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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO II Ganan los españoles el paso de la ciénaga, y la mucha y brava pelea que hubo en ella Con las prevenciones y orden que se ha dicho, llevando cada uno de los soldados en el seno la comida de aquel día, era un poco de maíz tostado o cocido sin otra cosa alguna, salieron del real doscientos españoles de los más escogidos que en él había, y dos horas antes que amaneciese entraron en el callejón del monte, y con todo el silencio posible, caminaron por él hasta llegar al agua donde, reconociendo la senda limpia de malezas que debajo de ella iba, la siguieron hasta la puente hecha de los árboles caídos y maderos atados que atravesaba lo más hondo de la canal de la ciénaga. La cual puente pasaron sin que indio alguno saliese a la defensa, porque les había parecido no osarían los españoles entrar de noche en la espesura del monte y hondura del agua y malezas que en ella había, con lo cual se habían descuidado de madrugar a defender el paso. Mas cuando vieron el día y sintieron que los cristianos habían pasado la puente, acudieron con grandísima furia, grita y alarido a la defensa de lo que del agua y ciénaga quedaba por pasar, que era un cuarto de legua, y con enojo que de sí mismos hubieron por haberse descuidado y dormido tanto, cargaron sobre los castellanos con gran ferocidad e ímpetu. Empero ellos iban bien apercibidos y estaban ganosos que aquella pelea no durase mucho tiempo; apretaron reciamente con los indios. Andaban los unos y los otros a la cinta en el agua.
Echáronlos fuera de ella, encerráronlos en el callejón del segundo monte, el cual era tan cerrado y espeso que no podían los indios huir por él tendidos, sino a la hila, antecogidos por la senda angosta. Encerrados los indios en el callejón del monte, como por la estrechura de paso fuesen menester pocos españoles para lo defender, acordaron que los ciento y cincuenta de ellos entendiesen en desmontar el sitio para alojamiento del real y los otros cincuenta guardasen y defendiesen el paso, si los indios quisiesen venir a estorbar la obra, porque, como no había otro camino para entrar donde estaban los que rozaban el monte, sino por la senda o callejón, pocos cristianos que estuviesen al paso bastaban a defenderlo. De esta manera estuvieron todo aquel día: los indios dando grita y alarido por inquietar con la vocería a sus enemigos ya que no podían con las armas y los castellanos trabajando unos en defender el paso, otros cortando el monte, otros quemando lo cortado porque no ocupase el sitio. Venida la noche, cada uno de los nuestros se quedó donde le tomó, sin dormir parte alguna de ella por los muchos sobresaltos y grita que los indios les daban. Llegado el día, empezó a pasar el ejército, y, aunque no tuvo contradicción de los enemigos, la tuvo del mismo camino, que era muy estrecho, y de las malezas que en el agua había, que no les dejaban pasar como ellos quisieran, por lo cual les era forzoso caminar de uno en uno. Por esta dilación, que era mucha, hicieron harto aquel día en llegar todo el real a se alojar en lo desmontado.
Donde la noche siguiente, por la vocería y sobresaltos que los enemigos daban, durmieron tan poco como la pasada. La comida para los que defendían el paso, la proveyeron pasándola de mano en mano, de unos a otros, hasta llegar a los delanteros. Luego que amaneció, caminaron los españoles por el callejón del monte llevando antecogidos los indios, los cuales siempre les iban tirando flecha y retirándose poco a poco, no queriendo darles más lugar del que ellos pudiesen ganar a golpe de espada. Así caminaron la media legua que había de aquel monte cerrado y espeso. Saliendo de la espesura, entraron en otro monte más claro y abierto, por donde los indios, pudiendo esparcirse y entrar y salir por entre las matas, daban mucha pesadumbre a los castellanos, acometiéndolos por una parte y otra del camino, tirándoles muchas flechas, pero con orden y concierto, que cuando acometían los de una banda, no acometían los de la otra hasta que aquéllos se habían apartado, por no herirse unos a otros con las flechas que salían desmandadas, las cuales eran tantas que parecía lluvia que caía del cielo. El monte que dijimos ser más claro, por donde ahora iban peleando indios y españoles, no lo era tanto que los caballos pudiesen correr por él, por lo cual andaban los infieles tan atrevidos, entrando y saliendo en los cristianos, que no hacían caso de ellos, y, aunque los ballesteros y arcabuceros salían a resistirles, los tenían en nada, porque mientras un español tiraba un tiro y armaba para otro, tiraba un indio seis y siete flechas, tan diestros son y tan a punto las traen que apenas han soltado una cuando tienen puesta otra en el arco.
Los pedazos de tierra limpia que había entre el monte por donde los caballos podían correr tenían los indios cerrados y atajados con largos maderos que iban atados de unos árboles a otros para asegurarse de los caballos, y lo que había de monte cerrado por donde los indios no podían andar lo tenían rozado a pedazos con entradas y salidas para poder ofender a los cristianos sin ser ofendidos de ellos. Hicieron estas prevenciones con tiempo, porque sabían que, por ser el monte de la ciénaga tan cerrado como lo era, no habían de poder ofender a los castellanos como quisieran y pudieran si el monte fuera más abierto y claro, como el que ahora llevaban. Pues como se viesen con las ventajas que por causa del sitio a los españoles hacían, no dejaban de tentar y hacer cualquier diligencia, ardid o engaño que podían en ofensa de los cristianos, con ansia de los herir o matar. Los castellanos por el monte atendían a defenderse de los enemigos más que no a ofenderlos, porque no podían aprovecharse de los caballos por el estorbo del monte, por lo cual iban fatigados de su propio coraje más que no de las armas de los contrarios. Los indios, viendo sus enemigos embarazados, los apretaban más y más por todas partes, con ansias y deseo de romperlos y desbaratarlos. Cobraban, por otras, nuevo ánimo y esfuerzo con la memoria y recordación de haber diez o once años antes, en esta misma ciénaga, aunque no en este paso, rompido y desbaratado a Pánfilo de Narváez.
La cual hazaña recordaban a los españoles y a su general, diciéndole, entre otras desvergüenzas y denuestos, que de ellos y de él habían de hacer otro tanto. Con las dificultades del camino y con las pesadumbres que los enemigos les daban, caminaron los españoles dos leguas que había de monte hasta salir a tierra limpia y rasa, donde, llegados que fueron, dando gracias a Dios que los hubiese sacado de aquella cárcel, soltaron las riendas a los caballos y mostraron bien el enojo que contra los indios llevaban, porque, en más de dos leguas que duraba la tierra limpia hasta llegar a las sementeras de maíz, no toparon indio que no prendiesen o matasen, principalmente a los que mostraban hacer alguna resistencia, de los cuales no escapó alguno. Así mataron muchos indios, que fue grande la mortandad de aquel día, y prendieron pocos, con lo cual vengaron estos castellanos la ofensa y daño que los de Apalache hicieron a Pánfilo de Narváez, y les desengañaron de la opinión y jactancia que de sí tenían, que habían de matar y destruir a estos castellanos como hicieron a los pasados.
Echáronlos fuera de ella, encerráronlos en el callejón del segundo monte, el cual era tan cerrado y espeso que no podían los indios huir por él tendidos, sino a la hila, antecogidos por la senda angosta. Encerrados los indios en el callejón del monte, como por la estrechura de paso fuesen menester pocos españoles para lo defender, acordaron que los ciento y cincuenta de ellos entendiesen en desmontar el sitio para alojamiento del real y los otros cincuenta guardasen y defendiesen el paso, si los indios quisiesen venir a estorbar la obra, porque, como no había otro camino para entrar donde estaban los que rozaban el monte, sino por la senda o callejón, pocos cristianos que estuviesen al paso bastaban a defenderlo. De esta manera estuvieron todo aquel día: los indios dando grita y alarido por inquietar con la vocería a sus enemigos ya que no podían con las armas y los castellanos trabajando unos en defender el paso, otros cortando el monte, otros quemando lo cortado porque no ocupase el sitio. Venida la noche, cada uno de los nuestros se quedó donde le tomó, sin dormir parte alguna de ella por los muchos sobresaltos y grita que los indios les daban. Llegado el día, empezó a pasar el ejército, y, aunque no tuvo contradicción de los enemigos, la tuvo del mismo camino, que era muy estrecho, y de las malezas que en el agua había, que no les dejaban pasar como ellos quisieran, por lo cual les era forzoso caminar de uno en uno. Por esta dilación, que era mucha, hicieron harto aquel día en llegar todo el real a se alojar en lo desmontado.
Donde la noche siguiente, por la vocería y sobresaltos que los enemigos daban, durmieron tan poco como la pasada. La comida para los que defendían el paso, la proveyeron pasándola de mano en mano, de unos a otros, hasta llegar a los delanteros. Luego que amaneció, caminaron los españoles por el callejón del monte llevando antecogidos los indios, los cuales siempre les iban tirando flecha y retirándose poco a poco, no queriendo darles más lugar del que ellos pudiesen ganar a golpe de espada. Así caminaron la media legua que había de aquel monte cerrado y espeso. Saliendo de la espesura, entraron en otro monte más claro y abierto, por donde los indios, pudiendo esparcirse y entrar y salir por entre las matas, daban mucha pesadumbre a los castellanos, acometiéndolos por una parte y otra del camino, tirándoles muchas flechas, pero con orden y concierto, que cuando acometían los de una banda, no acometían los de la otra hasta que aquéllos se habían apartado, por no herirse unos a otros con las flechas que salían desmandadas, las cuales eran tantas que parecía lluvia que caía del cielo. El monte que dijimos ser más claro, por donde ahora iban peleando indios y españoles, no lo era tanto que los caballos pudiesen correr por él, por lo cual andaban los infieles tan atrevidos, entrando y saliendo en los cristianos, que no hacían caso de ellos, y, aunque los ballesteros y arcabuceros salían a resistirles, los tenían en nada, porque mientras un español tiraba un tiro y armaba para otro, tiraba un indio seis y siete flechas, tan diestros son y tan a punto las traen que apenas han soltado una cuando tienen puesta otra en el arco.
Los pedazos de tierra limpia que había entre el monte por donde los caballos podían correr tenían los indios cerrados y atajados con largos maderos que iban atados de unos árboles a otros para asegurarse de los caballos, y lo que había de monte cerrado por donde los indios no podían andar lo tenían rozado a pedazos con entradas y salidas para poder ofender a los cristianos sin ser ofendidos de ellos. Hicieron estas prevenciones con tiempo, porque sabían que, por ser el monte de la ciénaga tan cerrado como lo era, no habían de poder ofender a los castellanos como quisieran y pudieran si el monte fuera más abierto y claro, como el que ahora llevaban. Pues como se viesen con las ventajas que por causa del sitio a los españoles hacían, no dejaban de tentar y hacer cualquier diligencia, ardid o engaño que podían en ofensa de los cristianos, con ansia de los herir o matar. Los castellanos por el monte atendían a defenderse de los enemigos más que no a ofenderlos, porque no podían aprovecharse de los caballos por el estorbo del monte, por lo cual iban fatigados de su propio coraje más que no de las armas de los contrarios. Los indios, viendo sus enemigos embarazados, los apretaban más y más por todas partes, con ansias y deseo de romperlos y desbaratarlos. Cobraban, por otras, nuevo ánimo y esfuerzo con la memoria y recordación de haber diez o once años antes, en esta misma ciénaga, aunque no en este paso, rompido y desbaratado a Pánfilo de Narváez.
La cual hazaña recordaban a los españoles y a su general, diciéndole, entre otras desvergüenzas y denuestos, que de ellos y de él habían de hacer otro tanto. Con las dificultades del camino y con las pesadumbres que los enemigos les daban, caminaron los españoles dos leguas que había de monte hasta salir a tierra limpia y rasa, donde, llegados que fueron, dando gracias a Dios que los hubiese sacado de aquella cárcel, soltaron las riendas a los caballos y mostraron bien el enojo que contra los indios llevaban, porque, en más de dos leguas que duraba la tierra limpia hasta llegar a las sementeras de maíz, no toparon indio que no prendiesen o matasen, principalmente a los que mostraban hacer alguna resistencia, de los cuales no escapó alguno. Así mataron muchos indios, que fue grande la mortandad de aquel día, y prendieron pocos, con lo cual vengaron estos castellanos la ofensa y daño que los de Apalache hicieron a Pánfilo de Narváez, y les desengañaron de la opinión y jactancia que de sí tenían, que habían de matar y destruir a estos castellanos como hicieron a los pasados.