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Tras regresar de Italia, Velázquez intensificó en su estilo la indefinición de los contornos, la pérdida de corporeidad física de las figuras a base de emplear iluminaciones más claras y uniformes que envuelven a los objetos. La pincelada, muy diluida, se restriega por el lienzo a trazos largos o delicados, en manchas informes a conveniencia de la luz ambiental y de la captación ocular que el pintor ha previsto como efecto final. En su obra Velázquez va dando cada vez más importancia a la pincelada impresionista frente a la que describe dibujando, simulando las formas y las calidades con la complicidad de la percepción visual, sin que ello reste verosimilitud al conjunto. Por desgracia, el maestro se dedica cada vez menos a la pintura. En el taller, los oficiales sepultados en el anonimato por el sello de Velázquez colaboraron ampliamente en la difusión de su estética y de su espíritu, realizando copias de los originales del maestro para satisfacer los compromisos diplomáticos de la Corte, sin alcanzar nunca su calidad. Las figuras de Juan Bautista Martínez del Mazo, casado con Francisca Velázquez en 1633, y el esclavo mulato Juan de Pareja son excepciones a la norma general. Para los salones de los palacios reales no eran necesarias demasiadas pinturas religiosas y Velázquez no trató este género más que en contadas ocasiones, casi siempre por encargo regio. Ello ha dado pie para hablar de la falta de sentimiento religioso del pintor. Sin embargo, el misticismo más intimista surge en Cristo contemplado por el alma cristiana (Londres, National Gallery, c. 1631-32), una obra de la que se desconoce su destinatario y que por su modelado prieto, con tipos corpulentos, lo mismo se aproxima a los desnudos de Los borrachos que a los de La túnica de José. Por su misticismo es equiparable a la Tentación de Santo Tomás de Aquino (Orihuela, Museo Diocesano). Las restantes pinturas de este género fueron encargos reales, entre ellas el llamado Cristo de San Plácido (Madrid, Prado, c. 1631-32), un bellísimo desnudo continuador de la corrección clasicista asimilada en Italia, que a la vez recoge algunas características netamente sevillanas, como los cuatro clavos propugnados por Pacheco y utilizados por el escultor Martínez Montañés en el Cristo de la Clemencia de la catedral de Sevilla (c. 1603). El misterio y la leyenda envuelven a esta pintura, pues la tradición quiere que sea un exvoto de turbulentos amoríos regios, propiciados por don Jerónimo de Villanueva en el monasterio de San Plácido. Velázquez puso su sello personal en anatomía incruenta, velando parcialmente el rostro con la cabellera. El lienzo de San Antonio abad y San Pablo ermitaño (Madrid, Prado, c. 1633), pintado para una de las ermitas del Buen Retiro, es en realidad un gran paisaje que absorbe no sólo las escenitas secundarias inspiradas en la "Leyenda Dorada", sino a los mismos santos presentados en el primer plano, como ocurre en los paisajes de pintores romanos contemporáneos. La Coronación de la Virgen por la Trinidad (Madrid, Prado, c. 1640) estuvo destinada al oratorio de la reina Isabel de Borbón. Su composición admite muy pocas variantes: las figuras levitan ingrávidas y serenas sobre un celaje de tonos grises y verdosos, mientras los amplios plegados de los ropajes destacan por la exquisita combinación de azules, malvas y carmesíes. Algunos retratos aislados, de excepcional calidad, como el llamado Silver Philip (Londres, National Gallery, c. 1631-32), que representa a Felipe IV con un deslumbrante traje marrón con bordados de plata, o el del escultor Juan Martínez Montañés (Madrid, Prado, c. 1635-36), realizado al ser llamado el escultor a Madrid para modelar la cabeza del rey con destino a su monumento ecuestre; o el de la enigmática Dama del abanico (Londres, National Gallery, c. 1638-39), parecen obras de repertorio comparadas con la destacada serie en que Velázquez representó a los hombres de placer de las personas reales, enanos, locos o tarados, cuya manifiesta monstruosidad los convierte en objetos preciosos, en rarezas vivas que coleccionan los príncipes (Calvo Serraller, 1991, p. 82). Encargados probablemente por el mismo rey, muestran un amplio espectro de tipos físicos y sicológicos, cuya representación no estaba sometida a etiquetas y permitía al artista mayor libertad. Son seres desdichados que cumplen su función en la corte recordando lo más evidente e inmediato, muchas veces desagradable. Su deformidad aparece documentalmente en los retratos de Velázquez, sin estridencias, amortiguadas por cierta consideración hacia lo indefenso. Las expresiones perdidas e inquietantes de Francisco Lezcano (El niño de Vallecas), Don Diego de Acedo, el Primo, El bufón Juan Calabazas o Don Sebastián de Morra son distintas a las de Don Cristóbal de Castañeda, Pablos de Valladolid, el llamado Don Juan de Austria o el llamado Barbarroja sobre cuyas monumentales figuras apoyan ciertas parodias históricas. La libertad ante el tema se expresa también en una mayor soltura de pincelada, con grandes manchas que dejan las figuras como inacabadas. Si la ascensión de Velázquez en la carrera palaciega pudo impedirle que pintara más, es indudable que las obras de este amplio período están pintadas con dominio y sabiduría técnica sin par, integrando las exigencias de cada uno de los géneros tratados con su propia visión de los mismos, fundamentalmente serena y sigilosa, como un reflejo de su flema personal. En el Alcázar fue Ayudante de Guardarropa (1634) y Ayudante de Cámara (1643), con obligación de atender al rey y acompañarlo en sus viajes. La década de 1640 fue de malos presagios para la monarquía con la muerte de Isabel de Borbón (1644) y del príncipe Baltasar Carlos (1646); la escisión de Portugal y la sublevación de Cataluña a partir de 1640. Como si los acontecimientos no le afectaran, en estas adversas circunstancias, acomodándose a los vaivenes sociales de los que no pudo quedar al margen -la caída de su antiguo valedor Olivares en 1643-, Velázquez realizó algunas obras magistrales. El retrato de Felipe IV en Fraga (Nueva York, Frick Collection) fue pintado en tres días de 1644, durante la sublevación de Cataluña; es una renovada imagen del rey en traje de campaña carmesí y plata sobre un fondo oscuro que conmemora la entrada en Lérida, en la que aparece cierto abatimiento moral. Parece como si el rey sólo hallara consuelo en sus colecciones artísticas, en su enriquecimiento con nuevas obras maestras, a pesar de la maltrecha economía. En estas misiones Velázquez era su principal colaborador, ocupándose a la vez de su presentación en los palacios reales. La crisis no impidió una renovación a la italiana de varias dependencias del Alcázar, como la Pieza Ochavada y el Salón de Espejos. Las necesidades previstas por Velázquez como responsable de las obras, ya que en 1647 fue nombrado veedor de las mismas, le condujeron por segunda vez a Italia con la misión de comprar pinturas y estatuas antiguas, o en su defecto hacer moldes y vaciados en bronce, contratar decoradores al fresco y comparecer ante Inocencio X con motivo del Jubileo de 1650.
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Entre los rasgos más sobresalientes que caracterizaban a la economía de la Corona de Castilla en la segunda mitad del siglo XV, según la opinión del historiador R. Carande, encontramos la existencia de una "postrada industria". Dicha expresión hace básicamente referencia a la industria textil, la cual resultaba muy débil, ante todo si tenemos en cuenta la prosperidad de la ganadería lanar trashumante de la Corona de Castilla. Ahora bien, la producción manufacturera de los reinos de Castilla y León abarcaba asimismo otros muchos campos, desde las ferrerías del País Vasco hasta la fabricación de navíos. La mayor parte de la población de la Corona de Castilla trabajaba en el sector agropecuario. Pero había sectores de la actividad económica ajenos al ámbito rural que, a finales de la Edad Media, conocieron una notable expansión. Tal ocurrió, por ejemplo, con la pesca, tanto la de altura como la de bajura. Por de pronto pasó a un primer plano la pesca de la ballena, a medida que los pescadores se aventuraban a adentrarse en el Atlántico para su captura. En las zonas costeras, por su parte, se pescaba con vistas a satisfacer la demanda interior. Destacaban, como productos más estimados para el consumo, el besugo de la región cantábrica -en particular el denominado de Laredo-, la sardina de Galicia y el atún procedente de las almadrabas de la costa atlántica de Andalucía. Otro sector destacado era el de la minería del hierro, localizada preferentemente en la zona de Somorrostro, en el señorío de Vizcaya. La transformación del mineral en metal se llevaba a cabo en las ferrerías, que proliferaron en el País Vasco en el transcurso de los siglos XIV y XV. Allí, aparte de la cercanía a las zonas mineras, había abundancia de agua y de madera, elementos imprescindibles para el buen funcionamiento de las ferrerías. Se conservan las ordenanzas sobre las ferrerías de Vizcaya del año 1440, fuente de suma importancia para conocer tanto el funcionamiento del proceso productivo como la organización del trabajo en las mismas. Sabemos, asimismo, que la producción global de hierro del señorío de Vizcaya, estimada en unos 18.500 quintales a comienzos del siglo XV, llegaba a los 38.500 al concluir el reinado de Enrique IV, lo que suponía que se duplicó en menos de una centuria. Los núcleos urbanos, como no podía menos de suceder, eran el escenario de una gran diversidad de actividades artesanales, en su mayor parte destinadas al consumo local. Pero algunas de ellas tenían mayor relieve, como la construcción de navíos, localizada ante todo en la costa cantábrica y en la ciudad de Sevilla, en donde se erigieron unas importantísimas atarazanas, la cerámica de Talavera, las armas de Toledo o las industrias de los cueros y del jabón, cuyos centros productivos básicos se hallaban en Andalucía. Valladolid, debido a la presencia frecuente en ella de la corte, conoció el desarrollo de una artesanía de calidad, en la que destacaban los peleteros, los plateros y los iluminadores. En las Cortes de Madrigal del año 1438 los procuradores del tercer estado hicieron una petición memorable a Juan Il: que prohibiera importar paños y exportar lanas. Los representantes de las ciudades afirmaban que "en los dichos nuestros rregnos se fazen asaz rrazonables paños e de cada dia se faran muchos mas e mejores". La petición, que de haberse adoptado hubiera supuesto un giro radical en la política económica de la Corona de Castilla, no halló eco en el monarca. Los intereses de los grandes propietarios de rebaños de ovejas, cuya lana se exportaba a Flandes y otras regiones de Europa, primaron sobre los de los artesanos del textil. En realidad la ganadería trashumante prosiguió su expansión en el transcurso del siglo XV, al tiempo que se fortalecía la institución de la Mesta. Paralelamente crecía el valor del tributo que percibía la Corona sobre el ganado trashumante, el servicio y montazgo. El profesor M.A. Ladero ha demostrado que dicha renta, que a mediados del siglo XV suponía para la hacienda regia en torno al millón y medio de maravedíes, pasó a cerca de cuatro en 1474, año de la muerte de Enrique IV. Así las cosas, se entiende que la conjunción de intereses entre el rey, por una parte, y los grandes magnates, por otra, propiciara el mantenimiento de la política económica vigente. Ni siquiera la medida adoptada por Enrique IV en las Cortes de Toledo de 1462 de reservar un tercio de la producción castellana de lanas para las manufacturas interiores modificó el panorama existente. Castilla, por lo tanto, era un país exportador de lanas pero poseedor al mismo tiempo de una industria textil menguada. Tal es la imagen tradicional transmitida por la historiografía más reputada. Es posible, no obstante, que haya que hacer algunas matizaciones, particularmente después de los estudios de F. Iradiel sobre la industria textil de Cuenca en la Baja Edad Media y los comienzos de la Edad Moderna. Según dicho autor había una clara diferencia, en el siglo XV, entre la producción de paños que se realizaba al Norte del Sistema Central y la que se elaboraba al Sur. En la Meseta Norte, la industria textil tenía un carácter rural, utilizaba lana de escasa calidad y producía paños toscos, consumidos preferentemente por los campesinos de la región. Los antiguos focos productores, como Avila o Zamora, estaban en decadencia, aunque algunos, como el de Segovia, pudieron superar la crisis. La pañería de la Meseta meridional, Murcia y Andalucía, por el contrario, concentrada básicamente en núcleos urbanos (entre los cuales destacaban los de Toledo, Villa-Real, Cuenca, Murcia, Baeza, Ubeda y Córdoba), usaba lana de excelente calidad y fabricaba paños finos, en buena parte para ser exportados. Por lo demás la pañería castellana fue receptiva a las novedades técnicas de la época, como el denominado telar estrecho. El ejemplo de Cuenca pone de manifiesto que, en la segunda mitad del siglo XV, se dedicaba a la industria textil, en una u otra faceta de su producción, de un 7 a un 10 por ciento del total de los habitantes de la ciudad. Hay que tener en cuenta que Cuenca, aparte de la herencia artesanal legada por los musulmanes, se beneficiaba de la proximidad del ganado ovino que pastaba en la Serranía y de la existencia, también próxima, de materias tintóreas. El proceso de producción, sumamente diversificado, era controlado por los llamados señores de los paños, una especie de simbiosis entre industriales y mercaderes. Se sabe, asimismo, que los beneficios logrados por los mencionados señores de los paños podían alcanzar un 15-20 por ciento del capital invertido. En cuanto al destino de los paños conquenses, una parte se vendía al patriciado de la propia ciudad y de las villas próximas y otra llegaba hasta las grandes ferias del reino, como las de Medina del Campo. Pero hay también noticias de la exportación de paños de Cuenca a algunos mercados internacionales de Levante y Berbería.
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La Iglesia atraviesa en los siglos XIV y XV momentos especialmente intensos, pero también difíciles, que tienen sus repercusiones en la religiosidad y que permiten, a veces, hablar de irreligiosidad, de revuelta contra la jerarquía, de crisis de los valores morales, en paralelo con otras crisis de la época. La estancia en Aviñón, el enfrentamiento entre Pontificado e Imperio, el Cisma, la revuelta conciliar, las innovaciones en el campo del pensamiento, avalarían esas afirmaciones; esa situación es presentada frecuentemente con la causa próxima de la revolución religiosa del siglo XVI. En realidad es una época de profunda religiosidad, más íntima y personal, con una mayor presencia de los laicos en la vida de la Iglesia; una profunda aspiración a vivir una vida cristiana más auténtica lleva a fuertes críticas a la realidad presente, de la que, a veces, se hace responsable al clero. Esas aspiraciones se concretan en demandas de reforma a las que se den respuestas de gran fecundidad, pero también soluciones que se sitúan al margen de la heterodoxia. Característica esencial es la de una religiosidad más íntima, de una moral más personal y auténtica, en realidad la consecuencia final del movimiento que venían impulsando desde el siglo XIII las órdenes mendicantes. Naturalmente esas aspiraciones conviven fácilmente con profundas lacras morales, con una sensibilidad religiosa enfermiza, a la búsqueda de lo sensacional y fantástico, y con una credulidad frecuentemente supersticiosa. Se cuenta con un clero mayoritariamente poco formado y, muy frecuentemente, viviendo en la miseria. La falta de centros de formación para los clérigos hace que la mayoría se forme en las propias parroquias, sin demasiadas garantías, y, sobre todo, de modo muy superficial. Sólo un pequeño número de clérigos recibe una formación universitaria, generalmente de pocos años, que, además, no es una formación específica. Hallamos, por tanto, clérigos de extraordinaria formación y elevado nivel cultural, individualidades excepcionales, pero también una mayoría de nivel bastante bajo. Los mismos contrastes en el aspecto económico. Existe un clero que acumula cargos y beneficios, a menudo totalmente apartado de la cura de almas, que vive a un alto nivel, incluso en la opulencia, aunque también aquí se producen excepciones ejemplares, y un clero que soporta la mayor parte de la carga pastoral y que sobrevive con rentas exiguas. La falta de instrucción es un problema también entre los laicos, generalmente en mayor medida aún. La predicación se convierte en un instrumento esencial para la formación de los laicos; tiene lugar en los numerosos días festivos que se suceden a lo largo del año y en ocasiones especiales. Es una predicación de carácter moral, más que dogmático, que busca conmover, inducir al arrepentimiento, y que, a veces, incurre en críticas antijerárquicas. El sermón es generalmente de gran longitud, y constituye un acontecimiento popular; muchos de los predicadores gozaron de una extraordinaria popularidad. La proliferación de manuales para el aprendizaje de la predicación, conocidos genéricamente como "Ars praedicandi", prueba la importancia de esta práctica y aportan preciosas indicaciones tanto sobre la técnica de la predicación como sobre el contenido de la misma. La liturgia, en la que tiene parte esencial la música y el canto, constituye también un medio de formación de los laicos; a través de las celebraciones del calendario litúrgico puede irse penetrando en los misterios de la fe. Sobre todo a través de las celebraciones paralitúrgicas: procesiones y representaciones teatrales constituyen aspectos esenciales de esa formación, aunque con frecuencia se entremezclen en esas representaciones contenidos paganizantes o supersticiosos. También en las celebraciones paralitúrgicas existen auténticos ciclos, como en el calendario litúrgico. Los más importantes son los de Navidad, con la representación de los pastores, de la fiesta de san Esteban o, sobre todo, de la fiesta de los Inocentes; el ciclo de Pascua, con representaciones de la pasión y de la resurrección del Señor; diversas representaciones de la vida de la Virgen, o de algunos santos. Estas representaciones se mantienen, en general, dentro del carácter religioso que las inspira, incluso en una gran fidelidad a los textos escriturísticos, aunque, en ocasiones, dieron entrada a hechos anecdóticos o sensacionalistas que no siempre hicieron ganar al hecho religioso; estas representaciones tienen una gran importancia en el desarrollo del teatro y también en el desarrollo de las lenguas vulgares. El contenido bufo es bastante escaso, incluso se halla totalmente ausente. La religiosidad se hace más individualista y también más objetiva; aunque en ciertos casos se pretende un perfeccionamiento moral del hombre, en general, la práctica religiosa tiende más al cumplimiento de una normativa: oír misa, observar las fiestas, abstinencias y ayunos. Es una piedad que objetiva sus obligaciones y contabiliza sus prácticas: la limosna, las indulgencias, las prácticas y rituales que garantizan el éxito en el más allá. La práctica de efectuar legados para la celebración de un determinado número de sufragios, siempre en relación con la importancia social de cada uno, constituye un hecho habitual. No obstante, no es posible afirmar que la práctica religiosa sea una contabilidad de actos piadosos; si así fuera, no tendrían explicación las corrientes de reforma y la sincera preocupación por la elevación moral. Existe una preocupación por la búsqueda de la perfección, lo que tiene como consecuencia una piedad más individual que, generalmente, pretende el acercamiento del modo de vida de los laicos al de los religiosos: los libros de horas, las prácticas piadosas, el escapulario no son sino la imitación de las prácticas de piedad, y hasta el hábito, de los religiosos. La proliferación de cofradías y la pertenencia a órdenes terceras nos hablan de una piedad vivida de modo más individual, o en pequeños grupos, y también de la asimilación, lo más perfecta posible, a los clérigos.
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La idea de creación de un cuerpo expedicionario que luchase junto a los alemanes en contra de la Unión Soviética fue tomando cuerpo rápidamente impulsada desde el poder, deseoso de agradar al temible amigo alemán. El clima reinante entre la población serviría además como magnífico elemento de fructificación de esta idea. Así, muchos se adhirieron a la misma con ánimo de participar en la que oficialmente era proclamada como la lucha entablada entre la civilización europea y la barbarie comunista. Esta ocasión habría de servir al mismo tiempo para mostrar una realidad que por entonces era mantenida cuidadosamente en la sombra, esto es, la pugna entablada entre el Ejército y la Falange, partido del que se utilizaban sus elementos exteriores pero que se veía gradualmente apartado de los centros del poder. Así, mientras Serrano pretendía un control absoluto de la operación por parte falangista, los militares consiguieron hacerse con el mismo. Por orden del 28 de junio, se encargaba al Ejército la organización de las tareas, al tiempo que se especificaba que más de la mitad de los integrantes de la división perteneciesen a las fuerzas armadas, al igual que sus mandos. Comandaba la formación el general Muñoz Grandes, mientras que Moscardó, el prestigioso y mítico "héroe del Alcázar", dirigía los trabajos de reclutamiento. A los múltiples centros de enganche acudiría un número de voluntarios muy superior al requerido. Finalmente, se concretó numéricamente la formación de la que sería denominada "División Azul": un total de 18.693 hombres, de los cuales 641 eran oficiales, 2.272 suboficiales y 15.780 soldados. A ellos se añadía una escuadrilla aérea, compuesta por 26 oficiales, 4 suboficiales y 81 soldados. Con el fin de dar cohesión a esta heterogénea masa de hombres, el traslado de los mismos a Alemania fue llevado a cabo de forma muy rápida. Así, el día 23 de julio los expedicionarios se hallaban ya concentrados en las cercanías de Nuremberg, mientras que los aviadores lo hacían días después cerca de Berlín. La que en lengua alemana era denominada Blau División pasaría de forma inmediata a integrarse en el dispositivo de la Wehrmacht bajo el nombre de Division 250. Acerca del carácter de estrecho compromiso que España adquiría mediante el envío de este contingente humano habla por si mismo el juramento de fidelidad hecho por los miembros del mismo a la persona de Hitler. Los divisionarios el día 31 de julio, y los aviadores el 16 de agosto, se comprometían por él a guardar fidelidad al Führer alemán en la lucha contra el comunismo, realizada de forma expresa mediante la acción dirigida contra la Unión Soviética. A partir del día 20 de agosto, los españoles comenzaron a ser enviados al frente del Este, sin haber recibido apenas los mínimos requeridos de instrucción y pertrechos necesarios, en medio además de un ambiente de general desorganización -que no hacía más que incrementar la irritación de los alemanes. Estos mantenían un absoluto control de la división en todos los planos, incluida la misma actuación de sus jefes. Esta realidad haría que por parte de los mandos de la Wehrmacht el contingente español no fuese considerado capaz de realizar acciones destacadas. El día 10 de octubre, la División Azul era congregada en las posiciones del frente norte, que asediaba a la ciudad de Leningrado.