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La Leyenda de la Vera Cruz cuenta la historia del madero de la cruz donde fue crucificado Jesucristo. Fue el tema elegido por Piero della Francesca para la decoración de la capilla mayor de la iglesia de san Francisco en Arezzo. La historia se inicia con la muerte de Adán, episodio que contemplamos aquí; el arcángel san Miguel promete al anciano un óleo maravilloso y éste envía a su hijo Set a las puertas del Paraíso para recogerlo. Set no consigue el óleo prometido sino una ramita de olivo que plantará sobre la tumba de su padre, de donde brotará, transcurridos 5.500 años, el óleo de la Salvación. La composición se organiza en torno al fallecimiento de Adán, elemento central del fresco, mientras que a la derecha encontramos a Adán aún vivo enviando a su hijo a por el óleo prometido; al fondo, el encuentro de Set y el arcángel san Miguel. Las diferentes escenas se suceden en un paisaje donde destaca el robusto árbol que desencadenará toda la historia, destacando el cielo azulado y las nubes. Las figuras están bañadas por un potente foco de luz clara que ilumina las desnudas anatomías, resaltando el aspecto escultórico inspirado en Ghiberti. Las tonalidades claras abundan en el conjunto, contrastando con rojos, azules o negros, en un juego cromático de gran belleza. La expresividad en los rostros de los personajes es una importante novedad, haciéndose Piero un artista plenamente clásico, que elimina el aire goticista de anteriores trabajos.
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Muerte de Cuahutimoccín Llevaba Cortés consigo a Cuahutimoccín y otros muchos señores mexicanos, para que no revolviesen la ciudad y tierra, y tres mil indios de servicio y carga. Cuahutimoccín, afligido de tener guarda, y como tenía alientos de rey, y veía a los españoles alejados de socorro, flacos del camino, metidos en tierra que no sabían, pensó matarlos para vengarse, especialmente a Cortés, y volverse a México gritando libertad y alzarse por rey, como solía ser. Dio parte a los otros señores, y avisó a los de México, para que en un mismo día matasen también ellos a los españoles que allí había, pues no eran mas que doscientos y no tenían más de cincuenta caballos, y estaban reñidos y en bandos; y si lo hubiese sabido hacer como pensar, no pensara mal; porque Cortés llevaba pocos, y pocos eran los de México, y aquellos mal avenidos. Había tan pocos entonces por haber ido con Albarado a Cuahutemallan, con Casas a Higueras y a las minas de Michuacan. Los de México se concertaron para en viendo descuidados o reñidos a los españoles, y para el segundo mandamiento de Cuahutimoccín. Hacían de noche gran ruido con sus atabales, huesos, caracolas y bocinas, y como era más y más a menudo que antes, cogieron sospecha los españoles y preguntaron la causa. Se recataron de ellos, no sé si por indicios o por certificación, y salían siempre armados, y hasta en las procesiones que hacían por Cortés llevaban los caballos a su lado, ensillados y enfrenados. Mexicalcinco, que después se llamó Cristóbal, descubrió a Cortés la conjuración y trato de Cuahutimoccín, mostrándole un papel con las figuras y nombres de los señores que le urdían la muerte. Cortés elogió mucho a Mexicalcinco, le prometió grandes mercedes, y prendió a diez de aquellos que estaban pintados en el papel sin que uno supiese de otro: les preguntó cuántos eran en aquella liga, diciendo al que examinaba cómo se lo habían dicho ya otros. Era tan cierto, según Cortés, que no podían negarlo; y así, confesaron todos que Cuahutimoccín, Couanacochcín y Tetepanquezatl habían movido aquella plática; que los demás, aunque seguramente se alegraban de ello, no habían consentido de veras ni se habían hallado en la consulta; y que, obedecer a su señor y desear cada uno su libertad y señoría, no era mal hecho ni pecado, y que les parecía que nunca podrían tener mejor tiempo ni lugar que allí para matarle, por tener pocos compañeros y ningún amigo, y que no temían mucho a los españoles que estaban en México, por ser nuevos en la tierra y no avezados a las armas, y muy metidos en bandos de guerra, cosa que a Cortés le dio mala espina; mas, empero, pues los dioses no lo querían, que los matase. Tras esta confesión les hizo proceso, y al cabo de poco tiempo se ahorcó por justicia a Cuahutimoccín, Tlacatlec y Tetepanquezatl. Para castigo de los otros bastó el miedo y espanto; pues ciertamente pensaron todos ser muertos y quemados, pues ahorcaron a los reyes, y creían que la aguja y carta de marear se lo habían dicho, y no hombre ninguno; y tenían por muy cierto que no se le podían ocultar los pensamientos, pues había acertado aquello y el camino de Huatepan; y así, vinieron muchos a decirle que mirase en el espejo, que así llaman ellos a la aguja, y vería cómo le tenían muy buena voluntad y ningunas intenciones malas. Él y todos los españoles les hacían creer ser esto verdad para que temiesen. Se hizo esta justicia por Carnestolendas del año 1525 en Izancanac. Fue Cuahutimoccín hombre valiente, según de la historia se colige, y en todas sus adversidades tuvo ánimo y corazón real, tanto al principio de la guerra para la paz, cuanto en la perseverancia del cerco, y así cuando le prendieron, como cuando le ahorcaron, y como cuando, porque hablase del tesoro de Moctezuma, le dieron tormento, el cual fue untándole muchas veces los pies con aceite y poniéndoselos luego al fuego; pero más infamia sacaron que oro, y Cortés hubiera debido guardarlo vivo como oro en paño, pues era el triunfo y gloria de sus victorias. Mas no quiso tener que guardar en tierra y tiempo tan trabajoso; es verdad que se preciaba mucho de él, pues los indios le honraban mucho por su amor y respeto, y le hacían aquella misma reverencia y ceremonias que a Moctezuma, y creo que por eso le llevaba siempre consigo por la ciudad a caballo, si cabalgaba, y si no, a pie como él iba. Apoxpalon quedó espantado de aquel castigo de tan grandísimo rey; y de temor, o por lo que Cortés le había dicho acerca de los muchos dioses, quemó infinitos ídolos en presencia de los españoles, prometiéndoles no honrar más las estatuas de allí adelante y de ser su amigo y vasallo de su rey.
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Cuando Alejandro emprendía la persecución de Darío hacia las Altas Satrapías, tuvo conocimiento de que, después de deponerlo de la realeza, Beso mismo había sido el responsable de su muerte, al tiempo que se presentaba simultáneamente como interlocutor de Alejandro y sucesor del Rey. Alejandro no podía admitir la presencia de un interlocutor diferente. Él mismo se convierte ahora en el vengador de la muerte de Darío y en el encargado de recuperar los territorios sobre los que los persas mantenían las pretensiones. Alejandro entra así en una nueva etapa, en que aparece como conquistador de la Partia, donde la forma de actuar con las aristocracias comienza a identificarse con la de las monarquías orientales, en que el rey, apoyado en las aristocracias es, al mismo tiempo, fundador de ciudades, como individuo portador de poderes carismáticos, capaz de dar nombres a las ciudades nuevamente fundadas, portadoras del nombre personal del Rey, Alejandrías variadas que señalan su itinerario. Alejandro penetra hacia Aria, Drangiana, Aracosia, Bactriana y Sogdiana, hacia el año 329. La historia de las conquistas de Alejandro se convierte en la de la expansión sobre territorios ocupados por pueblos primitivos, cuyas estructuras se encuentran al margen de cualquiera de los procesos civilizadores llevados a cabo hasta ese momento en la historia de los pueblos del próximo oriente asiático, sólo conocida por su sumisión al poder de los grandes imperios. Entre los episodios más notables, se encuentran los enfrentamientos con Espitámenes, símbolo del encuentro entre culturas radicalmente opuestas, que tuvo como escenario privilegiado la ciudad de Maracanda, luego Samarcanda, lugar donde entran en conflicto diferencias profundas en la concepción de las relaciones humanas. Desde el punto de vista territorial, Alejandro alcanzó así los límites del imperio persa, mientras que en el plano personal adoptaba el papel de sucesor y heredero del rey persa. Alejandro lucha contra los escitas, los musagetas, los corasmios, los sacas y los dardas, mata a Beso como usurpador, acusado de la muerte del Gran Rey, cuya sucesión correspondería al propio Alejandro. A Espitámenes, que se ha erigido como nuevo representante de las fuerzas opositoras a Alejandro en Oriente, lo matan los mismos bárbaros, convencidos de que las nuevas fuerzas personales no se distinguen de las viejas y tradicionales, procedentes de los pueblos persas.
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Muerte de Don Fernando de Guzmán En este comedio, el tirano Lope de Aguirre, maese de campo, entendía en allegar amigos y hizo una compañía de cuarenta hombres de sus amigos mayores, y los más bien aderezados y armados del campo, y toda la demás gente se repartió asimismo igualmente entre los demás capitanes de su Príncipe, sin que unos tuviesen más soldados que otros. Con estos cuarenta soldados y amigos de su compañía, y con otros muchos que cada día se le allegaban de las demás compañías al tirano Lope de Aguirre, a quien él daba las mejores armas del campo dellos, las espadas, arcabuces; y a los que él no tenía por tan amigos les quitaba las armas, que fingía que eran descuidados, o que habían hecho delitos, y les daba a los dichos sus amigos; y éstos eran los herederos universales y forzosos de todos los que en el campo morían y él mataba. Y con esto comenzó este tirano a ensorberbecerse de manera, que no quería que su Príncipe le fuese en cosa a la mano, que él lo quería hacer y ordenar todo a voluntad. Quiso aquí matar a un Gonzalo Duarte, mayordomo mayor de su Príncipe, por ciertos enojos, y porque había pedido a su Príncipe una provisión para que Lope de Aguirre, maese de campo, ni otros oficiales, no tuviesen cuenta con él ninguna, ni él fuese subjeto a ellos para cosa ninguna, sino solamente a su Príncipe; y él se la dio; y el Lope de Aguirre; enojado dél de muchas cosas, y más de esta exención que procuró, le prendió para le matar, y su Príncipe se lo quitó; y el tirano, muy enojado y bravo, se tendió en el suelo, y decía a su Príncipe que le diese su preso, que le quería castigar y hacer justicia; y que no se levantaría de allí si no se lo daba. Y sacó de la vaina la espada, y dijo que con aquella le cortase la cabeza antes que estorballe aquello que convenía a su servicio; y él le dijo que se fuese, que él se informaría de aquello y haría justicia. Y luego los capitanes del campo se metieron de por medio y los hicieron amigos al dicho Lope de Aguirre y Gonzalo Duarte. Y en estas amistades se descubrió una cosa que hasta allí no se había sabido, y fue que el Gonzalo Duarte, deseando el amistad de Lope de Aguirre, para le traer a ella, le echaba cargo, y le dijo públicamente que bien sabía Lope de Aguirre, que en los motines había tratado con él que matasen a Pedro de Orsúa y hiciesen General a D. Fernando de Guzmán, y que Lope de Aguirre había de ser su Maese de campo, y al Gonzalo Duarte le prometió hacer Capitán, y que aunque no se había efectuado, él lo había tenido tan secreto que nadie allí lo había sabido. A lo cual Lope de Aguirre respondió que decía verdad, y así, se abrazaron y fueron amigos. Y si esto que aquí se descubrió fue verdad, como ellos lo platicaron, ciertamente fue gran maldad del Gonzalo Duarte no avisar a Pedro de Orsúa, que le tenía por muy amigo y hacía mucho caso dél en su campo; pero él paró mal como se contará adelante. En este comedio, poco antes que se acabasen del todo los bergantines, hubo ciertas pasiones entre Lope de Aguirre y el Capitán de la guardia de su Príncipe, que era Lorenzo de Calduendo, el cual se había amancebado con Doña Inés, que habemos dicho que fue amiga del gobernador Pedro de Orsúa, y tenía asimismo por comadre, y aún por más, a una Doña María de Sotomayor, mestiza; y por los lugares destas mujeres, y por ciertos colchones que querían llevar en los bergantines, el Maese de campo no quería, que decía que ocupaban mucho, por lo cual, enojado el Lorenzo de Calduendo, dicen que dijo delante de las mujeres, arrojando una lanza que tenía en la mano: "¡Mercedes me ha de hacer a mí Lope de Aguirre! ¡vivamos sin él pese a tal!" Juntose con esto que la dicha Doña Inés dicen que había dicho un día antes, estando enterrando una mestiza que se le había muerto: "Dios te perdone hija, que antes de muchos días ternás muchos compañeros." Todo lo cual dijeron al tirano Lope de Aguirre; y por esto, y porque entre ellos hubo malos terceros, el Maese de campo determinó de matar a Lorenzo de Calduendo; y juntando para ello sus amigos, tuvo dello noticia su Príncipe, y envió a llamar a Lorenzo de Calduendo. Sabido dél lo que pasaba, envió a Gonzalo Guiral de Fuentes, su Capitán, para que hablase y apaciguase a Lope de Aguirre. El Gonzalo Guiral topó en el camino a Lope de Aguirre con todos sus amigos armados, que venían a matar a Calduendo, y no le pudo apaciguar porque iba muy bravo y enojado. Halló al dicho Calduendo con su Príncipe rogándole que lo defendiese de Lope de Aguirre y que apellidase su gente. El Maese de campo no les dio ese lugar, que, delante de su Príncipe, le mató a estocadas y lanzadas, sin le tener respeto, ni dársele nada dél, aunque le rogaba y mandaba que no lo hiciese. Y luego mandó a un sargento suyo, llamado Antón Llamoso, y a un Francisco de Carrión, mestizo, que fuesen a matar a Doña Inés; los cuales fueron y la mataron a estocadas y cuchilladas, que era gran lástima vella, y robáronle cuanto tenía. Muerto Lorenzo de Calduendo, el tirano dijo a su Príncipe muchas desvergüenzas, en que le dijo que no se había de fiar de ningún sevillano; que mirase por sí, que le haría lo mismo, y que de ahí adelante, si lo llamase a consulta de guerra, que había de llevar consigo cincuenta amigos bien armados; y que a él le valdría más gustar de los guijarros de Pariacaca, que comer los buñuelos que le daba Gonzalo Duarte, su Mayordomo, y otras cosas. Pasado este enojo, el tirano Lope de Aguirre quiso y procuró aplacar a su Príncipe, y le dio algunas causas y disculpas porque había muerto a Lorenzo de Calduendo delante dél, diciendo que, pues él había querido matar a un tan buen y leal servidor de su Excelencia, que no le debía pesar, pues él estaba vivo para le guardar y servir más fielmente que ninguno. Pero su Príncipe, a más no poder, mostró quedar satisfecho, sin estarlo, antes, desde aquel día anduvo siempre espantado y demudado el rostro; y el Maese de campo siempre buscaba y allegaba más amigos, andaba siempre acompañado de más de sesenta hombres armados, y publicaba que lo hacía por guardar a su Príncipe; pero ambos vivían bien recatados y temían uno de otro. Díjose por cosa cierta que un Gonzalo Guiral de Fuentes, capitán de D. Fernando, y otro Alonso de Villena, su Maestresala, que habían estado en la consulta que arriba se ha dicho, en que su Príncipe y capitanes trataban de matar a Lope de Aguirre, viéndole muy pujante de amigos, secretamente le avisaron dello, por lo cual se apresuró en matar a su Príncipe, aunque antes desto ya él lo tenía determinado. En este tiempo envió a llamar su Príncipe a Lope de Aguirre, y él respondió que ya no era tiempo, y no quiso ir a su llamada. Acabados del todo los bergantines, ya que se querían partir de aquel pueblo, determinó el Maese de campo de matar a su Príncipe y a todos los capitanes de la consulta arriba dicha, para lo cual juntó la más gente que pudo una noche, ansí de sus amigos como de otros, diciéndoles a todos que quería castigar ciertos capitanes que hacían motín contra su Príncipe. Y para que su Príncipe, que estaba, como se ha dicho, bien descuidado del intento de su Maese de campo, no pudiese ser avisado desta junta de gente, mandó echar un bando que, so pena de la vida, todos los que tuviesen canoas las trujesen aquella noche a su posada; y puso en unos pasos ciertas guardas para que ni por tierra ni por el río no supiese nada su negro Príncipe; y luego, a prima noche, fue a matar al capitán Alonso de Montoya, y al almirante Miguel Bovedo, que estaban bien descuidados en sus posadas; y allí los mataron, casi sin que nadie lo sintiese, a estocadas y lanzadas. Mató primero a éstos, porque estaban alojados a la parte de arriba del campo, de manera que entre ellos y su Príncipe estaba el tirano Lope de Aguirre alojado; y porque éstos, entretanto que él iba a matar a su Príncipe y a los demás capitanes que posaban abajo, no le hiciesen algún estorbo; y en acabándolos de matar, quiso ir a matar a su Príncipe, como lo tenía determinado, y repartió sus amigos de manera que a cada diez o doce dellos dio cargo de que, nombradamente, matasen a uno de los que él quería; pero sus amigos se lo estorbaron diciendo que no era entonces tiempo, que hacía la noche muy oscura y que ellos unos a otros se matarían, sin se conoscer. Estuvo el tirano toda aquella noche bien apercibido él y sus amigos, velando en los bergantines, y metidos dentro en ellos la munición, remos y hato, para que si su Príncipe lo supiese y juntase gente, y él viese que no podía salir con su intención, irse con los bergantines y con sus amigos que tenía dentro, y dejar allí a los demás aislados, sin navíos ni canoas en que le pudiesen seguir. Tuvo toda aquella noche guardas en los caminos que no dejasen pasar a nadie que pudiese dar aviso; y púdolo muy bien hacer, porque el asiento del campo era, como se ha dicho, isla y bien angosta, y con las crecientes estaba casi anegada, y había pasos muy estrechos que con facilidad se podían guardar; y con todo esto, casi nadie de los que tenía consigo no sabía que quisiese matar a su Príncipe sino a sólo los capitanes. Y otro día, en amaneciendo, dejando guarda en los bergantines, fue con todos sus amigos a casa de su Príncipe, que desto estaba bien descuidado; y toda la gente que en el camino topaba llevaba consigo, y decía a todos que iba a castigar ciertos amotinados, y que al Príncipe, su señor, todos le guardasen y acatasen con la reverencia posible. Solamente había comunicado con un Martín Pérez, sargento mayor, y con Juan de Aguirre, sus muy grandes amigos, que, a vueltas de los otros, le matasen también al D. Fernando. Y de camino antes de llegar a la posada de su Príncipe, mató este cruel tirano, con sus propias manos, a un clérigo de misa, llamado Alonso de Enao, el cual halló echado en su cama, y le dio una estocada que le pasó todo el cuerpo y la cama, hasta hincar la espada en la barbacoa; y sin se detener más, fue a gran priesa a casa de su Príncipe, el cual estaba en la cama, y al ruido que traían, ya que llegaban a la puerta, se levantó en camisa, y viendo a su Maese de campo delante, dicen que le dijo: "¿Padre mío, qué es esto?", y el tirano le dijo que se estuviese quedo; y él y sus amigos mataron al capitán Miguel Serrano, y a Gonzalo Duarte, y a un Baltasar Toscano, y a las vueltas, los dichos Martín Pérez y Juan de Aguirre mataron a su Príncipe Don Fernando a estocadas y arcabuzazos; y así fenesció la locura y vanidad de su Principado, y peresció allí la gravedad que había tomado, y todas sus cuentas le salieron vanas. Fue este D. Fernando de Guzmán natural de Sevilla; según dicen, era hijo del veinticuatro Esquivel, y de Doña Fulana de Guzmán. Era hombre de buena estatura, bien hecho y formado de miembros, y sería de edad de veinticinco o veintiséis años, o poco más o menos. Era en alguna manera gentil hombre, de ánimo reposado, y aun descuidado. Era virtuoso y enemigo de crueldades; no consentía que sus capitanes matasen a nadie; estorbó muchas muertes y daños en su campo. Fuera desto, era vicioso y glotón; amigo de comer y beber, especialmente frutas y buñuelos y pasteles, y en buscar estas cosas se desvelaba; y cualquiera que le quisiese tener por amigo, con cualquiera destas cosas fácilmente lo podría alcanzar y traerle a su voluntad. Fue demasiadamente ingrato a su gobernador Pedro de Orsúa, que siempre lo había honrado y tenido en mucha reputación, y héchole su Alférez general, que era el mejor cargo de su campo, y él lo mató por sola ambición. Durole el mando en la tiranía con nombre de General, y después de Príncipe, casi cinco meses, que en ellos no tuvo tiempo de se hartar de buñuelos y otras cosas en que ponía su felicidad, que fue desde primero de Enero de mil y quinientos e sesenta y uno, que mataron al Gobernador, hasta veinte y dos de Mayo del dicho año, que el tirano y sus amigos le mataron a él. Habiendo, pues, el tirano Lope de Aguirre muerto los que habemos dicho, que fueron por todos siete, con los dos de la noche antes, y entre ellos a un clérigo y a su Príncipe, juntó toda la gente en una plaza, y él, bien rodeado y guardado de más de ochenta de sus amigos, muy bien armados, y les dijo a todos que nadie se alborotase por lo que habían visto, que aquellas eran cosas que la guerra causaba, y que porque su Príncipe y los demás no se había sabido gobernar, habían muerto; y que no quería dello tratar más, sino que les rogaba que lo tuviesen por amigo y compañero, y que entendiesen que de allí en adelante iría la guerra derecha, y acabó llamándose General. Dio luego nuevos cargos y oficios: a Martín Pérez, que antes era Sargento mayor, hizo luego Maese de campo; y Juan Gómez, calafate, Almirante de la mar; y a un Juan de Guevara, comendador de Rodas, que había sido capitán de su Príncipe y Diego de Trujillos, un su amigo, la tuvo y se la dio, que éste antes era su Alférez; y a Juan de Guevara prometió que, en llegando al Nombre de Dios, le daría veinte mil pesos para que desde allí se fuese a España. Hizo a un Diego Tirado capitán de a caballo, el cual, contra su voluntad, en alguna manera mostró no quererlo aceptar, aunque después se señalaba en dar contento a Aguirre cuando estaba en la isla Margarita. También hizo a otro, Nicolás de Cocaya, capitán de su guardia: quitó la vara de Alguacil mayor a Juan Álvarez Cerrato, y diola a un Carrión mestizo, y casado en el Pirú con una india; y dejó con las conductas de capitanes a Pero Alonso Galeas y Alonso Pizarro, que de antes lo eran de su Príncipe: quitó la capitanía a Gonzalo Guiral. Mandó luego echar un bando por todo el campo que, so pena de la vida, nadie de allí adelante hablase secreto ni echase mano a espada ni a otras armas delante dél, ni en el escuadrón, y se estuvo en el bergantín dos días, que allí se detuvo con todos sus amigos y de su guardia, sin salir dél. Desde a dos días que los tiranos mataron a su Príncipe, salieron de aquel pueblo o asiento, y caminamos por el río abajo ocho días y siete noches sin parar. Paresciéronse aquí, sobre la mano derecha, una cordillera no muy alta, de cabañas y sierras peladas. Había en esta cordillera grandes humos, y divisábanse algunas poblaciones de la orilla del río. Allí decían las guías que estaba Omagua y la buena tierra que siempre ellos nos habían dicho. Mandó que nadie hablase con las guías. Pasamos algo desviados por el otro brazo del río, que se iba desviando el tirano. Aquí vimos grandes poblaciones, y luego dimos en islas de indios flecheros; y las primeras piraguas saltaron en un pueblo donde hallamos muchas iguanas atadas en las casas de los indios; y más abajo se nos juntó el barco que venía sobre mano derecha, que habíamos dejado arriba. Vimos asimismo por aquí, sobre mano izquierda, otra cordillera de cabañas y tierras peladas; aunque por allí no nos pareció que habría poblaciones como en la mano derecha. Estas dos cordilleras, una de una banda y otra de la otra, hacen por aquí recoger algo del río, aunque no tanto que no sea incomparable su anchura y grandeza. A cabo deste tiempo dimos en un pueblo grande de indios, que está sobre mano derecha en una barranca muy alta del río. Son estos indios desnudos y flecheros; son caribes; llámanse los Arnaquinas, son bien dispuestos: tienen yerba muy mala, y casas de adoratorio para sus ritos y sacrificios; y a la puerta de cada casa destos hay dos sacrificaderos, adonde nos pareció que deben de degollar los indios que sacrifican. En el uno está pintado en una tabla un sol y figura de hombre, a los hombres; y en el otro que tiene pintada la luna y una figura de mujer, a las mujeres. Están todos llenos de sangre humana, a nuestro parescer, y esto sacamos por congeturas, que no tuvimos a quién lo preguntar, por falta de lengua. Hallamos en este pueblo pedazos de una guarnición de espada, y clavos y otras cosillas de hierro. A la llegada deste pueblo, envió el tirano más de treinta hombres delante, en canoa y piraguas, y los indios esperaron a la orilla del río con sus armas. Dijeron que esperaban de paz, porque no hicieron muestra de pelear; mas los de las canoas les tiraron muchos arcabuzazos, hirieron y mataron algunos, y ellos se huyeron sin pelear ni tirar flecha, y dejaron el pueblo con todo lo que en él tenían, que no sacaron cosa de sus casas. No se pudo tomar más de un indio y una india, y al indio hirieron con una de sus propias flechas, para saber si era la yerba ponzoñosa; y otro día, a aquella hora, murió, sin haberle dado más heridas de cuanto sacó sangre. Después que los indios hubieron puesto todas sus mujeres e hijos en cobro, venían cada día a la redonda del pueblo, pero no nos osaron acometer; y después se tomó otro indio, y le dio el tirano una o dos hachas o machetes y otras cosillas; y por señas le envió a que hablase a sus compañeros que viniesen de paz y que no se les haría mal. Enviáronnos los indios dos mensajeros, el uno cojo de un pie, y el otro contrahecho de un lado, y traían sendos papagayos y un poco de pescado, y por señas nos dijeron que los indios venían luego todos de paz; pero luego nos fuimos sin esperar más. Tienen estos indios tierra alta y llana, no ahogadiza, e cabañas entre una montaña muy rala de alcornocales. Este pueblo está en la tierra firme de mano derecha. Hallose en este pueblo gran cantidad de maíz, colgada en manojos, y mucha yuca brava en las sementeras, y en las casas mucha cantidad de hamacas de red, y muchas redes de caza, y otros muchos cordeles y sogas, de que hicimos la jarcia. Hallamos muchos palos cortados para mástiles y entenas, y muchos cántaros y tinajas para el aguada cuando saliésemos a la mar, y todo en harta abundancia; y hiciéronse en este pueblo las velas de los navíos, de mantas y sábanas de Ruan y otras cosas de lienzo, que se recogieron entre los españoles e indios del campo. En este pueblo reconoscimos la marea que sube hasta él, y aún se creyó que mucho más arriba antes del pueblo, que serán más de doscientas leguas antes de llegar al mar. Cuando llegamos a este pueblo, se nos huyeron las guías que traíamos desde el Pirú, que eran ciertos indios brasiles, de los que se ha dicho que subieron por este río; por donde nos paresció que los dichos indios deste pueblo sean de los dichos brasiles, que debe de estar cerca de ellos, porque de otra manera no se osaran huir las dichas guías entre indios que comen carne humana. Detuvímonos en este pueblo quince días haciendo la jarcia y enmastilando los navíos. En este tiempo mató el tirano a un Monteverde, flamenco, porque le paresció que andaba tibio en la guerra, y amanesció un día muerto, y puesto un rótulo en el pecho que decía: por amotinadorcillo. Y después algunos quisieron decir que Monteverde era luterano. Mató, al tiempo de la partida deste pueblo, a un Juan de Cabañas, y mató asimismo a un capitán, Diego Trujillo, y a Juan González, sargento mayor, a los cuales había dado los cargos cuando mató a su Príncipe. La causa, según dijeron, de su muerte, fue porque llegaban amigos, y el tirano se temió dellos, aunque echó mano que le querían matar. Muertos los dichos, hizo su Capitán, en lugar del Diego Trujillo, a un Cristóbal García, calafate, y Sargento mayor a un Juan Tello. Todo el tiempo que se detuvieron en este pueblo estuvieron los tiranos sin salir de los bergantines, con su guardia y amigos; en el uno su Maestre de campo, y en el otro el tirano Lope de Aguirre, y no dejaban dormir ni estar dentro a ninguno de los sospechosos. Al salir de aquí, desarmó toda la gente que le paresció sospechosa, quitándoles las espadas y arcabuces; y todos sus amigos y los de su guardia iban armados, y las armas que aquí tomó, las llevaba liadas con muchas sogas en un alcazarete que había en la popa del navío, donde no consentían llegar a ninguno que no fuese de la guardia, o muy grande amigo de los dichos tiranos. Aquí, por consentimiento del tirano y voluntad, y con su licencia, hirió a traición un fulano Madrigal a un fulano López Cerrato, alguacil mayor que había sido de D. Fernando, porque mucho antes desto, dicen que el Juan López había afrentado al dicho Madrigal; y diole con un lanzón cuatro o cinco heridas por detrás, al bajar que bajaba del bergantín donde estaba el tirano, y delante dél; y el tirano hizo cierto ademán de prender al dicho Madrigal, porque paresciese que no había mandado, y luego le soltó; y estando el Juan López Cerrato casi sano de las heridas, los que le curaban, por mandado del tirano, le echaron cosas con que se pasmó y murió. Partidos deste pueblo que nosotros llamamos de la Xarcia, fuimos por el río abajo cinco o seis días, y yendo navegando, mandó este tirano a un su Sargento, llamado Antón Llamoso, que matase al comendador Juan de Guevara. La causa fue, porque dijo que era también en el motín con Diego Trujillo y Juan González, al cual Comendador el dicho Llamoso le dio con una daga tres o cuatro puñaladas, estando descuidado al bordo del navío, y lo tomó por la horcajadura y lo echó al río, y murió ahogado, pidiendo a voces confesión; y el tirano lo miraba con mucho placer, y en juntándose con el bergantín, lo contó a la gente dél. Llegamos a unas casas fuertes que por allí tienen los indios, hechas de barbacoa, altas y cercadas de tablas de palma, y en lo alto tienen troneras para flechar; y desde allí nos hirieron los indios cuatro o cinco españoles, de veinte que se habían adelantado con un caudillo, y los hicieron retirar, y cuando llegó el armada a esta casa, ya los indios se habían huido. No hallamos comida alguna ni en las casas, ni sementeras: a lo que nos paresció, estos indios se sustentan con sólo pescado, o que con ello rescatan la demás comida. Entre otro, hallamos aquí sal cocida, que fue la primera que vimos en todo el reino desde los Caperuzos hasta aquí, que serán mil y trescientas leguas, que ni los indios la conoscen ni comen. En esta casa nos detuvimos tres días, arreglando algunas cosas que faltaban a los bergantines. Esta casa está metida en un estero arriba pequeño, desviado de la madre del río como hasta tres tiros de arcabuz, y es isla. Al salir que queríamos de aquí, parescieron en el río muchas piraguas e indios, que según algunos, serían más de ciento, con muchos indios de guerra. Pensamos que nos venían a acometer, y apercibímonos de guerra, y ellos se desviaron de nosotros, y salimos a ellos; pero como estábamos en aquel estero tan arriba, cuando llegamos a la madre del río se habían desaparecido, y nunca más los vimos, ni supimos dónde tenían sus poblazones. Partidos de aquí, anduvimos perdidos entre muchas islas y brazos del río, que no sabíamos hacia dónde corría, porque las corrientes, con las mareas, eran tan grandes y tan continuas arriba como abajo, y los pilotos y gente de la mar que allí había estaban desatinados y no entendían el río ni conocían las mareas. Salieron ciertos dellos en dos piraguas que llevábamos, a reconocer unas puntas, y a cabo de muchas dudas y pareceres, que unos decían que habían de ir a un cabo y otros a otro, fue Dios servido que acertamos a caminar. Dimos en un pueblo de indios, pequeño, que estaba poblado en una isla de cabana, en la barranca del río. Los indios deste pueblo nos salieron de paz y rescataron con nosotros. Son estos indios desnudos, y traen en los pies unas suelas de cuero de venado, atadas con cuerdas, a manera de las otras del Pirú. Traen estos indios los cabellos cortados a líneas redondas, a manera de corona de frailes, salvo que este espacio de corona está lleno de cabellos. En este pueblo dejó el cruel tirano casi cien piezas ladinas y cristianas, de las que habían quedado de servicio que se trajeron del Pirú, diciendo que no cabían en los bergantines, y que era peligro ir por la mar tanta gente, y que para tantos faltaría el agua y comida. Fue ésta una gran crueldad, y puso gran lástima, principalmente porque creemos que aquellos indios son caribes, y luego los matarían para comer, y si no, la tierra, que es mala y enferma, los acabaría presto a todos. Aquí mató el tirano dos soldados, el uno llamado Pedro Gutiérrez y el otro Diego Palomo, porque estando el uno hablando con el otro, dijeron: "Las piezas nos dejan aquí; hágase lo que se ha de hacer", y de que habían dicho estas palabras, dio el tirano, para satisfacción de toda la gente, un negro, portero, el cual dijo delante de todos que se lo había oído, y a ellos les mandó dar garrote; y el Diego Palomo rogaba al tirano, por amor de Dios, que no lo matase y lo dejase vivo con las piezas del Pirú que allí quedaban, que se haría ermitaño y las recogería y doctrinaría; pero el perverso tirano, que no curaba de cristiandad, no lo quiso hacer, y lo mató. Partidos deste pueblo, a veces perdiéndonos y a veces acertando, llegamos a la mar, sin hallar más poblado ni indios, aunque desde aquí, en la cordillera que he dicho de la mano izquierda, vimos grandes humos y çabanas; y antes de llegar a la mar, pasamos grandes trabajos de peligros y tormentas y macareos; y pasamos por muchos bajos y blancos que el río hace a la boca de la mar; tanto, que algunas veces pasaban los bergantines topando por sola media braza de agua, sino que fue Dios servido que fuese la tierra toda legaños muy blandos; y así pasaban arrastrando por aquel lodo, que fue maravilla no hacerse pedazos. Quedáronsenos por aquí tres mozos, uno español y dos mestizos, que iban en una piragua que llevábamos, y la tormenta del río los arrebató y los volvió hacia arriba, sin que fuesen parte para tomar tierra, hasta que los perdimos de vista, y nunca más los pudimos ver. Iban también con ellos otros indios cristianos, y en algunas islas se nos quedaron algunas yanaconas que salían a mariscar, porque la cresciente de la mar subía con tanta ferocidad que no les daba espacio para tornarse a meter en los bergantines, y creímos que los ahogaba. Desde la boca de este río a la isla Margarita estuvimos diez y siete días, de manera que, desde que nos echamos al río en el astillero con nuestro gobernador Pedro de Orsúa, hasta llegar a la Margarita, tardamos desde veinte y seis de Septiembre de mil y quinientos y sesenta y uno, que son diez meses; de los cuales caminamos por el río y la mar los tres meses y veinte días, que son ciento y diez jornadas, poco más o menos, noventa y tres o cuatro por el río, y las diez y siete por la mar. Todo el más tiempo, que son seis meses, nos detuvimos en hacer los bergantines y en buscar comida y descansar. Pasamos gran necesidad de hambre y sed por la mar, tanto, que creo, si nos durara la navegación cuatro o cinco días más, muriéramos la mitad de la gente, aunque no fueran de los amigos del tirano, que estos venían siempre mejor proveídos, y quitaban de los otros para dar a ellos, y con todo eso se nos murieron tres o cuatro soldados de hambre.
obra
Convencida de que "dos pintores italianos podrían no terminar en diez años lo que Rubens era capaz de hacer en cuatro", María de Medicis hizo llamar al pintor flamenco a París en enero de 1622 para encargarle dos ciclos de pinturas destinados a la decoración del Palacio del Luxemburgo en París. Uno de los ciclos se dedicaría a la historia de la reina mientras que el otro versaría sobre la vida de su esposo, Enrique IV de Francia. El primero de ellos se llevó a cabo en su totalidad mientras que del segundo sólo quedan algunos bocetos y unos lienzos sin concluir.El asesinato de Enrique IV en 1610 dejaba a Francia en una delicada situación ya que el heredero Luis XIII era menor de edad. María de Medicis se hizo cargo de la Regencia hasta que en 1617 Luis asumió el gobierno del país, enviando por primera vez a su madre al exilio. Este periodo de crisis sería aprovechado por los grandes para intrigar en su favor mientras que los protestantes se sublevaban. Sin embargo, María deseaba dejar en la decoración del nuevo palacio las glorias de su periodo de regencia por lo que Rubens tuvo que utilizar la alegoría en la mayor parte de las 25 telas que conforman el conjunto. La Muerte de Enrique IV y la proclamación de la Regencia ocupaba uno de los testeros de la sala ya que suponía uno de los momentos cruciales del ciclo. En la parte izquierda de la composición observamos como Júpiter y Plutón se llevan a Enrique IV al Olimpo, donde le esperan un grupo de dioses entre los que podemos identificar a Hércules -con la piel del león a la espalda- y Mercurio -con su caduceo en la mano-. El grupo del rey acompañado de los dos dioses recuerda a las apoteosis de los emperadores romanos. Bajo los pies del monarca asesinado observamos una serpiente y unas armas en el suelo. A continuación se hallan dos figuras femeninas aladas, una vestida y la otra semidesnuda, portando una palma y un estandarte en el que cuelgan una armadura y un casco.En la zona de la de la derecha encontramos a María de Medicis recibiendo de Minerva al poder -en forma de la bola del mundo- siendo aclamada por sus súbditos y cortesanos, grupo que está tomado de la Virgen del Rosario de Caravaggio. La reina se sitúa ante un arco de triunfo y bajo un templete construido con columnas salomónicas.La composición se organiza a través de diversas diagonales que recorren el espacio pictórico, dotando de dinamismo y dramatismo teatral a la escena. A ello también beneficia el empleo de una iluminación dorada que baña las diferentes figuras, cuyas escorzadas posturas aumentan la sensación de movimiento característico del Barroco y que Rubens interpreta de manera insuperable. La felicidad de la Regencia de María de Medicis y el Encuentro de María de Medicis y Enrique IV también forman parte de la serie.
obra
Sin duda es uno de los lienzos más interesantes de la serie que Zurbarán dedicó a Hércules, supuesto padre de la dinastía española. Pintados para el Palacio del Buen Retiro por orden de Felipe IV, hombre de un excelente olfato artístico, el que nos ocupa constituye la escena final del ciclo. Hércules muere por mano de su propia esposa, engañada. Hércules mató al centauro Neso, quien empapó en su propia sangre una túnica que regaló a Deyanira, la esposa de Hércules, diciéndole que de esa manera adquiriría poderes afrodisíacos. Deyanira, celosa porque su esposo mantenía relaciones con otra princesa, le regaló la túnica esperando recuperarle. Cuando Hércules la vistió, la tela comenzó a arder y el héroe murió en las llamas. Tras su reducción a cenizas, su padre el dios Júpiter le hizo ascender a los cielos en forma de nube, divinizándolo. De ahí la relevancia de este capítulo para el rey de español, que de esta manera demuestra el origen divino de su autoridad. La composición de Zurbarán sorprende por su audacia y dramatismo, frente a sus habituales representaciones estáticas, carentes de cualquier complejidad. Al fondo de la escena alude a la victoria póstuma del centauro sobre Hércules, representándolo en el paisaje del segundo plano, huyendo. Respecto a la posición de Hércules, parece ser que recurrió a antiguos grabados, como era habitual, considerándose como la fuente original un hermosísimo grabado de Leonardo da Vinci titulado San Jerónimo. Por lo demás, el colorido y la luz son los del maestro, empleando los violentos reflejos de las llamas para destacar el cuerpo del protagonista contra un fondo muy oscuro, en el mejor estilo tenebrista.
contexto
Muerte de Hernán Cortés Riñeron malamente Cortés y don Antonio de Mendoza sobre la entrada de Sibola, pretendiendo cada uno ser suya por merced del Emperador; don Antonio como virrey, y Cortés como capitán general. Tuvieron tales palabras entre los dos, que nunca volvieron a congraciarse, después de haber sido muy grandes amigos; y así, dijeron y escribieron mil males el uno del otro; cosa que a entrambos dañó y desautorizó. Tenía pleito Cortés, sobre la cantidad de sus vasallos, con el licenciado Villalobos, fiscal de Indias, que le pusiera mala voz al privilegio; y el virrey se los comenzó a contar, que estaba mal hacerlo, aunque con cédula del Emperador; por lo cual hubo Cortés de venir a España el año 40. Trajo a don Martín, el primogénito, que tendría ocho años, y a don Luis para servir al Príncipe. Vino rico y acompañado, mas no tanto como la otra vez. Trabó grande amistad con el cardenal Loaisa y con el secretario Cobos, que no le aprovechó nada para con el Emperador, que había ido a Flandes sobre lo de Gante, por Francia. Fue luego, el año.41, el Emperador sobre Argel, con grande armada y caballería. Pasó allá Cortés con sus hijos don Martín y don Luis, y con muchos criados y caballos para la guerra. Le cogió la tormenta, con lo que se perdió la flota, en el mar, y en la galera Esperanza, de don Enrique Enríquez. Por el miedo de perder el dinero y joyas que llevaba, dando al través, se ciñó un paño con las riquísimas cinco esmeraldas que dije valer cien mil ducados; las cuales se le cayeron por descuido o necesidades, y se le perdieron entre los grandes lodos y muchos hombres; y así, le costó a él aquella guerra más que a ninguno, quitando a su majestad, aunque Andrea de Oria perdió once galeras. Mucho sintió Cortés la pérdida de sus joyas; empero más sintió que no le llamasen a consejo de guerra, metiendo en él a otros de menos edad y saber; lo cual dio que murmurar en el ejército. Como se determinó en consejo de guerra levantar el cerco e irse, pesó mucho a muchos; y yo, que me hallaba allí, me maravillé. Cortés entonces se ofrecía a tomar Argel con los soldados españoles que había, y con la mitad de tudescos e italianos, siendo de ello servido el Emperador. Los hombres de guerra amaban aquello, y le elogiaban mucho. Los hombres de mar y otros no lo escuchaban; y así, creo que no lo supo su majestad, y se vino. Anduvo Cortés muchos años acongojado en la corte tras el pleito de sus vasallos y privilegio, y aun fatigado con la residencia que le tomaron Nuño de Guzmán y los licenciados Matienzo y Delgadillo, y que se veía en Consejo de Indias; pero nunca se declaró; que fue gran contento para él. Fue a Sevilla con voluntad de pasar a Nueva España y morir en México, y a recibir a doña María Cortés, su hija mayor, que la tenía prometida y concertada de casar con don Alvar Pérez Osorio, hijo heredero del marqués de Astorga don Perálvarez Osorio, con cien mil ducados y vestidos. Mas no se casaron por culpa de don Alvar y de su padre. Iba malo de flujo de vientre e indigestión, que le duraron mucho tiempo. Empeoró allí, y murió en Castilleja de la Cuesta, el 2 de diciembre del año 1547, siendo de sesenta y tres años. Fue depositado su cuerpo con los duques de Medina Sidonia. Dejó Cortés en doña Juana de Zúñiga un hijo y tres hijas: el hijo se llama don Martín Cortés, que heredó el estado y casó con doña Ana de Arellano, prima suya, e hija del conde de Aguilar don Pedro Ramírez de Arellano, por convenio que dejó su padre. Las hijas se llaman doña María Cortés, doña Catalina y doña Juana, que es la menor, prometida por el mismo convenio a don Felipe de Arellano, con setenta mil ducados de dote. Dejó también otro don Martín Cortés, que tuvo en una india, y a don Luis Cortés, que tuvo en una española, y tres hijas, cada una de su madre, y todas indias. Hizo Cortés un hospital en México, mandó hacer un colegio allí, y monasterio para mujeres en Coyoacán, donde mandó por testamento que llevasen sus huesos a costa del mayorazgo. Situó cuatro mil ducados de renta, que valen sus casas de México cada año, para estas tres obras, y de ellos dos mil son para los colegiales. Don Martín Cortés a la sepultura de su padre Padre, cuya suerte impropiamente Aqueste bajo mundo poseía; Valor que nuestra edad enriquecía, Descansa en paz eternamente.