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Todo el que ha viajado una vez en su vida por América Central ha podido comprobar la importancia del maíz. Las milpas o sementeras se extienden hasta el horizonte; en los bosques, a finales del invierno, es fácil ver las columnas de humo que señalan el lugar en que se está quemando la floresta, las cenizas serán el adecuado fertilizante, los indios plantarán en seguida agujereando el suelo levemente con el palo aguzado, y de repente vendrán las lluvias fecundadoras. Los habitantes de los caseríos son por fuerza vegetarianos, el maíz es su vida, y lo cocinan y preparan de muchas diversas maneras. Al aproximarse a una aldea maya no es raro oír el rítmico aplauso de las mujeres que palmotean al preparar las ubicuas tortillas; quizá sea el maíz el verdadero símbolo de la relación necesaria entre el hombre y la mujer, pues el primero lo cuida en la parcela, y la segunda lo transforma en la dorada pasta que la familia debe ingerir para conservar la fuerza y el aliento. Sin embargo, con los procedimientos que ahora se utilizan en la península de Yucatán, y que se supone eran también característicos de las poblaciones antiguas, los campos no rinden lo suficiente como para alimentar a las decenas de personas no productoras, encargadas de los asuntos políticos, religiosos o intelectuales, que constituyen el sello inconfundible de cualquier civilización. Esta al menos es la opinión de bastantes autores, expertos en ecología y otras disciplinas afines.

El problema es: ¿cómo fue posible que los mayas, con la primitiva agricultura de tala y quema, que requiere prolongados períodos de barbecho y da una muy desfavorable relación entre superficie de cultivo y volumen anual de la cosecha, hubieran erigido una espléndida civilización en los bosques tropicales? La polémica ha enfrentado a los estudiosos, y los más audaces han propuesto la existencia de otros cultivos alternativos, plantas de mayor productividad, y recorrieron la tierra en busca de canales, terrazas y albarradones que probaran la práctica de la agricultura intensiva, y hasta pusieron en marcha radares aéreos para detectar los vestigios de campos elevados y otras técnicas de gran rendimiento. Ahora podemos afirmar que en ciertos momentos de la historia maya, cuando se incrementaba la población o las presiones tributarias eran mayores, entonces se drenaron los pantanos y se llevaron a cabo grandes obras públicas para que el maíz creciera ininterrumpidamente, con suficiente agua y abono, durante años y años. No se puede creer, por consiguiente, que la civilización de la época clásica (del 300 al 900 d.C.) se hundiera debido a la escasez de alimentos y al agotamiento de los suelos. Pero en la zona más septentrional de la península de Yucatán no hay ríos, ni extensas aguadas, ni llueve bastante; es una región semiárida en la cual el agua se filtra con rapidez a través de la porosa superficie caliza. La gente tuvo que apiñarse sin remedio en torno a los pozos naturales que se producen cuando se hunde el suelo y aflora la subterránea capa freática; son los llamados cenotes (del maya dzonot).

Aquí ni siquiera el bosque es elevado y tupido como en el sur, sino pobre y chaparro, lugar sin duda indeseable para una civilización poderosa y exigente con los recursos del medio. Mas de nuevo los mayas supieron sacar el partido deseado a estas tierras, y florecieron las ricas y populosas ciudades, la más gloriosa de las cuales fue probablemente Uxmal. La solución a este aparente enigma se encuentra quizá en el desarrollo del comercio, sobre todo del tráfico de sal, aunque también de fibras vegetales, conchas, miel y moluscos ahumados. Las ciudades están relativamente próximas a la costa; excavaciones recientes en los sitios de Dzibilchaltún y Komchén, y datos adicionales de Chunchucmil, informes coloniales y tradiciones conservadas hasta hoy, sugieren la explotación sistemática de las salinas norteñas y la organización del intercambio a larga distancia tanto por tierra como por mar, costeando la península desde la laguna de Términos hasta el golfo de Honduras.

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