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Datos principales
Desarrollo
Del templo de los mexicanos y del xerolofo Los templos eran llamados por aquella gente "tehucálli", o sea moradas de los dioses. Eran numerosísimos en México y cada uno daba servicio a su propio barrio de los que no había ninguno sin oratorios o altares, habitáculos o sedes de los ídolos, en que estuvieran colocadas las imágenes torpísimas y deformes de dioses inmundos. Se sepultaban en ellos los señores a cuyas expensas habían sido fundados, porque los demás eran enterrados en los pavimentos, atrios y patios. Describiremos la estructura del templo mayor, para que así venga a la vista la fábrica de todos los demás. Era un cuadrado cuyos ángulos distaban casi quinientos pasos uno del otro, rodeado de un muro de piedra que se abría por sólo cuatro puertas a las vías públicas de la ciudad. Casi la mitad del pavimento de este espacio era un aplanado sólido de tierra y piedra y, como el patio mismo, un cuadrado de cincuenta ulnas de lado. De allí se levantaban una construcción, que se atenuaba poco a poco a modo de pirámide y concluía en una azotea cuadrada de ocho o diez ulnas por lado, a la cual se subía por la parte del Ocaso por ciento trece escalones, muy hermosos a la vista y fabricados con un género de piedra digno de verse: destinados principalmente a los sacerdotes que bajaban y subían con pompa o que llevaban algún hombre para ser inmolado. En la parte más alta se veían dos aras de cinco palmos de longitud y separadas una de la otra, una a la derecha y otra a la izquierda y tan cerca de la orilla posterior de la azotea que apenas pudiera alguien pasar por detrás de ellas.
Rodeado de un muro de piedra de apariencia monstruosa por las horribles esculturas, estaba cada uno de los altares dentro de un curioso y elegante oratorio de bóvedas de madera artesonadas y construidas con todo primor, sobre las que había tres bóvedas de mayor a menor, en gracia de las cuales se levantaba la mole hasta una altura increíble sobre la pirámide y se erguía en alta y hermosa torre. Desde ahí se podía ver en uno y otro sentido toda la ciudad, el lago y en él las ciudades y los pueblos a lo lejos y nada más hermoso podía presentarse a la vista. Entre el último escalón y los altares se extendía la plazoleta o azotea donde tenían lugar las acostumbradas ceremonias del sacrificio, sin ningún impedimento por parte de los presentes de alguna u otra cosa. Todo el pueblo con los ojos vueltos al Oriente y (según parecía) atentos los ánimos, oraba suplicante. Sobre cada altar se veía una estatua de uno de los dioses máximos. Además de las torres, construidas sobre los oratorios que estaban sobre la pirámide, se divisaban otras cuarenta o más, diferentes en altura y cerca de otros templos menores que rodeaban el mayor; de cualquier forma que constaran, no sólo veían al Oriente, sino a varias regiones del cielo y esto no sin razón, sino para que pareciera que en algo se diferenciaban del Templo Mayor. Y éstos o eran del mismo tamaño o se consagraban a los mismos Dioses (?). Uno de ellos era cónico y dedicado al Dios de los Vientos, que llaman Quetzalcoatl, que rige el movimiento de los vientos, remolinos y torbellinos.
Su entrada o puerta era semejante a la boca y fauces de un gran dragón, en la cual estaban esculpidas imágenes hórridas y deformes, y los dientes caninos y los otros menores aparecían de tanta magnitud y deformidad que infundían horror en los que entraban. Había otros templos que presentaban libre acceso por todas partes por la disposición de sus escaleras; otros que junto a cada uno de sus ángulos tenían pequeñas capillas. Todos estos templos estaban dotados de casas, de dioses particulares y de sacerdotes dedicados al culto de éstos. Lunto a cada una de las puertas del patio del templo mayor, había un amplio edificio y otros menores con muchos almacenes agrupados alrededor y llenos de armas; porque en verdad eran casas públicas y comunes y toda la fuerza de las ciudades dependía de los templos. Había también otros tres edificios con pisos y techos de madera, grandes y amplios, con paredes de piedra pintada, llenos de estatuas y de pinturas y con muchos oratorios y celdas con pequeñas puertas, muy tenebrosos porque admitían la menos luz posible. Allí se colocaban innumerables géneros de ídolos, grandes, pequeños y medianos, fabricados de varias materias, chorreando todos sangre humana y el crúor de los inmolados, negro y hórrido. ¡Qué digo, si hasta las paredes estaban cubiertas con una costra de dos dedos de grueso y los pavimentos con otra de nueve pulgadas, vestigio de matanza humana, despojos amplísimos de los dioses y adorno admirable de los templos! Y todos los días entraban allí los sacerdotes y se regocijaban de encontrarse en esa inmundicia y pestilencia, y de aspirar el olor ingrato de la sangre humana.
Y no a todos se permitía la entrada, sino sólo a los señores y a los próceres, con la condición de que ofrecieran un esclavo para ser inmolado a los dioses. El resto del espacio lo ocupan un estanque de agua dulce, los aviarios y los huertos sembrados con hierbas y árboles cargados de flores de gratísimo olor. Tal y tan grande era el templo mexicano de Vitzilopuchtli consagrado a los dioses falsos. En él habitaban más o menos cinco mil sacerdotes y otros encargados de los bienes de los execrados edificios. Son en verdad riquísimos y tienen muchos ciudadanos a quienes incumbe restaurar los techos destruidos y componerlos y suministrar carne, cereales de todo género, pescado, leña y las otras cosas necesarias a la vida. Desde el Templo Mayor se podía ver una especie de teatro, conspicuo por dos torres de cuyos techos y bóvedas colgaban, cuando por primera vez se presentaron los españoles en esos lugares, ciento treinta y seis mil calaveras, además de otras innumerables incrustadas en las paredes y torres, como si fueran piedras, todas de hombres inmolados a los feos demonios: a tal punto codician y ambicionan éstos la sangre humana y la honra debida al Sumo Autor de las cosas. Atroz y miserable espectáculo, pero muy propio de la miseria y fragilidad humanas, y conveniente a ellas, que deben contemplarse aquí en imagen.
Rodeado de un muro de piedra de apariencia monstruosa por las horribles esculturas, estaba cada uno de los altares dentro de un curioso y elegante oratorio de bóvedas de madera artesonadas y construidas con todo primor, sobre las que había tres bóvedas de mayor a menor, en gracia de las cuales se levantaba la mole hasta una altura increíble sobre la pirámide y se erguía en alta y hermosa torre. Desde ahí se podía ver en uno y otro sentido toda la ciudad, el lago y en él las ciudades y los pueblos a lo lejos y nada más hermoso podía presentarse a la vista. Entre el último escalón y los altares se extendía la plazoleta o azotea donde tenían lugar las acostumbradas ceremonias del sacrificio, sin ningún impedimento por parte de los presentes de alguna u otra cosa. Todo el pueblo con los ojos vueltos al Oriente y (según parecía) atentos los ánimos, oraba suplicante. Sobre cada altar se veía una estatua de uno de los dioses máximos. Además de las torres, construidas sobre los oratorios que estaban sobre la pirámide, se divisaban otras cuarenta o más, diferentes en altura y cerca de otros templos menores que rodeaban el mayor; de cualquier forma que constaran, no sólo veían al Oriente, sino a varias regiones del cielo y esto no sin razón, sino para que pareciera que en algo se diferenciaban del Templo Mayor. Y éstos o eran del mismo tamaño o se consagraban a los mismos Dioses (?). Uno de ellos era cónico y dedicado al Dios de los Vientos, que llaman Quetzalcoatl, que rige el movimiento de los vientos, remolinos y torbellinos.
Su entrada o puerta era semejante a la boca y fauces de un gran dragón, en la cual estaban esculpidas imágenes hórridas y deformes, y los dientes caninos y los otros menores aparecían de tanta magnitud y deformidad que infundían horror en los que entraban. Había otros templos que presentaban libre acceso por todas partes por la disposición de sus escaleras; otros que junto a cada uno de sus ángulos tenían pequeñas capillas. Todos estos templos estaban dotados de casas, de dioses particulares y de sacerdotes dedicados al culto de éstos. Lunto a cada una de las puertas del patio del templo mayor, había un amplio edificio y otros menores con muchos almacenes agrupados alrededor y llenos de armas; porque en verdad eran casas públicas y comunes y toda la fuerza de las ciudades dependía de los templos. Había también otros tres edificios con pisos y techos de madera, grandes y amplios, con paredes de piedra pintada, llenos de estatuas y de pinturas y con muchos oratorios y celdas con pequeñas puertas, muy tenebrosos porque admitían la menos luz posible. Allí se colocaban innumerables géneros de ídolos, grandes, pequeños y medianos, fabricados de varias materias, chorreando todos sangre humana y el crúor de los inmolados, negro y hórrido. ¡Qué digo, si hasta las paredes estaban cubiertas con una costra de dos dedos de grueso y los pavimentos con otra de nueve pulgadas, vestigio de matanza humana, despojos amplísimos de los dioses y adorno admirable de los templos! Y todos los días entraban allí los sacerdotes y se regocijaban de encontrarse en esa inmundicia y pestilencia, y de aspirar el olor ingrato de la sangre humana.
Y no a todos se permitía la entrada, sino sólo a los señores y a los próceres, con la condición de que ofrecieran un esclavo para ser inmolado a los dioses. El resto del espacio lo ocupan un estanque de agua dulce, los aviarios y los huertos sembrados con hierbas y árboles cargados de flores de gratísimo olor. Tal y tan grande era el templo mexicano de Vitzilopuchtli consagrado a los dioses falsos. En él habitaban más o menos cinco mil sacerdotes y otros encargados de los bienes de los execrados edificios. Son en verdad riquísimos y tienen muchos ciudadanos a quienes incumbe restaurar los techos destruidos y componerlos y suministrar carne, cereales de todo género, pescado, leña y las otras cosas necesarias a la vida. Desde el Templo Mayor se podía ver una especie de teatro, conspicuo por dos torres de cuyos techos y bóvedas colgaban, cuando por primera vez se presentaron los españoles en esos lugares, ciento treinta y seis mil calaveras, además de otras innumerables incrustadas en las paredes y torres, como si fueran piedras, todas de hombres inmolados a los feos demonios: a tal punto codician y ambicionan éstos la sangre humana y la honra debida al Sumo Autor de las cosas. Atroz y miserable espectáculo, pero muy propio de la miseria y fragilidad humanas, y conveniente a ellas, que deben contemplarse aquí en imagen.