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Renacimiento

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Jean Cauvin o Calvino (Noyon, 1509-1564) forma parte de la segunda generación de reformadores y es su principal representante. Estudió en el Collége de la Marche y después en el Montaigu de tradición antiluterana y escasamente afín al erasmismo. En 1528 se graduó en artes y posteriormente en derecho en Orléans y Bourges, obteniendo la licenciatura en 1532. A su vuelta a París cultiva estudios humanísticos y comenta el "De Clementia" de Séneca. Sus contactos con ambientes reformistas datan de esos años. Precisamente hubo de huir de París (1533) a raíz de un discurso académico de su amigo Nicolás Cop, rector de la universidad de París, en el cual se defendía la justificación por la fe y cuya inspiración se debía al parecer a Calvino. Al año siguiente tuvo que abandonar Francia e instalarse en Basilea por sospechoso de la difusión de carteles subversivos contra la misa y otros dogmas católicos. En el verano de 1535 tenía concluida en latín su "Institución de la religión cristiana", tratado teológico que nació como catecismo y como tratado de defensa de los protestantes franceses perseguidos. La "Institutio", que conoció muchas revisiones y cuya influencia en la Reforma fue decisiva, fue fruto del estudio y de su sosegada estancia en Basilea. La lectura de la Biblia, de los escritos de Lutero y de la teología de Zwinglio ocuparon también gran parte de su tiempo. El texto apareció, además, en un momento en el que la expansión de las ideas evangélicas y del luteranismo sufría un importante retroceso o había perdido dinamismo, mientras sus adeptos procedían a escindirse, como sucedió con los sacramentarios.

Calvino ofrecía a los creyentes, confusos o desconcertados por una religión reformada pero demasiado intelectualizada, una doctrina clara, lógica y accesible, por simplificada, a todos. En esa difícil coyuntura llegó Calvino a Ginebra (1536), llamado por Guillaume Farel, también reformador, para constituir en la ciudad una Iglesia nueva. El proyecto fracasó y Calvino tuvo que salir hacia Estrasburgo (1538) invitado por Bucer. Allí actuó como pastor de los inmigrados franceses y como profesor de Biblia. Escribió sus "Comentarios a la carta a los romanos" y maduró su sistema teológico y su fuerte organización eclesial, tan distinta de las imprevisiones de Lutero. Los ginebrinos le vuelven a llamar en 1541, aceptando las condiciones que Calvino en las "Ordenanzas eclesiásticas de la iglesia de Ginebra" imponía para el establecimiento de la Iglesia: la ordenación del culto y la estructura de cuatro oficios (predicadores, maestros, presbíteros y diáconos). Ginebra, la ciudad-iglesia, se convierte de ese modo en la nueva Roma, en el ideal de la nueva Jerusalén. A los pastores les correspondería predicar la palabra y administrar los sacramentos. Los doctores darían lecciones sobre Sagrada Escritura y prepararían a los nuevos párrocos. Los presbíteros o ancianos vigilarían la conducta de los miembros de la comunidad. Y, por último, los diáconos se ocuparían de la asistencia social de pobres y enfermos. Sobre los ministerios estaba Calvino, que poseía el carisma personal del profeta, del reformador.

Un instrumento regulador de la vida de los ginebrinos integrado por pastores y delegados del gobierno a modo de Inquisición católica, el Consistorio, aseguraría finalmente la disciplina en el seno de la iglesia. Se impuso el rigor y el fundamentalismo, se censuraron y prohibieron las lecturas profanas y se controlaron las sagradas, se vigiló la conducta y el estudio de los jóvenes, a los que se les negaba la diversión, el baile, las fiestas o los cantos que no fuesen religiosos. Todo estaba monopolizado por catequesis, por servicios religiosos, por la palabra de Dios, y además no cabían las dudas o las desobediencias que pudieran quebrar la solidez dogmática ni la disciplina. Miguel Servet lo experimentó dramáticamente, pues fue encarcelado y condenado por los ginebrinos a morir en la hoguera como hereje notorio el 27 de octubre de 1553. El castigo ejemplar ayudó a la consolidación de la obra de Calvino antes de su muerte, ocurrida en mayo de 1564, aunque es bien cierto que las bases de su éxito fueron su doctrina y su teología, cuyos rasgos y principios fundamentales son: primacía de la Sagrada Escritura, a través de la cual Dios nos habla. Toda tradición humana es, por ello, rechazable. Dios nos justifica por su gracia; la fe es un don de Dios y la salvación sigue siendo gratuita, pues la naturaleza humana está inclinada al pecado de manera irremediable y sólo merece la condenación eterna. Sin embargo, Dios predestina a la salvación o a la condenación eterna.

La fe del creyente es testimonio suficiente de la predestinación a la salvación, que es un misterio impenetrable sobre el que no debemos especular. Contra la creencia renacentista en el hado o fortuna, Calvino sostiene con fuerza su creencia en la Providencia divina. El curso de las cosas no lo determina el hado sino Dios, señor del mundo, que lo dirige todo a un fin, aunque la providencia de Dios no libera al hombre de su responsabilidad. Sus ideas eclesiales, algunas de las cuales ya han sido expuestas en párrafos anteriores, son contundentes: Dios ha escogido la Iglesia por morada. Dios quiere la Iglesia, los sacramentos (sólo admite el bautismo y la comunión), el culto y las oraciones para ayudar al hombre a vivir mejor su fe, para consolarlo y para darle la confianza en su elección. La teología elaborada por Calvino no estaba pensada exclusivamente para los ginebrinos. El señorío de Dios debe extenderse a toda la Humanidad. Ginebra era sólo una primera piedra. Tanto Calvino como sus discípulos pusieron en marcha un activo, planificado y militante proselitismo. En Francia y los Países Bajos la propagación del calvinismo fue rápida y triunfante a pesar de las persecuciones. En Europa central y oriental el calvinismo se estableció, en cambio, gracias a la conversión de algunos de sus soberanos, como fue el caso del elector palatino Federico III en 1559.

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