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Datos principales
Desarrollo
De la comida pública del rey Se sentaba solo a la mesa pero con gran pompa y abundancia de todo género de comida exquisita. La mesa era un cojín de pieles de ciervos o de tigres teñidas de diversos colores. Se sentaba en un banquito de palo de cuatro pies, pequeño y bajo y adornado con hermosos dibujos e imágenes. Los manteles, las toallas y las servilletas eran de algodón, nuevas todos los días y blanquísimas, porque no se ponían más que una sola vez en la mesa. Cuatrocientos criados de familias nobles traían las viandas apiñadas al principio en aparadores abacis ¿angarillas? y se llevaban a la mesa según la orden del rey, quien levantándose, señalaba con una varita las que más le atraían y después se sentaba a comer. Se ponían bajo las viandas carbones encendidos para que no se enfriaran y perdieran el gusto con el calor; lo mismo vemos que hacen hoy los habitantes del Viejo Mundo, no sólo los reyes, sitio también hombres de mediocre fortuna. Rara vez acontecía que comiera otra cosa, a no ser que los maestresala le recomendaran con insistencia algún manjar. Antes de que se sentara se presentaban veinte o más de las concubinas más hermosas y más gratas al gran Señor, o las que estaban de semana, llevando agua para que se lavara las manos, con señalada humildad y reverencia. Llegaba el mayordomo y circundaba la mesa con una reja de madera para que la increíble multitud de hombres presente no fuese pesada y molesta al rey mientras cenaba. Este maestresala y no otro cualquiera traía y llevaba los manjares.
El resto de los criados y de la turba presente a la cena del Señor, ni se acercaban a la mesa ni nadie hablaba, a no ser algún fubón o alguno que respondiese al Señor que preguntaba o inquiría alguna cosa. No se permitía entrar en el aula regia con los pies calzados, ni se brindaba con gran pompa como se hace hoy. Con frecuencia estaban presentes seis próceres de edad senil, a cierta distancia del rey, a los cuales daba algunos manjares en prenda de amor para que los comieran, de aquellos que le parecían más sabrosos. Ellos lo recibían con gran reverencia y los comían con los ojos bajos, sin ver para nada al Señor, lo que se tenía por la suma veneración al rey y principal reverencia. Al mismo tiempo se tocaban diversos instrumentos músicos de los que comportaba la época y la gente, como flautas, caracoles, huesos con estrías atravesadas, y tímpanos, acompañados de canto y halagando así más suavemente los oídos. Asistían también a la cena por diversión o por lujo, enanos, jorobados, convulsos de rara, monstruosa y admirable naturaleza. Estos al mismo tiempo que los bufones, cenaban de lo que sobraba, con tres mil guardias del rey que estaban sentados en los patios y en las plazas más cercanas, en gracia de los cuales se acostumbraba poner, según dicen, tres mil platos llenos de comida y otros tantos jarros con las bebidas que acostumbraban los mexicanos. Estaban abiertas para todos las bodegas y las despensas colmadas de increíble cantidad de viandas y bebidas, ya sea de las compradas en el mercado, o de las traídas por los cazadores, pajareros, arrendatarios y tributarios reales.
Las cazuelas, escudillas, ollas, tinajas, jarros y los demás vasos de barro, no inferiores a los nuestros se ponían sólo una vez y no se usaban más. No faltaba la vajilla de oro y piedras preciosas, por el contrario era muy numerosa, pero nunca la usaban, ya sea porque les gustara más la de barro, o porque una vez ensuciada con las viandas no podía ser llevada de nuevo a la mesa, lo que podían conseguir fácilmente usando las de barro. Dicen que los reyes no comían para nada carne humana, excepto por motivo religioso la de los inmolados a los dioses. Pero todos los otros la comían con placer, siempre que fuese del enemigo o de los matados en la guerra. Levantados los manteles concurrían las mujeres, las amigas y concubinas que habían estado presentes a la cena, y le echaban agua para que se lavara las manos, con la misma veneración y reverencia que antes. Inmediatamente se retiraban y se recluían en sus apartamentos en gracia del pudor para comer con las demás. Se retiraban también para comer, los varones principales y los ministros, exceptuados aquellos que estaban de guarda ese día, los cuales para desempeñar ese cargo habían comido antes.
El resto de los criados y de la turba presente a la cena del Señor, ni se acercaban a la mesa ni nadie hablaba, a no ser algún fubón o alguno que respondiese al Señor que preguntaba o inquiría alguna cosa. No se permitía entrar en el aula regia con los pies calzados, ni se brindaba con gran pompa como se hace hoy. Con frecuencia estaban presentes seis próceres de edad senil, a cierta distancia del rey, a los cuales daba algunos manjares en prenda de amor para que los comieran, de aquellos que le parecían más sabrosos. Ellos lo recibían con gran reverencia y los comían con los ojos bajos, sin ver para nada al Señor, lo que se tenía por la suma veneración al rey y principal reverencia. Al mismo tiempo se tocaban diversos instrumentos músicos de los que comportaba la época y la gente, como flautas, caracoles, huesos con estrías atravesadas, y tímpanos, acompañados de canto y halagando así más suavemente los oídos. Asistían también a la cena por diversión o por lujo, enanos, jorobados, convulsos de rara, monstruosa y admirable naturaleza. Estos al mismo tiempo que los bufones, cenaban de lo que sobraba, con tres mil guardias del rey que estaban sentados en los patios y en las plazas más cercanas, en gracia de los cuales se acostumbraba poner, según dicen, tres mil platos llenos de comida y otros tantos jarros con las bebidas que acostumbraban los mexicanos. Estaban abiertas para todos las bodegas y las despensas colmadas de increíble cantidad de viandas y bebidas, ya sea de las compradas en el mercado, o de las traídas por los cazadores, pajareros, arrendatarios y tributarios reales.
Las cazuelas, escudillas, ollas, tinajas, jarros y los demás vasos de barro, no inferiores a los nuestros se ponían sólo una vez y no se usaban más. No faltaba la vajilla de oro y piedras preciosas, por el contrario era muy numerosa, pero nunca la usaban, ya sea porque les gustara más la de barro, o porque una vez ensuciada con las viandas no podía ser llevada de nuevo a la mesa, lo que podían conseguir fácilmente usando las de barro. Dicen que los reyes no comían para nada carne humana, excepto por motivo religioso la de los inmolados a los dioses. Pero todos los otros la comían con placer, siempre que fuese del enemigo o de los matados en la guerra. Levantados los manteles concurrían las mujeres, las amigas y concubinas que habían estado presentes a la cena, y le echaban agua para que se lavara las manos, con la misma veneración y reverencia que antes. Inmediatamente se retiraban y se recluían en sus apartamentos en gracia del pudor para comer con las demás. Se retiraban también para comer, los varones principales y los ministros, exceptuados aquellos que estaban de guarda ese día, los cuales para desempeñar ese cargo habían comido antes.