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CAPITULO IV De las providencias generales con que pueden precaverse los desórdenes indicados De la demostración que hemos hecho de los males y desórdenes en que abunda la campaña de Montevideo es muy fácil descender a los remedios, y poniéndose por obra cualquiera de los que tenemos meditados cesarán aquellos, y trascenderá el beneficio al comercio en general, y a todas las clases del Estado, que tienen relación o dependencia de este resorte universal. Sin otra providencia que la de prohibir a los comerciantes el manejo de las estancias teníamos andado la mitad del camino. Traídas las estancias a manos de labradores, y restituido a éstos el derecho exclusivo de abastecer de cueros a los comerciantes de Europa, encontrarían en esta negociación un lucro sobrado sin necesidad de tocar en el ganado cimarrón. Medio millón de cueros con que proveyese a España el campo de Montevideo por mano de cien hacendados que faenasen a cinco mil cada uno, les dejaba mucha ganancia, aunque no las vendiesen más que a ocho reales, pues no les bajaría en este caso de un cincuenta por ciento; y no pudiendo concurrir el campo de Buenos Aires con otro medio millón, debemos considerar que el de Montevideo habría de poner en la mar las tres cuartas partes del millón, y que éste más ganaría. Repartidas entre hombres de campo las tierras que hoy poseen los comerciantes, harían aquellos lo que no pueden hacer éstos, que sería poblarlas, habilitarlas, cultivarlas y buscar en ellas por medios lícitos las ganancias que solicitan en el ganado cimarrón; y aunque no se prohibiese la entrada de cueros orejanos, bastaría poner toda la tierra en manos de hombres útiles, criados en la campaña para que ninguno quisiese salir de su casa a buscar en la sierra lo que podía hallar en su estancia; mayormente si para fomentarlos, y hacerles sentir más antes el provecho, se les repartía con el terreno un número de dos a tres mil cabezas que hiciesen casta en el primer año.
La experiencia nos ha enseñado que el que tiene estancia poblada y pastoreada no necesita de otro arbitrio de buscar la vida y así no roba ganado ni se dedica al contrabando; y sólo ejerce estas dos granjerías el que tiene una estancia yerma e inhabitada, sin otro fin que el que le sirva de trampa para la caza del ganado y de pasaporte para introducirlo. E1 que cría su ganado a rodeo cuida de engordarlo, caparlo, y herrarlo, tiene cueros, grasa, sebo y carne fresca o salada para el abasto y comercio, con que le sobra para mantenerse honestamente, y no necesita de robar. Si las tierras usurpadas por los comerciantes y los ganados silvestres de la campaña se repartiesen a los mismos changadores y peones de campo conseguiríamos hacer un vasallo útil de un ladrón y de un contrabandista; porque teniendo tierras y ganado propio no codiciaría el ajeno a que los conduce hoy su ocio y su necesidad extrema. La exclusión de los comerciantes del dominio y posesión de los terrenos que manejan con títulos de estancias no es un proyecto de que nos debamos lisonjear. Es la pena que impone la ley de indias a los pobladores que no edifican los solares ni labran las tierras que les han sido repartidas. Sin embargo de esto hay todavía un medio más sencillo de ver logrado nuestro fin sin entrar en discusiones con los hacendados comerciantes; y consiste en gravar con ocho reales a favor del ramo de guerra la entrada del cuero orejano en vez de los dos que pagan hoy unos y otros.
Esta resolución nos negociaría inmediatamente la suelta de las estancias que poseen los comerciantes, y pondría en salvo el ganado orejano del lazo, y de la media luna. Luego que ya se pusiese en planta se verían obligados los comerciantes a abandonar unas estancias en que no podían criar ganado manso ni manejar un título para introducir el cimarrón. Que no criarían ganado manso es cosa efectiva, porque esta ocupación requiere la asistencia personal del dueño, la cual es imposible al comerciante. Pero si a pesar de este grave obstáculo se resolviese a hacer cría mejor para nuestro intento. Lo que no tiene duda es que estando grabado el cuero orejano con ocho reales de entrada estaría bien seguro el silvestre de que ninguno lo tocase, porque este gasto sobre los ordinarios de faena, conducción, alcabala, almacenaje, apaleo y embarque excluye toda ganancia aun cuando se vendiese a dieciocho reales. Precisando el comerciante a criar o a abandonar la estancia sucedería lo mismo al changador, que abarcaría tierras para criar, o mudaría de oficio, porque no habiendo comercio de ganado orejano faltaría la materia de su oficio; y para que no quedase hecho un vago a vista de su imposibilidad de comprar tierras y ganado sería lo más oportuno repartirle uno y otro de los sobrantes de ambas cosas, en que abunda la campaña. Tan útil nos parece el pensamiento de repartir toda la campaña en suertes de estancias de a diez o doce leguas cuadradas, y el aplicar a estos nuevos colonos un cierto número de cabezas, que con sólo este arbitrio quedaba defendida la internación de cueros orejanos al Brasil aunque se indultase de todo gravamen.
Acomodados estos hombres sobre un terreno de diez o doce leguas y pobladas éstas de dos o tres mil cabezas, que al año siguiente subirían a cuatro mil y a seis mil el subsiguiente mirarían con tanto horror el oficio de ladrones que acaso les sería de tormento y de vergüenza la memoria de haberlo sido. Ninguno habría que quisiese salir de su casa y dejar por un mes al cuidado de su estancia para destrozar reses a beneficio del que mande darles muerte, siendo cierto que ninguno de estos miserables se ha visto con dos camisas, ni hay uno que tenga más fondo que la ropa que trae puesta. Estos infelices han trabajado siempre para otros. Parecidos a los asesinos, nunca han sacado más provecho de su iniquidad que el escaso jornal que han querido darles. Por tanto, hemos oído a muchas personas y tenérnoslo por verdad que atraídos estos pobres de algún interés a mejor vida, dejarían la que hacen tan desastrada, y se tendrían por muy dichosos. Ellos mismos serían en este caso los más celosos guardas del campo para que no pasase ganado a los portugueses. Pero cuando este rico tesoro no se quisiese fiar a la custodia de los que tantas veces lo han robado, podrán continuar los resguardos con el aumento de las tres guardias a que en el día se les están haciendo casas; y si éstas no bastan con los fuertes de San Miguel, Santa Teresa y Santa Tecla que mucho tiempo hace guarnecen las fronteras, pueden adelantarse hasta seis en los parajes donde otras veces se ha pensado establecerlas.
Y para que se excusen éstas y aquéllas, y baste con una o dos, sería buen arbitrio imponer de muerte o a lo menos de diez años de presidio y doscientos azotes al que venda cueros o traspase ganado a cualquiera vasallo de Su Majestad Fidelísima cometiéndose la sustanciación de la causa y la imposición de la pena (por virtud de proceso militar) al jefe del campo a quien se confía su arreglo privativamente. Una pena de esta gravedad para unos hombres a quienes se quita la tentación de delinquir con quitarles la hambre y la ociosidad y que por otra parte pretenderán borrar la infamia de su antecedente vida, tenemos por muy cierto que baste para la enmienda de los desórdenes pasados, y que nos dé en cada delincuente un labrador y un buen vasallo. Las tierras que se les repartan deben ser las más fronteras a los portugueses por entre las guardias y los fuertes, teniendo por limite el río Yacuy por la parte del norte, y por el occidente y el oriente el Uruguay y la costa del mar. Esta providencia mira a dos fines, uno es que impedido el paso al ganado por las inmediaciones de las fronteras, retroceda y ocupe el centro de donde lo han ahuyentado las correrías de los indios y las de los changadores; y el otro, que habiendo estos nuevos pobladores los terrenos más contiguos a nuestras guardias y fortalezas estén más bien celados y se les olviden hasta los deseos de comunicación con los portugueses. Las vaquerías de los indios guaraníes deben cesar enteramente y aunque cesarían sin otra providencia que la del gravamen de los ochos reales sobre cada cuero orejano se les debe hacer entender por sus doctrineros, y publicarse por bando que les quedan prohibidas aquellas absolutamente sobre toda especie de ganado, ya sea osco, o ya de cualquiera otro color, bajo la pena de cincuenta azotes y de seis meses de cárcel.
Así pensamos que quedan remediados de una vez, y para siempre, los desórdenes y excesos de los hacendados, changadores, indios y portugueses que tanto daño han hecho al Estado. Pero si nos es lícito decir lo que sentimos, sólo quedan remediados exteriormente al modo que se evitan los delitos de un facineroso encerrándolo en una prisión. Este método no alcanza más que a paliar el mal, dejando en el fondo la raíz de la enfermedad; es parecido al que usa un físico en la curación de una llaga cuando por ignorar el arte la cierra en falso, que volviendo abrir su boca necesita tratarse de nuevo, y sanar ante todas cosas el daño de la primera curación. Otro es, a nuestro entender, el remedio que debe emplearse para desvanecer en su origen el principio de tantos males políticos; remedio a cuya eficacia cederán inmediatamente; y que es más sencillo, sólido y conveniente que los que dejamos apuntados, aunque de ambos deberá hacerse uso al mismo tiempo. Del arbitrio principal que debe plantificarse para la reforma de los habitantes de la campaña de Montevideo Una sola providencia es capaz de todo lo que deseamos encontrar por entre una multitud de proyectos y combinaciones siempre inferiores en sus alcances a la malicia humana. Bastaría a nuestro ver para remedio universal de la campaña en todo el cúmulo de sus males por santificar en ella la religión. La semilla del Evangelio, sembrada en estos campos por medio de una bien entendida política y por unos obreros verdaderamente religiosos, mejoraría o renovaría de tal manera la faz de esta tierra que sería suficiente a civilizar sus habitantes, a subordinarlos, a hacerlos aplicados, y a convertirlos en vasallos útiles, que hiciesen calmar el rigor de las leyes criminales, y excusada la combinación de tantos remedios como hemos apuntado.
Este pensamiento envuelve una verdad sencilla, que desenrollando descubre su grande importancia. La religión pues, la religión cristiana, de que sólo hay en la campaña una noticia, o de que sólo se sabe el nombre, traería al Estado todas las grandes ventajas que se pretenden buscar a mucha costa en los filos de la espada y por las manos de verdugo. La religión católica establecida por los exjesuitas en los treinta pueblos de Misiones, fue la mejor arma que sujetó a unos neófitos que vivían en la infidelidad adorando al sol, o a la luna. Por la disciplina de aquellos misioneros se hallan hoy reducidos aquellos infieles a unos ciudadanos útiles que viven de la labor de sus manos, sin ofender a nadie; humildes y obedientes al que los gobierna; expertos en la agricultura; y lo que es más admirable, maestros en el canto llano, prácticos en la liturgia, diestros en el manejo de instrumentos de cuerda, aire, y tecla; versadísimos en la solfa, hábiles en el pincel, sueltos en el bordado, famosos en el tejido, y en una palabra con una asombrosa disposición a copiar todo cuanto ven, sin más maestro muchas veces que la vista del original que se proponen imitar. Estos ejemplos ofrecen a la evidencia una prueba, la más robusta, intergiversable y sólida de la eficacia de la religión para hacer deponer a los hombres toda especie de ferocidad y domesticar sus espíritus hasta el punto que se estime conve-niente. Por el contrario, la falta de este freno de seda vuelve indómitos a los racionales, y hace libertinos a los mismos católicos.
No sería fácil encontrar paganos, idólatras ni herejes entre los vecinos de nuestra campaña; todos ellos que tienen y confiesan (si se les pregunta) lo que enseña y predica la Santa Iglesia Católica; pero en las costumbres, en las inclinaciones y en el conocimiento del verdadero Dios poquísima será la diferencia, si hay alguna, de estos campesinos con un gentil. No es éste un hipérbole oratorio, ni convenía a la simplicidad de este papel semejantes exageraciones. Es por nuestra desgracia una verdad demasiado notoria. Los homicidios, el incesto, el adulterio y hasta los crímenes nefandos, se cometen en la campaña con la mayor serenidad que lo que cuesta el referirlo. Del hurto y de la embriaguez, se opina y se hace uso como de una acción lícita o indiferente. Los amencebamientos y la permanencia en la mayor excomunión por espacio de diez, quince, veinte y treinta años son noticias muy familiares en los oídos de los confesores. Llegar los hombres a la edad de la adolescencia sin haber recibido más que un solo sacramento, o ninguno es demasiado común. Entrar en la pubertad, así hombres como mujeres, sin saber la oración del Padre Nuestro acontece a la mayor parte de los que nacen en la campaña; robarse los hombres a las mujeres, y traerlas de toldería en toldería por muchos años se oye a cada paso. Sorprender los maridos a sus mujeres in fraganti delito y luego salir demandándolas ante los jueces es cosa que causa admiración a los recién llegados a la América, hasta que la costumbre de oírlo desavenece la novedad.
E1 modo y el motivo de matar a un hombre en la campaña es de las cosas más monstruosas que se oyen en aquellos destinos, y para la cual apenas se atinaría con la causa. Porque se mata a un hombre abriéndolo en canal como a un cerdo; y el fundamento de esta inhumanidad ha sido tan despreciable que a veces no ha sido otro que el antojo de matar. Hemos visto más de un reo que ha dado por razón de un homicidio atroz el deseo de ser ahorcado. E1 uso del cuchillo es irremediable en la campaña; el de la bebida es el más común deleite; la efusión de sangre es el único ejercicio en que se ocupan; temor a la justicia no hay porque tenerlo; a Dios no se le conoce aquí. Con que acostumbrada la vista y las manos de aquellos hombres a ver correr ríos de sangre, a lidiar con fieras, y a vivir entre ellas, se les endurece el corazón, y votan lejos de ellos la humanidad y el amor fraterno, que juzgan de la vida de sus semejantes poco o menos más que de la de un novillo. ¿Qué excesos, pues, no cometerían en el uso de la venus unos hombres que en nada lo parecen, sino en la figura? Unos hombres que no están ligados a sus semejantes por religión, ni por vínculos de carne y sangre en su modo de pensar. ¿Qué pecado habrá que les parezca enorme, si lo pide la sensualidad? Ninguno por cierto, porque donde no hay fe actual, ni temor, ni ley, preciso es que el hombre se embrutezca, y haga obras semejantes a una fiera. Consiguiente a esto es que el sacramento del matrimonio sea muy poco frecuentado en la campaña; porque entre unas gentes donde el amancebamiento no causa rubor, ni tiene penas temporal y el patrimonio del más acomodado consiste en saber enlazar un toro, o en ser más diestro en robar, claro está que poco anhelo puede haber por subyugarse al matrimonio.
No es menos claro el punto de la educación, costumbre y doctrina de unos hijos nacidos de barraganas, de parientas, de casadas y de unos padres tales cuales quedan dibujados; con que la población al paso que se multiplican los medios para que se aumente no casa lo que correspondía; y la que hay es tan perniciosa y de infecto origen que sería mejor que no la hubiese. Pero todo esto con ser absolutamente cierto, como lo es y dicho sin ponderación, es cosa que debe causar muy poco espanto al que reflexione la constitución de nuestros campos en los dos sistemas, espiritual y temporal. Considérese el territorio de que hablamos tomándolo desde Montevideo hacia el norte un espacio de más de cuatrocientas leguas de largo, y de doscientas poco menos de ancho; y asiéntese por supuesto que en todo este océano de tierra no hay quizás una docena de capillas, ni una población formal. Maldonado, las Minas, la Colina, Santo Domingo Soriano, las Víboras, las Piedras, el Rosario, las Corrientes, y Canelones (situados todos a la orilla del agua) son las únicas iglesias que se conocen hasta el Paraguay, a reserva de los pueblos de Misiones. El terreno está poblado de habitantes, con que resulta que a excepción de aquellos pocos que viven vecinos a estas iglesias, los demás tienen la misa a diez, quince, veinte y más leguas de sus casas; y el que la tiene a dos o tres no más casi siempre encuentra en la crudeza del temperamento, y en la frecuencia de los robos un impedimento sino físico, moral y legítimo para excusarse de oírla; de manera que a las veces se pasa el año sin que hayan oído misa los que han deseado oirla; y muchos o todos los de su vida a los que no han hecho esta intención.
Los muertos, si no tienen pertenencias, se entierran donde se puede buenamente y siempre hay que conducirlos en carros por espacio de muchas leguas, si se han de sepultar en sagrado; pero casi siempre sin exequias ni sufragios. Aun en el mismo puerto de Montevideo con ser tan Populoso, que llegará su población a diez o doce mil almas, es común quedarse sin misa alguna gente por falta de iglesias, pues sólo hay dos muy reducidas, a donde no sin mucha incomodidad oyen misa los que viven más cercanos a ellas de murallas adentro. En los oratorios privados de la campaña sólo hay misa cuando residen los dueños a quienes se concedieron, y esto no todas veces; con que en una palabra el oir misa en la campaña la gente que la habita es pura casualidad. ¿Pues cuándo cumplirán con el precepto de la confesión y comunión anual unos hombres que rehusan el oir misa en los días de fiesta, y que nunca se congregan a oir la palabra de Dios, ni tienen a quien oírla? Unas gentes, pues, nacidas, criadas, y avecindadas en parajes donde se ignora hasta el nombre del rey que gobierna; donde no se ve administrar los santos sacramentos; donde no se oye predicar jamás; donde rara vez se encuentra misa; donde el trato es con las fieras; donde apenas se conoce el pan; donde no se sabe lo que quiere decir vigilia; donde apenas se tiene idea de la eternidad, donde oscuramente se sabe lo que es pecado mortal; en una palabra, donde pocos o ningunos saben los primeros rudimentos del catecismo, y ni aun el persignarse; ¿no sería un milagro del Altísimo que floreciese la paz y la justicia? ¿No puede pasar por obra de la Providencia que los hombres no se coman los unos a los otros? Si el señor no guarda la ciudad, en vano se desvela el que ha de guardarla.
Si la religión y la doctrina del Evangelio no se planta primero en esta tierra, jamás llevará frutos de buenas costumbres. Ilumine la fe los entendimientos de tanto miserable, y sus corazones se harán capaces de todos los sentimientos que pretende inspirar la política. Estos son unos hombres casi muertos para la vida espiritual; o unos cuerpos semivivos, que necesitan de piadosos samaritanos que se hagan cargo de curarles sus heridas. Son aquellos difuntos ya corrompidos, a quienes simbolizó Lázaro en el sepulcro, necesitan de Jesucristo que les vuelva la vida. Venga este señor a la campaña y sobrarán los resguardos. Vengan obreros espirituales; venga la Doctrina cristiana; amanezca la luz del evangelio sobre unos ciegos de nacimiento, más infelices que el de Jericó, pues no conocen su ceguera; entren a esta copiosa mies operarios de Jesucristo con las hoces de sus leguas, dando a conocer al que los envía, y venga detrás la política, la justicia, los reglamentos, los ministros del rey, el comercio, la agricultura, la industria, y todo hallará cuartel. Pero principiar por estas lecciones la enseñanza, y olvidarse de aquella disciplina es poner la carreta delante de los bueyes, o querer que lea el que no conoce el alfabeto. No hay duda que si se entabla alguno de estos proyectos que hemos insinuado, se reformará el estado de la campaña, porque los hombres, y aún los brutos ceden al rigor de los castigos; pero cuando se hayan connaturalizado con el azote, cuando se hayan familiarizado sus ojos con los suplicios, perderá entre ellos el castigo toda su eficacia, y la lástima común vendrá a desarmar el brazo del verdugo.
Así se observa que aconteció en Roma en tiempo de sus reyes que del rigor pasó a la indolencia, y de la indolencia a la impunidad; porque a la verdad no es la crueldad de las penas el mayor freno para contener los delitos; antes se ha visto más de una vez que los grandes tormentos, endurecidos los ánimos de los hombres, han perdido la virtud del escarmiento, y los ha hecho más atrevidos. El Montesquieu testifica esta verdad con ejemplares de diversas capitales de Asia y de Europa donde los delitos más atroces se han visto nacer de la acerbidad de las penas. Los robos en despoblado, dice este escritor, que eran tan frecuentes en algunos países que se inventó para desterrarlos el suplicio de la rueda; y que después de algún tiempo se robaba como antes en los caminos. Del Japón refieren los viajeros que se compiten en crueldad de las penas con la atrocidad de los delitos y que no son menos frecuentes que si absolutamente no se castigaran. véase lo que escribe de Turquía el autor de la obra intitulada Legislación Oriental acerca de los panaderos turcos, a los cuales asegura este escritor, en calidad de testigo de vista, que ahorcan casi todas las semanas por lo que rebajan en el pan; y que sin embargo de tan excesivo rigor se tropieza en la calle todos los días los cuerpos de los ahorcados. Tan verdad como todo esto es que no se halla en la crueldad de los castigos el vínculo de la obediencia, y del buen orden que se desea establecer en una república. Pero cuando hablamos de plantear la subordinación y de introducir la disciplina civil en unos campos abiertos a toda especie de vicios, y de docilitar a unos hombres montaraces que llevan desde la niñez el fuego de sus iniquidades, que no son sensibles a la vergüenza, y por decirlo de una vez, que nada tienen que perder, es empresa de mayor riesgo el arrojarse de un golpe sobre ellos a ponerles la ley, y despojarlos arrebatadamente de la abusiva libertad en que han estado toda su vida.
Puede considerarse tan difícil este logro que acaso se haga imposible, y vengan a ser los últimos desaciertos de estos hombres peores que los que se pretenden enmendar. Por el contrario el fiar a la religión todo el éxito del negocio, no ofrece riesgo el menor. Semejante tentativa no puede dar en ningún tiempo motivos de arrepentimiento, así como no los dió y fue tan eficaz para la conquista de la América de mano de unos infieles; y no es verosímil que hallemos a Dios menos propicio para esta empresa que lo encontramos para aquella. La predicación del Evangelio puede obrar de muchas maneras la reducción que se pretende de estos forajidos; porque primeramente alumbra el entendimiento y destierra la ignorancia, que es el principio de nuestros desaciertos, y lo fue del deicidio que se ejecutó en Jerusalem; induce al temor de Dios; y dejando aparte otros efectos puramente espirituales, instruyen las leyes del vasallaje, las cuales nos guían a amar al soberano, y a servirlo por amor, a temerlo como a ministro del Altísimo, a observar sus leyes, y para explicarme en la frase de Jesucristo, nos enseña a dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Porque siguiendo esta misma parábola, en el campo no se sabe de quien es la imagen de la moneda, esto es, quien es el que nos gobierna, y cuales son sus derechos que le son debidos de justicia que no se le pueden usurpar sin delito. Se puede asegurar sin peligro que de diez vecinos de nuestra campaña, creen los nueve que el contrabando es un acto lícito en el fuero interno, y que no tiene más reato que el de la pena corporal si llega a ser aprendido el contrabandista; y el uno que resta de los diez, no cree positivamente que el contrabando sea pecado; bien que como ya se ha dicho la mayor parte de la gente de la campaña ignora el nombre del soberano reinante con estar tan reciente su exaltación.
El efecto más provechoso a nuestro intento, que viene con la predicación del Evangelio en la campaña, es la reducción o la reunión de familias que se ve en cualquier parte del orbe cristiano luego que se levanta una capilla o una ermita. Así como el agua y los montes atraen las gentes para fundar pueblos y meterse en sociedad, así un altar entre los católicos congrega a los hombres y a las mujeres, y resultan los matrimonios, de donde viene la multiplicación de los linajes. Luego que hay iglesia y hay pastor se congrega el rebaño, se planta la devoción, la virtud, la política, la justicia, y las buenas costumbres, y todo lo que se quiere que haya, en sabiéndolo negociar. De manera que siendo unos mismos los hombres antes y después de reunidos en sociedad empiezan a parecer otros desde que se congregan a vivir en compañía. Como nada hay más infalible que la religión católica, tampoco hay cosa que sea más amable a los que la mamaron en la cuna; y desde el momento que va entrando por nuestros ojos la luz de las verdades eternas, se va insinuando en nuestros corazones la obediencia a los superiores, y nos va haciendo declinar de nuestro amor a la independencia. Por lo dicho, estamos bien persuadidos según el carácter flexible de aquellos naturales, que se difundiesen por nuestra campaña unos operarios celosos que misionasen el evangelio por las estancias más pobladas, y se levantasen junto a ellas algunas capillas, regidas por unos párrocos desinteresados y de mucha caridad, que incesantemente trabajasen en administrar el pasto espiritual, en breve sería la campaña un nuevo mundo y una brillante piedra que esmaltase y diese doble precio a la diadema de nuestro soberano.
Las conveniencias que de la planificación de este proyecto sacaría el Estado, la iglesia, el comercio y la real hacienda exceden de lo que se puede explicar, y aún de lo que se puede comprender. Es obra de muchos volúmenes lo que se puede calcular sobre este plan. Entonces se verían logrados sin tropiezo los dos grandes proyectos de la salazón de carnes, y el de la pesca de la ballena, sobre que tanto se ha trabajado inútilmente; proyectos bastantes por sí solos a estimular por la conservación de esta América, cuando no produjesen otros frutos; y cuando no se lograsen éstos, aseguraríamos el comercio exclusivo de los cueros, más pingüe y lucrativo que el beneficio de los ricos minerales.
La experiencia nos ha enseñado que el que tiene estancia poblada y pastoreada no necesita de otro arbitrio de buscar la vida y así no roba ganado ni se dedica al contrabando; y sólo ejerce estas dos granjerías el que tiene una estancia yerma e inhabitada, sin otro fin que el que le sirva de trampa para la caza del ganado y de pasaporte para introducirlo. E1 que cría su ganado a rodeo cuida de engordarlo, caparlo, y herrarlo, tiene cueros, grasa, sebo y carne fresca o salada para el abasto y comercio, con que le sobra para mantenerse honestamente, y no necesita de robar. Si las tierras usurpadas por los comerciantes y los ganados silvestres de la campaña se repartiesen a los mismos changadores y peones de campo conseguiríamos hacer un vasallo útil de un ladrón y de un contrabandista; porque teniendo tierras y ganado propio no codiciaría el ajeno a que los conduce hoy su ocio y su necesidad extrema. La exclusión de los comerciantes del dominio y posesión de los terrenos que manejan con títulos de estancias no es un proyecto de que nos debamos lisonjear. Es la pena que impone la ley de indias a los pobladores que no edifican los solares ni labran las tierras que les han sido repartidas. Sin embargo de esto hay todavía un medio más sencillo de ver logrado nuestro fin sin entrar en discusiones con los hacendados comerciantes; y consiste en gravar con ocho reales a favor del ramo de guerra la entrada del cuero orejano en vez de los dos que pagan hoy unos y otros.
Esta resolución nos negociaría inmediatamente la suelta de las estancias que poseen los comerciantes, y pondría en salvo el ganado orejano del lazo, y de la media luna. Luego que ya se pusiese en planta se verían obligados los comerciantes a abandonar unas estancias en que no podían criar ganado manso ni manejar un título para introducir el cimarrón. Que no criarían ganado manso es cosa efectiva, porque esta ocupación requiere la asistencia personal del dueño, la cual es imposible al comerciante. Pero si a pesar de este grave obstáculo se resolviese a hacer cría mejor para nuestro intento. Lo que no tiene duda es que estando grabado el cuero orejano con ocho reales de entrada estaría bien seguro el silvestre de que ninguno lo tocase, porque este gasto sobre los ordinarios de faena, conducción, alcabala, almacenaje, apaleo y embarque excluye toda ganancia aun cuando se vendiese a dieciocho reales. Precisando el comerciante a criar o a abandonar la estancia sucedería lo mismo al changador, que abarcaría tierras para criar, o mudaría de oficio, porque no habiendo comercio de ganado orejano faltaría la materia de su oficio; y para que no quedase hecho un vago a vista de su imposibilidad de comprar tierras y ganado sería lo más oportuno repartirle uno y otro de los sobrantes de ambas cosas, en que abunda la campaña. Tan útil nos parece el pensamiento de repartir toda la campaña en suertes de estancias de a diez o doce leguas cuadradas, y el aplicar a estos nuevos colonos un cierto número de cabezas, que con sólo este arbitrio quedaba defendida la internación de cueros orejanos al Brasil aunque se indultase de todo gravamen.
Acomodados estos hombres sobre un terreno de diez o doce leguas y pobladas éstas de dos o tres mil cabezas, que al año siguiente subirían a cuatro mil y a seis mil el subsiguiente mirarían con tanto horror el oficio de ladrones que acaso les sería de tormento y de vergüenza la memoria de haberlo sido. Ninguno habría que quisiese salir de su casa y dejar por un mes al cuidado de su estancia para destrozar reses a beneficio del que mande darles muerte, siendo cierto que ninguno de estos miserables se ha visto con dos camisas, ni hay uno que tenga más fondo que la ropa que trae puesta. Estos infelices han trabajado siempre para otros. Parecidos a los asesinos, nunca han sacado más provecho de su iniquidad que el escaso jornal que han querido darles. Por tanto, hemos oído a muchas personas y tenérnoslo por verdad que atraídos estos pobres de algún interés a mejor vida, dejarían la que hacen tan desastrada, y se tendrían por muy dichosos. Ellos mismos serían en este caso los más celosos guardas del campo para que no pasase ganado a los portugueses. Pero cuando este rico tesoro no se quisiese fiar a la custodia de los que tantas veces lo han robado, podrán continuar los resguardos con el aumento de las tres guardias a que en el día se les están haciendo casas; y si éstas no bastan con los fuertes de San Miguel, Santa Teresa y Santa Tecla que mucho tiempo hace guarnecen las fronteras, pueden adelantarse hasta seis en los parajes donde otras veces se ha pensado establecerlas.
Y para que se excusen éstas y aquéllas, y baste con una o dos, sería buen arbitrio imponer de muerte o a lo menos de diez años de presidio y doscientos azotes al que venda cueros o traspase ganado a cualquiera vasallo de Su Majestad Fidelísima cometiéndose la sustanciación de la causa y la imposición de la pena (por virtud de proceso militar) al jefe del campo a quien se confía su arreglo privativamente. Una pena de esta gravedad para unos hombres a quienes se quita la tentación de delinquir con quitarles la hambre y la ociosidad y que por otra parte pretenderán borrar la infamia de su antecedente vida, tenemos por muy cierto que baste para la enmienda de los desórdenes pasados, y que nos dé en cada delincuente un labrador y un buen vasallo. Las tierras que se les repartan deben ser las más fronteras a los portugueses por entre las guardias y los fuertes, teniendo por limite el río Yacuy por la parte del norte, y por el occidente y el oriente el Uruguay y la costa del mar. Esta providencia mira a dos fines, uno es que impedido el paso al ganado por las inmediaciones de las fronteras, retroceda y ocupe el centro de donde lo han ahuyentado las correrías de los indios y las de los changadores; y el otro, que habiendo estos nuevos pobladores los terrenos más contiguos a nuestras guardias y fortalezas estén más bien celados y se les olviden hasta los deseos de comunicación con los portugueses. Las vaquerías de los indios guaraníes deben cesar enteramente y aunque cesarían sin otra providencia que la del gravamen de los ochos reales sobre cada cuero orejano se les debe hacer entender por sus doctrineros, y publicarse por bando que les quedan prohibidas aquellas absolutamente sobre toda especie de ganado, ya sea osco, o ya de cualquiera otro color, bajo la pena de cincuenta azotes y de seis meses de cárcel.
Así pensamos que quedan remediados de una vez, y para siempre, los desórdenes y excesos de los hacendados, changadores, indios y portugueses que tanto daño han hecho al Estado. Pero si nos es lícito decir lo que sentimos, sólo quedan remediados exteriormente al modo que se evitan los delitos de un facineroso encerrándolo en una prisión. Este método no alcanza más que a paliar el mal, dejando en el fondo la raíz de la enfermedad; es parecido al que usa un físico en la curación de una llaga cuando por ignorar el arte la cierra en falso, que volviendo abrir su boca necesita tratarse de nuevo, y sanar ante todas cosas el daño de la primera curación. Otro es, a nuestro entender, el remedio que debe emplearse para desvanecer en su origen el principio de tantos males políticos; remedio a cuya eficacia cederán inmediatamente; y que es más sencillo, sólido y conveniente que los que dejamos apuntados, aunque de ambos deberá hacerse uso al mismo tiempo. Del arbitrio principal que debe plantificarse para la reforma de los habitantes de la campaña de Montevideo Una sola providencia es capaz de todo lo que deseamos encontrar por entre una multitud de proyectos y combinaciones siempre inferiores en sus alcances a la malicia humana. Bastaría a nuestro ver para remedio universal de la campaña en todo el cúmulo de sus males por santificar en ella la religión. La semilla del Evangelio, sembrada en estos campos por medio de una bien entendida política y por unos obreros verdaderamente religiosos, mejoraría o renovaría de tal manera la faz de esta tierra que sería suficiente a civilizar sus habitantes, a subordinarlos, a hacerlos aplicados, y a convertirlos en vasallos útiles, que hiciesen calmar el rigor de las leyes criminales, y excusada la combinación de tantos remedios como hemos apuntado.
Este pensamiento envuelve una verdad sencilla, que desenrollando descubre su grande importancia. La religión pues, la religión cristiana, de que sólo hay en la campaña una noticia, o de que sólo se sabe el nombre, traería al Estado todas las grandes ventajas que se pretenden buscar a mucha costa en los filos de la espada y por las manos de verdugo. La religión católica establecida por los exjesuitas en los treinta pueblos de Misiones, fue la mejor arma que sujetó a unos neófitos que vivían en la infidelidad adorando al sol, o a la luna. Por la disciplina de aquellos misioneros se hallan hoy reducidos aquellos infieles a unos ciudadanos útiles que viven de la labor de sus manos, sin ofender a nadie; humildes y obedientes al que los gobierna; expertos en la agricultura; y lo que es más admirable, maestros en el canto llano, prácticos en la liturgia, diestros en el manejo de instrumentos de cuerda, aire, y tecla; versadísimos en la solfa, hábiles en el pincel, sueltos en el bordado, famosos en el tejido, y en una palabra con una asombrosa disposición a copiar todo cuanto ven, sin más maestro muchas veces que la vista del original que se proponen imitar. Estos ejemplos ofrecen a la evidencia una prueba, la más robusta, intergiversable y sólida de la eficacia de la religión para hacer deponer a los hombres toda especie de ferocidad y domesticar sus espíritus hasta el punto que se estime conve-niente. Por el contrario, la falta de este freno de seda vuelve indómitos a los racionales, y hace libertinos a los mismos católicos.
No sería fácil encontrar paganos, idólatras ni herejes entre los vecinos de nuestra campaña; todos ellos que tienen y confiesan (si se les pregunta) lo que enseña y predica la Santa Iglesia Católica; pero en las costumbres, en las inclinaciones y en el conocimiento del verdadero Dios poquísima será la diferencia, si hay alguna, de estos campesinos con un gentil. No es éste un hipérbole oratorio, ni convenía a la simplicidad de este papel semejantes exageraciones. Es por nuestra desgracia una verdad demasiado notoria. Los homicidios, el incesto, el adulterio y hasta los crímenes nefandos, se cometen en la campaña con la mayor serenidad que lo que cuesta el referirlo. Del hurto y de la embriaguez, se opina y se hace uso como de una acción lícita o indiferente. Los amencebamientos y la permanencia en la mayor excomunión por espacio de diez, quince, veinte y treinta años son noticias muy familiares en los oídos de los confesores. Llegar los hombres a la edad de la adolescencia sin haber recibido más que un solo sacramento, o ninguno es demasiado común. Entrar en la pubertad, así hombres como mujeres, sin saber la oración del Padre Nuestro acontece a la mayor parte de los que nacen en la campaña; robarse los hombres a las mujeres, y traerlas de toldería en toldería por muchos años se oye a cada paso. Sorprender los maridos a sus mujeres in fraganti delito y luego salir demandándolas ante los jueces es cosa que causa admiración a los recién llegados a la América, hasta que la costumbre de oírlo desavenece la novedad.
E1 modo y el motivo de matar a un hombre en la campaña es de las cosas más monstruosas que se oyen en aquellos destinos, y para la cual apenas se atinaría con la causa. Porque se mata a un hombre abriéndolo en canal como a un cerdo; y el fundamento de esta inhumanidad ha sido tan despreciable que a veces no ha sido otro que el antojo de matar. Hemos visto más de un reo que ha dado por razón de un homicidio atroz el deseo de ser ahorcado. E1 uso del cuchillo es irremediable en la campaña; el de la bebida es el más común deleite; la efusión de sangre es el único ejercicio en que se ocupan; temor a la justicia no hay porque tenerlo; a Dios no se le conoce aquí. Con que acostumbrada la vista y las manos de aquellos hombres a ver correr ríos de sangre, a lidiar con fieras, y a vivir entre ellas, se les endurece el corazón, y votan lejos de ellos la humanidad y el amor fraterno, que juzgan de la vida de sus semejantes poco o menos más que de la de un novillo. ¿Qué excesos, pues, no cometerían en el uso de la venus unos hombres que en nada lo parecen, sino en la figura? Unos hombres que no están ligados a sus semejantes por religión, ni por vínculos de carne y sangre en su modo de pensar. ¿Qué pecado habrá que les parezca enorme, si lo pide la sensualidad? Ninguno por cierto, porque donde no hay fe actual, ni temor, ni ley, preciso es que el hombre se embrutezca, y haga obras semejantes a una fiera. Consiguiente a esto es que el sacramento del matrimonio sea muy poco frecuentado en la campaña; porque entre unas gentes donde el amancebamiento no causa rubor, ni tiene penas temporal y el patrimonio del más acomodado consiste en saber enlazar un toro, o en ser más diestro en robar, claro está que poco anhelo puede haber por subyugarse al matrimonio.
No es menos claro el punto de la educación, costumbre y doctrina de unos hijos nacidos de barraganas, de parientas, de casadas y de unos padres tales cuales quedan dibujados; con que la población al paso que se multiplican los medios para que se aumente no casa lo que correspondía; y la que hay es tan perniciosa y de infecto origen que sería mejor que no la hubiese. Pero todo esto con ser absolutamente cierto, como lo es y dicho sin ponderación, es cosa que debe causar muy poco espanto al que reflexione la constitución de nuestros campos en los dos sistemas, espiritual y temporal. Considérese el territorio de que hablamos tomándolo desde Montevideo hacia el norte un espacio de más de cuatrocientas leguas de largo, y de doscientas poco menos de ancho; y asiéntese por supuesto que en todo este océano de tierra no hay quizás una docena de capillas, ni una población formal. Maldonado, las Minas, la Colina, Santo Domingo Soriano, las Víboras, las Piedras, el Rosario, las Corrientes, y Canelones (situados todos a la orilla del agua) son las únicas iglesias que se conocen hasta el Paraguay, a reserva de los pueblos de Misiones. El terreno está poblado de habitantes, con que resulta que a excepción de aquellos pocos que viven vecinos a estas iglesias, los demás tienen la misa a diez, quince, veinte y más leguas de sus casas; y el que la tiene a dos o tres no más casi siempre encuentra en la crudeza del temperamento, y en la frecuencia de los robos un impedimento sino físico, moral y legítimo para excusarse de oírla; de manera que a las veces se pasa el año sin que hayan oído misa los que han deseado oirla; y muchos o todos los de su vida a los que no han hecho esta intención.
Los muertos, si no tienen pertenencias, se entierran donde se puede buenamente y siempre hay que conducirlos en carros por espacio de muchas leguas, si se han de sepultar en sagrado; pero casi siempre sin exequias ni sufragios. Aun en el mismo puerto de Montevideo con ser tan Populoso, que llegará su población a diez o doce mil almas, es común quedarse sin misa alguna gente por falta de iglesias, pues sólo hay dos muy reducidas, a donde no sin mucha incomodidad oyen misa los que viven más cercanos a ellas de murallas adentro. En los oratorios privados de la campaña sólo hay misa cuando residen los dueños a quienes se concedieron, y esto no todas veces; con que en una palabra el oir misa en la campaña la gente que la habita es pura casualidad. ¿Pues cuándo cumplirán con el precepto de la confesión y comunión anual unos hombres que rehusan el oir misa en los días de fiesta, y que nunca se congregan a oir la palabra de Dios, ni tienen a quien oírla? Unas gentes, pues, nacidas, criadas, y avecindadas en parajes donde se ignora hasta el nombre del rey que gobierna; donde no se ve administrar los santos sacramentos; donde no se oye predicar jamás; donde rara vez se encuentra misa; donde el trato es con las fieras; donde apenas se conoce el pan; donde no se sabe lo que quiere decir vigilia; donde apenas se tiene idea de la eternidad, donde oscuramente se sabe lo que es pecado mortal; en una palabra, donde pocos o ningunos saben los primeros rudimentos del catecismo, y ni aun el persignarse; ¿no sería un milagro del Altísimo que floreciese la paz y la justicia? ¿No puede pasar por obra de la Providencia que los hombres no se coman los unos a los otros? Si el señor no guarda la ciudad, en vano se desvela el que ha de guardarla.
Si la religión y la doctrina del Evangelio no se planta primero en esta tierra, jamás llevará frutos de buenas costumbres. Ilumine la fe los entendimientos de tanto miserable, y sus corazones se harán capaces de todos los sentimientos que pretende inspirar la política. Estos son unos hombres casi muertos para la vida espiritual; o unos cuerpos semivivos, que necesitan de piadosos samaritanos que se hagan cargo de curarles sus heridas. Son aquellos difuntos ya corrompidos, a quienes simbolizó Lázaro en el sepulcro, necesitan de Jesucristo que les vuelva la vida. Venga este señor a la campaña y sobrarán los resguardos. Vengan obreros espirituales; venga la Doctrina cristiana; amanezca la luz del evangelio sobre unos ciegos de nacimiento, más infelices que el de Jericó, pues no conocen su ceguera; entren a esta copiosa mies operarios de Jesucristo con las hoces de sus leguas, dando a conocer al que los envía, y venga detrás la política, la justicia, los reglamentos, los ministros del rey, el comercio, la agricultura, la industria, y todo hallará cuartel. Pero principiar por estas lecciones la enseñanza, y olvidarse de aquella disciplina es poner la carreta delante de los bueyes, o querer que lea el que no conoce el alfabeto. No hay duda que si se entabla alguno de estos proyectos que hemos insinuado, se reformará el estado de la campaña, porque los hombres, y aún los brutos ceden al rigor de los castigos; pero cuando se hayan connaturalizado con el azote, cuando se hayan familiarizado sus ojos con los suplicios, perderá entre ellos el castigo toda su eficacia, y la lástima común vendrá a desarmar el brazo del verdugo.
Así se observa que aconteció en Roma en tiempo de sus reyes que del rigor pasó a la indolencia, y de la indolencia a la impunidad; porque a la verdad no es la crueldad de las penas el mayor freno para contener los delitos; antes se ha visto más de una vez que los grandes tormentos, endurecidos los ánimos de los hombres, han perdido la virtud del escarmiento, y los ha hecho más atrevidos. El Montesquieu testifica esta verdad con ejemplares de diversas capitales de Asia y de Europa donde los delitos más atroces se han visto nacer de la acerbidad de las penas. Los robos en despoblado, dice este escritor, que eran tan frecuentes en algunos países que se inventó para desterrarlos el suplicio de la rueda; y que después de algún tiempo se robaba como antes en los caminos. Del Japón refieren los viajeros que se compiten en crueldad de las penas con la atrocidad de los delitos y que no son menos frecuentes que si absolutamente no se castigaran. véase lo que escribe de Turquía el autor de la obra intitulada Legislación Oriental acerca de los panaderos turcos, a los cuales asegura este escritor, en calidad de testigo de vista, que ahorcan casi todas las semanas por lo que rebajan en el pan; y que sin embargo de tan excesivo rigor se tropieza en la calle todos los días los cuerpos de los ahorcados. Tan verdad como todo esto es que no se halla en la crueldad de los castigos el vínculo de la obediencia, y del buen orden que se desea establecer en una república. Pero cuando hablamos de plantear la subordinación y de introducir la disciplina civil en unos campos abiertos a toda especie de vicios, y de docilitar a unos hombres montaraces que llevan desde la niñez el fuego de sus iniquidades, que no son sensibles a la vergüenza, y por decirlo de una vez, que nada tienen que perder, es empresa de mayor riesgo el arrojarse de un golpe sobre ellos a ponerles la ley, y despojarlos arrebatadamente de la abusiva libertad en que han estado toda su vida.
Puede considerarse tan difícil este logro que acaso se haga imposible, y vengan a ser los últimos desaciertos de estos hombres peores que los que se pretenden enmendar. Por el contrario el fiar a la religión todo el éxito del negocio, no ofrece riesgo el menor. Semejante tentativa no puede dar en ningún tiempo motivos de arrepentimiento, así como no los dió y fue tan eficaz para la conquista de la América de mano de unos infieles; y no es verosímil que hallemos a Dios menos propicio para esta empresa que lo encontramos para aquella. La predicación del Evangelio puede obrar de muchas maneras la reducción que se pretende de estos forajidos; porque primeramente alumbra el entendimiento y destierra la ignorancia, que es el principio de nuestros desaciertos, y lo fue del deicidio que se ejecutó en Jerusalem; induce al temor de Dios; y dejando aparte otros efectos puramente espirituales, instruyen las leyes del vasallaje, las cuales nos guían a amar al soberano, y a servirlo por amor, a temerlo como a ministro del Altísimo, a observar sus leyes, y para explicarme en la frase de Jesucristo, nos enseña a dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Porque siguiendo esta misma parábola, en el campo no se sabe de quien es la imagen de la moneda, esto es, quien es el que nos gobierna, y cuales son sus derechos que le son debidos de justicia que no se le pueden usurpar sin delito. Se puede asegurar sin peligro que de diez vecinos de nuestra campaña, creen los nueve que el contrabando es un acto lícito en el fuero interno, y que no tiene más reato que el de la pena corporal si llega a ser aprendido el contrabandista; y el uno que resta de los diez, no cree positivamente que el contrabando sea pecado; bien que como ya se ha dicho la mayor parte de la gente de la campaña ignora el nombre del soberano reinante con estar tan reciente su exaltación.
El efecto más provechoso a nuestro intento, que viene con la predicación del Evangelio en la campaña, es la reducción o la reunión de familias que se ve en cualquier parte del orbe cristiano luego que se levanta una capilla o una ermita. Así como el agua y los montes atraen las gentes para fundar pueblos y meterse en sociedad, así un altar entre los católicos congrega a los hombres y a las mujeres, y resultan los matrimonios, de donde viene la multiplicación de los linajes. Luego que hay iglesia y hay pastor se congrega el rebaño, se planta la devoción, la virtud, la política, la justicia, y las buenas costumbres, y todo lo que se quiere que haya, en sabiéndolo negociar. De manera que siendo unos mismos los hombres antes y después de reunidos en sociedad empiezan a parecer otros desde que se congregan a vivir en compañía. Como nada hay más infalible que la religión católica, tampoco hay cosa que sea más amable a los que la mamaron en la cuna; y desde el momento que va entrando por nuestros ojos la luz de las verdades eternas, se va insinuando en nuestros corazones la obediencia a los superiores, y nos va haciendo declinar de nuestro amor a la independencia. Por lo dicho, estamos bien persuadidos según el carácter flexible de aquellos naturales, que se difundiesen por nuestra campaña unos operarios celosos que misionasen el evangelio por las estancias más pobladas, y se levantasen junto a ellas algunas capillas, regidas por unos párrocos desinteresados y de mucha caridad, que incesantemente trabajasen en administrar el pasto espiritual, en breve sería la campaña un nuevo mundo y una brillante piedra que esmaltase y diese doble precio a la diadema de nuestro soberano.
Las conveniencias que de la planificación de este proyecto sacaría el Estado, la iglesia, el comercio y la real hacienda exceden de lo que se puede explicar, y aún de lo que se puede comprender. Es obra de muchos volúmenes lo que se puede calcular sobre este plan. Entonces se verían logrados sin tropiezo los dos grandes proyectos de la salazón de carnes, y el de la pesca de la ballena, sobre que tanto se ha trabajado inútilmente; proyectos bastantes por sí solos a estimular por la conservación de esta América, cuando no produjesen otros frutos; y cuando no se lograsen éstos, aseguraríamos el comercio exclusivo de los cueros, más pingüe y lucrativo que el beneficio de los ricos minerales.