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La escultura egipcia primitiva consiste en una serie de ensayos inconexos, debidos probablemente a gentes de mentalidades distintas y que sólo a comienzos de la I Dinastía comienzan a sentirse absorbidas y conducidas por una corriente cortesana que había de hacerse sentir en todo el país. Ante los fragmentos de tres estatuas iguales del dios Min de Koptos, halladas por Petrie y repartidas entre el museo de El Cairo y el Ashomolean de Oxford, nadie podría vaticinar cuál iba a ser el rumbo de la escultura egipcia. La mayor de ellas mide cerca de dos metros de altura. En rigor, más que estatuas de culto son ídolos de la fertilidad y de la procreación, de cuerpos cubiertos de cazoletas mágicas y en los que sobre todo se exalta el vigor sexual. Entre los fragmentos hay una cabeza rapada, de grandes orejas y barba. No se sabe a cuál de los tres torsos pertenece. Es posible que su rostro no esté tan estropeado como parece, sino que al igual que tantas otras esculturas primitivas utilizadas en ritos de fecundidad, nunca haya tenido rasgos faciales. La figura más antigua que de un faraón se conoce es una estatuilla de marfil procedente de Abydos, conservada el Museo Británico. Mide 8,5 cm de altura. Pertenece a la I Dinastía, pero no sabemos a cuál de sus reyes representa. El faraón lleva la corona del Alto Egipto y un manto de retícula bordada, como el hombre del vestido de red de la protohistoria sumeria. Pero el modo de llevar ese manto, con los extremos cruzados sobre el pecho, indica que se trata del ropaje ceremonial que el faraón se ponía en la fiesta del Sed, cuando se renovaban su juventud y su fuerza. Tras la delicada limpieza a que la estatuilla ha sido sometida, se ha comprobado que su actitud era la de caminar, lo que explica la leve inclinación de su cabeza, una cabeza rebosante de personalidad no obstante sus reducidas dimensiones, con un prominente mentón y unas orejas grandes, muy despegadas del cráneo. Durante la II Dinastía se hicieron ya por lo menos dos estatuas, una de pizarra y otra de caliza, de su penúltimo faraón, Khasekhem. En ambas está prefigurado el tipo clásico de estatua sedente egipcia. También aquí el faraón viste los indumentos de la fiesta del Sed, pero sentado en un trono de respaldo bajo sobre una peana orlada de enemigos muertos, en bajorrelieve. Las variadas actitudes de éstos son tan expresivas como apuntes de un ballet. En medio de ellos una tétrica inscripción indica quiénes eran esos infortunados: 47.209 enemigos del norte. Esta morbosa complacencia en recordar matanzas desaparecerá, por suerte, de las estatuas posteriores del mismo tipo. Hierakónpolis, Abydos y otros yacimientos de época tinita ofrecen cierto número de estatuillas de marfil y de barro esmaltado que sumadas a estatuas fechadas por inscripciones o por sus rasgos estilísticos nos dan el repertorio de tipos usuales entonces. Uno de los más expresivos es el de la mujer desnuda, con las piernas juntas y los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, o uno de ellos cruzado por delante de la cintura. Es interesante observar cómo, en contraste con las figuritas prehistóricas del mismo género, el desnudo suele estar tratado con delicadeza suma, mostrando el que será gusto clásico de Egipto por la mujer delgada. Este gusto se manifiesta también absolutamente tipificado en las estelas funerarias de Helwan. La figura del prisionero arrodillado y maniatado, muy característica también de esta época de conflictos, se encuentra lo mismo en estatuillas independientes que en soportes de piezas de mobiliario. No es fácil precisar si está sentido como algo vivo, como un cuadro de género inspirado en un tipo de la vida cotidiana, o como un tema de arte áulico, artificioso, como el atlante clásico o el esclavo renacentista. Es evidente que Egipto está dando entonces el paso de lo uno -el arte como expresión popular- a lo otro, el arte como actividad gremial, dirigida desde arriba. Las estatuillas de hombres de pie, con los brazos adheridos a los flancos, visten como única prenda el estuche fálico llamado karnata, que en tiempos posteriores caracterizaba a los libios, y además una especie de bonete o de fez en la cabeza. Así serían los aristócratas oriundos del desierto occidental, si tiene razón Helck. En cambio, algunas cabezas de Hierakónpolis representan a individuos barbados, pero con el bigote afeitado, que más parecen asiáticos que egipcios. Naturalmente quienes defienden que la aristocracia del Egipto faraónico procede de Asia no han dejado de esgrimir estas cabezas en apoyo de su tesis. También durante la II Dinastía, y en la esfera privada, se encuentran estatuas sedentes que, sin ocultar su arcaísmo, se perfilan como puntos de partida de tipos que la época posterior habrán de seguir cultivando y perfeccionando. Hay que reconocer que pese al interés que tienen las figuras humanas de la época tinita, el virtuosismo de los escultores se manifiesta más claro en las estatuas de animales, lo que revela una vez más que la savia popular aún corre por sus venas. No deja de ser sintomático que la primera gran obra maestra de la estatuaria egipcia sea la figura de un animal: el babuino de alabastro, de 52 cm de altura, del Museo de Berlín. Pese a lo modesto de sus dimensiones, su composición cerrada le da un asombroso tono monumental; y he aquí que además de eso, la estatua exhibe en su peana el nombre de Horus de Narmer, lo que significa que no sólo en el relieve, como ponen de manifiesto la paleta y la maza de este faraón, sino también en la escultura de bulto los artistas áulicos estaban empezando a moldear el que habría de ser lenguaje formal del arte del Egipto clásico. En el orden iconológico hay que advertir que el babuino de Berlín es una probable representación del dios Thot, y que su estampa se hizo tan popular a partir de entonces que sería copiada infinidad de veces por los fabricantes de figuritas de loza. Las figuras de león obedecen a dos tipos: el que pudiéramos llamar de Berlín y el de Koptos. El primero, encamado en una preciosa estatuilla de Berlín, representa al rey de los animales en estado de excitación, abiertas las fauces y echada sobre el lomo la cola; este tipo carece de peana. El segundo lo plasma tranquilo; con la boca cerrada, sentado o acostado en una peana. Este segundo tipo acabaría por imponerse al primero, que en cambio fue el predilecto de Mesopotamia, cuna de un arte impregnado de sentido trágico como Egipto lo fue de un arte sereno, grave, a veces un tanto melancólico. El león de Berlín resulta tan ajeno al marco convencional de la escultura egipcia, que no han faltado expertos que hayan pretendido trasladarlo al de la sumeria, pero eso no lo consienten ni su procedencia ni el material en que está labrado, un granito moteado muy característico de Egipto. La preferencia por la expresión de serenidad se hace sentir igualmente en las representaciones del hipopótamo: ya en la época de Negade se le representa a veces con sus enormes fauces abiertas. Este tipo nunca fue desechado del todo, pero la época tinita le contrapuso la efigie del hipopótamo tranquilo, como el de una estatuilla de alabastro de la Gliptoteca de Copenhague en la que prevalece una deliciosa nota de buen humor.
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Las estatuas de gran tamaño son escasas en el arte fenicio; es mucho más frecuente la plástica menor, de terracota o de bronce, así como la talla en marfil o en gemas, donde se ha transmitido la mayor parte de su iconografía figurada; ya sea por la falta de materiales idóneos, por la menor preparación técnica o por la tendencia racial al rechazo de los ídolos, los fenicios casi no realizaron esculturas de tamaño natural y sólo en el relieve muy plano o en el grabado tuvieron un desarrollo ocasional. No obstante, en los casos en que se hizo necesaria la producción de esculturas, se recurrió a pueblos vecinos donde este arte estaba bien desarrollado. Aparte de algunas figuras aisladas de material y factura muy diversa, el gran conjunto de la escultura fenicia está formado por los sarcófagos que se pusieron de moda en Sidón a comienzos del siglo V a. C.; es una faceta en la que se aprecia bien el modo de pensar de esta cultura y su facilidad para integrar elementos ajenos. Tabnit y Eshmunazar, dos soberanos de Sidón, fueron posiblemente los primeros en sentirse atraídos por la forma egipcia de enterramiento en sarcófagos, y por la creencia en que dentro de estas enormes cajas de piedra con silueta humana, el espíritu podía volver siempre a encontrar los restos de su existencia material y reconocerse en los rasgos labrados en la tapadera, como habían pensado en Egipto durante milenios. Para ello, Tabnit encargó hacerse traer un sarcófago de basalto negro, que había pertenecido a un alto dignatario egipcio, y le añadió su propia inscripción. Eshmunazar se enterró en otro sarcófago similar, pero que parece haber sido labrado ya para él; sobre la tapa hay una inscripción fenicia que previene a los posibles saqueadores de que no podrán encontrar en su interior ningún tipo de riquezas, sino sólo la maldición que perseguirá a quien se atreva a molestar su descanso. Poco después, muchos personajes sidonios imitaron a los reyes con sarcófagos egiptizantes, mientras que otros buscaron, en las islas griegas cercanas, talleres que fabricaran obras semejantes pero con mármol de Paros y en su estilo propio. Durante el siglo V a. C., los sarcófagos mantuvieron la forma antropoide egipcia, aunque los rasgos del personaje respondieran al arte griego, y en el siglo siguiente, se inclinó el gusto hacia los sarcófagos de tipo helenístico, en forma de caja rectangular con cubierta a dos aguas y decoración en relieve. Pocas de estas piezas se difundieron en Occidente; en Sicilia hay algún sarcófago antropoide de arte local; en Cartago se conocen dos ejemplares tardíos, con la caja rectangular, pero que mantienen aún el retrato del difunto yacente sobre la cubierta. Cádiz ha suministrado dos magníficos ejemplares del tipo sidonio, que aun siendo obras griegas, deben ser consideradas como las piezas artísticas de mayor calidad que aportaron los fenicios a nuestro país. El más antiguo de los sarcófagos gaditanos apareció en 1980, en un sector aislado de la necrópolis, protegido con sillares y sin ninguna indicación externa, como si se hubiera querido esconder totalmente su presencia para evitar que fuera saqueado; no contenía objetos de valor, ni estaba acompañado por ningún tipo de ajuar, salvo unos pequeños colgantes de pasta, que formaban una pulsera, y el escarabeo para sellar documentos, que la señora allí enterrada debió utilizar durante su vida. La tapadera del sarcófago muestra los rasgos de una mujer joven, con el peinado jonio de bucles alrededor del rostro, que debía complementarse con rizos pintados sobre los hombros; su vestido es una túnica de cuello rectangular y mangas cortas que le llega hasta los pies, sin ningún tipo de pliegues, al estilo fenicio; la mano derecha está extendida y la izquierda se cierra sobre un pomo de perfume; además, hay un suave modelado del cuerpo, que se insinúa bajo la túnica con el abultamiento de los senos y que se aprecia casi solamente por el tacto en los músculos de los brazos. En pocos ejemplares de sarcófagos se encuentra una elaboración tan cuidada, lo que unido al estilo del rostro, sobrio y sereno, hace pensar que su fabricación se debe a un artista formado en los ambientes del primer clasicismo, hacia los años 480-460 a. C. El segundo sarcófago es conocido desde 1887; su aparición produjo una atracción general de los arqueólogos europeos sobre España, ya que no hacía muchos años que habían llegado al Museo del Louvre los primeros ejemplares sidonios y este hallazgo permitía suponer que nuestro suelo podía contener obras de tan alta calidad como las que proporcionaba Oriente. La imagen labrada sobre su tapa, de un varón barbado que sostiene una granada en la mano izquierda, ha sido una de las más reproducidas en todos los tratados de arte español, por su singularidad, que no ha sido superada hasta la aparición del nuevo sarcófago femenino. El sarcófago varonil tiene las mismas características técnicas y ofrece también detalles anatómicos que no suelen encontrarse en los de Sidón; su peinado es también una peluca de bolas, aunque se aprecien peor por la acumulación de concreciones; la forma de la barba y los rasgos físicos coinciden con obras de talleres griegos establecidos en el sur de Italia a fines del siglo V a. C. Es posible que los sarcófagos gaditanos procedan de un mismo taller, activo durante casi un siglo, que trabaja también en mármol blanco, pero distinto al de Paros. Su estilo sólo puede relacionarse con otro del Museo Metropolitano de Nueva York, que bien podría proceder también de Cádiz, ya que su origen se pierde en las oscuras referencias del mercado internacional de antigüedades. En Cádiz, son numerosas las noticias de hallazgos de sarcófagos en diversas obras, que fueron ocultados, rotos o hechos desaparecer para evitar paralizaciones. En cualquier caso, parece que en el Cádiz fenicio se acogió sin reservas la nueva moda de enterramiento propiciada por los reyes de Sidón, y que durante todo el siglo V a. C. se hicieron repetidos encargos a un buen taller, instalado quizás en el sur de Italia y dedicado al mercado del Mediterráneo occidental.
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Gracias al alto nivel alcanzado por la escultura de la IV Dinastía, los sucesores de ésta dispusieron de una legión de excelentes escultores para repartirlos entre los muchos templos y tumbas (el faraón no tiene a menos ahora que sus propios escultores decoren las tumbas de sus más estimados cortesanos, y así lo hacen éstos constar por escrito) que requerían sus servicios. La cabeza de la Esfinge de Giza halla un patente reflejo en una grandiosa cabeza de Userkaf, labrada en caliza con la misma maestría que aquélla en la plasmación de formas monumentales. El Calendario de Palermo recuerda la dedicación de estatuas de cobre y de oro del faraón Snefru, prueba que desde el comienzo de la Epoca de las Pirámides era costumbre erigir en los templos estatuas de metal. El que esto se hiciese precisamente aquí, donde estaban más expuestas a la rapiña que en las tumbas, ha contribuido a que sólo hayan llegado á nosotros, y por pura casualidad, dos ejemplares de estatuas de cobre del Imperio Antiguo: la de Pepi I (2289-2269 a. C.) y la de su hijo Merenré, ambas procedentes del santuario de Hierakónpolis donde parecen haber estado instaladas sobre un mismo pedestal. Sabido lo complicada que es la técnica de la fundición de estatuas huecas, no se podía pedir de estas dos otra cosa que lo que son: conjuntos de piezas fundidas por separado y claveteadas sobre núcleos de madera. Aun así, resultan muy expresivas. El mandilón que visten, las uñas de las manos y de los pies estaban dorados; los ojos, hechos de piezas incrustadas; los atributos -los cetros, las coronas- eran también de otros materiales, tal vez orgánicos, como la madera y la tela. Las notas de color que estas sustancias pudieran aportar no bastarían, sin embargo, para que las estatuas diesen la impresión de vida que la policromía otorga a las de piedra y madera. Por eso, en la tumba, donde el calor de la vida era tan importante, sólo tenían cabida estas últimas. Una estatua de piedra de Pepi I representa al faraón en una postura desusada hasta entonces, pero que ya no lo será en adelante: de rodillas, con los antebrazos apoyados en los muslos y sosteniendo una vasija en cada mano. Hasta entonces, esta actitud de sumisión era propia, de sacerdotes que realizaban una ofrenda, de esposas que acompañaban a sus maridos (éstos de tamaño muy superior al de aquéllas), o de criados y subalternos de grandes personajes. El hecho de que el faraón adopte la misma actitud ante la divinidad equivale a la aceptación del papel de subalterno a que el antiguo rey-dios se ha visto relegado. Las necrópolis de Giza y de Sakkara han proporcionado una cantidad inmensa de estatuas de particulares. La época de la primera mitad de la V Dinastía, esto es, los años comprendidos aproximadamente entre 2463 y 2380 a. C. puede calificarse de espléndida. A partir de la fecha apuntada en último lugar, se mantiene la calidad técnica, pero sin alcanzar las cotas artísticas anteriores. En líneas generales se hace sentir una tendencia a relajar la tensión de las posturas que hacía a las estatuas, aunque estuvieran en grupos, como las de Mykerinos, tan terriblemente cerradas en sí mismas. Reina una inclinación a una naturalidad y una humanidad mayores, cualidades que hacen a muchas estatuas enormemente simpáticas y por ello famosas entre el gran público. A esta simpatía deben en gran medida su popularidad los escribas sentados del Louvre y de El Cairo, el primero sin peluca y éste con ella. Los dos constituyen el dechado de perfección de un género muy típico del momento, el de las figuras que desarrollan una actividad que puede ir desde el noble ejercicio de la escritura al humilde y simpático acto de moler grano. Conforme a un canon establecido y del que hay otras muestras, el escriba aparece sentado, con las piernas cruzadas, el punzón o estilo en una mano y un extremo del rollo en la otra, como dispuesto a realizar un menester que por difícil y poco divulgado le hace sentirse ufano de sí mismo. Sus autores los han labrado en sendos bloques de caliza, les han puesto unos ojos de cristal que aún hoy conservan el brillo húmedo de ojos vivos, y los han pintado de pardo y ocre. El cristal de roca de los ojos recubre las piezas de que éstos se componen: córnea de alabastro, iris de basalto, pupilas de plata; los párpados son también postizos, fijados mediante clavijas de cobre. Es curioso el interés que estos artistas pusieron en vaciar el espacio que media entre los brazos y el tronco, pensando sin duda en que el hueco las haría parecer más estatuas, menos relieves, como les ocurre a los escribas labrados en granito o en otras piedras más ingratas que la caliza. Ante el escriba del Louvre, tan vital dentro de su hermetismo, mucha gente se pregunta quién y qué habrá sido. Lo ignoramos. Ha podido ser el secretario de un personaje de alcurnia, o más probablemente aún, un alto dignatario de la corte, como parecen indicar su mirada astuta y su expresión, una expresión que irradia competencia, conocimiento de los hombres y seguridad de sí mismo. Las dos estatuas de Ranofer, ambas de tamaño mayor que el natural, nos encaran con el aristócrata de gran talla y conformación atlética. En este caso sabemos qué fue este hombre en la vida: un alto funcionario, el prefecto de los canteros; tuvo a su disposición, por tanto, a los mejores escultores y no cabe duda de que supo hacer uso de ellos. Seguro de sí como un faraón, el personaje emerge del bloque de caliza que lo respalda, y su cabeza se yergue, altiva y con un punto de desdén, ante la mirada del espectador. Uno de los escultores lo representa con la cabeza desnuda (retrato privado); el otro, con ella cubierta de peluca (retrato cortesano). Las diferencias de semblante son tales, que si no tuviésemos su nombre inscrito en las dos, dudaríamos de encontramos ante un mismo personaje. Es evidente, sin embargo, que cada uno de los escultores pretendió plasmar en su estatua su ideal del gran señor, aquel que ya entonces fomentaba la estructura feudal de una nueva sociedad. La escultura en madera contaba con mayores facilidades técnicas que la de piedra, entre otras la de poder labrar la estatua por partes, y gozaba por consiguiente de una libertad también mayor. Entre los muchos ejemplares que se conservan, destaca una de las dos estatuas de Kaaper, más conocida por el nombre de Sheirh el-Beled que le dieron los nativos de Sakkara al reparar en su semejanza con el entonces alcalde de la aldea. La figura revela cómo los grandes artistas formados en la escuela de la IV Dinastía acertaban a plasmar los rasgos esenciales de una personalidad concreta, como la de este hombre gordo y entrado en años, seguramente bonachón y al mismo tiempo eficaz y competente en su puesto de mando. Para acreditar que la estatuaria en madera está afectada por el mismo dualismo que la de piedra, junto a este retrato que representa a Kaaper desprovisto de peluca y vistiendo el faldellín liso de andar por casa, su tumba proporcionó otro que, como en el caso de Ranofer, se diría de una persona distinta. En ese otro, Kaaper lleva peluca y faldellín plisado, conforme a las exigencias de la etiqueta, y además está muchísimo más delgado y joven que en la otra y más celebrada estatua. La creciente importancia adquirida por el individuo a expensas del tipo es bien patente en las representaciones del enano Seneb, especialmente en el grupo de caliza que lo representa en compañía de su mujer y de dos de sus hijos. Seneb vivió en tiempos de la VI Dinastía; se halla, por tanto, muy alejado en el tiempo de las figuras de piedra y madera que acabamos de comentar, más de un siglo, y muestra hasta dónde llegó en su trayectoria estilística la escultura del Imperio Antiguo, aun dentro del inmovilismo que la caracteriza. Su acusada deformidad física, sus piernas y sus brazos extremadamente cortos, no han sido obstáculo para que Seneb triunfase en la vida: su tumba y su biografía ponen de manifiesto que no sólo ha alcazado honores y riquezas sin cuento, sino que ha casado con una mujer de la aristocracia y ha tenido de ella hijos sanos y normales. El grupo representa a los esposos sentados en un banco prismático, como es de rigor en los grupos familiares, él con las piernas cruzadas sobre el asiento, como los escribas, para disimular, en lo que cabe, la cortedad de estos miembros, y ella en la postura normal, con los pies en el suelo, y el brazo derecho echado sobre la espalda de su marido, como era costumbre. Los dos hijos, que habitualmente se ponen uno a cada lado de sus padres, ocupan aquí el lugar que hubiera correspondido a las piernas de Seneb, de haber podido éste apoyar los pies en el suelo. El grupo impresiona vivamente al espectador por muchas cosas: por el semblante grave y enérgico de Seneb, reflejo seguro del carácter que explica su éxito en la vida; por la ingenuidad y la complacida sonrisa de la esposa; por el candor y la natural timidez de los niños. Así acaba la escultura, en particular la escultura en piedra, del Imperio Antiguo. Entre las manifestaciones propias de esta época terminal, enormemente larga (es de tener en cuenta que Pepi II reinó casi un siglo, de 2247 a 2153 a. C.), se halla la de reunir en un grupo dos y hasta tres retratos de una misma persona. Para el doble retrato había antecedentes en parejas como las antes señaladas: retrato doméstico, sin peluca, y retrato cortesano, con ella. Pero ¿a qué los triples? Se ha pensado en que representen a la persona y al Ra de la misma por partida doble. El problema lo plantean también las llamadas estatuas-relieves de las mastabas e hipogeos, siempre en número plural, tanto si están de pie como sentadas. No se trata de relieves, puesto que no obedecen a los principios del relieve, pero tampoco son estatuas en sentido estricto, puesto que están integradas en la arquitectura, formando cuerpo con muros o con falsas puertas. La mala calidad de la piedra de muchos hipogeos de provincias obligaba a revestir la figura de una capa de estuco que después se pintaba. Junto a las estatuas de madera labradas por artistas de primera fila, se inicia ahora un género que tendrá un brillante porvenir: el de la producción artesanal de millares de estatuillas de 20 a 35 centímetros de altura con destino a las tumbas. Son los llamados sirvientes. Normalmente se les encuentra aislados, pero también por parejas. Corresponden a los mismos tipos que aparecen en los relieves: el labrador con el azadón, la molinera, el o la cervecera, la cocinera, el carnicero, la portadora de una cesta o de una vasija en la cabeza, etc. También hay muchachas desnudas, no porque su destino fuese el que se les adjudica con el nombre de concubinas, sino simplemente por indicar que eran muy jóvenes, casi niñas, pues es corriente en grupos de mujeres que las mayores aparezcan vestidas y las más jóvenes desnudas.
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Con motivo del veinticinco aniversario de la fundación de la Escuela de Artes y Oficios de Viena se realizó una historia de la escuela que incluía ilustraciones originales. Las alegorías de las tres Bellas Artes -pintura, escultura y arquitectura- fueron confiadas a los hermanos Klimt y a Franz Matsch. Gustav hizo la alegoría de la Escultura que posteriormente incluyó en el tercer volumen de "Alegoría y Emblema", publicado entre 1895-1900. Klimt ha sustituido la original figura de la Victoria por Eva, quien sostiene en su mano izquierda una manzana. Tras ella observamos una serie de esculturas formando una columna, esculturas que se continúan con una gran cabeza y diversos bustos tras ella, sobre el relieve. Nos encontramos ante una excelente muestra de la habilidad del pintor vienés con el dibujo, empleando líneas serpenteantes realizadas de manera firme y segura.La figura de Eva contrasta con las que se sitúan a su alrededor ya que éstas carecen de vida mientras que Eva parece disfrutar de vitalidad, dirigiendo su seductora mirada hacia el espectador. La Tragedia también forma parte de esta misma serie.
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Con el inicio de la cultura minoica, la escultura de Creta abandonó la tradición cicládica, con su refinado esquematismo e imitada en un elevado número de ejemplares, y parece producirse un regreso a los modelos del final del Neolítico, mucho más naturalistas y acordes con la sensibilidad del escultor cretense. Una notable excepción es un remate de cetro en forma de hacha con el cuerpo de leopardo, decorado con espirales, hallado en el palacio de Malia. Las esculturas de este período están realizadas casi exclusivamente en barro, con representaciones de hombres y mujeres en actitud orante, aparecidos en grandes cantidades en los santuarios en cueva y campestres, tal como el de la cabaña oval de Jamaizi o los yacimientos de Piskokéfalo, Petsofa, Kumasa o Porti. Junto a estas figurillas humanas existe un amplio número de estatuitas de animales (aves, asnos y, sobre todo, toros) modelados en diversas actitudes. Se trata de figuras pequeñas que no sobrepasan los 15 ó 20 cm de altura, hechas en terracota y algún que otro ejemplar en piedra. Los detalles apenas están esbozados; las actitudes poseen gran animación, que contrasta con el hieratismo de las escasas piezas de estatuaria egipcia halladas en Cnosós. Son siluetas simples, con estrechos talles y brazos cruzados sobre el pecho, que parecen deberse al auge de la inspiración popular. De esa simplicidad hacen gala los múltiples ejemplos de escenas rituales, a modo de maquetas, depositados como exvotos en los santuarios y tumbas. Del tholos de Kamelares destaca un modelo de habitación con columnas; dentro de ella, varios personajes hacen una ofrenda de vasijas de líquidos a unas divinidades de mayor estatura, sentadas en un banco corrido a lo largo de la pared del fondo. En otros casos, estos modelos de barro representan fachadas triples con columnas en relieve y remates en forma de cuernos de consagración. A pesar de su simplicidad estas escenas poseen un gran valor documental para reconstruir diferentes aspectos de la vida minoica; ellas contrarrestan nuestra incapacidad de leer la escritura Lineal A. En la etapa de los Nuevos Palacios, la plástica minoica no cuenta tampoco con esculturas grandes; ello no significa que no posea ya un perfecto sentido del volumen y del movimiento. Entre sus piezas más conocidas y de las más antiguas de esta etapa, son las llamadas diosas de las serpientes, un término quizás inapropiado, pues no son estatuas de culto; con suma probabilidad representan a sacerdotisas o a la reina con las vestiduras y adornos de la diosa. Su material es cerámica vidriada o loza. La actitud de estas figuras es ciertamente estereotipada, aunque muy efectista debido a la calidad del trabajo y al detallismo de la ejecución. Las serpientes son formas bajo las que aparece la Diosa Madre; lo mismo los animales que rematan el tocado; el vestuario, compuesto de un polos o sombrero y el traje de volantes con su delantal y corpiño abierto, es el de rigor en las escenas cultuales minoicas. Todas ella aparecieron en la sala de ofrendas del santuario de Cnosós (the temple repositories de Evans), donde fueron depositadas con anterioridad a la destrucción parcial de hacia 1580. De mayor naturalismo y movimiento están dotadas las dos placas de loza halladas al lado de las estatuillas anteriores; en ellas, dos animales hembras, una vaca y una cabra cretense de largos cuernos, amamantan a su respectivas crías. Con las cabezas erguidas o vueltas hacia atrás, en un perfil de gran animación, constituyen cuadros de género dotados de rara exquisitez y sensibilidad. Otras figuras muy notables son unas estatuillas de marfil que representan acróbatas, talladas en piezas encajadas unas en otras y con cabellos que, en su día, eran hilos de oro. Una de estas figuras se conserva completa y muestra un sugestivo tratamiento de la anatomía del cuerpo en acción. Descrito en la bibliografía extranjera como torero, representa a un personaje en el momento culminante del salto sobre el toro. Dentro de este estilo de apogeo, son muy numerosas las esculturas de bronce macizas, de pequeño tamaño y fundidas con la técnica de la cera perdida, dominada plenamente en este período. La representación mayoritaria es la de las figuras humanas orantes, cuyo gesto más común es el del aposkopein o bajada de la vista hacia el suelo, como señal de respeto ante la presencia de la divinidad, gesto que suele verse acompañado por la elevación de una mano a la cara. Algunas de estas figuras tienen un perfil muy contorsionado, mostrando un cuerpo esbelto y flexible. Entre las obras maestras de la escultura minoica hay que mencionar diversas cabezas de toro, hechas de piedra dura. La pieza reina es la conocida cabeza de esteatita negra procedente de Cnosós. Los ojos, de cristal de roca incrustada, muestran una extraordinaria viveza; las orejas están hechas en piezas independientes, como también lo eran los cuernos, forrados antaño con láminas de oro. Los detalles del pelaje están señalados por líneas incisas, sin pulir, en contraste con el fondo negro brillante. La región de los ollares está formada por una incrustación de concha de tridacna; el conjunto es una pieza de gran calidad, una de las mejores muestras de la categoría alcanzada por los artesanos minoicos. Esa pericia se puede ver, asimismo, en las vasijas de piedra dura, género de amplia tradición en el Egeo y del que se conocen muchos ejemplares de refinado diseño. Los relieves de algunos de ellos acreditan el vigor y la imaginación de que es capaz el arte de Creta. Tres vasos procedentes de Hagia Tríada son los mejores exponentes. En los tres aparecen personajes y objetos perfectamente reconocibles, en escenas de la vida cotidiana. En el Vaso del príncipe, cuatro personajes se hallan ante un joven de aspecto regio que empuña con energía un cetro, en lo que parece un gesto de mando. A pesar de seguir el sistema convencional de representar al hombre con la cabeza y las piernas de perfil y el torso de frente, estos relieves muestran un dinamismo bastante alejado de los relieves de otros pueblos contemporáneos, como puede ser el egipcio del Imperio Medio. El Vaso de los segadores encierra el interés de una cuadrilla de trabajadores que vuelven del campo con sus herramientas de labor; y la novedad de presentarlos unos tras otros, en varios niveles de profundidad, en lo que debió ser uno de los primeros intentos de lograr una visión en perspectiva. En el Ritón de los pugilistas, también de esteatita, se superponen escenas de taurokathapsía, lucha y pugilato entre hombres con casco y entre efebos. El resultado es un verdadero estudio de movimiento con diferentes posturas del cuerpo y otros muchos detalles de interés para conocer el vestuario, las armas y la arquitectura. Con la caída del mundo palacial minoico, el progresivo esquematismo que hemos apreciado en la pintura o en la cerámica afectó también a la escultura, cuyas formas se reducen a estatuas de orantes, diosas y animales cada vez más simples y abstractos, algunas de bronce y la mayoría de terracota pintada. De toda esta serie, perteneciente al Minoico Reciente III, las esculturas más señaladas son dos ídolos femeninos con las manos levantadas y el cuerpo acampanado, los pormenores anatómicos apenas en esbozo. Sobre la cabeza, estos ídolos de Gazi, en las cercanías de Iráklion, muestran diversos tipos de tocados: cuernos de la consagración y pájaros (diosa de las palomas), pistilos de amapolas, acuchillados de parte a parte, como en aquellas destinadas a la producción de opio (diosa de las adormideras). Ambas terracotas representan a la diosa de la fecundidad y de la salud; la segunda de ellas revela el conocimiento del opio por parte de los cretenses, dada la fidelidad con que aparecen las adormideras (Papaver somniferum) y los cortes que han recibido para la producción de esta droga. A este mismo grupo pertenecen otras figuras similares halladas en Karfi, en un minúsculo santuario enclavado en el monte Dikté, correspondientes a una etapa más tardía, en pleno Subminoico, entre 1100 y 1000. El lenguaje formal de estas esculturas, y el empleo de ciertos símbolos, constituyen la herencia que la cultura minoica legará a las generaciones posteriores. Esto ocurrió tan sólo en la isla de Creta, convertida a partir de entonces en una provincia casi marginal dentro del arte griego.
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Uno de los aspectos más llamativos y sorprendentes del arte cretomicénico es la ausencia de escultura monumental, en la que lo mismo egipcios que mesopotámicos rayaron a tan gran altura. Indudablemente, minoicos y micénicos debieron conocer esa escultura en sus contactos comerciales con Oriente. Sin embargo, con las escasas excepciones de las estelas de los círculos de tumbas de Micenas y del gran relieve de la Puerta de los Leones, parece que los micénicos se conformaron con las miniaturas grabadas en los sellos y los objetos pequeños esculpidos, de piedra y marfil y modelados en barro, y al igual que los minoicos, renunciaron a la escultura monumental de tres dimensiones. De las 17 estelas funerarias que halló Schliemann sobre el Círculo A, señalando las tumbas reales, once de ellas ofrecen una cara decorada en relieve e inauguran la estatuaria micénica. Son representaciones de actividades típicamente aqueas (captura de un toro salvaje, cacería de dos leones que atacan a un toro, luchas entre infantes y hombres subidos en un ligero carro de guerra) en un estilo claramente emparentado con el arte minoico. En un espacio de aproximadamente un metro cuadrado (la mayor de las estelas mide 1,86 x 1,03 m) estos cuadros de género están delimitados por bandas ornamentales, con las consabidas espirales enlazadas y series de ondas. El relieve es parco en detalles y parece un trasunto de trabajos sobre telas o madera, pero su estilo es vigoroso: predomina el movimiento, de animales en pleno galope volandero y figuras humanas inclinadas, sorprendidas en plena acción guerrera cuando no cinegética. Con el aislado ejemplo de la cabeza femenina de caliza estucada y pintada, hallada en las cercanías del mégaron de Micenas y correspondiente al siglo XIV, la escultura monumental está representada únicamente por el altorrelieve de la Puerta de los Leones (en realidad unas leonas), considerado como el primer ejemplo de gran relieve del arte occidental. Estas dos fieras están dispuestas a ambos lados de una columna apoyada sobre unas banquetas, siguiendo un modelo muy difundido en objetos de arte menor, sobre todo en la glíptica. La anatomía de los felinos está someramente modelada, prescindiendo de los detalles. Ello acentúa su poder y fiereza, efecto intencionado de una composición heráldica que exalta la majestad de la Gran Madre, simbolizada por la columna, como señora de los animales y protectora de la acrópolis y de la Casa de los Atridas. El resto de la escultura micénica es de dimensiones reducidas; básicamente en marfil o terracota, tanto en forma de relieves como de figuras de bulto redondo. Los temas son muy diversos y van desde figuras aisladas, con predominio de ídolos y animales, hasta escenas de divinidades, luchas de guerreros con grifos y cacerías. En las numerosas piezas de marfil se puede apreciar la influencia artística de Oriente, Siria sobre todo, de donde proviene este material. Ello es bien observable en una de las más conocidas piezas, la laca de marfil procedente de Ugarit (Ras Shamra), una tapadera de píxide en la que la diosa aparece sentada sobre el mismo tipo de banqueta que hay bajo la columna de la Puerta de los Leones. La diosa viste el típico vestido minoico de faralaes, con el pecho desnudo, y sostiene unos manojos de espigas que mordisquean unas cabras montesas a sus lados. Luce un tocado de forma puntiaguda, del que cuelgan unas plumas, similar a los que tienen muchas mujeres pintadas en los frescos de los palacios de Micenas y de Pilos. El tema micénico está expuesto en un lenguaje estilístico típicamente sirio, como sucede en el grupo de píxides y mangos de espejo hallados en Enkomi (Chipre), en directa relación con motivos pintados en la cerámica heládico-levantina o de estilo pictórico. Estas características se pueden ver en otros relieves de marfil (placas de muebles y píxides, sobre todo) que aparecen, aquí y allá, en Grecia continental: Micenas, ágora de Atenas, Esparta (Atica), etc. De la acrópolis de Micenas destaca también un famoso grupo de marfil, probable representación de una tríada divina ya propiamente micénica, con claras reminiscencias de las diosas de la fecundidad. Dos diosas con vestidos minoicos y un niño que juguetea entre ellas, han sido consideradas como Deméter, Koré y Triptólemo, divinidades vinculadas a la fertilidad de los campos y, en especial, al trigo y otros cereales. Otras piezas son típicamente micénicas, como la serie de cabecitas de guerreros tocados con un casco bien conocido, hecho de cuero y guarnecido con colmillos de jabalí dispuestos en bandas paralelas. De terracota pintada con colores oscuros sobre fondo claro, es ingente la cantidad de ídolos encontrados en tumbas y santuarios. Son muy corrientes y responden a un esquema común: formas denominadas según su parecido a algunas letras del alfabeto griego (ídolos en psi, en fi ó en tau), en función de la disposición de sus brazos, convertidos en simples muñones, El resto del cuerpo está levemente esbozado: un gran cilindro de base ensanchada y provisto de senos como único detalle anatómico resaltado. La cabeza parece la de un pájaro, con una abultada nariz y enormes ojos pintados. Suelen tocarse de un polos o birrete y alguna lleva un niño en brazos (Kourótrophos). Con estas mismas características de abstracción y cierto encanto en el modelado, son muy abundantes los animales (asnos, pájaros y, como siempre, con el predominio de los toros), o algunos modelos de carros tirados por caballos, uno de los temas recurrentes en el arte griego primitivo, empleado como manifestación del poder de los príncipes micénicos y sus allegados.
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La Edad Oscura supuso una prácticamente total desaparición de la escultura. Salvo algunas figurillas modeladas en terracota, casi exclusivamente en forma de animales y aparecidas en los santuarios o en las tumbas, puede decirse que la escultura no existe en los dos primeros siglos del I milenio. Una excepción sobresaliente es el conocido centauro de Lefkandi (Eubea), que introduce, por vez primera en el arte griego, la representación de este ser mítico, mitad hombre y mitad caballo, someramente modelado. En algunas tumbas infantiles del Cerámico se han encontrado juguetes articulados, en forma de ciervos y caballos con ruedas unidas a sus patas mediante ejes que permiten su movimiento al ser arrastrados. Algo posteriores, ya del Geométrico Medio, son ciertas formas cerámicas rematadas en asas plásticas, con siluetas de animales como caballos, cervatillos o aves. En todas estas estatuillas se percibe un espíritu diferente al que alienta detrás de la cerámica geométrica. Muchas de las piezas de esta cerámica poseen un carácter escultórico casi monumental, mientras que la escultura de formato reducido constituye una prolongación del arte anterior, enraizado en el Submicénico. Pero a partir del siglo VIII, con la utilización del bronce para esculturas pequeñas, fabricadas mediante la técnica de la cera perdida (modelo de cera que, una vez dentro del molde, es derretido y sustituido por el bronce fundido), las figuras ofrecen ya unas trazas claramente geométricas. De esta manera se modelan un sinfín de figuras de animales (caballos en su mayoría, junto a ciervos y otros animales) y humanas (dioses, hombres, centauros, bien aislados o bien en grupos), procedentes en su mayor parte de santuarios. Aquí fueron depositados como exvotos; entre los santuarios sobresale Olimpia, donde fueron enterrados por millares en el interior del recinto sagrado o témenos. Los exvotos son regalos u ofrendas a los dioses (agálmata); por ello poseen carácter sacro. Cuando el santuario se satura de exvotos y el cambio de gustos artísticos hace despreciar los objetos antiguos, éstos son enterrados en el lugar, ya que no pueden ser abandonados o reutilizados. De esta forma han sobrevivido numerosos objetos artísticos del arcaísmo, pues ya a partir del período clásico se olvidó su existencia y se libraron de la rapiña de épocas tardías. Las esculturas geométricas comparten las características que definen las representaciones en la cerámica. El cuerpo, tanto de animales como humanos, se reduce a lo imprescindible; el artista concentra todo su interés en señalar las articulaciones y resaltar la fuerza de piernas, torsos y músculos, prescindiendo de los detalles inútiles. De este modo, las figuras geométricas poseen un extraordinario vigor y una enorme dosis de abstracción. Las piernas son largas; el torso, triangular, arranca de una fina cintura; el vientre se reduce a la mínima expresión, como parte débil del cuerpo y sin interés para el artista; los brazos son robustos y la cabeza, por lo regular, pequeña; en ella se bosquejan apenas sus elementos constitutivos: una apuntada barbilla junto a una boca, nariz y ojos someramente indicados. Muchas figuras representan guerreros provistos de cascos y armas, otras a personajes en acción variada (portadores de carneros o crióforos, escenas de lucha, aurigas subidos a carros, tocadores de doble flauta, etc). Las exageradas proporciones de la mayor parte de las figuras, exaltando piernas y torsos, siempre desnudos y provistos de un cinturón, indican su condición de dioses o héroes. Uno de los grupos más interesantes de la plástica geométrica en bronce, por citar algún ejemplo, es la famosa lucha entre un centauro un héroe (¿Herakles y Neso, quizá?) procedente de Olimpia y datado a mediados del siglo VIII. En ambas figuras, el vigor de la acción se expresa mediante unos músculos prominentes y tensos, reducido el resto del cuerpo a simples formas tubulares. A esta época de apogeo del estilo geométrico corresponden varias figurillas de marfil, entre las que destaca la Dama del Dípylon, por haberse encontrado en esta necrópolis. Se trata de una figura femenina desnuda, tocada con un polos decorado con un meandro, y con un cuerpo de articulaciones muy marcadas, con sus diferentes miembros modelados con cierta dureza. Con el inicio de la navegación a través del Egeo, las actividades comerciales con Oriente hacen posible la llegada de nuevos materiales como el marfil, desconocido hasta entonces desde época micénica. A lo largo de los últimos años del Geométrico Reciente, a fines del siglo VIII, las figuras comienzan a aumentar el volumen de su musculatura y a cobrar cierta vida; además se difunden ciertos motivos decorativos nuevos, procedentes de Oriente, tales como elementos vegetales (palmetas, rosetas, etc.) o figurativos (animales y monstruos como grifos, esfinges o sirenas), con lo que se inicia el estilo arcaico orientalizante.
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A principios del siglo XVIII, la escultura netamente española intenta mantener y reflejar algunos de los valores de los grandes maestros del pasado. Sin embargo, queda un campo abierto a nuevos ideales y un acoplamiento a las aportaciones lingüísticas que ha de plantear el siglo XVIII en el proceso borbónico. La promoción retablística alcanza extremo interés e invade los templos en el más puro diseño barroco. En el desarrollo existe una gran fuerza creadora en el eje Madrid-Toledo que irradia hasta regiones lejanas como Extremadura, León o Guipúzcoa, dando una muestra de su capacidad expansiva. Andalucía mantiene su alto nivel creativo, Aragón se revitaliza y País Vasco, La Rioja y Navarra se incardinan en un proyecto común. El programa económico de resurgimiento afecta a sectores del Norte y de Levante, derivando a un desarrollo escultórico periférico muy destacable.En el foco madrileño se advierten dos corrientes: la que fue impulso de la demanda religiosa y aquella implicada más directamente en el proyecto regio unida a razones de Estado. Juan Alfonso Villabille y Ron, asturiano, se forma con Alonso de los Ríos y una obra, la cabeza de San Pablo, ha servido para enjuiciar su arte dentro de la corriente heredada del barroco dramático del siglo XVII. Al ser identificado con el Juan Ron citado por Ponz, se le ha adscrito un catálogo de obra de mayor dimensión, entre la que destaca el San Isidro Labrador del Puente de Toledo y el San Fernando del Hospicio de Madrid.También figura como artista destacado en el ámbito escultórico madrileño Juan de Villanueva (1681-1765), director de escultura en la Junta preparatoria de la Academia y padre de los célebres Diego y Juan de Villanueva; desarrolló parte de su obra en su tierra asturiana antes de residir en Madrid, donde dejó una muestra de su arte en la iglesia de San Cayetano. Pablo González Velázquez (1664-1727), también mantiene la tradición barroca en un punto de exaltación que se le ha considerado seguidor de Juni, como se demuestra en las esculturas de San Joaquín y Santa Ana de la iglesia madrileña de los Irlandeses.A los maestros de la transición sigue Luis Salvador Carmona (1708-1767), escultor cuya obra irradió a otros focos peninsulares y de estilo muy persistente en la tradición barroca nacional, incluso en el mantenimiento técnico de la madera policromada. Trabajó en La Granja de San Ildefonso y obras suyas se encuentran en Navarra, Guipúzcoa y Salamanca.En la misma línea tradicional se encuentra Juan Pascual de Mena (1707-1784) que alternó la madera policromada y el mármol. Fue Director General de la Academia. La Fuente de Neptuno y el retrato de Carlos III acreditan su gran oficio y revelan la apertura del escultor a otras corrientes artísticas, sobre todo de aquellas que proceden del grupo de escultores que trabajaron en La Granja de San Ildefonso. La iglesia de San Marcos de Madrid conserva de su mano la imagen del santo titular, la de San Benito y Santa Escolástica.Los Churriguera ejercen una gran influencia en el arte de la capital y de todo el foco castellano. Teniendo como primera cabeza a José Simón de Churriguera el Viejo, la saga de artistas tuvo como célebres representantes a José Benito, Alberto y Joaquín de Churriguera. José Benito Churriguera (1665-1725), gran arquitecto, buceó en el campo escultórico a través del género del retablo y obras efímeras. Así, comenzó su carrera realizando obras de gran estima como el retablo de la Capilla de Ayala en la Catedral de Segovia y el de San Esteban de Salamanca. Esta actividad hallaría su colofón en los retablos de las Calatravas de Madrid y mayor de la parroquia de Leganés. En lo efímero su proyecto para el túmulo de María Luisa de Orleans creó una tipología de larga ascendía en el siglo XVIII. Joaquín de Churriguera (1674-1724), en la transición entre los dos siglos, también se ejercitó en el género del retablo pero en él la talla se hace más fogosa y exuberante como se demuestra en el retablo de San Segundo de la Catedral de Avila. También en la traza de la sillería de Coro de Salamanca. Fue asiduo colaborador de José Benito en obras madrileñas. Alberto Churriguera (1676-1750) fue también arquitecto de renombre. Participó en la sillería de la Catedral salmantina y también colaboró con José Benito en obras de la corte.En el ámbito amplio y complejo castellano trabajan los Tomé, aunque el punto de irradiación parte de la ciudad de Toro y de Antonio Tomé, el padre de Diego, Narciso y Andrés, este último, pintor. De la misma familia procede también Simón Gavilán Tomé, emprendiendo una labor de colaboración. Antonio Tomé dirigió la obra escultórica de la fachada de la Catedral de Valladolid con hermosas representaciones que aluden a la antigüedad, historia y sabiduría. En tan vasto programa colaboraron Narciso y Diego. Antonio Tomé fue el autor del manifestador de la Capilla Ayala en la catedral segoviana. Narciso Tomé alcanzó la cima de su carrera artística con las tasas del Transparente de la Catedral de Toledo, ayudado por su hermano Diego en la escultura y por Andrés en la obra de pintura. El programa, que reúne asuntos del Nuevo y el Antiguo Testamento, es una obra insólita en cuanto a diseño y calidad. Simón Gavilán Tomé realizó el retablo de la Catedral de León alentado por el influjo barroquizante del Transparente, desplazando su actividad al foco salmantino.En el foco cortesano, la tradición escultórica se vio interrumpida por la llegada de las corrientes italo-francesas. El vasto programa de La Granja de San Ildefonso dirigido por Tierry y Fremin y un grupo sólido de grandes artífices y el gran proyecto escultórico del Palacio Real de Madrid abrieron al arte de la corte nuevos y enriquecedores caminos. Hemos considerado en un capítulo anterior la importancia de la aportación francesa en su temática y estilo. Sin embargo, el programa madrileño cortesano, que irradiaría a otras provincias, también tiene una alta consideración por su novedad y por haber constituido una corriente diferenciada que se viene considerando bajo el nombre de escuela de Palacio. El programa escultórico del edificio se debe al Padre Fray Martín Sarmiento, en el que se ofrece una gran lección de la historia de España. Los monarcas, incluidos los de Portugal y América, se llevaron a las balaustradas de los cuatro lienzos del edificio, fachada principal y patio.Toda la vasta labor escultórica estuvo dirigida por el escultor italiano Juan Domingo Olivieri, el cual dio muestra de una espléndida organización de taller siendo el maestro y promotor de discípulos tan aventajados como Felipe de Castro, el cual compartió tareas también de dirección de los equipos participadores. Olivieri contribuyó decisivamente a la fundación de la Academia con el objeto de establecer la educación del artista en el buen gusto, siendo director de las tareas de escultura. Fue principal escultor del rey Fernando VI, monarca de quien realizó un hermoso retrato en mármol, y asimismo realizó algunas de las obras de las Salesas Reales. Olivieri y Felipe de Castro fueron los dos escultores que polarizaron la corriente cortesana, conduciéndola con eficacia hacia la normativa del barroco clásico que nunca escapa a la influencia berniniana. Felipe de Castro, nombrado escultor principal del Rey, acreditó su valía con bellos retratos del rey y de personajes ilustres de la época. También Roberto Michel contribuyó al mismo proyecto del barroco clásico entremezclando la influencia italiana y francesa en inteligente concordancia.Discípulo de la Academia, Francisco Gutiérrez (1727-1782) dejó en el ámbito de la corte sus dos obras de gran resonancia, la Fuente de Cibeles y el sepulcro de Fernando VI. De la Fuente esculpió la diosa y su carro interpretando con acierto el diseño de Ventura Rodríguez en una representación profana convertida en ornato público, aspecto que le otorga su particularidad. En el sepulcro, con dos caras, pone en valor su concepción clásica en la línea berniniana. También accedió al tema religioso, cuya visión ha quedado manifiesta en varias obras de la que es representativa la estatua del titular en San Antonio de los Portugueses. Manuel Francisco Alvarez de la Peña, académico de mérito, fue Escultor de Cámara y colaborador en el Palacio Real. Su obra más destacada fue la Fuente de Apolo o de las Cuatro Estaciones en el madrileño paseo del Prado, fiel al proyecto de Ventura Rodríguez, y en la que muestra en la línea serena del academicismo. Tiene gran relieve su retablo del Descenso de la Virgen para imponer a San Ildefonso en la Catedral de Toledo, de composición equilibrada en su disposición diagonal barroca. Al círculo académico también pertenece Carlos Salas, el cual se beneficia de la influencia de Olivieri. Los relieves para el Palacio Real (Batallas de las Navas y Covadonga) le hacen acreedor del prestigio que alcanzó en la época. Su obra del relieve de la Asunción, a espaldas en la Capilla del Pilar, de gran finura, le apartaron de la corte, realizando una gran producción en núcleos aragoneses y levantinos.También se vincula a la escuela castellana la obra de Alonso Giraldo Bergaz, cuyo mérito acreditó en su participación con Bort en la fachada de la Catedral de Murcia. Llegó a la Corte y se integró en la Academia, de cuyo paso han quedado hermosos relieves, como Santa Leocadia ante Daciano o Las delicias de las Ciencias y las Artes. La producción de Bergaz fue amplia y de variada temática. Sobresale su Tritón y la Nereida de la Fuente de la Alcachofa. Otros artistas como Isidro Carnicero (1736-1808), integrados en las obras escultóricas del Palacio Real, dieron muestra de una asimilación correcta del barroco clasicista, el estilo común al círculo academicista y de una persistencia también en la escultura religiosa tradicional de aspecto, en los dos últimos tercios, más contenido, alejada del realismo patético del siglo XVII.Andalucía, Sevilla, Córdoba y Granada se manifiestan con gran actividad. En Sevilla, Pedro Duque Cornejo es la figura de mayor relieve en la tradición de Pedro Roldán. Practicó el género del retablo, el grabado y la pintura. Su obra tuvo cierta dispersión aunque su taller lo centralizó en Sevilla. Los retablos de San Luis de los Franceses o la escultura para la iglesia del Sagrario en la parroquia de la Catedral, muestran su línea estilística en la que también se advierte la difusión del retablo-vitrina como una nueva modalidad. Trabaja en el Sagrario de la Cartuja de Granada y en otros templos de la ciudad, pero su obra más significativa fue realizada para la Catedral de Córdoba, donde ejecuta la Sillería de Coro, con 108 sillas y donde se conjuntan episodios de una Biblia editada en Venecia en 1677.En la retablística, Jerónimo Balbás, también ocupa un puesto relevante por el tratamiento del ornamento, lleno de fantasía, En la fase rococó de este género figura el portugués Cayetano de Acosta, como lo prueba la portada-retablo de la Capilla Sacramental.En Granada, se encuentra en la transición al siglo XVIII José Risueño (1665-1732). Su obra se realiza en dependencia de Diego de Mora y de Alonso Cano de quien toma la dulcificación expresiva característica en sus figuras. En los relieves de la fachada de la Catedral de Granada y en el retablo mayor de San Ildefonso, el escultor demuestra su dominio técnico. Pondera lo menudo en sus figuras de barro y en obras de escultura exenta aparece cierto sentimiento de melancolía. En su catálogo, el tema del Niño Jesús y de San Juan es tratado con toque muy personal, ahondando en la ternura. El legado de Mora se aprecia en los bustos de Ecce Homo y Dolorosa de la Capilla Real de Granada. En el San Juan Bautista para el Sagrario de la Cartuja se advierte el ritmo gracioso y ligero con el que pone un toque rococó a la expresión figurativa.Diego de Mora (1708-1773) ofrece una escultura suntuosa y polícroma. Fue mantenedor del realismo barroco en el valor de lo trágico, aunque tiende también a la blandura y gracia del rococó. En la escuela granadina, aunque mejor arquitecto que escultor, también se reserva un puesto en este arte a Francisco Hurtado Izquierdo (1669-1725). El Sagrario de la Cartuja diseñado por Hurtado es una obra en su traza de gran síntesis de las artes. La obra clave del Tabernáculo es una transposición del baldaquino berniniano al igual que el mismo planteamiento de El Paular (Segovia) donde el artífice conjunta hábilmente las artes en una síntesis de extrema habilidad y escenografía.También en las Islas Canarias, el retablo tiene una gran significación por influencia castellana y andaluza. Las órdenes religiosas proporcionan notables escultores y ensambladores. Pero de mayor significación es José Rodríguez de la Oliva, nacido en La Laguna, el más destacado foco de todo el conjunto canario. Los Pasos de Semana Santa tuvieron gran significación.En el núcleo de Castilla-León, las ciudades de Valladolid y Salamanca tuvieron gran importancia. En Salamanca, los Churriguera abrieron una corriente irradiando en otras poblaciones cercanas. Hemos citado a los principales miembros en relación con Madrid y su entorno, pero corresponde ahora el resaltar la labor desarrollada en el núcleo estricto salmantino por la influencia ejercida en otros miembros más jóvenes de la misma familia, entre los que figuran José de Larra que dirigió la realización de la Sillería de Coro de la catedral y autor del Salvador y los Apóstoles del testero. Contribuyó a la escultura procesional.Alejandro Carnicero, vallisoletano, marchó a Salamanca donde desarrolló un estilo personal de gran expresión dramática. También participó en la obra de la citada Sillería, al corresponderle el magnífico tablero de San Lucas. Hizo varios medallones para la Plaza Mayor así como Pasos de Semana Santa. Participó también en la escultura de la serie de Reyes del Palacio Real de Madrid.En Valladolid figura Pedro de Correas, tracista y ensamblador de retablos (Convento de Santa Clara e iglesia de San Andrés). Secunda esta misma labor Pedro Bahamonde (Autillo de Campos). Entre los escultores que mantienen la tradición barroca figuran Pedro de Avila y Felipe de Espinabete, los cuales mantienen el movimiento firme y la expresión dramática. En Medina de Rioseco se distingue el taller de los Sierra, del que Tomás Sierra fue el tronco de una generación de acreditados artífices. Realizó esculturas para el relicario de la Colegiata de Villagarcía de Campos y su hijo, Pedro de Sierra, fue además de escultor, arquitecto. Recibió influencia de La Granja y trabajó en el Palacio de Aranjuez. En su estilo se conjugan influencias del rococó francés. Obra familiar fue la Sillería del Convento de San Francisco de Valladolid. Otros miembros de la familia también se experimentaron en el mismo oficio.Desde el mismo foco de influencia trabajan Pedro Bahamonde y Pedro de Correas en el núcleo burgalés y palentino.En Galicia, la escultura tuvo dos centros destacados situados en Santiago de Compostela y Orense. En el primero la promoción fue justificada por las grandes obras de la Catedral y de San Martín Pinario. Condiciona esta obra en su conjunto la personalidad de dos arquitectos, Casas y Novoa y Simón Rodríguez. Tras las grandes ideas arquitectónicas se promueve la obra escultórica, en la que destaca Miguel de Romay, autor del retablo mayor de San Martín Pinario, una de las obras complejas y arquetípicas de la exaltación del estilo barroco en España. A ella contribuyó la escultura de Benito Silveira. A la ciudad benefició la influencia del italiano José Gambino, cuya obra ejemplifica la trayectoria de Ferreiro y de otros artífices. En Orense también se desarrolla una gran retablística a cuyo frente estuvo Francisco Castro Canseco, autor de la Capilla del Cristo en la Catedral. En la escuela se consideran muy determinantes las relaciones artísticas portuguesas. En el foco de Oviedo figura Bernardo de la Mena, autor de retablos y excelentes imágenes de apóstoles y de mártires, y en Cantabria también se mantiene la tradición barroca retablística por artífices como Raimundo Vélez del Valle.En Rioja, País Vasco y Navarra se mantienen una serie de activos talleres.En el foco alavés se distingue la obra de Andrés de Maruri y Gregorio de Larranz y el escultor Francisco de Ribero.En Guipúzcoa, Miguel de Irazusta recibe influencias de la corte al igual que en su discípulo don Martínez de Arce. Destaca también el centro navarro de Tudela y la obra de Francisco Guerrea en el retablo mayor de las Agustinas de Pamplona.En Aragón, la escultura atraviesa por un proceso de gran esplendor bajo el impulso obispal y de la Academia. Se distingue la labor de Juan Ramírez de Arellano y de su hijo José, consolidando una corriente académica a través de una producción copiosa y que alcanza su mayor sutileza en la obra de la Capilla del Pilar. Al abrigo de esta obra también brilla la obra de Carlos Salas, académico de Mérito en San Fernando. Ejecutó en la Capilla nueve medallones de mármol y el relieve de la Asunción de la Virgen. Su obra mantiene relación con el hacer de Olivieri.En Cataluña también se fomenta el arte del retablo barroco y como oponente estilística, una fervorosa corriente académica. Varios apellidos dieron fama a la escuela y a sus diferentes tendencias. Los Costa, Morato, Sunyer y Bonifás encabezan las corrientes. Costa trazó retablos destacados como el de la iglesia arciprestal de Arenys de Mar. Sunyer, asociado a Morato, trabajó en Manresa, Barcelona y Rosellón. Jacinto Morato intervino en el retablo de Igualada y en el mayor de Santa Clara de Vich. Luis Bonifás y Sastre fijó su escuela en Valls, dirigiendo una academia y realizando grandes retablos, imágenes y pasos procesionales.En Valencia, destacan los Vergara y la escuela recibe decisivas influencias alemanas, francesas e italianas. Fue determinante la estancia en la ciudad de Conrad Rudolf realizando la fachada de la Catedral. En el relieve central de esta obra trabajó Francisco Vergara, el mayor impulsor de la Academia de San Carlos de Valencia. La escultura de San Bruno en la capilla de la Universidad, la estatua de Carlos III en la Aduana y la decoración de la fachada del palacio del Marqués de Dos Aguas, acreditan la valía de este artífice que se inclina a las modulaciones del rococó. Su estilo estuvo en oposición al que desarrolla Francisco Vergara Bartual, siendo una de sus obras más notables el grupo escultórico del Transparente de la Catedral de Cuenca.En Murcia y Alicante, y al impulso económico de la región, se desarrolla una escuela que reparte sus focos ampliándose a Cartagena y Orihuela. En Murcia destaca el francés Antonio Dupar, introductor de los modos del rococó europeo. También representa otra apertura la llegada de Nicolás Salzillo, italiano, que en contacto con Nicolás Bussy representa el inicial pilar de una escuela en la que se forma la personalidad más destacada, Francisco Salzillo (1707-1783), intérprete popular que desarrolla una gran actividad siempre sustentada en una línea personal. En su obra copiosa se advierte al impecable técnico y al artista sensible. Su repertorio temático es amplio, y va desde la escultura monumental a los belenes, en los que recrea una escultura realista interpretada con extremo virtuosismo. Los Pasos de Semana Santa le dieron gran prestigio por la maestría de combinar los grupos y el valor emocional de los personajes. Utiliza modelos del pueblo para sus figuras procesionales, y el arraigo en lo espontáneo y popular para sus Nacimientos. Fue intérprete a caballo entre la tradición y el rococó.