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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO II De los tormentos que un cacique daba a un español esclavo suyo El cacique Hirrihigua mandó guardar a buen recaudo los cuatro españoles para con la muerte de ellos solemnizar una gran fiesta que, según su gentilidad, esperaba celebrar dentro de pocos días. Venida la fiesta, los mandó sacar desnudos a la plaza y que uno a uno, corriéndolos de una parte a otra, los flechasen como a fieras, y que no les tirasen muchas flechas juntas porque tardasen más en morir y el tormento les fuese mayor, y a los indios, su fiesta y regocijo más larga y solemne. Así lo hicieron con los tres españoles, recibiendo el cacique gran contento y placer de verlos huir a todas partes buscando remedio y que en ninguna hallasen socorro sino muerte. Cuando quisieron sacar el cuarto, que era mozo que apenas llegaba a los diez y ocho años, natural de Sevilla, llamado Juan Ortiz, salió la mujer del cacique, y en su compañía sacó tres hijas suyas mozas, y, puestas delante del marido, le dijo que le suplicaba se contentase con los tres castellanos muertos y que perdonase aquel mozo, pues ni él ni sus compañeros habían tenido culpa de la maldad que los pasados habían hecho, pues no habían venido con Pánfilo de Narváez, y que particularmente aquel muchacho era digno de perdón, porque su poca edad le libraba de culpa; y pedía misericordia, que bastaba quedase por esclavo y no que lo matasen tan crudamente, sin haber hecho delito. El cacique, por dar contento a su mujer e hijas, otorgó por entonces la vida a Juan Ortiz, aunque después se la dio tan triste y amarga que muchas veces hubo envidia a sus tres compañeros muertos, porque el trabajo continuo sin cesar de acarrear leña y agua era tanto y el comer y dormir tan poco, los palos, bofetadas y azotes de todos los días tan crueles, sin los demás tormentos que a sus tiempos en particulares fiestas le daban, que muchas veces, si no fuera cristiano tomara por remedio la muerte con sus manos.
Porque es así que, sin el tormento cotidiano, el cacique, por su pasatiempo, muchos días de fiesta mandaba que Juan Ortiz corriese todo el día sin parar (de sol a sombra), en una plaza larga que en el pueblo había, donde flecharon a sus compañeros. Y el mismo cacique salía a verle correr, y con él iban sus gentileshombres apercibidos de sus arcos y flechas para tirarle en dejando de correr. Juan Ortiz empezaba su carrera en saliendo el sol y no paraba de una parte a otra de la plaza hasta que se ponía el sol, que éste era el tiempo que le señalaban. Y cuando el cacique se iba a comer dejaba sus gentileshombres que le mirasen para que, en dejando de correr, lo matasen. Acabado el día, quedaba el triste cual se puede imaginar, tendido en el suelo más muerto que vivo. La piedad de la mujer e hijas del cacique le socorrían estos tales días, porque ellas lo tomaban luego y lo arropaban y hacían otros beneficios que le sustentaban la vida, que fuera mejor quitársela por librarle de aquellos muchos trabajos. El cacique, viendo que tantos y tan continuos tormentos no bastaban a quitar la vida a Juan Ortiz, y creciéndole por horas el odio que le tenía, por acabar con él mandó un día de sus fiestas hacer un gran fuego en medio de la plaza, y, cuando vio mucha brasa hecha, mandó tenderla y poner encima una barbacoa, que es un lecho de madera en forma de parrillas una vara de medir alta del suelo, y que sobre ella pusiesen a Juan Ortiz para asarlo vivo. Así se hizo, donde estuvo el pobre español mucho rato tendido de un lado, atado a la barbacoa.
A los gritos que el triste daba en el fuego, acudieron la mujer e hijas del cacique, y, rogando al marido, y aun riñendo su crueldad, lo sacaron del fuego ya medio asado, que las vejigas tenía por aquel lado como medias naranjas, y algunas de ellas reventadas, por donde le corría mucha sangre, que era lástima verlo. El cacique pasó por ello porque eran mujeres que él tanto quería, y quizá lo hizo también por tener adelante en quien ejercitar su ira y mostrar el deseo de su venganza; porque hubiese en quien la ejercitar, que aunque tan pequeña para como la deseaba, todavía se recreaba con aquella poca. Y así lo dijo muchas veces que le había pesado de haber muerto los tres españoles tan brevemente. Las mujeres llevaron a Juan Ortiz a su casa, y con zumos de yerbas (que las indias e indios como carecen de médicos son grandes herbolarios), le curaron con gran lástima de verle cuál estaba. ¡Qué veces y veces se habían arrepentido ya de haberlo la primera vez librado de muerte, por ver que tan a la larga y con tan crueles tormentos se la daban cada día! Juan Ortiz al cabo de muchos días quedó sano, aunque las señales de las quemaduras del fuego le quedaron bien grandes. El cacique, por no verlo así y por librarse de la molestia que su mujer e hijas con sus ruegos le daban, mandó, porque no estuviese ocioso, ejercitarlo en otro tormento no tan grave como los pasados. Y fue que guardase de día y de noche los cuerpos muertos de los vecinos de aquel pueblo que se ponían en el campo dentro en un monte lejos de poblado, lugar señalado para ellos.
Los cuales ponían sobre la tierra en unas arcas de madera que servían de sepulturas, sin gonces ni otro más recaudo de cerradura que unas tablas con que las cubrían y encima unas piedras o maderos, de las cuales arcas, por el mal recaudo que ellas tenían de guardar los cuerpos muertos, se los llevaban los leones, que por aquella tierra hay muchos, de que los indios recibían mucha pesadumbre y enojo. Este sitio mandó el cacique a Juan Ortiz que guardase con cuidado que los leones no le llevasen algún difunto, o parte de él, con protestación y juramento que le hizo, si lo llevaban moriría asado sin remedio alguno. Y para con qué los guardase le dio cuatro dardos que tirase a los leones o a otras salvajinas que llegasen a las arcas. Juan Ortiz, dando gracias a Dios que le hubiese quitado de la continua presencia del cacique Hirrihigua, su amo, se fue a guardar los muertos, esperando tener mejor vida con ellos que con los vivos. Guardábalos con todo cuidado, principalmente de noche, porque entonces había mayor riesgo. Sucedió que una noche de las que así velaba se durmió al cuarto del alba sin poder resistir el sueño, porque a esta hora suele mostrar sus mayores fuerzas contra los que velan. A este tiempo acertó a venir un león, y, derribando las compuertas de una de las arcas, sacó un niño que dos días antes habían echado en ella y se lo llevó. Juan Ortiz recordó al ruido que las compuertas hicieron al caer, y como acudió al arca y no halló el cuerpo del niño, se tuvo por muerto.
Mas con toda su ansia y congoja no dejó de hacer sus diligencias, buscando al león para, si lo topase, quitarle el muerto o morir a sus manos. Por otra parte se encomendaba a Nuestro Señor le diese esfuerzo para morir otro día confesando y llamando su nombre, porque sabía que, luego que amaneciese, habían de visitar los indios las arcas, y, no hallando el cuerpo del niño, lo habían de quemar vivo. Andando por el monte de una parte a otra con las ansias de la muerte, salió a un camino ancho, que por medio de él pasaba, y, yendo por él un rato con determinación de huirse, aunque era imposible escaparse, oyó en el monte, no lejos de donde iba, un ruido como de perro que roía huesos. Y escuchando bien, se certificó en ello, y, sospechando que podía ser el león que estuviese comiendo el niño, fue con mucho tiento por entre las matas, acercándose adonde sentía el ruido, y a la luz de la luna que hacía, aunque no muy clara, vio cerca de sí al león, que a su placer comía el niño. Juan Ortiz, llamando a Dios y cobrando ánimo, le tiró un dardo. Y, aunque por entonces no vio, por causa de las matas, el tiro que había hecho, todavía sintió que no había sido malo por quedarle la mano sabrosa, cual dicen los cazadores que la sienten cuando han hecho algún buen tiro a las fieras de noche. Con esta esperanza, aunque tan flaca, y también por no haber sentido que el león se hubiese alejado de donde le había tirado, aguardó a que amaneciese, encomendándose a Nuestro Señor le socorriese en aquella necesidad.
Porque es así que, sin el tormento cotidiano, el cacique, por su pasatiempo, muchos días de fiesta mandaba que Juan Ortiz corriese todo el día sin parar (de sol a sombra), en una plaza larga que en el pueblo había, donde flecharon a sus compañeros. Y el mismo cacique salía a verle correr, y con él iban sus gentileshombres apercibidos de sus arcos y flechas para tirarle en dejando de correr. Juan Ortiz empezaba su carrera en saliendo el sol y no paraba de una parte a otra de la plaza hasta que se ponía el sol, que éste era el tiempo que le señalaban. Y cuando el cacique se iba a comer dejaba sus gentileshombres que le mirasen para que, en dejando de correr, lo matasen. Acabado el día, quedaba el triste cual se puede imaginar, tendido en el suelo más muerto que vivo. La piedad de la mujer e hijas del cacique le socorrían estos tales días, porque ellas lo tomaban luego y lo arropaban y hacían otros beneficios que le sustentaban la vida, que fuera mejor quitársela por librarle de aquellos muchos trabajos. El cacique, viendo que tantos y tan continuos tormentos no bastaban a quitar la vida a Juan Ortiz, y creciéndole por horas el odio que le tenía, por acabar con él mandó un día de sus fiestas hacer un gran fuego en medio de la plaza, y, cuando vio mucha brasa hecha, mandó tenderla y poner encima una barbacoa, que es un lecho de madera en forma de parrillas una vara de medir alta del suelo, y que sobre ella pusiesen a Juan Ortiz para asarlo vivo. Así se hizo, donde estuvo el pobre español mucho rato tendido de un lado, atado a la barbacoa.
A los gritos que el triste daba en el fuego, acudieron la mujer e hijas del cacique, y, rogando al marido, y aun riñendo su crueldad, lo sacaron del fuego ya medio asado, que las vejigas tenía por aquel lado como medias naranjas, y algunas de ellas reventadas, por donde le corría mucha sangre, que era lástima verlo. El cacique pasó por ello porque eran mujeres que él tanto quería, y quizá lo hizo también por tener adelante en quien ejercitar su ira y mostrar el deseo de su venganza; porque hubiese en quien la ejercitar, que aunque tan pequeña para como la deseaba, todavía se recreaba con aquella poca. Y así lo dijo muchas veces que le había pesado de haber muerto los tres españoles tan brevemente. Las mujeres llevaron a Juan Ortiz a su casa, y con zumos de yerbas (que las indias e indios como carecen de médicos son grandes herbolarios), le curaron con gran lástima de verle cuál estaba. ¡Qué veces y veces se habían arrepentido ya de haberlo la primera vez librado de muerte, por ver que tan a la larga y con tan crueles tormentos se la daban cada día! Juan Ortiz al cabo de muchos días quedó sano, aunque las señales de las quemaduras del fuego le quedaron bien grandes. El cacique, por no verlo así y por librarse de la molestia que su mujer e hijas con sus ruegos le daban, mandó, porque no estuviese ocioso, ejercitarlo en otro tormento no tan grave como los pasados. Y fue que guardase de día y de noche los cuerpos muertos de los vecinos de aquel pueblo que se ponían en el campo dentro en un monte lejos de poblado, lugar señalado para ellos.
Los cuales ponían sobre la tierra en unas arcas de madera que servían de sepulturas, sin gonces ni otro más recaudo de cerradura que unas tablas con que las cubrían y encima unas piedras o maderos, de las cuales arcas, por el mal recaudo que ellas tenían de guardar los cuerpos muertos, se los llevaban los leones, que por aquella tierra hay muchos, de que los indios recibían mucha pesadumbre y enojo. Este sitio mandó el cacique a Juan Ortiz que guardase con cuidado que los leones no le llevasen algún difunto, o parte de él, con protestación y juramento que le hizo, si lo llevaban moriría asado sin remedio alguno. Y para con qué los guardase le dio cuatro dardos que tirase a los leones o a otras salvajinas que llegasen a las arcas. Juan Ortiz, dando gracias a Dios que le hubiese quitado de la continua presencia del cacique Hirrihigua, su amo, se fue a guardar los muertos, esperando tener mejor vida con ellos que con los vivos. Guardábalos con todo cuidado, principalmente de noche, porque entonces había mayor riesgo. Sucedió que una noche de las que así velaba se durmió al cuarto del alba sin poder resistir el sueño, porque a esta hora suele mostrar sus mayores fuerzas contra los que velan. A este tiempo acertó a venir un león, y, derribando las compuertas de una de las arcas, sacó un niño que dos días antes habían echado en ella y se lo llevó. Juan Ortiz recordó al ruido que las compuertas hicieron al caer, y como acudió al arca y no halló el cuerpo del niño, se tuvo por muerto.
Mas con toda su ansia y congoja no dejó de hacer sus diligencias, buscando al león para, si lo topase, quitarle el muerto o morir a sus manos. Por otra parte se encomendaba a Nuestro Señor le diese esfuerzo para morir otro día confesando y llamando su nombre, porque sabía que, luego que amaneciese, habían de visitar los indios las arcas, y, no hallando el cuerpo del niño, lo habían de quemar vivo. Andando por el monte de una parte a otra con las ansias de la muerte, salió a un camino ancho, que por medio de él pasaba, y, yendo por él un rato con determinación de huirse, aunque era imposible escaparse, oyó en el monte, no lejos de donde iba, un ruido como de perro que roía huesos. Y escuchando bien, se certificó en ello, y, sospechando que podía ser el león que estuviese comiendo el niño, fue con mucho tiento por entre las matas, acercándose adonde sentía el ruido, y a la luz de la luna que hacía, aunque no muy clara, vio cerca de sí al león, que a su placer comía el niño. Juan Ortiz, llamando a Dios y cobrando ánimo, le tiró un dardo. Y, aunque por entonces no vio, por causa de las matas, el tiro que había hecho, todavía sintió que no había sido malo por quedarle la mano sabrosa, cual dicen los cazadores que la sienten cuando han hecho algún buen tiro a las fieras de noche. Con esta esperanza, aunque tan flaca, y también por no haber sentido que el león se hubiese alejado de donde le había tirado, aguardó a que amaneciese, encomendándose a Nuestro Señor le socorriese en aquella necesidad.