islas tierras, como la experiencia ha demostrado; a lo que daba más fácilmente crédito, movido por algunas fábulas y novelas que oía contar a diversas personas y a marineros que traficaban en las islas y los mares occidentales de los Azores y de la Madera. Noticias que, por cuadrar algo a su propósito, las retenía en su memoria. No dejaré de contarlas, por satisfacer a los que gozan con estas curiosidades. Conviene que se sepa que un Martín Vicente, piloto del Rey de Portugal, le dijo que, hallándose en un viaje a 450 leguas al Poniente del cabo de San Vicente, había cogido del agua un madero ingeniosamente labrado, y no con hierro; de lo cual, y por haber soplado muchos días viento del Oeste, conoció que dicho leño venía de algunas islas que estaban al Poniente. Pedro Correa, casado con una hermana de la mujer del Almirante, le dijo que él había visto en la isla de PuertoSanto, otro madero, llevado por los mismos vientos, bien labrado como el anterior; y que igualmente habían llegado cañas tan gruesas que de un nudo a otro cabían nueve garrafas de vino.

Dice que afirmaba lo mismo el Rey de Portugal, y que hablando con éste de tales cosas se las mostró; y no habiendo parajes en estas partes, donde nazcan semejantes cañas, era cierto que los vientos las habían llevado de algunas islas vecinas, o acaso de las Indias; pues Ptolomeo, lib. primero de su Cosmografía, capítulo 17, dice que en las partes orientales de las Indias hay de estas cañas. También algunos moradores de las islas de los Azores le contaban que cuando soplaban mucho tiempo vientos del Poniente, arrojaba el mar en sus orillas, especialmente en la isla Graciosa y el Fayal, algunos pinos, y se sabe que allí no había, ni en aquellos países, tales árboles. Añadían algunos que en la isla de las Flores, la cual es una de las islas de los Azores, hallaron en la orilla dos hombres muertos, cuya cara y traza era diferente de los de sus costas. Supo también de los mora dores del cabo de la Verga que habían visto almadias e, barcas cubiertas, de las que se creía que, yendo de una isla a otra, por la fuerza del temporal habían sido apartadas de su camino. No sólo había entonces estos indicios, que en algún modo parecían razonables, pues no faltaba quien decía haber visto algunas islas, entre los cuales hubo un Antonio Leme, casado en la isla de la Madera, quien le contó que habiendo navegado muy adelante hacia Occidente había visto tres islas. El Almirante no se fió de lo que le decía, porque conoció, prosiguiendo la conversación, haber navegado a lo más cien leguas al Poniente, y podía engañarse, teniendo por islas algunas grandes rocas, que por estar muy lejos, no pudo distinguir; imaginaba también que estas podían ser las islas movibles, de que habla Plinio, cap.

97, libro II de su Historia natural, diciendo que en las regiones septentrionales el mar descubría algunas tierras cubiertas de árboles de muy gruesas raíces entretejidas, que lleva el viento a diversas partes del mar como islas o almadías; de las cuales, queriendo Séneca, lib. 3 de los Naturales, dar la razón, dice que son de piedra tan fofa y ligera, que nadan en el agua las que se forman en la India. De modo que, aunque resultase verdad que el dicho Antonio de Leme había visto alguna isla, creía el Almirante que no podía ser otra que alguna de las mencionadas, como se presume fueron aquellas denominadas de San Brandán, en las cuales, se refiere haberse visto muchas maravillas. Igualmente son mencionadas otras que están mucho más abajo del Septentrión. También hay por aquellas regiones otras islas que están siempre ardiendo; Juvencio Fortunato narra que se mencionan otras dos islas, situadas al Occidente y más australes que las de Cabo Verde, las cuales van sobrenadando en el agua. Por esta razón y otras análogas puede ser que mucha gente de las islas del Hierro, de la Gomera y los Azores, asegurasen que veían todos los años algunas islas a la parte del Poniente, lo tenían por hecho certísimo, y personas honorables juraban ser así la verdad. Añádese que en el año de 1484 fue a Portugal un vecino de la isla de Madera a pedir al Rey una carabela para descubrir un país que juraba lo veía todos los años, y siempre de igual manera, estando de acuerdo con otros que decían haberlo visto desde las islas Azores.

Por cuyos indicios, en las ,cartas y mapamundis que antiguamente se hacían, ponían algunas islas por aquellos parajes, y especialmente porque Aristóteles, en el libro De las cosas naturales maravillosas, afirma que se decía que algunos mercaderes cartagineses habían navegado por el mar Atlántico a una isla fertilísima, como adelante diremos más copiosamente, cuya isla ponían algunos portugueses en sus cartas con nombre de Antilla, aunque no se conformaba en el sitio con Aristóteles, pero ninguno la colocaba más de doscientas leguas al Occidente frente a Canarias y a la isla de los Azores, y han por hecho cierto que es la isla de las Siete Ciudades, poblada por los portugueses al tiempo que los moros quitaron España al Rey D. Rodrigo, esto es, en el año 714 del nacimiento de Cristo. Dicen que entonces se embarcaron siete obispos y con su gente y naos fueron a esta isla, donde cada uno de ellos fundó una ciudad, y a fin de que los suyos no pensaran más en la vuelta a España, quemaron las naves, las jarcias y todas las otras cosas necesarias para navegar. Razonando algunos portugueses acerca de dicha isla, hubo quien afirmó que habían ido a ella muchos portugueses que luego no supieron volver. Especialmente dicen que, viviendo el Infante D. Enrique de Portugal, arribó a esta isla de Antilla un navío del puerto de Portugal, llevado por una tormenta, y, desembarcada la gente, fueron llevados por los habitantes de la isla a su templo, para ver si eran cristianos y observaban las ceremonias romanas; y visto que las guardaban, les rogaron que no se marchasen hasta que viniera su señor, que estaba ausente, el cual los obsequiaría mucho y daría no pocos regalos, pues muy pronto le harían saber esto.

Mas el patrón y los marineros, temerosos de que los retuvieran, pensando que aquella gente deseaba no ser conocida y para esto les quemara el navío, dieron la vuelta a Portugal con esperanza de ser premiados por el Infante, el cual les reprendió severamente y les mandó que pronto volviesen; mas el patrón, de miedo, huyó con el navío y con su gente fuera de Portugal. Dícese que mientras en dicha isla estaban los marineros en la iglesia, los grumetes de la nave cogieron arena para el fogón, y hallaron que la tercera parte era de oro fino. Aún fue a buscar esta isla cierto Diego de Tiene, cuyo piloto, llamado Pedro de Velasco, natural de Palos de Moguer, en Portugal dijo al Almirante en Santa María de la Rábida, que salieron de Fayal y navegaron más de ciento cincuenta leguas al Sudoeste, y al tornar descubrieron la isla de Flores, a la que fueron guiados por muchas aves a las que veían seguir aquella ruta, siendo tales aves terrestres, y no marinas, de donde se juzgó que no podían ir a descansar más que en alguna tierra; después, caminaron tanto al Nordeste que llegaron al cabo de Clara, en Irlanda, por el Este; en cuyo paraje hallaron recios vientos del Poniente, sin que el mar se turbara, lo que juzgaban podía suceder por alguna tierra que la abrigase nacia Occidente. Mas, porque ya era entrado el mes de agosto, no quisieron volver a la isla por miedo del invierno. Esto fue más de cuarenta años antes que se descubriesen nuestras Indias. Luego se confirmó por la relación que hizo un marinero tuerto, en Santa María, que en un viaje suyo a Irlanda, vio dicha tierra, que entonces pensaba ser parte de Tartaria y se extendía hacia el Poniente, la cual debe de ser la misma que ahora llamamos tierra de Bacallaos, y que por el mal tiempo no se pudieron acercar a ella.

Con lo cual, dice que estaba de acuerdo un Pedro de Velasco, gallego, quien afirmó en la ciudad de Murcia, en Castilla, que yendo por aquel camino a Irlanda, se aproximaron tanto al Noroeste que vieron tierra al Occidente de Irlanda; la cual tierra creía ser aquella que un Fernán Dolmos intentó descubrir del modo que narraré fielmente como lo hallé en escritos de mi padre, para que se vea cómo un pequeño asunto lo convierten algunos en fundamento de otro mayor. Gonzalo Fernández de Oviedo refiere en su Historia de las Indias que el Almirante tuvo en su poder una carta en que halló descritas las Indias por uno que las descubrió antes, lo cual sucedió de la forma siguiente: Un portugués, llamado Vicente Díaz, vecino de la villa de Tavira, viniendo de Guinea a la mencionada isla Tercera, y habiendo pasado la isla de Madera, vió o imaginó ver una isla, la cual tuvo por cierto que verdaderamente era tierra. Llegado, pues, a dicha isla Tercera, se lo dijo a un mercader genovés llamado Lucas de Cazzana, que era muy rico y amigo suyo, persuadiéndole a armar un bajel para ir a conquistarla. El mercader consintió en ello, alcanzó permiso del Rey de Portugal, y escribió a un hermano suyo que se llamaba Francisco de Cazzana y vivía en Sevilla, que con toda presteza armase una nave para el mencionado piloto. Mas haciendo burla Francisco de tal empresa, Lucas de Cazzana armó una nao en la isla Tercera, y el piloto fué tres o cuatro veces en busca de dicha isla, alejándose de 120 a 130 leguas; pero se fatigó inútilmente, pues no halló tierra. Sin embargo, ni él, ni su compañero dejaron la empresa hasta su muerte, teniendo siempre esperanza de encontrarla. Y me afirmó el referido Francisco haber conocido dos hijos del capitán que descubrió la isla Tercera llamados Miguel y Gaspar de Corte Real, que en diversos tiempos fueron a descubrir aquella tierra, y perecieron en la empresa, uno después de otro, el año de 1502, sin saber cuándo ni cómo; y que esto lo sabían muchos.

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