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Las primeras generaciones del Renacimiento carolingio se nutrieron, esencialmente, de las enseñanzas de maestros venidos de fuera. Uno de sus primeros representantes sería el lombardo Paulo Diácono, conducido por Carlomagno a la corte de Aquisgrán como maestro de griego de su hija Rotrudis y autor de una "Historia langobardorum". Se trata de un texto muy en la línea de las historias de pueblos redactadas años atrás. Sin embargo, la figura más singular sería la del northumbriano Alcuino, que marcaría toda una época. Nacido hacia el 735, Alcalino se formó en York en donde tomó contacto con obras de la Antigüedad clásica: Cicerón, Virgilio, Lucano... Con cincuenta años y sólo como diácono, se desplazó a la corte carolingia en donde actuó como preceptor de Carlomagno y de su corte. Fue recompensado generosamente por el monarca que le hizo beneficiario de una serie de abadías, entre ellas la importantísima de San Martín de Tours. Las preocupaciones culturales de Alcuino cubrieron un vasto campo: la corrección de las Escrituras, la teología (De fide sanctae et individuae Trinitatis, De anima ratione), la gramática (De Gramatica), etc., aunque más que como espíritu original destacaría como buen organizador. La "Admonitio generalis" del 789 tuvo en él, sin duda, uno de sus principales promotores, como lo tuvo también la propia restauración imperial del 800.

Como ha escrito E. Gilson "la verdadera grandeza de Alcuino reside en su persona y en su obra civilizadora más que en sus libros". Su objetivo estaba más en restaurar que en innovar. Algo que a él y a sus discípulos les llevaría a luchar también contra el error doctrinal. El título de Defensor Ecclesiae de Carlomagno le atribuía poderes para velar por la pureza de la ortodoxia. Así, las reformas que se habían aplicado generalmente al campo de la disciplina y de la moral, se hicieron extensivas también a la defensa de la unidad de la fe. En relación con Bizancio, la Europa carolingia podía presumir de no haber sufrido sus graves traumas teológicos. Los intelectuales carolingios pudieron, incluso, propugnar fórmulas doctrinales independientes de las bizantinas. Así ocurrió, por ejemplo, con el tema del Filioque, empleado en la liturgia hispana y que -pese a las reticencias orientales e incluso papales- los consejeros de Carlomagno acabaron introduciendo en el Credo. Y ocurrió también a propósito de la querella de las imágenes. Bizancio había proclamado la ortodoxia de su culto en el II Concilio de Nicea del 787 en el que se condenó solemnemente a los iconoclastas. Las actas de esta asamblea fueron remitidas a Occidente pero Carlos y sus consejeros optaron por dar su propia visión sobre el tema en el Concilio de Franckfurt del 794. Se trataba de un importante paso en el distanciamiento entre Oriente y Occidente.

El próximo sería la coronación del 800. El cisma de Focio unos años más adelante podría presentarse como el desenlace lógico de una acumulación de agravios. Sin embargo, el más grave peligro para la unidad religiosa del mundo carolingio no vino de Oriente, sino del Sur en forma de una herejía que contó con una cierta aceptación social: el adopcionismo. Se trató de una opción doctrinal defendida en los últimos años del siglo VIII por dos eclesiásticos hispanos: el metropolitano de Toledo Elipando -a la sazón sometido a la férula política del Islam- y el obispo Félix de Urgel que actuó sobre un territorio que los francos estaban sometiendo a su autoridad. Al defender ambos que Cristo en cuanto hombre era sólo hijo adoptivo de Dios estaban reavivando viejos disputas que ya se creía superadas. La réplica vendría en principio de otros dos hispanos: Eterio de Osma y Beato de Liébana, el segundo de los cuales reaccionó con extraordinaria dureza verbal. La polémica llegó hasta los oídos del papa Adriano I que remitió a Carlomagno (Concilio de Franckfurt) una carta dogmática en defensa de las tesis ortodoxas. Alcuino de York y Paulino de Aquilea acabaron también terciando en la polémica acuciados por un monarca que veía el riesgo de que la herejía se difundiese por las marcas meridionales. Varios sínodos volvieron a tratar el tema hasta que, con la rendición de Félix y el eclipsamiento de Elipando, la crisis pudo darse por zanjada.

La influencia de Alcuino (muerto en el 804) sobre las generaciones siguientes fue enorme. Su discípulo Fredegiso escribió una "Carta sobre la nada y las tinieblas" donde apuntaba algunas preocupaciones metafísicas un tanto primarias aunque no carentes de interés. Teodulfo de Orleans, miembro como Alcuino de la Academia Palatina, fue un poeta no carente de mérito. Rabano Mauro, abad de Fulda, promovió comentarios bíblicos, redactó algunos poemas y siguió, en definitiva, la línea de cultura compendial de la que había hecho gala san Isidoro dos siglos antes. El autor más popular de la nueva generación fue, sin duda, Eginhardo, gracias a su famosa biografía del Emperador: "Vita Karoli". El texto se basa en los recuerdos personales y en la consulta de los Anales Reales y la documentación cancilleresca a la que debió tener fácil acceso dada la confianza que en él depositó Luis el Piadoso. El modelo literario lo da Suetonio. La imagen que Eginhardo elabora sobre la figura de Carlomagno es, evidentemente, muy laudatoria y contribuirá poderosamente a forjar el mito político y humano del más importante de los carolingios.

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