Antes de iniciar el estudio de las creaciones artísticas de la época de los partos desearía hacer una delimitación. El Irán arsácida integró a su órbita Mesopotamia y Yazira, unas regiones que estética, mental e históricamente vivían su propia evolución. Pero la fundación de ciudades nuevas, además de cinco siglos casi de gobierno iranio, creo que justifican la presencia en esta obra de las artes producidas en Hatra o Ctesifonte. Otras urbes ya existentes, como Dura Europos, recibieron influencias nuevas. Algunas más, como Assur, se vieron reconstruidas. Pero el reino de Palmyra, aunque sus nobles vistieran con frecuencia a la parta y aunque su interés mayor estuviera vinculado al comercio a larga distancia, no parece lógico incluirla en una obra como ésta. Por eso, aunque historiadores de prestigio como R. Ghirshman solían referirse a ella, no lo haré. Hablemos del mundo verdaderamente arsácida. Dice E. Porada que la disposición circular que los partos dieron a sus ciudades de nueva planta, como Hatra y Ctesifonte por ejemplo, o a los recintos de ampliación como Merv, tenían su origen en los campamentos militares asirios. Mas podría ser que la raíz de todo estuviera en ellos mismos y en las necesidades militares de unos puntos que, sobre todo al principio, eran centros de organización bélica. También R. Ghirshman insiste en el origen asirio del trazado, aunque difícilmente podamos deducir la forma en que habría podido llegar hasta ellos. No obstante y como H. P. Francfort ha puesto de relieve, la fortificación circular -y la ciudad- es una de las formas posibles de defensa en el amplio mundo del Asia Central. La ciudad de Hatra que hoy vemos, aunque destruida en el 240 d. C. por Sapur I, responde en líneas generales al trazado inicial. Un gran terraplén exterior de tierra como primer muro defensivo antecedía a la verdadera muralla de piedra con torres, bastiones y cuatro puertas. Y esos dos recintos circulares encerraban un trazado urbano que imponía en el centro un gran témenos con los templos más importantes, un palacio real junto a la muralla, calles principales rectas o ligeramente curvadas -pero nada ortogónico, desde luego- y una serie de templos, torres funerarias y otros edificios públicos repartidos por un caserío. Diríamos que tal esquema responde a la ciudad parta ideal y puede que su último estado sea el resultado de una larga maduración. Dentro de los recintos de las nuevas o antiguas ciudades, los maestros constructores del mundo parto desarrollaron algunas ideas en cuanto al trazado, los materiales de trabajo y la ornamentación. Sobre el origen de aquéllas aún no sabemos mucho, pero sí al menos que comenzaron en la época parta. Respecto al trazado ya hicimos alguna referencia: se trata del iwan que, en esencia, era una sala de tres lados, con el cuarto abierto y la cubierta abovedada. El iwan venía a funcionar como un módulo que podía repetirse en línea, o con el que el arquitecto jugaba según necesidad. Su disposición en Hatra era distinta a la de Assur, pero en ambos conjuntos se comprendía perfectamente su función. Este módulo también se recogía en la arquitectura doméstica. Y su adaptación al mundo iranio fue tal que los sasánidas lo elevaron a pieza esencial de su arquitectura. El Irán posterior también lo integró como propio. Las técnicas de construcción son variadas. El adobe y el ladrillo siguieron utilizándose como siempre, igual que la madera y la piedra que, donde podía obtenerse con facilidad, resultaban el material fundamental. Los muros de adobe solían revestirse con una capa muy dura, una especie de estuco que además de mejorar su aspecto confería a la pared una gran resistencia. Se utilizaban también muros de cascote o guijarros ligados con mortero o paramentos de bloques tallados. Las superficies de los muros de mampostería podían revestirse con estucos muy elaborados, que están en el origen de todos los tipos posteriores de yeserías. Entre todos los conocidos destacan los de Kuh-i Hwaya y Assur. Los primeros semejan el recamado de los trajes ostentados por los nobles de Hatra. Los segundos, más sencillos, asombran sin embargo por su belleza y su plena adaptación al juego de las fachadas. Los interiores -y tal vez algunos exteriores, como en Assur- se decoraban con pinturas. Los muros de piedra, en fin, solían llevar una decoración escultórica consistente en máscaras o cabezas, muy significativas para el hombre parto, según parece, pues el tema se repite en otras producciones como en los rhyta de Nisa. Aunque los arsácidas fundaron en los territorios del Asia Central distintas ciudades más o menos conocidas, sólo Nisa ha merecido estudios profundos. Y sólo ella nos proporciona una imagen de arquitectura desarrollada. La estructura más llamativa es el palacio real de la Nisa antigua. La fachada, decorada con metopas y merlones de arcilla cocida incorpora también máscaras o rostros, probablemente de una divinidad, como en Hatra. Es interesante destacar que aquí todavía no se utilizaba el estuco. La planta del edificio giraba en torno a la sala central, de notables proporciones, cuyo techo de vigas estaba mantenido por cuatro pilares de columnas cuadrilobuladas que, por su colocación central y en cuadrado, debían crear en la cubierta una apertura de iluminación cenital y en cuadrado, según M. E. Masson. En las paredes y a media altura, los arquitectos habían abierto nichos en los que se alojaban estatuas de arcilla pintada que representaban a los antepasados del rey, una costumbre de los sedentarios del Asia Central, presente ya en Toprak Kale. Al sur del palacio se levantaba otro edificio interesante, el llamado Tesoro Real, con patio central provisto en cada una de sus cuatro fachadas de un iwan, como más tarde se haría en Assur. Aunque gobernada por una dinastía árabe, vasalla del Gran Rey, Hatra incorpora muchos de los rasgos otorgados al mundo arsácida, del que siempre formó parte. Sus arquitectos utilizaron fundamentalmente una piedra caliza indígena, muy ligera y fácil de trabajar. Con ella levantaron un excepcional conjunto de murallas, viviendas, palacios, templos y tumbas que pueden contarse entre lo mejor del período. El centro de la vida urbana gira en torno al gran témenos, señalado por un alto muro de 437 x 322 m de lado, realizado en caliza. Dentro, tras cruzar un gran patio cuyo eje visual converge en los templos principales, construidos al otro lado de un segundo muro dotado de tres entradas. En el interior se levanta todavía, ya restaurada, la enorme estructura del templo principal, con 25 m de altura, construido en caliza y decorado con excelentes esculturas y bandas de ornamentación. Son dignos de destacar los arcos de ingreso, llenos de cabezas de divinidades, reyes o símbolos divinos, relacionados con lo mejor de la escultura de la ciudad. En planta, el conjunto principal resulta de la sucesión modular de iwanes que sirvieron como sendos templos. El más importante, el del centro, disponía al fondo de una especie de recinto sagrado, formado por una cella aislada por un deambulatorio, construido todo en las colosales proporciones del conjunto. Según E. Porada, la planta de este recinto sagrado significa la recuperación e integración de un trazado de época aqueménida, usado ya en el Templo del Fuego de Susa. La fachada principal, regida por los grandes arcos de los cuatro iwanes mayores y cuatro menores, es de una magnificencia difícil de describir. Otro de los centros partos conocidos al menos parcialmente, es Assur. Allí, como destaca W. Andrae, una de las principales novedades técnicas fue la utilización de mortero de yeso, una rareza en Oriente utilizada muy pocas veces, por ejemplo en el Palacio Norte de Babilonia o las tumbas reales asirias. Los partos lo usaron sin embargo con frecuencia en Warka, Babilonia, Hatra y Assur. Según el arqueólogo alemán, la imagen del Assur parto no debía haber cambiado mucho, vista en la lejanía. La antigua ziqqurratu, ahora ciudadela, seguiría destacando en el horizonte. Pero en el interior, una nueva estética se había impuesto. Donde en su día se levantaba el templo de Assur se erigía ahora otro edificio con planta modular de tres iwanes, con sus tres arcos correspondientes en la fachada, dotada de pilares y molduras. Los dioses titulares, llamados ahora Assor y Serva, hablan de la capacidad integradora de los partos. Del resto de edificios descubiertos por W. Andrae como el peristilo, el iwan con escalinatas, el edificio períptero y el palacio, conviene destacar este último. Se trata de un gran complejo con patio central, de cuatro fachadas dotadas con iwan en el centro. El meridional fue, según el arquitecto alemán, el único completamente bien desarrollado. En otras alas del edificio se distingue un patio con peristilo -la entrada según parece-, y una sala con cuatro pilares. Las partes más importantes del edificio se construyeron con ladrillo y mortero de yeso. Las fachadas del patio de los iwanes se decoraron con estucos calados y un sistema de columnillas adosadas que inspirarían luego la edificación del palacio sasánida de Ctesifonte.
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La escultura y la arquitecutra luvio-aramea están tan íntimamente ligadas que difícilmente puede encararse su estudio por separado. Es notorio por ejemplo, que el arquitecto que concibió la escalinata de acceso al palacio real de Karkemis jugaba con el efecto óptico de los grandes ortostatos esculpidos que integraban el muro del templo. En la historia del arte, pocas veces han estado tan unidas las prácticas de escultores y arquitectos. Y la ventaja estética de esta colaboración debió ser ampliamente entendida. Como dice E. Akurgal, puede incluso que los comienzos del arte griego traicionen influjos mucho más profundos y duraderos que los simples bronces luvio-arameos. Como su más o menos directo y lejano antepasado hitita, el artista luvio-arameo vivía n mundo de creencias y costumbres propio, moraba en un paisaje singular y utilizaba unos materiales definidos que la geografía circundante o el comercio le proporcionaban. La mayor parte de los Estados luvitas y algún arameo como Sam'al, fijaron su territorio en las regiones montañosas del sureste anatólico, en las inmediaciones del Tauro o en las estribaciones que bajan suavemente hacia el Eufrates o la costa sirio-turca. Las alturas de sus montes ejercieron un papel protector y, a la vez facilitaron la falta de cohesión política que, vista la experiencia del rápido hundimiento hitita, en modo alguno resultó negativa. Otros Estados, particularmente los luvio-arameos de la Yazira, se asentaron en regiones distintas, llanuras cerealeras o ambientes mediterráneos. Pero todos dispusieron de un medio que, más o menos cerca, les proporcionaba madera, piedras y metales en abundancia. Porque en sus manos estuvo, durante casi cinco siglos, la mayor parte de los yacimientos de hierro, los bosques maderables más importantes, las canteras más útiles y las regiones agrícolas de explotación más extensa y rentable. Es claro pues que la obsesión asiria por el Aram y el Gran Hatti no fue un simple capricho. En ese medio, los arquitectos y artesanos luvitas y arameos disponían sin límite de los materiales precisos para su trabajo porque -además de la nueva metalurgia del hierro en la que fueron maestros-, en la senda tecnológica de la tradición anatólica, su arquitectura y su arte utilizaban fundamentalmente tres materiales: la piedra, la madera y la arcilla. Como en el caso hitita, la abundante caliza indígena sería la piedra preferida en la construcción. Con ella se dio cuerpo a lo esencial de los recios muros y las escalinatas de los grandes edificios públicos, y sirvió además para el tallado de esculturas y ortostatos. El basalto sería la piedra preferida en segundo lugar, muy empleada en relieves y esculturas también. Una traquita ya usada en el período hitita, la andesita verdosa, parece haberse reservado a la realización de piezas estimadas especialmente, como el tondo de Warpalawa, conservado en el museo de Ankara. Y en fin, como en la vieja Anatolia, el interior de no pocos muros con piedra vista de caliza se rellenó con brecha bruta. Los bosques cercanos -coníferas y otras variedades de los montes de Kammanu, Gurgum y el Tauro- se emplearon también en la arquitectura y la artesanía. Y la arcilla, con el tradicional desgrasante de paja picada y fabricado con las mismas técnicas que en el resto de Oriente, les permitió a sus maestros levantar una arquitectura flexible y no excesivamente costosa. Frente a los problemas de extracción y transporte, los canteros luvio-arameos recurrieron a técnicas semejantes a las usadas durante el II milenio -taladros y cuñas de madera mojada-, pero aunque dispusieran de herramientas de hierro de mejor calidad -o acaso por ello mismo-, evitaron el gigantismo hitita. Además, los bloques empleados en la construcción -tallados o lisos- y salvo excepciones señaladas -como los ortostatos pequeños de Guzana, posiblemente rehusados-, aparecen mejor cortados y ajustados, con una evidente tendencia a la regularidad. Tal cuidado técnico se tradujo en una arquitectura sólida. En la mayor parte del área cultural en cuestión, los cimientos de piedras semirregulares en zanjas de cimentación profunda, los zócalos vistos de piedra hasta cierta altura -decorados con ortostatos esculpidos o no- y los muros de entramado de madera y adobe parecen haber sido la norma. No sólo en Sam'al, Hamat, Marqasi o Karkemis, sino hasta en la lejana Guzana aramea, los arquitectos utilizaron con profusión la madera en los muros de sus edificios. Los artistas y artesanos luvio-arameos, como sus homólogos de otras regiones y épocas, vivían dentro de un mundo en el que el mito, lo sagrado y lo misterioso tenían peso decisivo. Socialmente, su condición debió ser estimable o, al menos, altamente reconocidos, como el supuesto arquitecto de Guzana, Abdi-ilmu -el artesano, se dice en la inscripción- a quien E. Akurgal considera uno de los mayores artistas de su tiempo por su construcción del palacio de Kapara, que le hace acreedor de un fino espíritu y una sabiduría profesional notable. Conocemos también distintos talleres regidos por maestros muy personales, perfectamente individualizados en Sam'al, Taïnat, Guzana, Karkemis y, prácticamente, en todas las ciudades conocidas, donde acometieron programas complejos de escultura. Sus mejores clientes serían, como no podía ser menos, la casa real, pero también lo fueron gentes más sencillas, como las que encargaron las notables estatuas funerarias de Marqasi. El mundo de referencias religiosas del maestro luvio-arameo era muy complejo y, a decir verdad, todavía no nos es tan bien conocido como el hitita. Puede que la ausencia de un número tan alto de amuletos como el hallado en la meseta de Anatolia, por ejemplo, signifique algo. Pero la causa podría ser más simple: las habituales carencias de la arqueología luvio-aramea, fruto de una práctica normalmente temprana. No sabemos tanto de su magia -que la habría-, ni de sus ritos de encantamiento. Pero no sería extraño que, como en Hatti, hubiese gozado de notorio influjo. Y de su sistema religioso, tampoco estamos bien informados. Decía A. Dupont-Sommer, que los arameos tendían a asimilar el panteón de la región donde se asentaban. Así, en el este lejano, la tradición hurrita -con Tessub, Hepat y Sarruma- estaría presente en Guzana, mientras que en el occidental Sam'al, Hadad, Resef o Samas entre otros, serían invocados en la estela de Panammuwa. Para los luvitas, M. Vieyra pensaba que no pocos de sus dioses encuentran correspondencia estrecha en el mundo hitita. Un Dios de la tormenta llamado Tarhunt, Tarhunzai o Tarhunti y la diosa Kubaba, la señora de Karkemis, los dioses supremos, proceden del mundo del pasado; y figuras míticas que alcanzarían una larga vida, como la esfinge tutelar de las puertas o la quimera de Karkemis, procedían del mundo anatólico y, más precisamente, de la época imperial. O el tema del ciervo -de tradición mucho más remota en Anatolia-, que sería también recogido por el artista luvio-arameo y traducido en la iconografía. Pero en la etapa luvita al menos, sabemos que el ciervo era el animal sagrado y símbolo de Ruwa y Karhuha, dioses luvitas de la naturaleza. Y que Tarhu, en el relieve de Ivriz, era un dios de la vegetación. Porque el mundo religioso luvita parece muy ligado al paisaje, a la naturaleza, y como los antiguos hititas, a las montañas y las rocas, llenas de simbolismos y secretos religiosos. Así, en el remoto Kammanu, la vieja Inara seguía aún protegiendo la vida salvaje desde su montaña, y los naturales de Ain Dara debían ver a los dioses montaña que esculpieron en sus relieves, en la línea de su horizonte cercano. El artista luvio-arameo, que traducía con frecuencia en sus representaciones viejos gestos y actitudes del pasado, vivió una época que por fuerza tendía al sincretismo. Mas con todo, los valores religiosos dominantes siguieron siendo muy tradicionales. Acaso como novedad -pues como es sabido, la vida amable en el más allá estaba reservada, durante el período hitita, a la realeza-, debemos considerar el espíritu que emana de las llamadas estelas funerarias que, aún prodigadas en el mundo luvita interior, E. Akurgal atribuye a la mentalidad renovadora de los arameos.
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Se ha comentado cómo en tiempos próximos o contemporáneos a la acción de los colonos semitas, los asentamientos tartésicos dan muestras de un progreso arquitectónico notable. La tendencia se ratifica en la plena etapa orientalizante. Aparte de las construcciones defensivas, siempre en vanguardia por razones fáciles de entender, la superación de la pobre arquitectura anterior se hace más evidente en la nueva concepción de los trazados urbanos y, en relación con ello, de la arquitectura doméstica. Las cabañas de planta redondeada son sustituidas por construcciones rectangulares, más sólidas técnicamente, y más complejas en su estructura. El cambio se detecta en la generalidad del ámbito tartésico, como demuestran los yacimientos del poblado bajo del Carambolo, el Cerro Macareno, o la Colina de los Quemados. Aparte de éstos, y otros no citados, que confirman la tendencia, resulta del máximo interés comprobar en dos yacimientos bastante alejados -Tejada la Vieja, en Huelva, y Puente de Tablas, en Jaén- la configuración de pautas urbanísticas bastante claras y homogéneas, apreciables por la excavación en extenso de los núcleos de habitación. En Tejada la Vieja, su revitalización urbana en fechas avanzadas, desde fines del siglo VI a. C., se manifiesta en el cuidado de la muralla, que recibe más o menos por entonces el refuerzo de los bastiones o contrafuertes trapezoidales, y, sobre todo, en la nueva planificación urbanística. Se definen perfectamente calles y plazas, en una trama que no puede llamarse hipodámica, pero sí es bastante regular, avanzada y funcional. Las casas son de varios ambientes, y bastante cuidadas, aunque menos que construcciones mayores, algunas de ellas almacenes, que por sus características parecen corresponder a edificios públicos. Más importante es destacar la distribución funcional, con manzanas o zonas destinadas a viviendas, unas, a almacenes y actividades fabriles, otras. En lo excavado se comprueba la ubicación de los talleres minerometalúrgicos en zonas extremas, junto a las murallas, lo que veremos repetirse en poblados ibéricos como El Oral (Alicante) o el Castellet Bernabé (Valencia). En el oppidum de Plaza de Armas de Puente de Tablas se comprueba un proceso urbanístico parejo -hasta niveles sorprendentes- al de Tejada. Las murallas, muy similares a las del yacimiento onubense, se refuerzan igualmente con grandes bastiones cuadrangulares hacia el siglo VI a. C., fecha en la que se consolida también, en el interior, una organización urbanística regular, con calles bien trazadas y casas complejas de varios ambientes. Se perfila aquí un tipo de casa con un pequeño patio anterior y las habitaciones alrededor, en algún caso con dos pisos, de claro sabor mediterráneo. El yacimiento de Montemolín (Marchena, Sevilla) registra una típica secuencia tartésica, que arranca del Bronce final, al que corresponde un amplio edificio de planta elipsoidal, sustituido después, en la etapa orientalizante, por otro rectangular de parecidas dimensiones. Es un nuevo caso de imposición de las plantas cuadrangulares sobre las redondeadas, en este caso en edificios de carácter público -en la acrópolis del yacimiento- a juzgar por sus notables dimensiones. Alumbra, por cierto, una parcela del máximo interés, la correspondiente a las construcciones oficiales o públicas, a las que habría que añadir aquí algún otro edificio de clasificación y explicación problemáticas. Por ejemplo, el extraordinario monumento de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz). El edificio exhumado, en excepcional estado de conservación, corresponde a su configuración y uso en fechas comprendidas entre la segunda mitad del siglo VI a. C. y su abandono en la primera mitad del IV a. C. Es de planta cuadrada (20 m de fondo y casi 21 de anchura), de gruesos muros de adobe, elevado sobre una plataforma más amplia de grandes piedras; la fachada principal, la que mira al este, se retranquea en el centro para determinar un espacio abierto anterior, integrado en el edificio, donde se hallan las puertas de ingreso, espacio destinado a un papel principal en la funcionalidad de la construcción, como revelan los restos hallados y, sobre todo, el cuidado con que fue placado y pavimentado con losas de pizarra azulada. El interior queda distribuido en varias estancias al fondo de una crujía corrida a todo lo ancho del edificio, que dejan al centro un espacio más amplio y principal -interpretado como un adyton o cámara sagrada-, con gran pilar de adobes en el centro, para sujetar la cubierta. Toda ella debía de ser plana, y destinada también a ceremonias. Los materiales recuperados son igualmente excepcionales. En medio de abundantes cenizas, se han hallado multitud de ánforas, vasos griegos, y otros muchos recipientes cerámicos; un vaso de alabastro, bocados y arreos de caballo de bronce, vasos, asadores, figuras y complementos diversos del mismo metal, marfiles decorados, joyas, adornos de pasta vítrea, escarabeos, todo ello de origen y tradición fenicia, etc. A lo dicho, que basta para dar idea del interés extraordinario del monumento, hay que añadir el hecho de que tiene fases más antiguas y construcciones en su entorno, en curso de excavación, que acrecientan aún más su interés. El edificio, en su estructura, recuerda prototipos orientales, y es fácil suponer que desde 1979, en que empezó a darse a conocer, ha despertado una densa y animada discusión científica acerca de su origen y significado, imposible de recoger aquí y aún en sus comienzos. Sea un palacio santuario, un altar de cenizas u otra cosa, bástenos anotar ahora su importancia como expresión de una arquitectura de características y funcionalidad poco comunes, presente en el ámbito tartésico en sus etapas más avanzadas al menos, y de la que habrá que esperar nuevos testimonios según avancen las excavaciones. Por otra parte, quizá deba incluirse en la corriente de renovación y monumentalización arquitectónica de la época orientalizante el también singular monumento funerario de Pozo Moro (Chinchilla, Albacete), si, como sospechamos, su cronología es anterior a la que parece deducirse de los datos complementarios proporcionados por ajuares asociables al monumento, pero del que no existen garantías de que correspondan a la época de su realización.
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Los conquistadores normandos importaron a su nuevo territorio sus tradiciones constructivas. Obispos y abades hacían venir de Normandía maestros de obras e, incluso, a veces, los mismos materiales para erigir monasterios y catedrales iguales a los de su tierra de origen. De esta manera las monumentales fábricas se convertían en símbolos imponentes del poder de los vencedores. En Normandía la arquitectura del pleno románico había heredado de sus primeras manifestaciones una especial preocupación por la articulación del muro que ahora desarrollará ampliamente. Dos iglesias monásticas, la Trinidad y San Esteban de Caen, construidas bajo el patrocinio de Guillermo el Conquistador y su esposa Matilde de Flandes, se convertirán en el modelo arquetípico en el que se inspiren los constructores anglonormandos. La iglesia de San Esteban debía estar muy avanzada en su construcción cuando, en 1087, era enterrado en el presbiterio su fundador. La cabecera original adoptaba la tradicional fórmula de ábsides escalonados. La fachada presenta una triple entrada flanqueada por dos torres. Será en los ocho tramos de las naves donde el constructor normando experimente su interés por realizar unos paramentos dinámicos, en los que líneas y arcos dibujan un movido juego de luces y sombras. Los muros que flanquean la nave central se articulan en tres órdenes superpuestos: el intercolumnio, la tribuna y las ventanas por donde corre un ándito que perfora el muro con estrechos túneles. La iglesia de la Trinidad, coetánea en construcción con la anterior, sufrió importantes transformaciones en el XII y una radical restauración en el XIX. Por lo que podemos suponer, se trataba de un templo de análogas características al anterior. El románico de los edificios de Caen se acusa en la primera catedral normanda en territorio insular, Canterbury. Su constructor fue el arzobispo Lanfranco, designado por el duque Guillermo en 1070. Iniciadas de inmediato las obras, en el templo celebraban ceremonias litúrgicas en 1077. Dos años después, 1072, se fundaba la catedral de Lincoln. Lo que perdura en la actualidad de este edificio se reduce a las partes bajas y medias de su parte occidental. Todo ello de una gran robustez, lo que le confiere el aspecto de iglesia-fortaleza. Volúmenes sólidos y masas compactas son las características de estas primeras manifestaciones tal como podemos detectar también en San Albano (Hertfordshire) y en la catedral de Winchester construida por el obispo normando Walchelin entre 1079 y 1093. El obispo Guillermo comenzaba la construcción de la catedral de Durham en 1093, con la solemne disposición de la primera piedra el 29 de julio. Se trata del primer gran edificio totalmente abovedado del románico inglés. La primera campaña de obras se prolongaría hasta 1104, año en que se trasladaron las reliquias de san Cutberto al coro de la nueva catedral. Un segundo periodo de construcción concluiría con la dedicación del año 1133. Es un característico templo de tres naves, con un profundo presbiterio de igual estructura, y un gran transepto. Lo más significativo del edificio son sus curiosas e imperfectas bóvedas de ojivas. Tan sólo las de las naves colaterales corresponden a la construcción original, así como el especial cuidado con que se aborda la articulación de los paramentos de los muros de la nave central, con los consabidos tres niveles -intercolumnio, tribuna y orden de ventanas con ándito-. Un desmedido afán decorativo lleva al constructor a doblar todos los arcos y aplicarles una continua ornamentación denticular. La catedral de Ely tuvo un proceso constructivo contemporáneo al de Durham. Comenzadas las obras siendo aún abadía, bajo el gobierno del abad Simeón, antiguo monje de Ruán, se concluye la cabecera y el transepto cuando es promovida a sede catedralicia en 1109. Manteniendo en líneas generales la solución de Durham, todo aquí se muestra más sencillo y simplificado, prescindiendo también del abovedamiento. En la misma tendencia simplificadora debemos incluir la catedral de Norwich. Había emprendido su construcción el normando Herberto, antiguo prior de Fecamp, realizándose una dedicación parcial en 1101, aunque lo esencial de la obra no se concluiría hasta poco antes de 1145. La culminación de la investigación de los arquitectos anglonormandos sobre el tratamiento de los muros y su desmaterialización se logra en la catedral de Peterborough, obra ya de la segunda mitad de XII, coincidiendo con algunas de las experiencias de la primera arquitectura gótica francesa. La elevación en tres pisos se mantiene tanto en cabecera, como transepto y naves, lográndose de esta manera el triunfo definitivo de la primitiva solución muraria experimentada en las iglesias normandas del primer románico. La arquitectura monástica tendrá en las fundaciones de los cistercienses sus más importantes y monumentales fábricas arquitectónicas. Las iglesias de estos cenobios responden a la consabida tipología de ábsides de testeros rectos y dispuestos en batería sobre una amplia nave de crucero. Aunque modificados en parte los templos de Tintem (Monmouth), Kirkstall (Airedale) y Rievaulx, cerca de Helmsley, son un buen testimonio de este prototipo en las primeras fundaciones del Císter en Inglaterra. Las actuales ruinas de la abadía de Fountains en el hermoso valle regado por el Skell nos transmiten todavía la grandeza de uno de los conjuntos monasteriales más bellos del medievo inglés. Su historia monumental comienza con la construcción en 1135 de una iglesia que adoptaba la forma de Clairvaux, que vería transformada su cabecera a comienzos del XIII para elevar un presbiterio más grande, ya de estilo gótico. Las dependencias claustrales que siguen el esquema tradicional de la orden en su ubicación topográfica, tuvieron que alcanzar formas amplias para poder albergar su numerosa comunidad: la sala capitular es una profunda dependencia de tres naves, mientras que el refectorio se desarrolla en dos naves. La arquitectura militar adquirió una gran importancia al constituir el principal instrumento de dominio del territorio conquistado. Mediante la construcción de grandes torres se aseguraba la situación dominante de las guariciones normandas sobre la población anglosajona. Al principio sirvieron los tradicionales baluartes, formados por una empalizada, un foso y un parapeto de tierra, pero pronto fueron sustituidos por imponentes bastiones de piedra. La White Tower en la fortaleza de Londres, construida por iniciativa de Guillermo el Conquistador, en 1077, es el más sofisticado ejemplo de esta arquitectura militar normanda. Su forma rotundamente cúbica con torres cuadradas y semicirculares en las esquinas se divide en tres pisos, teniendo en la segunda planta el salón noble y la capilla palatina, dedicada a San Juan, que se encaja en la torre del sudeste. En el tercer piso se dispone un pasadizo mural similar al ándito que hemos descrito al nivel de los ventanales de las iglesias. La arquitectura irlandesa siguió durante gran parte del siglo XII muy apegada a las formas tradicionales: templos compuestos de dos o tres ámbitos cuadrados y torres circulares. La caracterización románica al principio se limitaba a la adopción de formas meramente epidérmicas, ornamentación escultórica aplicada a los vanos. La transformación del monacato con la llegada de los cistercienses, a la vez que la incorporación del territorio irlandés al reino de Enrique II, contribuyó decisivamente a la implantación definitiva de la arquitectura románica en las nuevas construcciones monasteriales. Abadías como Mellifont y Boyle, fundadas a mediados del XII, verán surgir sus monumentales fábricas a finales de siglo o durante la centuria siguiente.
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La inmensa mayoría de los edificios que hoy día contemplamos en Monte Albán fueron construidos en el período Clásico, y conservan en términos generales un tono arcaizante a lo largo de toda la historia del centro, ya que se mantienen básicamente las tradiciones constructoras formuladas durante el Formativo.La construcción más relevante en estos momentos es la Acrópolis. Miller ha apuntado que ésta se construyó como una réplica del espacio natural que circunda el valle de Oaxaca, como un microcosmos particular relacionado con el entorno ambiental. El acoplamiento progresivo a la topografía natural de la cuenca indica que los procesos culturales son rápidos, y que no se dispuso de tiempo para hacer una planificación coherente como la que se había realizado en el período inmediatamente anterior mediante el aterrazamiento de la parte más alta de la colina. La orientación básica de la ciudad en un eje norte-sur no tiene una planificación tan rigurosa como Teotihuacan, sino que manifiesta más bien las pautas de asentamiento complejo implantadas en las tierras bajas mayas, aunque la Acrópolis recuerde en ocasiones a la disposición de la Calzada de Los Muertos de la gran capital clásica del centro de México.El carácter arcaizante de la arquitectura está definido por la distribución del núcleo de la ciudad a base de espacios cerrados en plazas hundidas, que se combinan con volúmenes poco elevados de los basamentos piramidales. Ello confiere al asentamiento una sensación de privacidad de las clases dirigentes que, aunque manifiesto de manera parcial en las ciudades mesoamericanas durante el Clásico Tardío, no tiene parangón en la región.La naturaleza privada de las edificaciones monumentales de Monte Albán se agudiza en los palacios en los que residió la elite, como el Palacio Hundido, emplazado al norte de la capital zapoteca y un vestíbulo cuyo techo estuvo sostenido por cuatro pilastras y seis pares de columnas, aislándolo de la visibilidad y de las multitudinarias convocatorias colectivas asociadas con los edificios religiosos y administrativos.La parte más meridional del asentamiento estuvo delimitada por la denominada Plataforma Sur, coronada por una pirámide de 15 m de altura y decorada en cada una de sus esquinas por cuatro losas talladas que incluyen escenas en las que se registran a nivel iconográfico y jeroglífico las especiales relaciones que mantuvo Monte Albán con Teotihuacan.El este y oeste del asentamiento estuvo limitado por grandes construcciones que incluyen un juego de pelota en forma de I, rehundido y con taludes escalonados, o los denominados Sistemas M y IV, así como otra serie de edificios que han sido interpretados como sedes representativas de las diferentes jefaturas que durante el Formativo se distribuyeron por el valle y de los barrios en que se organizó la población.Al final de la historia de la ciudad, todo el núcleo ceremonial se rodeó de altas paredes, restringiendo considerablemente los accesos a él. En su interior, las propias residencias de elite estuvieron rodeadas de vallas, pasajes y patios interiores con columnas, que resaltan un aumento de la necesidad de privacidad.Por regla general, los edificios están recubiertos de piedra bien tallada, y se asientan sobre plataformas piramidales en las que se combina la reformulación zapoteca del talud y el tablero. Cada cuerpo superpuesto se compone de un muro inclinado y de un panel horizontal abierto en su parte inferior hasta formar un diseño invertido en forma de U. El resultado es la obtención de un claroscuro, un estilo decorativo muy peculiar que ha sido denominado de doble escapulario. El acceso a los edificios se realiza mediante una escalinata exenta limitada por alfardas, un rasgo presente en muchos sitios clásicos de Mesoamérica.Desde un punto de vista arquitectónico, y también iconográfico, resultan de gran interés las tumbas subterráneas, de las cuales hasta la actualidad se han descubierto más de 170, que se concentran sobre todo en el norte de la ciudad. Algunas fueron construidas debajo del nivel del suelo de las áreas residenciales, mientras que otras se colocaron bajo los grandes palacios y las edificaciones piramidales, y en un tercer caso aparecen como habitaciones aisladas. De cualquier manera, en ellas queda patente la riqueza alcanzada por las clases dirigentes del valle de Oaxaca.La arquitectura de las tumbas descubiertas en Monte Albán imita la fachada de los grandes templos, de tal forma que su entrada se decora con cornisas y tableros, y sobre la puerta es frecuente la apertura de un pequeño nicho en el que se colocó una urna o incensario, frecuentemente decorado con el rostro de alguna divinidad.Los recintos funerarios se formaron a base de grandes losas de piedra, y constan de una escalinata que da acceso a una antecámara y que se continúa con la cámara mortuoria cubierta a menudo con un falso arco. La separación entre ambas habitaciones se realiza por medio de grandes losas, algunas de las cuales están decoradas mediante escritura jeroglífica. Este rasgo, y su asociación a estructuras de forma piramidal que sostienen templos, parecen estar emparentados con la existencia de un culto a los antepasados reales muy similar al practicado en el territorio maya.
contexto
Todos los edificios que en el mundo han sido, fuesen cuales fuesen las circunstancias de su diseño y construcción, han seguido pautas geométricas; cuando éstas son perceptibles y tuvieron alguna utilidad manifiesta podremos decir que un edificio posee trazado regulador; la Qubbat al-Sajra lo posee y de manera tan nítida que es uno de los pocos ejemplos en que estamos seguros de que ese fue el que concibió su anónimo arquitecto y que le sirvió como garantía de estabilidad y de virtudes compositivas, además de facilitar su construcción, ya que le permitió controlar sus formas de manera rigurosa. Así pues, comenzaremos el análisis genérico de la Arquitectura islámica, por lo más abstracto: sus trazados reguladores. El ejemplo de la Cúpula debió servir como modelo, y aunque no volvieron a repetirlo tal cual, se advierte el deseo de contar con pautas geométricas organizadas, puesto de manifiesto cuando se resolvieron sistemas estructurales cupuliformes, basados en la sucesión de cuadrados, octógonos y círculos, concéntricos y del mismo radio. Sin embargo, hay que reconocer una contradicción; muy pronto las necesidades del Islam en el aspecto religioso fueron muy expansivas, viéndose en la necesidad de procurar grandes espacios para la oración y, al poco tiempo, agrandarlos. Para ello, y partiendo de las mezquitas de los primeros tiempos, prefirieron hacerlas sobre trazados simples, a base de naves paralelas, para ampliarlas con facilidad. Así ocurrió con la Aljama de Córdoba, que creció dos veces por el patio y tres por la sala de oración, sin que por ello el edificio padeciese en su carácter unitario, tales eran sus dimensiones y la uniformidad de su tratamiento. Así pues, el trazado habitual es de los más simples, una trama octogonal dentro de la que se insertan otros más complejos. En edificios exentos, como fueron los funerarios, los alminares y las torres, fueron de tipo concéntrico, más parecidos al de la Qubbat al-Sajra que a los de las mezquitas. En los edificios civiles de cierto rango, como los palacios, en los de uso público y los de carácter industrial se usaron trazados similares a los de aquéllas e incluso se conformaron con un par de ejes a escuadra. La Arquitectura musulmana pasó por varias etapas en esto de los trazados, cuestión de carácter económico y constructivo en el fondo, aunque en la superficie tome apariencias místicas o ideológicas,- por lo que los cambios profundos en este tema vinieron dictados por razones tecnológicas; así los trazados fueron más rígidos, nítidos y generales cuando la construcción dependió de la sillería; éste es el caso del Califato cordobés, de Egipto o de Turquía y cuya razón fundamental es el coste del material por la especialización de la mano de obra requerida. En otras etapas, cuando el compromiso estructural fue menor, porque los materiales se plegaban a lo que se les pedía, los trazados de las distintas piezas fueron complejos, pero relacionados de forma sencilla, admitiendo sin detrimento distorsiones de cierta consideración. De esta manera es la Alhambra, que es la reunión, aditiva y bastante desarticulada, de piezas muy autónomas, bien trazadas cada una de ellas, pero relacionadas mediante relajadas yuxtaposiciones. Habiendo visto el esqueleto geométrico de los edificios, pasemos a definir sus piezas; en la arquitectura griega, y una parte de la romana, los órdenes conformaron la sustancia de las masas arquitectónicas, de manera que arquitectura y órdenes, son, en el contexto indicado, casi sinónimos. En la imperial romana el orden perdió su valor estructural para pasar a ser, sin ceder protagonismo como elemento determinador del espacio, un elemento secundario, tendencia de la que el Islam participó. En algunos edificios, desde la Cúpula de la Roca hasta las mezquitas del tipo más simple, las columnas y a veces los arquitrabes y otros elementos canónicos, adoptaron las configuraciones adecuadas, ya que, en muchos casos, fueron expoliados de monumentos antiguos, recurso que aún perviviría hasta el Año Mil de la Era Cristiana, y no debemos descartar que, amén del deseo de abaratar, los miembros arquitectónicos antiguos poseyeran para el arquitecto musulmán un prestigio artístico bastante bien definido. El Islam heredó del Mundo Antiguo órdenes formalmente vivos, y bastante más variados que lo que la tradición humanista nos ha hecho creer; de acuerdo con su falta de escrúpulos estilísticos, los tomaron y repitieron pero ni los empeoraron ni los dispersaron más de lo que estaban; así pues, en esto de los órdenes clásicos, fueron tan conservadores o tan revolucionarios como lo había sido la globalidad de la arquitectura romana. Los órdenes islámicos exentos aceptaron el desarrollo tópico de la columna, incluso la dispersión de proporciones que se les ofrecía. En las basas no se permitieron otras licencias que añadir más decoración y epigrafía; los fustes, cuyo cromatismo aceptaron y potenciaron, siguieron cánones vitruvianos, dándoles estrías, rectas o torsas, contraestrías, etc., y a veces le añadieron anillos, como ocurre en el Patio de los Leones. En los capiteles hicieron su aparición algunas versiones nacionales espantosas, como las piezas cubiertas de epigrafía del palacio omeya Muwaqqar, en Siria (722-23) pero, en general, sus versiones hubieran podido pasar por romanas o bizantinas. Con el tiempo los capiteles consiguieron formas originales, influidas por razones muy diversas; uno de los ejemplos más afortunados fueron los de pencas cordobeses, que en realidad no fueron más que el reconocimiento de que unos de orden compuesto, antes de detallarles las hojas de acanto y demás atributos canónicos, podrían resultar tan bellos y aún más baratos. En otros casos fue una técnica, la del trépano, lo que produjo el cambio, como fue el caso de los de avispero, o cuando la incorporación de mocárabes dio características formas en Al-Andalus a partir del siglo XII. Otras veces fue la hipertrofia de un elemento, las volutas convertidas en orejetas, lo que colaboró a personalizar el elemento, o la incorporación, más prudente y contenida que en Muwaqqar, de cartelas cúficas. En la agrupación de columnas y en la configuración y disposición de las partes superiores del orden fue donde más variantes se produjeron, de la misma manera que ya había ocurrido en tantos y tantos edificios de Pompeya u Ostia, pongamos por caso. En los primeros tiempos el aire tardorromano se conservó y bastará recordar las disposiciones de la Cúpula de la Roca y que podríamos calificar de hiperclásicas, por su tendencia a la exageración; en la misma línea está el tetrapilum de Anyar, tan romano como el resto de aquel castrum omeya. En otras zonas el Islam usó de los soportes típicos de las tierras que conquistó; de esta manera no tuvo empacho alguno en usar el orden persa o la variedad de soportes que la influencia helenística había producido en la lejana India, donde también aprovecharon los hallazgos vernáculos. Si entendemos que el orden puede ser el conjunto de estilemas o grupos de formas estereotipadas que el arquitecto incluye en lugares convencionales de su discurso, parece que aún podemos extender la misma noción a otras partes del edificio islámico. Así, los arquitectos musulmanes aceptaron sin reservas el cimacio, pues era algo admitido desde siglos antes; más novedosa fue su insistencia en usar los tirantes, decorados o no, que aparecen en la Cúpula de la Roca, pero es que la fragilidad de las arquerías de las mezquitas aconsejó el sistema, para no convertir los oratorios en agobiantes cobertizos. El orden islámico en Al-Andalus encontró un elemento característico: el alfiz, recuadro que, sin carácter constructivo alguno, bordea todos los arcos, dando lugar a una de las composiciones más felices en este género, ya que dio estabilidad visual al arco en sí y soporte para soluciones decorativas. Parece que el invento, ya anunciado por los apilastrados de época imperial romana y que se documenta en la Córdoba del siglo IX es de patente andaluza y pervivió hasta el siglo XVII. Los arquitectos griegos y romanos adoptaron formas muy parcas para los aleros y cornisas, mientras que el islámico hizo gala de una gran imaginación en el tratamiento de los vuelos y salientes. Sin embargo, en algunos momentos, como pudieron ser los de la arquitectura del Califato cordobés, se manifestó una tendencia muy clásica a emplear unos cánones estereotipados, los que se ha dado en llamar modillones de lóbulos, que no sólo fueron norma en edificios andalusíes, sino que hicieron fortuna entre los constructores románicos y góticos del resto de la Península, hasta la época de los Reyes Católicos. Aunque no fue norma absoluta, una parte sustancial de la identidad formal de los edificios de la Antigüedad Clásica, residió en la manera en que sus cubiertas manifestaban a la fachada el tipo de cubrición. Entre los musulmanes, y desde muy pronto, se dio en rematar las líneas de azoteas y terrazas, ya que éstas fueron las maneras más corrientes de cubrir los edificios, con hileras de merlones; se da la paradoja de que incluso cuando los edificios poseyeron tejados con notable inclinación, el remate almenado se consideró indispensable. Siguiendo la tradición local, que se había iniciado en Mesopotamia y que los romanos prosiguieron, los merlones fueron de gradas, es decir escalonados, y así siguieron haciéndolos, desde Siria hasta Córdoba y los reinos cristianos, pues era algo admitido desde siglos antes; más novedosa fue su insistencia en usar los tirantes, decorados o no, que aparecen en la Cúpula de la Roca, pero es que la fragilidad de las arquerías de las mezquitas aconsejó el sistema, para no convertir los oratorios en agobiantes cobertizos. El orden islámico en Al-Andalus encontró un elemento característico: el alfiz, recuadro que, sin carácter constructivo alguno, bordea todos los arcos, dando lugar a una de las composiciones más felices en este género, ya que dio estabilidad visual al arco en sí y soporte para soluciones decorativas. Parece que el invento, ya anunciado por los apilastrados de época imperial romana y que se documenta en la Córdoba del siglo IX es de patente andaluza y pervivió hasta el siglo XVII. Los arquitectos griegos y romanos adoptaron formas muy parcas para los aleros y cornisas, mientras que el islámico hizo gala de una gran imaginación en el tratamiento de los vuelos y salientes. Sin embargo, en algunos momentos, como pudieron ser los de la arquitectura del Califato cordobés, se manifestó una tendencia muy clásica a emplear unos cánones estereotipados, los que se ha dado en llamar modillones de lóbulos, que no sólo fueron norma en edificios andalusíes, sino que hicieron fortuna entre los constructores románicos y góticos del resto de la Península, hasta la época de los Reyes Católicos. Aunque no fue norma absoluta, una parte sustancial de la identidad formal de los edificios de la Antigüedad Clásica, residió en la manera en que sus cubiertas manifestaban a la fachada el tipo de cubrición. Entre los musulmanes, y desde muy pronto, se dio en rematar las líneas de azoteas y terrazas, ya que éstas fueron las maneras más corrientes de cubrir los edificios, con hileras de merlones; se da la paradoja de que incluso cuando los edificios poseyeron tejados con notable inclinación, el remate almenado se consideró indispensable. Siguiendo la tradición local, que se había iniciado en Mesopotamia y que los romanos prosiguieron, los merlones fueron de gradas, es decir escalonados, y así siguieron haciéndolos, desde Siria hasta Córdoba y los reinos cristianos, hasta bien entrado el siglo XVI. Estos merlones tuvieron alguna competencia, cuando aparecieron otros con curvas, de tal manera que se constituyeron algo así como unos aleros nacionales que daban personalidad a la silueta de los edificios, sobre todo los sagrados.Lo mismo que en todos sus precedentes, las proporciones de los edificios y los elementos figurativos y normandos del arte musulmán, sufrieron cambios, perceptibles basados en modas. Ignoramos si existió, en alguna zona, una teoría explícita sobre proporciones, tomando como excusa y coartada alguna pretensión estética. Desde un punto de vista teórico hubiera sido perfectamente factible, ya que la corriente neopitagórica de un cierto sector de la intelectualidad bagdadí y de los sufíes y sus apreciables adelantos en cuestiones matemáticas, hubieran dado soporte a recetas estéticas basadas en los números. La experiencia nos dice que, partiendo de un sistema de proporciones implícito, típico de la cultura en la que el Islam se injertó, se fue evolucionando hacia sistemas cada vez más esbeltos, dato perceptible en el estiramiento de los miembros arquitectónicos.
contexto
Hemos querido dejar para el final al que fue el arte más original de todos, que en gran medida impulsó al resto hacia sus logros más destacados: la arquitectura. A Filippo Brunelleschi (1377-1446) se debe la renovación de las normas que habrían de gobernar la arquitectura en los siglos posteriores. Formado en los círculos eruditos del Humanismo y en los avances de la ciencia (estaba muy relacionado, por ejemplo, con el célebre matemático Toscanelli) sus realizaciones, audaces y majestuosas, contribuirían a transformar la imagen de la ciudad de Florencia y, más aún, de la arquitectura occidental. Su aparición pública se produce (sin olvidar el concurso de 1401 para las segundas puertas del Baptisterio de Florencia) en 1418, cuando resulta proclamado vencedor, de nuevo junto a Ghiberti, de otro concurso, el destinado a realizar la cúpula y la linterna de la Catedral de Santa María de las Flores. Había sido comenzada en el gótico tardío por Arnolfo di Cambio, pero éste y los siguientes maestros de obra se habían declarado impotentes para levantar una cúpula de dimensiones tan abrumadoras, con 51,70 m de diámetro. Imposible, desde luego, con la técnica medieval, de cimbras de madera, porque no existían de esa longitud y, de haber existido, cederían ante el peso de la zona central. Apoyado en su revisión de la Antigüedad (recupera la disposición de los ladrillos en espina-pez, que ofrecen más resistencia al peso) y en sus conocimientos matemáticos, desarrolla una serie de inventos que le permiten salvar el gigantesco reto. Por todo ello, Brunelleschi es el autor intelectual de la cúpula, elevando así la categoría de un oficio que sería protagonista en los siglos posteriores. Convertida en objeto de apasionada polémica, la cúpula fue finalizada en 1436, si bien la linterna, también diseñada por él, sólo podría ser contemplada a partir de 1464. De inmediato, la cúpula de la catedral se convirtió en símbolo de la ciudad y la sociedad nuevas. Su inmensa silueta dominaba el paisaje en varios kms a la redonda, y todos supieron que había nacido un nuevo estilo arquitectónico, inspirado en lo antiguo pero con la vista puesta en el futuro. Más que ningún otro arquitecto, Brunelleschi fue construyendo la imagen de Florencia. Entre 1419 y 1427 levantó el Hospital de los Inocentes, la Capilla Pazzi en la Iglesia de Santa Croce y, sobre todo, los templos de San Lorenzo (1440-1445) y el Espíritu Santo. Todos estos edificios hablan un nuevo idioma, dominado por las leyes de la perspectiva, por la armonía de las proporciones e incluso por el empleo de unos materiales determinados: la piedra gris y el estuco blanco. También en planta esas realizaciones apuntan algunas de las tipologías del Renacimiento, como la planta de cruz latina o la planta centralizada. El complemento ideal de esta intensa actividad práctica de Brunelleschi, quien no legó ningún texto escrito sobre su arte, fue L. B. Alberti (1404-1472), el gran formulador de una teoría arquitectónica. Su definición de la belleza aplicada a este arte resulta muy clarificadora de cuáles eran sus objetivos: "una armonía de todas las partes, en cualquiera que sea el objeto en que aparezca, ajustadas de tal manera y en proporción y conexión tales que nada pueda ser añadido, separado o modificado más que para empeorar". Pronto tendría ocasión de llevar a la práctica sus ideas, recogidas en numerosos tratados, como vimos anteriormente. En 1450 el duque Segismundo Malatesta le encarga que remodele la Iglesia de San Francisco en Rímini, que debía ser destinada a panteón familiar. Alberti propone entonces una recuperación del vocabulario clásico, y así la fachada se convierte en un grandioso arco de triunfo, mientras que en los laterales y el interior se multiplican las columnas y los arcos de medio punto. Es más, inicialmente el arquitecto planteó una enorme cúpula central, en clara comparación con el Panteón de Agripa en Roma, pero la muerte del duque en 1466 detuvo las obras y convirtió el proyecto en una extraña síntesis de ruina clásica pero moderna y templo gótico. En paralelo trabaja en Florencia, con la concepción de una nueva fachada de la Iglesia de Santa Maria Novella (1456-1470), destinada a ocultar el templo gótico interior en una manifestación simbólica del triunfo del estilo renacentista sobre el del pasado inmediato. Alberti emplea casi en exclusiva la proporción y las matemáticas, utilizando el cuadrado como módulo que se repite por toda la superficie, estableciendo una clara división en dos cuerpos, unidos por sendas volutas. Todos los elementos que el arquitecto consideraba recuperables de la Antigüedad aparecen como decoración: las columnas, los arcos de medio punto, el frontón triangular. También la bicromía, con piezas blancas y grises, que entonces se pensaba que pertenecían a un pasado imperial europeo, el de Carlomagno por ejemplo. Alberti desempeñó además un papel único en la difusión del nuevo arte por toda la península italiana, debido a sus prolongadas estancias en Roma o en Cortes como la de los Gonzaga en Mantua. En esta ciudad realiza otras dos iglesias de gran interés, San Sebastián y San Andrés; la primera consagra el modelo de planta central, en su caso cuadrada, y en la segunda su proyecto vuelve a insistir en el valor simbólico de elementos como el arco del triunfo. En ambos casos, los proyectos fueron ejecutados por Luca Fancelli (1430-1495) tras el fallecimiento de Alberti en 1472. Éste también fue el primero en anunciar el valor que tendría la arquitectura en sus diversas aplicaciones, por ejemplo en las viviendas privadas, como los palacios y las villas. Para él, todo palacio cobra una gran relevancia en cuanto se convierte en una ciudad a escala reducida, que debe reunir todas las funciones, públicas y privadas. En su interior es el patio el factor básico, ya que regula al resto de las estancias y permite una notable aireación y luminosidad. Al exterior será la fachada la encargada de manifestar el poder de esa familia, fachada que, de manera progresiva, irá abandonando su aspecto de fortaleza medieval, de espaldas a la ciudad, y se integrará en el trazado urbano, sobre todo con la inclusión de bancos corridos de piedra y con la multiplicación de puertas y ventanas. De inmediato, por toda Florencia surgieron palacios modernos que mantenían algunas características comunes: tres pisos de altura divididos según su función; almohadillado, esto es, el paramento labrado en pequeños bloques; una amplia cornisa; vanos y puertas dispuestos siguiendo un ritmo matemático; y, por último, pilastras, columnas y arcos de medio punto como elementos ornamentales. El Palacio Pitti, proyectado en parte por Brunelleschi hacia 1440, es uno de los más tempranos, pero será sobre todo el Medici-Ricardi el que más influya en la ciudad. Realizado en 1444-1464 por Michelozzo (1396-1472), un devoto admirador de L. B. Alberti, se convierte en un modelo a repetir, con su delicado patio interior sostenido por arcos de medio punto y columnas clásicas; poco después se inicia el Palacio Rucellai (1450-1460), del propio Alberti, en el que destaca la fachada casi plana, sin un almohadillado en relieve; o el Palacio Strozzi, realizado a finales de siglo por Benedetto da Maiano. Ese modelo de palacio florentino no tardó en ser aceptado por toda Italia: algunos ejemplos a reseñar son el Palacio de los Diamantes de Ferrara, el Palacio Piccolomini de Pienza o, en Nápoles, el Palacio Como y el proyecto de Giuliano da Sangallo para el rey de Nápoles, Fernando de Aragón, en 1488. Sólo Venecia logra aportar algunas alternativas a esta tipología, en gran parte debido a su situación geográfica, sobre una laguna, lo que restó valor al aspecto defensivo en aras de otros, vinculados al lujo y a la ostentación, como las loggias o galerías cubiertas desde donde contemplar el paisaje. El Palacio Corner-Spinelli o Ca' Vendramin son, quizás, los mejores ejemplos de un Renacimiento con señas de identidad propias. Pese a sus diferencias, todos estos palacios estaban insertos necesariamente en pleno tejido urbano, de modo que las grandes familias no tardaron en reclamar una residencia alternativa que les ofreciera las ventajas de la vida en el campo, como la tranquilidad y el ocio. En parte asimilando el precedente de la Roma imperial, nace así la villa. La más destacada de todo este periodo surge en época tardía, hacia 1480. Es la villa de Lorenzo el Magnífico en Poggio a Caiano, realizada por Giuliano da Sangallo en un alarde de proporción armoniosa sobre una planta de base cuadrada. Es un gran conjunto de jardines, patios, amplios salones y, en especial, loggias desde donde admirar la naturaleza y sentirse en armonía con el universo. Algunos años antes conviene mencionar la Villa Careggi (1459-1490), obra de Michelozzo para la misma familia Médicis y que se convirtió en sede de las reuniones de filósofos, escritores y artistas defensores del neoplatonismo, como Cristoforo Landino o Marsilio Ficino. En Roma se construye por esas fechas el Belvedere, para el Papa Inocencio VIII, barajándose la hipótesis de que su diseño se debiera al también escultor y pintor Pollaiuolo (seudónimo de Antonio Benci, 1431-1498). Esa nueva preocupación por el espacio privado no tardará en ampliarse hacia consideraciones más globales, como la ciudad, que tuvo que ser pensada casi desde cero; se abandonan progresivamente las tipologías góticas -como se puede comprobar en los fondos que aparecen en los cuadros de este siglo- y, adoptando las leyes de la perspectiva, fue aplicándose al plano de la realidad y ya no sólo sobre el papel, como proyecto utópico. Sin embargo, las ideas urbanísticas chocaron muy a menudo con obstáculos irresolubles, como la falta de recursos económicos o la obligación de conservar la ciudad histórica, medieval. Esto es lo que, en efecto, se produjo en Florencia, que se tuvo que conformar con realizar edificios emblemáticos del nuevo arte pero aislados unos de otros; en lugar de un plan urbanístico, una sucesión de edificios admirables. Mientras tanto, los arquitectos y pintores italianos más audaces empezaron a soñar la imagen de la ciudad futura. Francesco di Giorgio Martini, Luciano Laurana o Piero della Francesca han legado vistas urbanas en las que dominan los edificios de planta circular, el repertorio formal clásico y la importancia de los espacios abiertos, de las plazas, como centro de reunión cívico de esas nuevas sociedades. En su tratado sobre arquitectura, "De re aedificatoria" (1445-1452), Alberti propone también una serie de medidas a adoptar respecto a la ciudad, entre las que destaca la complementariedad entre forma y función, entre belleza y pragmatismo. Precisamente por eso es uno de los primeros teóricos que hablará de calles rectas y anchas para que, al tiempo que el peatón pueda contemplar la grandeza de la ciudad, se produzca una mayor higiene, con el paso libre de la luz y el aire. Como proyectos en el papel, destaca Sforzinda, pensada por Filarete (seudónimo de Antonio Averlino, 1400-1469), quien bautiza esa ciudad en honor a su mecenas, el milanés Francesco Sforza. Su planta combina las formas geométricas perfectas, el círculo y el cuadrado, articulando en torno a una gran plaza toda una serie de calles radiales que conectarían el centro con la periferia. En ese plano también se apunta el modelo ideal de hospital, que será el preferido de los renacentistas: planta cuadrada, dividida a su vez en cuatro cuadrados menores, que permitían la distribución perfecta de los enfermos según sus dolencias y de los servicios necesarios para atenderles. En España, el Hospital de los Reyes Católicos (Santiago de Compostela) sigue ese mismo esquema. El último gran tratado urbanístico del siglo XV es el de Francesco di Giorgio Martini, escrito en 1482 pero que sólo fue publicado cuatro siglos más tarde. Entre los proyectos que sí llegaron a ejecutarse destacan los de las ciudades de Pienza, Ferrara y Urbino. En Pienza, llamada así en honor de su promotor, el Papa Pío II (Eneas Silvio Piccolomini, 1404-1464), se impone la agrupación de edificios en torno a la plaza, que reuniría también a los dos centros de poder, la iglesia y el palacio. Sabemos que Alberti asesoró esta reforma urbana, pero fue Bernardo Rossellino quien la llevaría a cabo a partir de 1462. En Urbino, la Corte de Federico de Montefeltro se convirtió en uno de los centros culturales más brillantes de toda Europa y pronto apareció la necesidad de contar con un palacio y una ciudad a la altura de ese prestigio. Parece ser que también se contó con las recomendaciones de Alberti, siendo Luciano Laurana y Francesco di Giorgio Martini los encargados de levantar ese impresionante conjunto durante el tercer cuarto del siglo XV. En el palacio, al que acudieron pintores como Piero della Francesca o el español Pedro de Berruguete, domina la visión hacia el paisaje circundante y su integración en la plaza -construida para la ocasión- modificando de hecho la imagen del resto de la ciudad. Los últimos años del Quattrocento observaron la repetición y difusión de los modelos que se habían ido configurando durante décadas (Brunelleschi y Alberti en la arquitectura, Donatello en la escultura y Masaccio en la pintura) en una primera fase por el resto de Italia, y más tarde, ya en el siglo XVI, por Europa. Sobre fundamentos tan sólidos se fue preparando el camino hacia el Clasicismo. En efecto, en ese mundo refinado y culto de la Corte de Lorenzo de Médicis, el Magnífico, comienza su trayectoria un genio que va a llevar algunos de los paradigmas del siglo XV hasta su máximo nivel, Leonardo da Vinci. Nacido en la localidad florentina de Vinci en 1452, en los años setenta ingresa en el taller de Verrocchio; a partir de entonces se convierte en el renovador de la pintura, tanto en el género de los retratos (Ginevra de´Benci) como en el de las escenas religiosas, como se observa en los cuadros inacabados de San Jerónimo y La adoración de los Magos. En 1482 llega a Milán, donde sigue indagando en el modo de representación artística más verosímil y poético posible. Las dos versiones de La Virgen de las rocas (1483) o La Última Cena, para el refectorio del Convento de Santa María de las Gracias (1495-1497), expresan ya su dominio del color, la luz y la atmósfera, que difuminan los perfiles y volúmenes de los elementos del cuadro, en un aspecto suave y casi borroso que será conocido como sfumato. En 1499, con el derrocamiento de sus mecenas milaneses, los Sforza, Da Vinci inició un periplo por ciudades italianas que culminaría en Florencia, donde empezaba a despuntar un joven escultor y pintor llamado Miguel Ángel Buonarroti. Ambos darán vida a un nuevo Clasicismo, que pronto tendría sus primeras obras maestras, como el Retrato de Monna Lisa, "la Gioconda" (1503-1506), de Leonardo, o el David (1501-1504), de Miguel Ángel, que en la actualidad custodia con devoción la Academia de Florencia.
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El barroco español del siglo XVIII es un sistema, cualquiera que sea su medio de expresión, esencialmente decorativo. Despliega en numerosos casos todos los recursos de la imaginación, por lo que parece pretender igualar el estallido de los mosaicos y mármoles medievales o los grutescos de pleno renacimiento. No obstante, en el siglo XVIII se pretende matizar la exuberancia decorativa que se presenta en versiones originales, dispuesta bajo una retórica que alcanza con frecuencia un carácter apasionado. Las composiciones enlazan y prolongan el juego de la arquitectura y en ella se exige un esfuerzo de contenido casi equivalente a los cuadros de caballete.En el esfuerzo constante por dar a la representación pintada o esculpida una organización específica, la decoración ha dejado de oscilar hacia la exclusiva arbitrariedad de la fantasía y el repertorio religioso. Se inclina en el siglo XVIII a expresar un punto de vista de contenido más universal, el cual subraya el deseo de un idealismo intelectualista, que se reconoce en el gusto por las ficciones de la mitología, la predilección por la alegoría, por la historia, por la ciencia, etc., que pone en evidencia el carácter culto y moralizador de la época, así como la cultura del artista.Esta orientación fue vigorosamente definida en edificios de aspiración monumental, los cuales fueron, a través de un mensaje, afirmando y precisando los caracteres de la específica función de sus espacios, ofreciendo en su fachada principal el corolario de su destino. Los mensajes científicos, históricos y alegóricos constituyen una modalidad de expresión de la que careció el siglo XVII pues están destinados a poner en valor un arte que muestra sus preocupaciones por un excepcional liberalismo cultural, desligado de la piedad barroca obsesiva. Se franquea un umbral y se alcanza la idea del concepto de organismo arquitectónico magnificado, a través de la representación visual de lo profano.Un número destacado de monumentos testimonia la precisión de tales ejercicios de representación, para lo cual se rechazan los contenidos fáciles o los medios considerados como artificiosos o sin contenido. Destinados a poner en valor la calidad plástica de esculturas, pinturas o relieves, el genio intrépido y erudito del artista busca una nueva manera de expresión bajo el estímulo de un buen decorador que se siente poderosamente atraído por las inquietudes intelectualistas de su época.Debería ser suficientemente apreciado el valor documental que aparece en este diario de imágenes dotado de un encanto penetrante, que extrae toda su sustancia de la revisión al saber de aquel período. Convertido el artista en ese investigador que escudriña el pasado histórico, los ideales legendarios o el atractivo de lo empírico, nos muestra una experiencia nueva a través de la cual expresa en su obra su maduración política, social, intelectual y científica, entrando en el marco del mundo moderno, en el que se afirma la necesidad de una conciencia exacta de la correspondencia de las formas con la utilidad de los edificios, con los medios o con las funciones a las que se destinan.Tal perspectiva comienza a ser cuestionada en el giro, más libre, que buscaba la cultura barroca española desde los comienzos del siglo. Estas especulaciones de carácter nuevo quedaron reseñadas en determinadas iniciativas arquitectónicas, entre las cuales queremos resaltar algunas que consideramos del mayor interés.La fachada de la Universidad de Valladolid (1714) se traza con la pureza y aspiración de la mejor proyectiva retablística barroca. Es una feliz tentativa de ordenación monumental en la que el autor, F. P. de la Visitación, con habilidad y riqueza de temperamento, extrajo aquello que mejor podía servir a elevar el tono de su decoración. La fachada está compuesta por un orden gigante tetrástilo corintio, alzado sobre altos pedestales. El frente de piedra se corona por un potente edículo. Tres cuerpos, ordenados en esquema vertical, servirán de habitáculo a un programa iconográfico albergado en hornacinas y espaciado por los interejes, la calle central y el frontispicio del remate. La escultura corre a cargo de Antonio Tomé y de sus hijos Narciso y Diego. El espíritu de invención que en el programa aparece lo constituye la interpretación de la Sabiduría y de aquellos que la respetan y la impulsan. Las esculturas son alegorías de la Ciencia que se imparte en la Universidad; por ello aparecen en el primer cuerpo la Retórica y la Geometría, en el segundo la Teología, la Ciencia Canónica y la Ciencia Legal, y en la cumbre la Astrología, la Medicina y la Filosofía.Como colofón, en lo más alto, la Sabiduría. La versión brillante del saber se complementa con las imágenes de los reyes que protegieron la Universidad a lo largo de la Historia. Es la imagen simbólica de la protección de la ciencia que se encarna en la Monarquía y en nombres como Juan I, Alfonso VII, Enrique III y Felipe II, soberanos que aparecen sobre la balaustrada. Es una obra razonadora, que justifica cada detalle por puntuales razones históricas, científicas, académicas, y que ha quedado en la vanguardia del siglo XVIII como un testimonio de una nueva inquietud artística y semántica.En el Colegio de San Telmo de Sevilla (1734), obra de Leonardo de Figueroa y fundación para escuela de mareantes y formación de marinos para la flota española, la fachada principal se rige por los mismos principios. Articulada en vertical con potentes pilastras y dos cuerpos principales, también se corona por un edículo, trasladando al exterior el cuerpo de un retablo. Perfeccionada hasta en los efectos de detalle más mínimos, ofrece en su dinámica pujante un contrapeso a la horizontalidad del edificio. Son Atlantes los que sostienen la peana y los dinteles del balcón principal dominados por la mecánica expresiva del arte profano de la Antigüedad. En su engranaje barroco el artista se ha servido de un espectacular programa iconográfico renovador. El edificio desde el exterior pregona su propia función de preparar marinos para la flota de las Indias. Es este mundo geográfico el que se expresa en sus relieves. Se representan las Ciencias y las Artes que se enseñan en el recinto. Se muestran, hasta con ostentación, esculpiendo en las peanas su nombre, y así están presentes la Astronomía, la Náutica, la Geometría, la Pintura, la Aritmética, la Arquitectura, la Escultura y la Música. En lo alto, los protectores monárquicos, san Leandro y san Hermenegildo, a los que acompaña san Telmo como patrón de los navegantes. En el centro, un medallón con la imagen de Felipe V encarnando a la Monarquía como fiel protectora de la sabiduría de los hombres.Se ejecuta en la misma dirección el programa iconográfico de los lienzos principales de la Plaza Mayor de Salamanca (1720-1755), por obra de Alberto Churriguera y de Andrés García de Quiñones. En el frente del Pabellón Real y Casas Consistoriales se centralizan los contenidos más importantes. En el primero presiden las Armas Reales y san Fernando como protector de la Monarquía. Los pináculos terminan en flor de lis, atributo de la monarquía borbónica. Las efigies de los monarcas aparecen sobre medallones y abarcan la serie completa de monarcas castellanos, desde Alfonso XI a Fernando VI. Los Reyes Católicos y Felipe el Hermoso con Juana la Loca aparecen emparejados. Se incluyó al final el busto de Carlos III en uno de los medallones de las Casas Consistoriales. Felipe V aparece por tres veces y también figura la reina Isabel de Farnesio.Otra serie se dedica a los héroes de la historia nacional. Guerreros, capitanes, caudillos, descubridores y conquistadores. Así aparecen Bernardo del Carpio, el Cid Campeador, el portugués Pelayo García Correa, Guzmán el Bueno, el Marqués de Villena, el Gran Capitán, Ponce de León, Pizarro, etc. La escultura estuvo a cargo de Alejandro Carnicero. Los jalones decisivos de la historia patria quedaron corporeizados por los reyes y por los hombres insignes. En la fachada del Ayuntamiento, y bajo la protección del apóstol Santiago patrón de España, las alegorías de la Justicia, Prudencia, Fortaleza y Templanza, el fundamento ético de todo buen gobierno.También en la fachada del Hospicio madrileño de San Fernando (1720) Pedro de Ribera se muestra con la misma elocuencia. La fachada principal, pulida con la delicadeza de un material noble, se despliega en un formidable giro ascendente, desarrollando las formas o comprimiendo el gesto de las figuras sin faltar a la claridad absoluta, tanto en el conjunto como en el detalle. Logra la más completa articulación de los planos, lo cual asegura su armonía y la visión plástica integral que la caracteriza. Pero también se aprecia en su programa iconográfico escultórico, ejecutado por J. V. Ron, la heroización monárquica como protectora y benefactora de los hombres. Los encuadres de follaje, el cortinaje que le imprime el carácter de espectáculo a la representación, el poderoso encadenamiento figurativo, ondulante y lleno de vitalidad, descubriendo al espectador el poder de las formas gigantes, es un simbolismo explícito de imágenes dominadas por la vida.El riguroso marco escultural representa la aspiración de la monarquía como guía protectora y renovadora. Se mantiene la disposición de la fachada, libre del monumento en el aspecto físico, pero no de su función. Nos muestra con acento visible, casi furioso por la inquietud del genio del artista, el valor de las formas visuales como expresión de lo que representan. Ribera se inclina por la escenografía teatral donde triunfan tantas veces sus dotes de maestro de la perspectiva, y también por su gusto por una arquitectura visualizada desde un entorno al que potencia el edificio y decora, dando paso a sus dotes de gran urbanista. Pero en su organización compleja confiere un valor al mensaje alegórico, de raíz laica más que religiosa. Convierte su obra en telón donde se proclama el proteccionismo monárquico por la obra benéfica. Es un mensaje tras el cual se puede adivinar la función del edificio. La decoración barroca transmite el mensaje político de la monarquía.También la fachada del Palacio del Marqués de Dos Aguas en Valencia (1732), fruto de la colaboración de dos artífices, H. Rovira e I. Vergara, nos muestra a través de una bella y elegante disposición de estilo rococó, en la que se entrelazan rocallas y elementos vegetales, una exaltada alegoría al título nobiliario de los propietarios del edificio y un poema descriptivo de la fecundidad de las tierras de la comarca valenciana encarnada en dos corpulentas figuras masculinas que personifican a los dos importantes ríos, Júcar y Segura. A los pies, grandes odres vierten un abundante caudal de agua.Del mismo modo, en el Gabinete de Ciencias Naturales (actual Museo del Prado), edificio que condensa toda la poética artística de Juan de Villanueva (1786), no se elude su homenaje a la Ciencia y a las Artes, a la Sabiduría, a través de un repertorio iconográfico inspirado en la mitología clásica, como asimismo se enaltece a sus protectores. Bajo el mismo efecto ornamental se decora la fachada de la Universidad de Oñate, la Universidad de Cervera, el Palacio madrileño del Real Correo, etc. Articulándose siempre en la fachada principal de los edificios representativos del siglo XVIII, el ornamento arquitectónico se ha puesto al servicio incondicionado de ofrecer un mensaje explícito con una idea más clara de la historia humana española, en su progreso científico, en sus valores profanos. El arte vino a ser propaganda de la renovación cultural y científica de Felipe V, de sus disposiciones a favor de la creación de las Academias, de la Biblioteca Nacional, del Gabinete de Historia Natural y de Botánica, de la Escuela de Veterinarios, de la Dirección de Trabajos Hidrográficos, de la Escuela de Ingenieros de Caminos, del Gabinete de Máquinas del Buen Retiro, o la Escuela de Arquitectura Hidráulica. Toda esa gran empresa llegó a estar resumida en la "Instrucción reservada..." redactada por Floridablanca en 395 puntos que afectan a educación, administración, gobierno, academias, etc. Ya Amor de Soria puso en evidencia la "Enfermedad chronica de España... sus causas y sus remedios" en 1741, males que Maravall supo admirablemente analizar en su investigación puntual sobre "Tendencias de reforma política en el siglo XVIII".En el marco de la nueva cultura barroca del siglo XVIII, el control a los sistemas de residencias reales marca una posición directora. Se procede a una investigación en cuanto afecta a valores de utilidad y de funcionamiento, sin embargo, el proceso especulativo que aviva en el fondo, entrevé una clara emancipación de las formas convencionales, enfatizándose el diseño a través de una proyectiva rica, elocuente y ostentosa. De muy poco servían ya las recomendaciones de Lescot, ni aquellas que elaboraron Jacques Androet Du Cerceau el Viejo en su "Livre d´architecture" con novedoso acento, o Serlio en su "Libro Sexto". Tampoco "Le plus excellents bastiments de France" que había sido libro permanente de consulta a lo largo del siglo XVII, al igual que la aportación en este campo realizada por Louis Savot de la que haría un sustancioso comentario F. Blondel sobre la edición de 1685, y la reflexión llevada a cabo por Pierre Le Muet, tratados que en su conjunto habían sistematizado las formas de las viviendas de alto rango y de otras diversas categorías, en el curso de una larga etapa.
contexto
La manifestación más representativa y monumental de la arquitectura arcaica es el templo. Se trata de una construcción muy elemental en origen, derivada del mégaron micénico, en la que el espacio se reparte entre un breve ámbito de acceso -pronaos- y una sala -naos-, en la que se deposita la estatua del dios. A estos espacios contiguos y comunicados se añadió un tercero -opistodomos- adosado al otro extremo de la cella o naos, pero incomunicado con ella. Una columnata exterior envuelve el conjunto, así como en el interior se pueden colocar columnas para ayudara sostener la techumbre. A un esquema tan sencillo correspondieron en un principio materiales asimismo humildes y deleznables, el adobe y la madera, de ahí que apenas conozcamos la apariencia de aquellos viejos santuarios, entre los cuales, los predecesores del Templo de Apolo en Thermos, el primitivo Heraion de Olimpia y su equivalente en Samos. Pronto se inicia, sin embargo, un período de reflexión y mejoría en las fórmulas constructivas, que desembocará en la sistematización de los órdenes arquitectónicos. Acuña entonces la arquitectura griega principios y soluciones susceptibles de ser perfeccionadas y embellecidas en el aspecto formal, como así ocurrió con el paso del tiempo, pero inamovibles en lo esencial. De hecho, un orden no es otra cosa que un canon razonado y orgánico de elementos imbricados entre sí y, una vez descubierto y aceptado, los griegos se atuvieron a sus normas durante siglos y sólo dieron al traste con algunas de ellas en el Helenismo.
contexto
Zapateros, orfebres, alfareros, tejedores, etc. trabajaban en talleres, en los que solían también vender sus productos. Muchos de ellos eran muy pequeños, aunque otros podían llegar a reunir hasta 70 trabajadores. No debemos olvidar que también se realizaban trabajos domésticos como la panadería, confección, etc. elaborados en su mayoría por los esclavos en las grandes casas señoriales, alcanzando algunas a ser autosuficientes. Normalmente existían dos tipos de talleres: los destinados al consumo local, que producían objetos menos elaborados y más baratos, y los destinados a la exportación, que servían productos sofisticados y a precios elevados. Algunas ciudades solían especializarse en productos concretos, alcanzando fama la cerámica de Arezzo o los bronces de Mantua. Los talleres solían ser propiedad de hombres libres, mientras que la mano de obra era en su mayoría esclava. Tejidos, vidrio, calzados, monedas, cerámica,... todo tipo de productos podía encontrarse en la mayoría de las ciudades del Imperio, ciudades que debían su urbanismo y la edificación a un amplio número de artesanos que demostraron su buenas maneras. El trabajo en la construcción solía ser realizado por hombres libres, aunque también encontramos esclavos y asalariados. La mayoría de los artesanos se unían en "collegia" o agrupaciones para la defensa de sus intereses, germen de los gremios medievales.