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Datos principales
Rango
ibérico
Desarrollo
En una obra de temática esencialmente artística como es ésta, tal vez algún lector pueda plantearse la conveniencia de incluir la arquitectura entre los testimonios artísticos de los iberos, puesto que si juzgamos a partir de los elementos conservados, el valor puramente artístico de buena parte de sus casas y edificios resulta bastante discutible. Sin embargo, en ello subyace, como en tantas otras cosas, un juicio subjetivo, y su valoración dependerá en buena medida del concepto que cada uno tenga del arte. Si consideramos como tal sólo las manifestaciones plásticas realizadas con un afán principalmente estético, limitaríamos considerablemente el ámbito del arte, reduciéndolo a lo que algún autor llamó en su día el arte por el arte. En este sentido, parece evidente que la arquitectura ibérica conservada, como la de tantos otros pueblos antiguos, no sería una arquitectura de especial valor artístico. Sin embargo, creemos que el arte es algo más, y que bajo este nombre pueden cobijarse manifestaciones cotidianas de una cultura, e incluso elementos puramente técnicos, para cuyo acabado o para cuya presentación se eligió una forma determinada y concreta, dentro de las infinitas posibilidades potenciales existentes, en función de criterios difíciles de determinar, que en buena parte debieron ser de índole funcional, pero entre los que sin duda jugó también un importante papel el valor plástico del aspecto final de la obra. Es este convencimiento, y no la mera inercia tradicional, lo que nos ha hecho incluir entre las manifestaciones propias del arte ibérico algunos elementos de escaso valor artístico o, mejor dicho, estético, que en el contexto en que se realizaron, obligaron a sus autores a elegir entre las infinitas posibilidades existentes y, por tanto, a optar por unos principios conceptuales determinados y por las técnicas necesarias para su conversión en realidad.
La arquitectura constituye en el fondo tan sólo una pequeña parte de una realidad social mucho más compleja, que permite al hombre relacionarse con la naturaleza, adaptarse a sus exigencias y, al mismo tiempo, y hasta cierto punto, dominarla. Con la arquitectura, el hombre pone barreras al frío, evita la lluvia, construye lo que en el fondo no son sino nidos donde desarrollar su vida, criar hijos, relacionarse con los demás, rogar a sus dioses y, en ocasiones, también enterrar a sus muertos . Para ello planifica, diseña y construye edificios que se adaptan a las diferentes necesidades y circunstancias; los pone en relación entre sí, forma calles, plazas, manzanas, poblados y ciudades. Y a cada uno de ellos le confiere un sello propio, que incluso en los más humildes es producto del lugar, de la época y de la personalidad de su realizador; en ocasiones, el conjunto puede ser extraordinariamente homogéneo, pero casi siempre contiene las particularidades suficientes como para diferenciarlo de sus vecinos. Podemos plantearnos el problema de si los poblados ibéricos pueden ser considerados como estructuras urbanas o no. Ello depende de lo que entendamos por estructura urbana; si por tal exigimos una ciudad similar a las actuales, es evidente que no; pero si por el contrario nos concretamos a unos requisitos mínimos (área rodeada por una defensa o por un perímetro bien delimitado, con espacios interiores reservados para casas y lugares de habitación, separados por calles y espacios públicos), resulta evidente que la mayor parte de los poblados ibéricos se adecúan a esta definición.
Sin embargo, no está del todo claro que con ello pueda hablarse ya de la existencia de una ciudad, pues a nuestro modo de ver será necesario, además, que ésta posea áreas y lugares específicos dedicados a actividades de tipo administrativas y espirituales: palacios, archivos, templos, etcétera. Durante mucho tiempo, los testimonios arqueológicos no habían permitido forjar una imagen de los asentamientos ibéricos que se acercaran a lo que acabamos de exponer; sin embargo, en los últimos años comenzamos a encontrar en varios establecimientos ibéricos edificios cuyas características nos hacen suponer que se trata de lugares de función especial, lo que apunta hacia un posible desarrollo urbano; y además, hemos de tener en cuenta que muchos de los lugares en los que aparecen estos edificios singulares son establecimientos de pequeñas dimensiones, que por fuerza debían de ser secundarios y de escasa importancia en el conjunto del territorio. Si ello es así, parece evidente que en los establecimientos mayores, menos conocidos, también debían existir edificios de este tipo, por lo que podemos suponer que no pocos de los asentamientos ibéricos encajan plenamente en los criterios que hoy consideramos debe reunir una ciudad, o, en cualquier caso, se aproximan bastante a ellos. Muralla, casas, calles, espacios públicos, son por tanto los requisitos necesarios para la existencia de una ciudad. Veámos cuáles de estos requisitos tienen las ciudades ibéricas y cómo se estructuran.
El espacio ocupado por los establecimientos ibéricos varía considerablemente de unos a otros; en unos casos nos encontramos con grandes recintos que pueden llegar a ocupar más de 30 ha, en tanto que en otros apenas si alcanzan 1 ha. Las ciudades más grandes se concentran en el sur y sureste de la Península, en tanto que en la costa oriental son más reducidas, no llegando a sobrepasar las 10 ha, y en su mayor parte se trata de establecimientos mucho más pequeños; los mayores han de ser los centros de dominio político y económico, en tanto que los pequeños pueden estar orientados a una economía mixta o tener una finalidad específica, como puede ser la de vigilancia en el caso de las atalayas y los pequeños puestos que dominan las rutas de comunicación.
La arquitectura constituye en el fondo tan sólo una pequeña parte de una realidad social mucho más compleja, que permite al hombre relacionarse con la naturaleza, adaptarse a sus exigencias y, al mismo tiempo, y hasta cierto punto, dominarla. Con la arquitectura, el hombre pone barreras al frío, evita la lluvia, construye lo que en el fondo no son sino nidos donde desarrollar su vida, criar hijos, relacionarse con los demás, rogar a sus dioses y, en ocasiones, también enterrar a sus muertos . Para ello planifica, diseña y construye edificios que se adaptan a las diferentes necesidades y circunstancias; los pone en relación entre sí, forma calles, plazas, manzanas, poblados y ciudades. Y a cada uno de ellos le confiere un sello propio, que incluso en los más humildes es producto del lugar, de la época y de la personalidad de su realizador; en ocasiones, el conjunto puede ser extraordinariamente homogéneo, pero casi siempre contiene las particularidades suficientes como para diferenciarlo de sus vecinos. Podemos plantearnos el problema de si los poblados ibéricos pueden ser considerados como estructuras urbanas o no. Ello depende de lo que entendamos por estructura urbana; si por tal exigimos una ciudad similar a las actuales, es evidente que no; pero si por el contrario nos concretamos a unos requisitos mínimos (área rodeada por una defensa o por un perímetro bien delimitado, con espacios interiores reservados para casas y lugares de habitación, separados por calles y espacios públicos), resulta evidente que la mayor parte de los poblados ibéricos se adecúan a esta definición.
Sin embargo, no está del todo claro que con ello pueda hablarse ya de la existencia de una ciudad, pues a nuestro modo de ver será necesario, además, que ésta posea áreas y lugares específicos dedicados a actividades de tipo administrativas y espirituales: palacios, archivos, templos, etcétera. Durante mucho tiempo, los testimonios arqueológicos no habían permitido forjar una imagen de los asentamientos ibéricos que se acercaran a lo que acabamos de exponer; sin embargo, en los últimos años comenzamos a encontrar en varios establecimientos ibéricos edificios cuyas características nos hacen suponer que se trata de lugares de función especial, lo que apunta hacia un posible desarrollo urbano; y además, hemos de tener en cuenta que muchos de los lugares en los que aparecen estos edificios singulares son establecimientos de pequeñas dimensiones, que por fuerza debían de ser secundarios y de escasa importancia en el conjunto del territorio. Si ello es así, parece evidente que en los establecimientos mayores, menos conocidos, también debían existir edificios de este tipo, por lo que podemos suponer que no pocos de los asentamientos ibéricos encajan plenamente en los criterios que hoy consideramos debe reunir una ciudad, o, en cualquier caso, se aproximan bastante a ellos. Muralla, casas, calles, espacios públicos, son por tanto los requisitos necesarios para la existencia de una ciudad. Veámos cuáles de estos requisitos tienen las ciudades ibéricas y cómo se estructuran.
El espacio ocupado por los establecimientos ibéricos varía considerablemente de unos a otros; en unos casos nos encontramos con grandes recintos que pueden llegar a ocupar más de 30 ha, en tanto que en otros apenas si alcanzan 1 ha. Las ciudades más grandes se concentran en el sur y sureste de la Península, en tanto que en la costa oriental son más reducidas, no llegando a sobrepasar las 10 ha, y en su mayor parte se trata de establecimientos mucho más pequeños; los mayores han de ser los centros de dominio político y económico, en tanto que los pequeños pueden estar orientados a una economía mixta o tener una finalidad específica, como puede ser la de vigilancia en el caso de las atalayas y los pequeños puestos que dominan las rutas de comunicación.