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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO IV Entran los españoles en Guachoya. Cuéntase cómo los indios tienen guerra perpetua unos con otros Pasado el despoblado, el primer pueblo que los españoles vieron de la provincia de Guachoya fue el principal de ella, que había el mismo nombre, el cual estaba a la ribera del Río Grande, en cuya demanda iban los nuestros. Estaba asentado sobre dos cerros altos, el uno cerca del otro. Tenía trescientas casas. Las medias de ellas estaban en el un cerro, y las otras en el otro. Y el sitio llano que había entre los dos cerros servía de plaza; en lo más alto del uno de ellos estaba la casa del cacique. Estas dos provincias Guachoya y Anilco tenían entre sí gran odio y enemistad y se hacían cruel guerra, por lo cual no pudieron tener aviso los guachoyas de la ida de los españoles a su pueblo, y así los hallaron desapercibidos. Mas, como quiera que pudieron, se pusieron en arma el cacique y sus vasallos para defender el pueblo. Mas, viendo la pujanza de los contrarios y que no podían resistirla, se acogieron al Río Grande, y en muy hermosas canoas, que, como gente enemistada, para semejantes necesidades tenían apercibidas, lo pasaron, llevando consigo sus mujeres e hijos y toda la hacienda que llevar pudieron, y desampararon el pueblo. Los castellanos entraron en él, donde hallaron mucha comida de maíz y otras semillas y frutas que la tierra tiene en abundancia, y se alojaron a todo su placer. Porque, como hemos visto, casi todas las provincias que estos españoles anduvieron tenían guerra unos con otros, será razón decir aquí de qué suerte era esta guerra que se hacía, para lo cual es de saber que no era guerra de poder a poder con ejército formado ni con batallas campales sino muy raras veces, ni por codicia y ambición de quitarse los estados los unos señores a los otros.
La guerra que se hacían era de asechanzas y cautelas, saltándose en las pesquerías, cacerías, y en sus sementeras y en los caminos, dondequiera que pudiesen hallar descuidados los contrarios. Los que prendían en los tales lances eran tenidos por esclavos, unos con prisiones perpetuas como en algunas provincias hemos visto, deszocado un pie, otros como prisioneros de rescate, para trocar unos por otros. La enemistad entre ellos no llegaba a más que a hacerse mal en las personas con muertes o heridas o prisiones, sin pretender quitarse los estados, y, si alguna vez se encendía la guerra, llegaba hasta quemarse los pueblos y talar los campos, mas, luego que los vencedores habían hecho el daño que querían, se recogían a sus tierras, sin querer señorear las ajenas. De donde parece que la guerra y enemistad que hay entre ellos más es por gentileza y por mostrar la valentía y esfuerzo de sus ánimos y por andar ejercitados en la milicia que por desear la hacienda y estado ajeno. Los prisioneros que de la una parte o la otra se cautivan, con facilidad los vuelven a rescatar, trocando unos por otros para que vuelvan de nuevo a sus asechanzas. Y esta manera de guerra la tienen ya hecha naturaleza entre ellos y es causa de que perpetuamente, dondequiera que se hallen, anden apercibidos de sus armas, porque en ninguna parte están seguros de enemigos. Y de aquí nace que, siendo tan ejercitados en esta continua milicia, sean tan belicosos en sí y tan diestros en sus armas, particularmente en los arcos y flechas, que, como son armas de tiro con que de lejos pueden hacer efecto, las usan más que otras, como cazadores que andan a cazar hombres y animales.
Y esta guerra no la tiene el cacique con sólo uno de sus vecinos, sino con todos los que parten términos con él, sean dos o tres o cuatro, o más, que todos la tienen unos con otros. Ejercicio por cierto loable en la soldadesca para que nadie se descuide y cada uno pueda mostrar la gallardía de su persona. Esta es, en común, la enemistad de los indios del gran reino de la Florida. Y ella misma sería gran parte para que aquella tierra se ganase con facilidad, porque "todo reino diviso, etcétera." Al fin de tres días que los españoles habían estado en el pueblo Guachoya, el señor de él, que había el mismo nombre, habiendo sabido lo que en la provincia de Anilco entre indios y españoles había pasado y cómo aquel curaca no había querido recibir de paz al gobernador, antes había menospreciado su amistad y mensajes con no responder a ellos, quiso no perder la ocasión que en las manos tenía para vengarse de sus enemigos, los de Anilco, y, como hombre mañoso que era y lleno de astucias, envió luego una solemne embajada al gobernador con cuatro indios, caballeros principales, y otros muchos de servicio, que vinieron cargados de mucha fruta y pescado, con los cuales envió a decir suplicaba a su señoría le perdonase la inadvertencia que había tenido en no le haber esperado y recibido en su pueblo y le diese licencia para venir a besarle las manos, que si se la daba, vendría dentro de cuatro días a besárselas personalmente, y que, desde luego, le ofrecía su vasallaje y servicio.
El gobernador holgó con la embajada y respondió a los mensajeros dijesen a su curaca le agradecería su buen ánimo y estimaba en mucho su amistad, que viniese sin pesadumbre alguna, que sería bien recibido. Los mensajeros volvieron contentos con la respuesta, y el cacique, en los tres días que tardó en venir, envió cada día siete u ocho recaudos, que todos contenían unas mismas palabras, diciendo a su señoría le avisase de su salud y si había en qué le servir, con otras impertinencias de ningún momento. Los cuales recaudos enviaba Guachoya, como hombre recatado y astuto, para ver si con ellos descubría alguna novedad o cómo los tomaba el adelantado. Mas, habiendo visto que los recibía con buena amistad, se aseguró, y, el último día de los cuatro vino antes de comer, como lo había avisado el día antes. Trajo en su compañía cien hombres nobles, todos, conforme a la usanza de ellos, muy bien aderezados de grandes plumajes y hermosas mantas de martas y otras pellejinas de mucha estima. Todos traían sus arcos y flechas de las mejores que ellos hacen para su mayor ornamento.
La guerra que se hacían era de asechanzas y cautelas, saltándose en las pesquerías, cacerías, y en sus sementeras y en los caminos, dondequiera que pudiesen hallar descuidados los contrarios. Los que prendían en los tales lances eran tenidos por esclavos, unos con prisiones perpetuas como en algunas provincias hemos visto, deszocado un pie, otros como prisioneros de rescate, para trocar unos por otros. La enemistad entre ellos no llegaba a más que a hacerse mal en las personas con muertes o heridas o prisiones, sin pretender quitarse los estados, y, si alguna vez se encendía la guerra, llegaba hasta quemarse los pueblos y talar los campos, mas, luego que los vencedores habían hecho el daño que querían, se recogían a sus tierras, sin querer señorear las ajenas. De donde parece que la guerra y enemistad que hay entre ellos más es por gentileza y por mostrar la valentía y esfuerzo de sus ánimos y por andar ejercitados en la milicia que por desear la hacienda y estado ajeno. Los prisioneros que de la una parte o la otra se cautivan, con facilidad los vuelven a rescatar, trocando unos por otros para que vuelvan de nuevo a sus asechanzas. Y esta manera de guerra la tienen ya hecha naturaleza entre ellos y es causa de que perpetuamente, dondequiera que se hallen, anden apercibidos de sus armas, porque en ninguna parte están seguros de enemigos. Y de aquí nace que, siendo tan ejercitados en esta continua milicia, sean tan belicosos en sí y tan diestros en sus armas, particularmente en los arcos y flechas, que, como son armas de tiro con que de lejos pueden hacer efecto, las usan más que otras, como cazadores que andan a cazar hombres y animales.
Y esta guerra no la tiene el cacique con sólo uno de sus vecinos, sino con todos los que parten términos con él, sean dos o tres o cuatro, o más, que todos la tienen unos con otros. Ejercicio por cierto loable en la soldadesca para que nadie se descuide y cada uno pueda mostrar la gallardía de su persona. Esta es, en común, la enemistad de los indios del gran reino de la Florida. Y ella misma sería gran parte para que aquella tierra se ganase con facilidad, porque "todo reino diviso, etcétera." Al fin de tres días que los españoles habían estado en el pueblo Guachoya, el señor de él, que había el mismo nombre, habiendo sabido lo que en la provincia de Anilco entre indios y españoles había pasado y cómo aquel curaca no había querido recibir de paz al gobernador, antes había menospreciado su amistad y mensajes con no responder a ellos, quiso no perder la ocasión que en las manos tenía para vengarse de sus enemigos, los de Anilco, y, como hombre mañoso que era y lleno de astucias, envió luego una solemne embajada al gobernador con cuatro indios, caballeros principales, y otros muchos de servicio, que vinieron cargados de mucha fruta y pescado, con los cuales envió a decir suplicaba a su señoría le perdonase la inadvertencia que había tenido en no le haber esperado y recibido en su pueblo y le diese licencia para venir a besarle las manos, que si se la daba, vendría dentro de cuatro días a besárselas personalmente, y que, desde luego, le ofrecía su vasallaje y servicio.
El gobernador holgó con la embajada y respondió a los mensajeros dijesen a su curaca le agradecería su buen ánimo y estimaba en mucho su amistad, que viniese sin pesadumbre alguna, que sería bien recibido. Los mensajeros volvieron contentos con la respuesta, y el cacique, en los tres días que tardó en venir, envió cada día siete u ocho recaudos, que todos contenían unas mismas palabras, diciendo a su señoría le avisase de su salud y si había en qué le servir, con otras impertinencias de ningún momento. Los cuales recaudos enviaba Guachoya, como hombre recatado y astuto, para ver si con ellos descubría alguna novedad o cómo los tomaba el adelantado. Mas, habiendo visto que los recibía con buena amistad, se aseguró, y, el último día de los cuatro vino antes de comer, como lo había avisado el día antes. Trajo en su compañía cien hombres nobles, todos, conforme a la usanza de ellos, muy bien aderezados de grandes plumajes y hermosas mantas de martas y otras pellejinas de mucha estima. Todos traían sus arcos y flechas de las mejores que ellos hacen para su mayor ornamento.