Cómo el Almirante, no quedando de acuerdo con el Rey de Castilla, decidió marcharse a ofrecer a otro su empresa Mientras que esto se trataba, los Reyes Católicos no estaban siempre fijos en un lugar, con motivo de la guerra que hacían a Granada, por lo cual se dilató largo tiempo su resolución y respuesta. Por esto, el Almirante vino a Sevilla, y no hallando en Sus Altezas más firme resolución que la vez anterior, acordó dar cuenta de su negocio el Duque de Medina Sidonia. Pero después de muchas pláticas, viendo que no halló modo de concluir, como él deseaba, en España, y que tardaba mucho en dar ejecución a su empresa, resolvió irse al rey de Francia 1 al cual había escrito acerca de esto, con propósito de, si allí no fuese oído, pasar luego a Inglaterra en busca de su hermano, del que no tenía noticia alguna. Con tal designio fue a la Rábida, para llevar su niño Diego, que le había dejado allí, a Córdoba, y después continuar su camino. Pero Dios, a fin de que no quedase sin efecto lo que había dispuesto, inspiró al guardián de aquella casa, llamado fray Juan Pérez, para que trabase mucha amistad con el Almirante, y le agradase tanto la empresa de éste, que se doliera de su resolución y de lo que España perdería con su marcha; por lo que le rogó que de ninguna manera cumpliera su propósito, pues él iría a ver a la Reina, de la que esperaba que, por ser como era su confesor, daría fe a lo que le dijese acerca de aquello. Porque, aunque el Almirante estaba ya fuera de toda esperanza, y enojado, viendo la poca voluntad y seso que encontraba en los consejeros de Sus Altezas, sin embargo por el deseo que, de otra parte, había en él de dar esta empresa a España, se acomodó al deseo y a los ruegos del fraile; pues le parecía ser ya natural de España por el gran tiempo que llevaba ocupado en su empresa, y por haber tenido hijos en ella; lo cual había motivado que desechara las ofertas que le habían hecho con otros príncipes, como él mismo refiere en una carta suya, escrita a Sus Altezas, que dice así: "Por servir a Vuestras Altezas yo no quise entender con Francia, ni con Inglaterra, ni con Portugal, de los cuales príncipes, Vuestras Altezas vieron las cartas, por manos del doctor Villalón."
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CAPÍTULO XIII Que algunos han creído que en las Divinas Escrituras, Ofir signifique este nuestro Pirú No falta también a quien le parezca que en las Sagradas Letras hay mención de esta India Occidental, entendiendo por el Ofir que ellas tanto celebran, este nuestro Pirú. Roberto Stephano, o por mejor decir Francisco Batablo, hombre en la lengua hebrea aventajado, según nuestro preceptor, que fue discípulo suyo, decía en los escolios sobre el capítulo nono del tercero libro de Los Reyes, escribe que la Isla Española que halló Cristóbal Colón era el Ofir, de donde Salomón traía cuatrocientos y veinte o cuatrocientos y cincuenta talentos de oro muy fino. Porque tal es el oro de Cibao que los nuestros traen de la Española. Y no faltan autores doctos que afirmen ser Ofir este nuestro Pirú, deduciendo el un nombre del otro, y creyendo que en el tiempo que se escribió el libro del Paralipómenon se llamaba Pirú como agora. Fúndanse en que refiere la Escritura que se traía de Ofir oro finísimo y piedras muy preciosas, y madera escogidísima, de todo lo cual abunda, según dicen estos autores, el Pirú. Mas a mi parecer está muy lejos el Pirú de ser el Ofir que la Escritura celebra, porque aunque hay en él copia de oro, no es en tanto grado que haga ventaja en esto a la fama de riqueza que tuvo antiguamente la India Oriental. Las piedras tan preciosas y aquella tan excelente madera que nunca tal se vio en Jerusalén, cierto yo no lo veo, porque aunque hay esmeraldas escogidas y algunos árboles de palo recio y oloroso; pero no hallo aquí cosa digna de aquel encarecimiento que pone la Escritura. Ni aun me parece que lleva buen camino pensar que Salomón, dejada la India Oriental, riquísima, enviase sus flotas a esta última tierra. Y si hubiera venido tantas veces, más rastros fuera razón que halláramos de ello. Mas la etimología del nombre Ofir y reducción al nombre de Pirú téngolo por negocio de poca substancia, siendo como es cierto que ni el nombre del Pirú es tan antiguo, ni tan general a toda esta tierra. Ha sido costumbre muy ordinaria en estos descubrimientos del Nuevo Mundo, poner nombres a las tierras y puertos, de la ocasión que se les ofrecía; y así se entiende haber pasado en nombrar a este reino, Pirú. Acá es opinión que de un río en que a los principios dieron los españoles, llamado por los naturales Pirú, intitularon toda esta tierra Pirú; y es argumento de esto que los indios naturales del Pirú ni usan ni saben tal nombre de su tierra. Al mismo tono parece afirmar que Sepher, en la Escritura, son estos Andes, que son unas tierras altísimas del Pirú. Ni basta haber alguna afinidad o semejanza de vocablos, pues de esa suerte también diríamos que Yucatán es Yectan, a quien nombra la Escritura, ni los nombres de Tito y de Paulo que usaron los reyes Ingas de este Pirú, se debe pensar que vinieron de romanos o de cristianos, pues es muy ligero indicio para afirmar cosas tan grandes. Lo que algunos escriben que Tarsis y Ofir no eran en una misma navegación ni provincia; claramente se ve ser contra la intención de la Escritura, confiriendo el Cap. 22 del cuarto libro de Los Reyes, con el Cap. 20 del segundo libro del Paralipómenon. Porque lo que en Los Reyes dice que Josafat hizo flota en Asiongaber para ir por oro a Ofir, eso mismo refiere el Paralipómenon haberse hecho la dicha flota para ir a Tarsis. De donde claro se colige que en el propósito tomó por una misma cosa la Escritura a Tarsis y Ofir. Preguntarme ha alguno a mí, según esto, qué región o provincia sea el Ofir, adonde iba la flota de Salomón con marineros de Irán, rey de Tiro, y Sidón, para traerle oro, a do también pretendiendo ir la flota del rey Josafat, padeció naufragio en Asiongaber, como refiere la Escritura. En esto digo que me allego de mejor gana a la opinión de Josefo en los libros de Antiquitatibus, donde dice que es provincia de la India Oriental, la cual fundó aquel Ofir, hijo de Yectan, de quien se hace mención en el Génesis, y era esta provincia abundante de oro finísimo. De aquí procedió el celebrarse tanto el oro de Ofir o de Ofaz, y según algunos quieren decir el obrizo es como ofirizo, porque habiendo siete linajes de oro, como refiere San Jerónimo, el de Ofir era tenido por el más fino, así como acá celebramos el oro de Valdivia o el de Caravaya. La principal razón que me mueve a pensar que Ofir está en la India Oriental y no en esta Occidental, es porque no podía venir acá la flota de Salomón sin pasar toda la India Oriental y toda la China, y otro infinito mar; y no es verisímil, que atravesasen todo el mundo para venir a buscar acá el oro, mayormente siendo esta tierra tal que no se podía tener noticia de ella por viaje de tierra, y mostraremos después que los antiguos no alcanzaron el arte de navegar que agora se usa, sin el cual no podían engolfarse tanto. Finalmente, en estas cosas, cuando no se traen indicios ciertos sino conjeturas ligeras, no obligan a creerse más de lo que a cada uno le parece.
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En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia: la suspensión del presidente don Lope de Armendáriz; su muerte, con otras cosas sucedidas en aquel tiempo La visita del licenciado de Monzón caminaba con pies de plomo, causa de donde nacían muchas causas perjudiciales al Nuevo Reino de Granada y sus moradores. Atravesóse luego el casamiento de don Fernando de Monzón, hijo del dicho visitador, con doña Jerónima de Urrego, hija legítima del capitán Antonio de Olalla, y su universal heredera por haber muerto poco antes Bartolomé de Olalla, su hermano, a quien pertenecía la sucesión de Bogotá. A esta señora le pedía también por mujer el licenciado Francisco de Anuncibay, oidor de la Real Audiencia. Andaban en conciertos y diferencias. El capitán su padre, que de ordinario asistía en sus haciendas y no acudía a la ciudad sino en las pascuas, habiendo tenido aviso de doña María de Urrego, su mujer, de lo que pasaba y las diferencias que había entre los dos pretendientes, que de todo le dieron larga cuenta sus amigos, que andaban en la plaza y sabían lo que se platicaba, el capitán Olalla determinó de llevarse a su hija y tenérsela consigo hasta mejor ocasión, y que los pretendientes se aquietasen. Vino por ella. Estaba el río de Bogotá tan crecido con las muchas lluvias de aquellos días, que allegaba hasta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo, había tantos pantanos y tanta agua, que no se veía por dónde iban. Trajo el capitán Olalla una grande balsa para llevar a la hija. Saliólos acompañando el licenciado Anuncibay hasta el punto de la balsa; vio embarcar su alma, y que se le iba por aquel ancho piélago. Esperó hasta perderlos de vista. Volvió a la ciudad algo tarde, que apenas podía salir de los malos pasos. Otro día en la Real Audiencia propuso el caso y la perversidad del mal camino; consultóse y salió determinado de que se hiciese un camellón. Cometióse el ponello en ejecución el propio oidor Francisco de Anuncibay, el cual no se descuidó en hacerlo, que es el que hoy dura para ir hasta Fontibón; que se lo podemos agradecer al amor, porque es diligente y no sufre descuido. Dos cosas quiero escribir y decir del licenciado Anuncibay, que, pues se las pusieron por capítulos, no hago yo mucho en escribirlas. Siguiendo su pasión amorosa, sucedió que un día iban a caballo el dicho oidor, el licenciado Antonio de Cetina y el licenciado Juan Rodríguez de Mora, oidores de la Real Audiencia; pasaban por la calle del capitán Antonio de Olalla, y estaban en una ventana doña Francisca de Silva, doña Inés de Silva, su prima, y doña Jerónima de Urrego. Dijo el licenciado Anuncibay, hablando con el licenciado Antonio de Cetina: --"¿Quiere vuesamerced, señor licenciado, ver a la Santísima Trinidad?" Díjole Cetina: --"¿Está por aquí algún retablo?". Respondió el Anuncibay: --"Alce vuesamerced los ojos a aquella ventana, que allí la verá". Santiguóse el Cetina, y el licenciado Mora le dijo: --"Parécerne, señor licenciado, que va perdiendo el seso". Con esto pasaron la calle. La otra casa fue que habiéndose leído una petición en la sala real, que tenía no sé qué retruécanos, dijo: --"Tened, relator, volved a leer esa petición, que parece que tiene la retartalilla del credo. Deum de Deo, lumen de lumine" Pusiéronle estos dos dichos por capítulo; y así no hay que ponerle mucha culpa en que despachase la provisión para prender al señor obispo de Popayán. * * * Con las cosas que andaban de la visita, que muchas de ellas estaban preñadas y no se sabía que tal sería el parto, cada uno se prevenía para lo que pudiese suceder. Por manera que en la primera ocasión le vino cédula al licenciado Francisco de Anuncibay para que fuese a la Audiencia de Quito por oidor, y al licenciado Antonio de Cetina, que casó en esta ciudad con doña Juana Ponce de León y cuñada del Mariscal Venegas, le vino cédula para oidor de las Charcas. Al licenciado Juan Rodríguez de Mora, que por orden del señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas se había bajado a Cartagena, le vino cédula de oidor para la Nueva España. Idos todos estos señores, quedaron en la Real Audiencia el presidente don Lope de Armendáriz, el licenciado Pedro Zorrilla, oidor, y el fiscal Orozco. Con lo cual quedó a don Fernando de Monzón, hijo del visitador, el campo seguro para sus pretensiones, las cuales siguió y al fin casó con doña Jerónima de Urrego, principio de los disgustos del visitador, su padre, a lo que se decía en público. Pero otra fue la ocasión, como adelante veremos. Visto por el visitador Monzón que su descuido había causado el haber pasado tantos pliegos a Castilla, de los cuales había resultado haber salido los oidores con nuevas plazas, fuera del riesgo de la visita, acordó de poner remedio en lo de adelante, y así no salía pliego ninguno de la Real Audiencia que él no cogiese; con lo cual el presidente, don Lope de Armendáriz, perdía el seso y andaba muy disgustado, y rompía los aires con quejas. Sucedió, pues, que un día, estando con estas bascas y quejas, por haberle cogido el visitador un pliego, entró en la sala, donde estaba Juan Roldán, alguacil de corte, a quien el presidente había mandado llamar para cierta diligencia, y como le vio con aquel enfado, arrimóse a un rincón. Dio el presidente una grande voz diciendo: --"¿Es posible que no he de hallar yo un hombre que me escape un pliego de las manos de este traidor?". Dijo el Juan Roldán desde el rincón: --"No se lo ha dado Usía a Juan Roldán". A la voz que oyó el presidente, volvió, vido al Juan Roldán, y díjole: --"¿Qué buscáis aquí?". Respondióle: --"Usía me mandó llamar". --"Ya me acuerdo, respondió el presidente, y también oí lo que dijisteis. ¿Atreveros heis a llevarme un pliego a Cartagena sin que os lo quiten?". Respondió Roldán: --"Démelo Usía, y si me lo quitaren, quíteme esta cabeza". --"Pues por vida del rey, le respondió el presidente, que si me le escapáis he de daros la primera encomienda que vacare. Andad y haced esta diligencia, que yo me voy a escribir; yo os avisaré". Fuese Juan Roldán; hizo lo que le mandó y al punto puso postas en el camino de Honda. Dentro del tercero día llamó el presidente a Roldán desde la ventana, y diole el pliego sin que nadie lo viese. Preguntóle: --"¿Cuándo saldréis?". Dijo: --"Otra cosa me falta, voy y vuelvo de ahí a un rato". Volvió con otro pliego igual al que te había dado, y díjole: --"Ponga Usía aquí su sello, y mañana me voy". El presidente lo regaló, y fuese. Llegado a Honda, saliéronle al encuentro, pidiéronle el pliego --que lo había de dar-- que no lo tengo. Metieron mano a las espadas, y después de haber tirado tajos y reveses largos, dijo el Juan Roldán: --"Señores, no me maten, que yo les daré el pliego". Dijo el alguacil: --"Pues con eso se habrá acabado el pleito". Puso Roldán la espada sobre una piedra, desató la cinta de los calzones y alzando la camisa, que vían todos, se desató un paño de manos que traía atado a raíz de las carnes, y arrojólo diciendo: --"¿Ven ahí el pliego?, y llévese el diablo al visitador y al presidente, que no me han de matar a mí por ellos ni por sus trampas". Allegó uno y tomó el paño de manos. Acudieron luego a la lumbre, reconocieron el sello del presidente por otros que habían quitado, con que quedaron muy contentos. Amanecía el día. Mandaron a Juan Pérez Cordero que les mandase hacer de almorzar, que se querían volver luego; hízolo así. Puesta la mesa, el alguacil del visitador salió a llamar a Juan Roldán, que se había quedado asentado sobre una piedra. Díjole: --"Vamos, hermano, almorzaremos; no estéis tan triste, dadlos a la maldición estos galeones del rey, que el que está más lejos de ellos está más seguro, porque por cualquier achaque sale un balazo de cualquiera de ellos, que mata a un hombre o lo derriba. No se os dé nada, que si os faltare la casa del presidente, ahí tenéis la del visitador, que yo sé que os ocupará". El Juan Roldán, muy triste, le respondió: --"Señor y amigo mío; yo os agradezco el consuelo, pero yo he de volver a Santa Fe, ni le he de ver la cara al presidente don Lope de Armendáriz. Si me queréis hacer algún bien, aquí están unas canoas que van a los Remedios. Favorecedrne en que me lleven en una de ellas, que aunque sea con un poco de maíz, que no tendré para más, me iré por no volver a Santa Fe". --"Vamos y hablaremos con Juan Pérez Cordero, y veamos el avío que nos da". Con esto se fueron a la venta. Estaba la mesa puesta. Sentáronse a almorzar, y estando comiendo, le preguntó el alguacil al Juan Pérez si tenía algún bizcocho y algunos quesos. Respondióle que sí tenía. Acabado de almorzar, se levantó el alguacil, entró a pagar al Juan Pérez lo que se le debía, y pagóle asimismo dos arrobas de bizcocho y cuatro quesos, encargándole mucho los diese a Juan Roldán, y que en una de aquellas canoas que iban a los Remedios lo embarcase. Con esto salió a los compañeros: "Vamos". Al Juan Roldán le dijo aparte que Juan Pérez le daría avío; y con esto se volvieron la vuelta de Santa Fe. Juan Roldán, que se vio fuera del fuego, dentro de dos horas se embarcó la vuelta de Cartagena, y con sobra de matalotaje que ya él tenía en la canoa en que había de hacer el viaje, dejémosle ir, que él volverá y nos dará bien en que entender; y en el ínterin vamos con los que llevan el pliego, que los está esperando el licenciado Monzón. Llegaron un jueves a mediodía, que yo me hallé en esta sazón en casa del visitador. Desde el corredor los veían venir y decían: "Ya vienen allí". Estaban jugando a las barras en el patio; estábamos mirando Juan de Villardón, que después fue cura de Susa, y yo, que entonces erámos estudiantes de gramática. Entraron en el patio cinco hombres a caballo; apeáronse y subieron la escalera arriba a la sala del visitador, y fuimos tras ellos. Estaban puestas las mesas y el visitador se asentaba a comer. Pusiéronle el pliego sobre la mesa; tomólo en la mano, miró el sello y dijo: --"Comamos agora, que luego veremos lo que escribe ese tontillo". Púsolo a un lado mientras comía. Los que trajeron el pliego celebraban lo que les había pasado con Juan Roldán, y cómo habían tenido cuchilladas para quitalle el pliego. Comió el visitador, pidió unas tijeras, descosió el pliego, tomó la primera carta, abrióla y hallóla en blanco; lo propio fue de la segunda y tercera. Los que estaban alrededor de la mesa esperando las albricias, como vieron tanto blanco fuéronse deslizando, que no quedó más que el alguacil detrás de la silla del visitador, que apartando el pliego a un lado, le preguntó: --"¿Quién llevaba este pliego?". Respondióle: --"Señor, Juan Roldán, un alguacil de corte". Díjole el visitador: --"Ven acá. ¿Es aquel que me llama a mí Catón el del azote?". Díjole: --"Sí, señor; ¡ése lo llevaba!". --"Por vida del rey, respondió el visitador, que sólo ese hombre en toda esta tierra me podía hacer este tiro! Quita allá esos papeles. ¿Qué se hizo Roldán?". Respondióle: --"Embarcóse para los Remedios, que yo le di bizcocho y quesos". --"Por manera, le dijo el visitador, que le disteis embarcación y matalotaje. Bien habéis despachado". Con esto se entró en su aposento, y esta tarde hizo el auto de la suspensión del presidente don Lope de Armendáriz, con que el día siguiente le suspendió. Con lo cual quedaron en la Real Audiencia el licenciado Pedro Zorrilla y. el fiscal Orozco, habiendo tenido poco antes seis oidores y un presidente. Suspenso el doctor don Lope de Armendáriz, desocupó las casas reales, a donde se pasó el oidor Pedro Zorrilla, y el presidente a las casas que hoy es el convento de monjas de Santa Clara, y en la ocasión primera envió a Castilla, por pliego vivo, a doña Juana de Saavedra, su legítima mujer, a doña Inés de Castrejón, su hija, dama muy hermosa y en edad de casarse, y a don Lope de Armendáriz, su hijo, niño que nació en estas partes, que agora es marqués de Cadereita y virrey de Méjico; a los cuales envió para que no estuviesen presentes a los reencuentros que tuviese con el visitador, y para que en Castilla tuviesen sus negocios mejor despacho. Sucedió, pues, que llegados a España, se casó doña Inés de Castrejón, su hija, no muy a gusto de sus parientes. Vínole al padre esta nueva, y causóle la pena de ella una calentura que fue bastante a quitarle la vida. Murió en esta ciudad y está enterrado en San Francisco. Juan Roldán llegó a Cartagena, concertó el pliego que llevaba, entrególo y tomó recibo, y volvióse a este Reino, perdidas las esperanzas de la encomienda, porque voló la nueva de la suspensión del presidente, que supo en el camino. Llegado a esta ciudad, y sin vara de alguacil de corte, andaba, como dicen, a sombra de tejados, temeroso del visitador. Acudía muy de ordinario a la parroquia de Nuestra Señora de las Nieves y pasaba la puente de San Francisco después de anochecido y muy de madrugada, porque no le viesen de casa del visitador, que tenía su posada en las casas del capitán Alonso de Olalla, que hoy son de San Francisco de Ospina, junto a la dicha puente. Descuidóse un día Juan Roldán; vino algo tarde a pasar la puente, violo el visitador por el espejuelo del bastidor; llamó a un paje y díjole: --"¿No es ése el que me llama Catón el del azote?". --"Este es, señor; éste es Juan Roldán, el que era alguacil de corte". --"Corre, ve y llámalo; dile que le llamo yo". Salió el paje y alcanzólo poco más arriba de las casas de Iñigo de Albis, díjole que su señor el visitador lo llamaba. Respondióle Roldán diciendo: --"Mira, niño, que no seré yo a quien llama, que será a otro". Afirmóse el paje en que a él llamaba. Estaban parados, y el visitador reconoció (percatóse de) la diferencia. Corrió el bastidor y llamóle de mano, con que Roldán no se pudo excusar. Entró en casa del visitador, el cual le recibió muy bien, preguntándole cómo le iba y en qué se ocupaba. Reconoció Juan Roldán las palabras dulces del visitador, respondióle a propósito, no dejando de meter una coleta de su desacomodamiento. El visitador le respondió muy suave, ofreciéndole su casa y que estando en ella lo acomodaría, con que lo despidió muy contento. Con lo cual el Juan Roldán era muy continuo en la casa del visitador, y como era carta vieja de toda la tierra, le daba larga cuenta de ella; y con esto no salía de casa del visitador, estando muy en su gracia. Suspenso el presidente don Lope de Armendáriz, se mudaron las cosas muy diferentes, porque el presidente era muy cristiano en su gobierno y miraba mucho por la justicia, y así tenía la rienda a muchas cosas. Por esta razón no pudo alabar su suspensión, porque, diciendo la verdad, fue apasionada. No quiero decir en esto más. * * * Quedó la Real Audiencia, como tengo dicho, con un oidor y un fiscal, que lo era el licenciado Orozco, hombre mozo, de espíritu levantado y orgulloso, con lo cual traía a su voluntad la del oidor Pedro Zorrilla. Seguía el fiscal los amores de una dama hermosa que había en esta ciudad, mujer de prendas, casada y rica. Siempre me topo con una mujer hermosa que me dé en que entender. Grandes males han causado en el mundo mujeres hermosas. Y sin ir más lejos, mirando la primera, que sin duda fue la más linda, como amasada de la mano de Dios, ¿qué tal quedó el mundo por ella? De la confesión de Adán, su marido, se puede tomar, respondiendo a Dios: "Señor, la mujer que me disteis, ésa me despeñó", ¡Qué de ellas podía yo agora ensartar tras Eva! Pero quédense. Dice fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, que la hermosura y la locura andan siempre juntas; y yo digo que Dios me libre de las mujeres que se olvidan de la honra y no miran al "¡qué dirán!", porque perdida la vergüenza, se perdió todo. Siguiendo, pues, como digo, el fiscal estos amores de esta dama, la señora fiscala entendió el mal latín de su marido, con lo cual tenían malas comidas y peores cenas, porque es rabioso el mal de los celos; por lo menos, hay opiniones que se engendraron en el infierno. Salieron de muy buena parte para que no ardan, abrasen y quemen. Los celos son un secreto fuego que el corazón en sí mismo enciende, con que poco a poco se va consumiendo hasta acabar la vida. Es tan rabioso el mal de los celos, que no puede en algún pecho, por discreto que sea, estar de alguna manera encubierto. Fueron, pues, de tal manera los celos de la fiscala, que ciega y perdida currió al visitador a dalle parte de ellos y de las muchas pesadumbres que pasaba con su marido, el cual la consoló y le prometió el remedio para su quietud, con que la despidió algo consolada, si acaso celos admiten consuelo. Fue el visitador a visitar a esta dama, como lo solía hacer otras veces; en la conversación tocó la queja de la fiscala, y de los toques y respuestas salió el visitador muy enfadado, y ella se convirtió en un áspid ponzoñoso; de tal manera, que visitándola el fiscal, le dijo que le había de dar la cabeza de Monzón, o que no le había de atravesar los umbrales de su casa; con lo cual le pareció al Orozco que ya quedaba privado de sus gustos. Este fue el principio y origen de la prisión del licenciado de Monzón, y de los muchos alborotos que tuvo esta ciudad, y pérdida de muchas haciendas, y daños, como adelante veremos. Con un fingido alzamiento que se inventó, que fue la cabeza del lobo con que se hizo la cama al visitador para prenderle, como en efecto se puso en ejecución, porque los celos de la fiscala ardían y las quejas de la dama traían al pobre fiscal fuera del seso en cómo daría la cabeza de Monzón, que le había pedido y él la había prometido. Demanda rigurosa fue la de esta mujer y dama, que, siendo hermosa, da en cruel, eslo de veras; y más si aspira a la venganza. Buen ejemplo tenemos en Thamar, hermana de Absalón, y en Florinda, hija de don Julián, la Cava por otro nombre, pues la una fue causa de la muerte de Amón, primogénito de David, y la otra fue causa de la muerte de Rodrigo, último rey de los godos, y de la pérdida de España, donde tantas muertes hubo. ¡Oh mujeres, malas sabandijas, de casta de víboras! Pues no paraba la cosa en sólo la causa del visitador Monzón, porque como el amor pintan ciego y traidor, traía a estos dos amantes ciegos, porque el fiscal quería que el marido de su dama muriese también, y ella quería que la mujer de su galán también muriese. Concertadme, por vida vuestra, estos adjetivos. La casa a donde sola la voluntad es señora, no está segura la razón, si se puede tomar punto fijo. Esto fue el origen y principio de los disgustos de este Reino y pérdidas de haciendas, y el venir de visitadores y jueces, polilla de esta tierra y menoscabo de ella... Callar es cordura. Dio principio el fiscal a sus intentos dando orden de que sonase una voz de un grande alzamiento, tomando por cabeza de él a don Diego de Torres, Cacique de Turmequé. Este era mestizo, hombre rico y gran jinete, con lo cual tenía muchos amigos y le obedecía mucha gente de los naturales; y a esto se le añadía ser grande amigo del visitador Juan Bautista de Monzón. Sonó al principio que con gran número de indios, caribes de los llanos, mulatos, mestizos y negros se intentaba el alzamiento. Tomó más fuerza adelante, diciendo que con ingleses y pechelingues era la liga, y que por vía de la Guayana entraba grande ejército, el cual comenzaba a subir por el río de Casanare para salir a la ciudad de Tunja, porque de ella se les daba el favor; con lo cual se alborotó la tierra. Al principio, nombráronse capitanes de infantería y de a caballo; comenzáronse a hacer compañías de infantes; púsose guarda al Sello Real de día y de noche, causa de que unos quedaron ricos y otros pobres, con el mucho dinero que se jugaba. Andaba todo revuelto con la venida de don Diego de Torres, y andaba el desdichado que no hallaba rincón donde meterse con el nombre que le habían dado, cosa que ni aun por el pensamiento se le pasó. Todo esto se fraguaba contra el visitador para derriballe y contra el marido de la dama para matarle. Fomentaba todo esto el fiscal y ayudábalo el oidor Pedro Zorrilla. El nombre del alzamiento era campanudo. Llamaron al capitán Diego de Ospina, vecino de Marequita, que era capitán del Sello Real (adelante diré su venida). Corría la voz por toda la tierra; la ciudad de Tunja hacía grandes diligencias por descubrir de dónde salía este fuego. Tomaron los pasos de los caminos por donde se entendía podía entrar el enemigo. En toda la tierra no se hallaba rastro de armas contrarias ni prevención alguna, de donde los hombres bien intencionados vinieron a entender que era alguna invención o maula, con lo cual estaban con cuidado y a la mira de todo. Echóse una carta con la firma de don Diego de Torres, Cacique de Turmequé, y el sobrescrito de ella al licenciado Juan Bautista de Monzón, visitador de la Real Audiencia, y en sus capítulos había uno del tenor siguiente: "En lo que usía me avisa de lo que me encargó, digo, señor, que no le dé ningún cuidado; que cuando sea menester gente para lo dicho, de hojas de árboles sabré yo hacer hombres". Esta carta vino a manos de la Real Audiencia, con lo cual el fiscal hacía del oidor Zorrilla lo que quería. Con el achaque de esta carta, prendieron al licenciado de Monzón, y antes que lo pusiesen en ejecución, habían despachado requisitorias y mandamientos para prender al don Diego de Torres, y otros sus parientes; tenían ya preso al capitán Juan Prieto Maldonado, de Tunja, grande amigo del visitador, y a otros parientes suyos y del don Diego de Torres, no porque en ellos hubiese género de culpa, sino por dar nombre al alzamiento. Con esto se ardía esta ciudad y toda la tierra, y no se veía el fuego sino sólo el gigante del miedo y temor que causaba el nombre del alzamiento. Estaba esta ciudad muy disgustosa, porque los buenos bien conocían el engaño y la falsedad; los malos, que era el mayor bando, gustaban del bullicio y alzábanlo de punto. Andando este fuego bien encendido, intentó el fiscal en una noche, con un rebato falso, matar al marido de su dama, que era capitán de una escuadra de a caballo. De los de su devoción escogió dos buenos arcabuceros, para que si erraba el uno acertase el otro; pero no hay seguridad humana sin contradicción divina, porque es Dios el defensor y es justísimo en sus obras. Llegó el día de dar el rebato, y como a las cinco horas de la tarde pareció una carta echada al vuelo, como dicen, en que por ella se daba aviso cómo a paso tendido caminaba un grueso campo de enemigos, y que estaba muy cerca de la ciudad de Santa Fe. Llevóse al Acuerdo y al punto mandaron tocar la alarma. Alborotóse de tal manera la ciudad, que después de anochecido era lástima ver a las pobres mujeres con sus criaturas por calles y campos. Ordenáronse escuadrones de infantería, tomáronse las bocas de las calles; la caballería con otro escuadrón de arcabuceros salió al campo tomando el camino por donde se decía venía el enemigo; pero entre toda esta gente no parecía el capitán a quien se buscaba y era causa del alboroto, porque le quiso Dios Nuestro Señor guardar y librar de este peligro. Era, como tengo dicho, capitán de una escuadra de a caballo; de la otra lo era el capitán Lope de Céspedes. Pues habiendo nuestro buscado capitán comido aquel día, se acostó a dormir la siesta, y en ella le acometió una calentura que no le dejó levantar. Cuando se dio el rebato y le dieron el aviso, envió a suplicar al capitán Lope de Céspedes, su compañero, que atento a su achaque y no poder levantar, gobernase su escuadra el capitán Antonio de Céspedes, su hermano; con lo cual le libró Dios de aquellas dos bocas de fuego y de las malas intenciones. Su santo nombre sea bendito para siempre sin fin. Recogióse la gente, porque no parecía el enemigo ni rastro de él, de donde los apasionados quedaron desconsolados y los desapasionados alcanzaban que todo era invención y friolera. En esta sazón se prendió al Cacique don Diego de Torres. Puesto en la cárcel, se fue substanciando la causa, la cual conclusa, le sentenciaron a muerte, con el término ordinario para descargo de su conciencia. Pero antes que se diese el rebato que queda dicho y que se prendiese al don Diego de Torres, saliendo un día del Cabildo el capitán de los de a caballo y el alcalde ordinario, hablando con el regidor Nicolás de Sepúlveda, que era su compadre, el alcalde le suplicó que fuese aquel día su convidado, porque tenía una sala de armas que mostrarle y negocios de importancia que comunicarle. Aceptó el regidor el convite; fuéronse juntos, y después de haber comido le llevó a la sala de las armas a donde tenía muchas escopetas, pólvora y plomo, lanzas, partesanas, petos fuertes, morriones, cotas de malla, muchas espadas y algunos montantes; en conclusión, una sala de todas las armas. Dijo el alcalde al regidor su compadre: --"¿Qué le parece a vuesamerced de esta sala de armas". Respondióle el regidor diciendo: --"Lo que me parece y lo que veo, señor compadre, es que en su sala de vuesamerced está el alzamiento del Reino, y que aquí está el fuego que lo abrasa y lo ha de consumir, si no se remedia con tiempo, porque en toda la tierra, ni en las diligencias hasta hoy hechas, no se han hallado armas ni más prevenciones que las que están en su sala de vuesamerced; y si la buena amistad que entre nosotros hay, y otras obligaciones que nos corran, sufren consejo, yo le daré bueno, como se ejecute". --"Tomaréle yo, señor compadre, respondió el alcalde, como si me lo diera el padre que me engendró, porque en este lugar tengo yo a la vuesamerced". Respodió el regidor diciendo: --"Pues, señor compadre, luego al punto y sin dilación ninguna, todas las armas que están en esta sala las eche vuesamerced donde no parezcan, y mañana a estas horas tengo yo de venir a vello; y hecho esto, tome vuesamerced a mi señora comadre y el regalo de su casa y todas las demás cosas de su gusto, y váyase a su encomienda y a ver sus haciendas, y no entre en esta ciudad sin ver carta mía". Sin faltar un punto de como lo ordenó el regidor, lo cumplió el alcalde; y se fue a sus haciendas, llevando consigo la ocasión de sus disgustos y tantos sobresaltos, a donde los dejaremos por agora. * * * El visitador Monzón tenía mucho disgusto de la sentencia que se había dado contra don Diego de Torres, y no sabía por dónde remediallo sin que aquel fuego no le quemase, aunque no sabía todo lo que pasaba, ni lo de la carta de don Diego de Torres que le ahijaban. Estando con esta comisión harto disgustoso y pensativo, entró Juan Roldán, que traía también la nueva de la sentencia. Tratando sobre remediar a don Diego de Torres, le dijo el Juan Roldán al visitador: --"¿Quiere Usía que suelte a don Diego de la cárcel?". Respondióle el visitador: --"¿Cómo lo habéis de soltar?". A lo cual le respondió: --"Como Usía quiera que le suelte, yo le soltaré, sin que lo sienta la tierra". Respondióle: --"Si lo hacéis como lo decís, seréis la medalla de mi gorra". --"Pues yo lo haré, señor, respondió Roldán, y voy a dar orden en ello". Despidióse y fuese hacia la plaza. Era jueves y día de mercado; compró un rancho de pescado capitán, y mandó a una pastelera que le hiciese dos empanadas para el viernes siguiente. De la calle real llevó dos cuchillos de belduque, pagóselos muy bien a Castillo, el herrero, y mandóle que de ellos le hiciese dos limas sordas, encargándole el secretó y el riesgo de entrambos. El propio jueves en la tarde fue a la cárcel a ver a don Diego de Torres; diole el pésame con grandes demostraciones de sentimiento; tuvo lugar de advertille que de aquella ventana que salía a la plaza, que era de ladrillos la pared y la reja de hierro, sacase por de dentro tres hileras, y que su hermano le traería recaudo y orden para lo demás; con esto lo abrazó y despidióse de él. El viernes siguiente, entre las diez y once horas del día, fue el padre Pedro Roldán, clérigo de misa, hermano de dicho Juan, llevóle las dos empanadas con un muchacho, dióle el pésame de su desgracia, díjole que también le traía allí dos empanadas para que comiese. Al dárselas, como había mucha gente y bulla, le dijo: --"Guarda ésta para cenar y queda con Dios". Señalóle la que había de guardar. Recibiálas el don Diego con agradecimiento, y dijo: --"Esa comeré agora y esta otra quiero guardar para cenar". En presencia de los que allí estaban, comió la del pescado, la otra guardó a la cabecera de la cama. Este viernes en la tarde le notificaron la sentencia. El alcaide de la cárcel, con la seguridad que tenía de que estaba bien aprisiónado, no le visitaba a menudo, porque le tenía puesta la cadena de Montaño, que atravesaba dos calabozos, y estaba trabada en un cepo muy grueso; teníale un par de grillos y entrambos pies en el cepo con su candado. Llegó la noche; entraba y salía mucha gente en el calabozo, que el alcaide se enfadó de tanta visita. El don Diego a este tiempo le dijo: --"Señor alcaide, por amor de Dios, que vuesamerced sabe el paso en que estoy y el poco término que me queda de vida, que para que yo me pueda encomendar a Dios, que me eche fuera la gente que está aquí y no deje entrar a nadie en este calabozo". Fue esta demanda lo que el alcaide más deseaba. Echó la gente fuera, dejóle lumbre encendida y un cristo, cerró la puerta del calabozo y otra que estaba más afuera. Fuese a acostar, por no tener ocasión de abrir a nadie, con lo cual quedó la cárcel sosegada, y sucedió lo que se verá en el siguiente capítulo.
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CAPÍTULO XIII Que la principal causa de ser la Tórrida, templada, son los vientos frescos Mas la templanza de esta región principalmente y sobre todo se debe a la propriedad del viento que en ella corre, que es muy fresco y apacible. Fue providencia del gran Dios creador de todo, que en la región donde el sol se pasea siempre, y con su fuego parece lo había de asolar todo, allí los vientos más ciertos y ordinarios fuesen a maravilla frescos, para que con su frescor se templase el ardor del sol. No parece que iban muy fuera de camino los que dijeron que el Paraíso terrestre estaba debajo de la Equinocial, si no les engañara su razón que para ser aquella región muy templada, les parecía bastar el ser allí los días y las noches iguales; a cuya opinión otros contradijeron, y el famoso Poeta entre ellos, diciendo: Y aquella parte Está siempre de un sol bravo encendida, Sin que fuego jamás de ella se aparte. Y no es la frialdad de la noche tanta que baste por sí sola a moderar y corregir tan bravos ardores del sol. Así que por beneficio del aire fresco y pacible, recibe la Tórrida tal templanza, que siendo para los antiguos más que horno de fuego, sea para los que agora la habitan, más que Primavera deleitosa. Y que este negocio consista principalmente en la cualidad del viento pruébese con indicios y razones claras. Vemos en un mismo clima unas tierras y pueblos más calientes que otros, sólo por participar menos del viento que refresca. Y así otras tierras donde no corre viento, o es muy terrestre y abrasado como un buchorno, son tanto fatigadas del calor, que estar en ellas es estar en horno encendido. Tales pueblos y tierras hay no pocas en el Brasil, en Etiopía, en el Paraguay, como todos saben, y lo que es más de advertir, no sólo en las tierras sino en las mismas mares se ven estas diferencias clarísimamente. Hay mares que sienten mucho calor, como cuentan del de Mozambique y del de Ormuz, allá en lo Oriental, y en lo Occidental el mar de Panamá, que por eso cría caimanes, y el mar del Brasil. Hay otros mares y aun en los mismos grados de altura, muy frescos, como es el del Pirú, en el cual tuvimos frío, como arriba conté, cuando le navegamos la vez primera, y esto siendo en marzo, cuando el sol anda por cima. Aquí cierto donde el cielo y el agua son de una misma suerte, no se puede pensar otra cosa de tan gran diferencia, sino la propriedad del viento, que o refresca o enciende. Y si se advierte bien en esta consideración del viento que se ha tocado, podranse satisfacer por ella muchas dudas que con razón ponen muchos, que parecen cosas extrañas y maravillosas. Es a saber: ¿por qué hiriendo el sol en la Tórrida, y particularmente en el Pirú, muy más recio que por caniculares en España, con todo eso se defienden de él con mucho menor reparo, tanto que con la cubierta de una estera o de un techo de paja, se hallan más reparados del calor que en España con techo de madera y aún de bóveda? Iten ¿por qué en el Pirú las noches de verano no son calientes ni congojosas como en España? Iten ¿por qué en las más altas cumbres de la sierra, aun entre montones de nieve, acaece muchas veces hacer calores intolerables? ¿por qué en toda la provincia del Collao, estando a la sombra, por flaca que sea, hace fría, y en saliendo de ella al sol, luego se siente excesivo calor? Iten ¿por qué siendo toda la costa del Pirú, llena de arenales muertos, con todo eso es tan templada? Iten ¿por qué distancia Potosí de la ciudad de la Plata solas diez y ocho leguas y teniendo los mismos grados, hay tan notables diferencias que Potosí es frigidísima, estéril y seca. La Plata, al contrario, es templada y declina a caliente, y es muy apacible y muy fértil tierra? En efecto, todas estas diferencias y extrañezas, el viento es el que principalmente las causa; porque en cesando el beneficio del viento fresco es tan grande el ardor del sol, que aunque sea en medio de nieves, abrasa; en volviendo el frescor del aire, luego se aplaca todo el calor, por grande que sea. Y donde es ordinario y como morador este viento fresco, no consiente que los humos terrenos y gruesos que exala la tierra, se junten y causen calor y congoja; lo cual en Europa es al revés, que por estos humos de la tierra, que queda como quemada del sol del día, son las noches tan calientes y pesadas y congojosas, y así parece que sale el aire muchas veces como de una boca de un horno. Por la misma razón en el Pirú, el frescor del viento hace que en faltando de los rayos del sol, con cualquier sombra se siente fresco; otro si, en Europa el tiempo más apacible y suave en el estío es por la mañanica, por la tarde es él más recio y pesado; mas en el Pirú y en toda la Equinocial es al contrario, que por cesar el viento de la mar por las mañanas y levantarse ya que el sol comienza a encumbrar, por eso el mayor calor se siente por las mañanas, hasta que viene la virazón que llaman, o marea o viento de mar, que todo es uno, que comienza a sentirse fresco. De esto tuvimos experiencia larga el tiempo que estuvimos en las islas que dicen de Barlovento, donde nos acaecía sudar muy bien por las mañanas, y al tiempo de medio día sentir buen fresco, por soplar entonces la brisa de ordinario, que es viento apacible y fresco.
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De la jornada que don Pedro de Mendoza mandó hacer al General Juan de Ayolas y al capitán Domingo Martínez de Irala Algunos días que don Pedro de Mendoza llegó a Corpus Christi, determinó enviar a descubrir el Río de la Plata arriba y tomar relación de la tierra; y con este acuerdo mandó a su Teniente general se aprestase para el efecto, quien, el año de 1537 salió de este puerto con trescientos soldados en tres navíos, llevando en su compañía al capitán Domingo Martínez de Irala, al Factor don Carlos de Guevara, a don Juan Ponce de León, a Luis de Zepeda y Ahumada, y a don Carlos Vumbrin, y otros caballeros, con instrucción de que dentro de cuatro meses le volviesen a dar cuenta de lo descubierto y sucedido. Salidos a su jornada, navegaron muchas leguas, padeciendo grandes trabajos y necesidades hasta que llegaron donde se juntan los ríos del Paraguay y Paraná; y tocando en los mismos bajíos que Gaboto, dieron vuelta y embocaron por el del Paraguay con los remos en las manos, y a la sirga, caminando de noche y día con deseo de llegar a algunos pueblos donde pudiesen hallar refrigerio de alimentos; y con esta determinación yendo caminando por un paraje que llaman la Angostura, les acometieron gran número de canoas de indios llamados Agaces, con los cuales pelearon muy reñidamente, matando muchos de ellos, de manera que los hicieron retirar, y saltar todos los más en tierra, dejando las canoas, en los que hallaron alguna comida, y mucha carne de monte y pescado, con lo cual cómodamente pudieron llegar a la Frontera de los Guaraníes, con quienes trabaron luego amistad, y se proveyeron del matalotaje necesario para pasar adelante, tomando lengua, que hacia el occidente y mediodía había cierta gente que poseía muchos metales. Y caminando por sus jornadas, llegaron el puerto que llaman de Nuestra Señora de la Candelaria, en donde Juan de Ayolas mandó desembarcar y tomar tierra, dejando allí los navíos con cien soldados a la orden de Domingo Martínez de Irala; y prosiguieron su jornada por tierra con doscientos soldados en doce días del mes de febrero de 1537, dejando orden que le aguardasen en aquel puesto seis meses; y si dentro de ellos no volvía, se fuesen sin detenerse más tiempo, porque la imposibilidad de algún contrario suceso se lo impediría; y así con esta determinación tomó su derrota al poniente, llevando en su compañía al Factor don Carlos Vumbrin, Luis de Zepeda, y a otros muchos caballeros, donde los dejaremos por ahora. Y volviendo a don Pedro de Mendoza, que estaba aguardando la correspondencia de Juan de Ayolas, y vista su tardanza, arribó a Buenos Aires con determinación de irse a Castilla, donde llegado halló gran parte de la gente muerta, y la demás que había quedado, tan acabada y flaca de hambre, que se temía no quedase ninguna de toda ella con vida: y estando todos con esta aflicción y aprieto, fue Dios servido de que llegase al puerto el capitán Gonzalo de Mendoza, que venía del Brasil con la nao muy bien proveída de víveres, juntos con otros dos navíos que traía en su compañía de aquella gente que quedó de Sebastián Gaboto y de los demás que se juntaron después de la derrota de los portugueses, los cuales halló retirados en la isla de Santa Catalina, donde tenían asiento hecho, y a persuasión de Gonzalo de Mendoza se determinaron venir en su compañía, circunstancia muy importante para el buen efecto de aquella conquista, porque a más de ser ya baqueanos y prácticos en la tierra, traían consigo muchos indios del Brasil, y los más de ellos con sus mujeres e hijos. Los españoles fueron Hernando de Ribera, Pedro Morán, Hernando Díaz, el capitán Ruiz García, Francisco de Ribera y otros, así castellanos como portugueses. Los cuales todos venían bien pertrechados de armas y municiones, con lo que don Pedro de Mendoza recibió sumo gozo y alegría, de que le nació derramar muchas lágrimas, dando gracias a nuestro Señor por tan señalada merced. Con esto determinó informarse del suceso de su Teniente general Juan de Ayolas, a cuyo efecto despacho al capitán Salazar, y al mismo Gonzalo de Mendoza, los cuales partieron en dos navíos con ciento cuarenta soldados río arriba. Luego se fueron ellos, dentro de pocos días don Pedro de Mendoza puso en efecto su determinación de ir a Castilla, y embarcándose en una nao llevó consigo al contador Juan de Cáceres y Alvarado, dejando por Teniente general en el puerto de Buenos Aires al capitán Francisco Ruiz Galán, y haciendo su viaje con tiempos contrarios y larga navegación, le vino a faltar el matalotaje, de manera que se halló don Pedro tan debilitado de hambre, que le fue forzoso el hacer matar una perra que llevaba en el navío, la cual estaba salida, y comiendo de ella, tuvo tanta inquietud y desasosiego, que parecía que rabiaba, de suerte que dentro de dos días murió, lo mismo sucedió a otros que de aquella carne comieron. Al fin los que escaparon, llegaron a España al fenecer el año 37, donde se dio cuenta a S.M. de lo sucedido en aquella conquista. Volviendo al capitán de Salazar y Gonzalo de Mendoza, que llevaban su viaje en demanda de Juan de Ayolas, subieron hasta el paraje de la Candelaria, en donde hallaron a Domingo Martínez de Irala con los navíos aguardando a Juan de Ayolas en los pueblos de los indios Payaguaes y Guayarapos, que son los más traidores e inconstantes de todo aquel río. Los cuales disimulando con los españoles su dañada intención, les traían algunas subsistencias, con que los entretenían, aunque no perdían ocasión de hacerles todo el mal que podían. Juntos, pues, los capitanes determinaron hacer una corrida por aquella tierra, por ver si podían tener alguna noticia de los de la entrada, y hecha, dejaron en aquel puerto en una tabla escrito todo lo que se ofrecía poder avisar, y que no se fiasen de aquella gente por estar rebelada, y con mala intención. Hecho esto se volvió Salazar aguas abajo, dejando a Irala un navío nuevo por otro muy cascado. Llegando al puerto que hoy es la Asunción, determinó hacer una casa fuerte, y dejar en ella a Gonzalo de Mendoza con setenta soldados por parecerle el puerto bueno y escala para la navegación de el río; y él se partió para el de Buenos Aires a dar cuenta a don Pedro del efecto de su espedición; y llegando a su destino halló que se había ido a España, y que el teniente que había dejado, estaba malquisto con los soldados por ser de condición áspera, y muy rigoroso, tanto que por una lechuga cortó a uno las orejas, y a otro afrentó por un rábano, tratando a los demás con la misma crueldad, de que todos estaban con gran desconsuelo, y también por haber sobrevenido al pueblo una furiosa plaga de leones, tigres y onzas, que los comían saliendo del fuerte; de tal manera que era necesario una compañía de gente, para que pudiesen salir a sus ordinarias necesidades. En este tiempo sucedió una cosa admirable, que por serio la diré, y fue que habiendo salido a correr la tierra un capitán en aquellos pueblos comarcanos, halló en uno de ellos, y trajo a aquella mujer española de que hice mención arriba, que por la hambre se fue a poder de los indios. Así que Francisco Ruiz Galán la vio ordenó que fuese echada a las fieras, para que la despedazasen y comiesen; y puesto en ejecución su mandato, llevaron a la pobre mujer, la ataron muy bien a un árbol, y la dejaron como una legua fuera del pueblo, donde acudieron aquella noche a la presa gran número de fieras para devorarla, y entre ellas vino la leona a quien esta mujer había ayudado en su parto, y habiéndola conocido, la defendió de las demás que allí estaban, y que querían despedazarla. Quedándose en su compañía, la guardó aquella noche, el otro día y la noche siguiente, hasta que al tercero fueron allí unos soldados por orden de su capitán a ver el efecto que había surtido dejar allí aquella mujer; y hallándola viva, y la leona a sus pies con sus dos leoncillos, que sin acometerlos se apartó algún tanto dando lugar a que llegasen; quedaron admirados del instinto y humanidad de aquella fiera. Desatada la mujer por los soldados la llevaron consigo, quedando la leona dando muy fieros bramidos, mostrando sentimiento y soledad de su bienhechora, y haciendo ver por otra parte su real ánimo y gratitud, y la humanidad que no tuvieron los hombres. De esta manera quedó libre la que ofrecieron a la muerte, echándola a las fieras. Esta mujer yo conocí, y la llamaban la Maldonada, que más bien se le podía llamar Biendonada; pues por este suceso se ve no haber merecido el castigo a que se expusieron, pues la necesidad había sido causa a que desamparase a los suyos, y se metiese entre aquellos bárbaros. Algunos atribuyen esta sentencia tan rigurosa al capitán Alvarado, y no a Francisco Ruiz, mas cualquiera que haya sido, el caso sucedió como queda dicho, y no carece de crueldad casi inaudita.
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CAPÍTULO XIII Rendición de México-Tenochtitlan Tres son las fuentes indígenas de las que provienen los textos aducidos en este capítulo, acerca de la rendición de la gran capital azteca. El primer testimonio, de los informantes indígenas de Sahagún, menciona un último presagio que pareció anunciar la ruina inminente de los mexicas. Según este texto indígena, fue Cuauhtémoc quien por su propia voluntad se entregó a los españoles. La tragedia que acompañó a la toma de la ciudad, nos la describe a continuación el documento indígena de manera elocuente. El segundo testimonio aducido proviene de la ya varías veces citada XIII relación de Alva Ixtlilxóchitl. Es en este texto donde se relata cuáles fueron las palabras que dijo Cuauhtémoc a Cortés, cuando hecho ya prisionero, tomando la daga que traía el conquistador, le rogó pusiera fin a su vida, como había puesto ya fin a su imperio. Es interesante notar las palabras textuales de Ixtlilxóchitl, que afirma que durante el sitio de México-Tenochtitlan murió "casi toda la nobleza mexicana, pues que apenas quedaron algunos señores y caballeros y, los más, niños y de poca edad". El tercero y último texto que se presenta en este capítulo, proviene de la VII relación de Chimalpain, y en él se describe la forma como Cortés requirió por todas partes y aún sometió a tormento a los señores mexicas para obtener de ellos el oro y los demás tesoros que poseían los indios desde tiempos antiguos. En la Relación de 1528, debida a un indígena anónimo de Tlatelolco, de la cual se publica íntegra la sección referente a la Conquista, en el capítulo XIV de este libro, se ofrece uno de los cuadros más patéticos en el que se pinta el éxodo de los vencidos y las vejaciones sin número de que fueron objeto, al ser sometida la capital mexicatl. El último presagio de la derrota Y se vino a aparecer una como grande llama. Cuando anocheció, llovía, era cual rocío la lluvia. En este tiempo se mostró aquel fuego. Se dejó ver, apareció cual si viniera del cielo. Era como un remolino; se movía haciendo giros, andaba haciendo espirales. Iba como echando chispas, cual si restallaran brasas. Unas grandes, otras chicas, otras como leve chispa. Como si un tubo de metal estuviera al fuego, muchos ruidos hacía, retumbaba, chisporroteaba. Rodeó la muralla cercana al agua y en Coyonacazco fue a parar. Desde allí fue luego a medio lago, allá fue a terminar. Nadie hizo alarde de miedo, nadie chistó una palabra. Pues al siguiente día nada tampoco sucedió. No hacían más que estar tendidos, tendidos estaban en sus posiciones nuestros enemigos. Y el capitán (Cortés), estaba viendo constantemente hacia acá parado en la azotea. Era en la azotea de casa de Aztautzin, que está cercana a Amáxac. Estaba bajo un doselete. Era un doselete de varios colores. Los españoles lo rodeaban y hablaban unos con otros. La decisión final de Cuauhtémoc y los mexicas Por su parte (los mexicas) se reunieron en Tolmayecan y deliberaron cómo se haría, qué tendríamos que dar como tributo, y en qué forma nos someteríamos a ellos. Los que tal hicieron eran: Cuauhtémoc, y los demás príncipes mexicanos# Luego traen a Cuauhtémoc en una barca. Dos, solamente dos lo acompañan, van con él. El capitán Teputztitóloc y su criado, Iaztachímal. Y uno que iba remando tenía por nombre Cenyáutl. Y cuando llevan a Cuauhtémoc, luego el pueblo todo le llora. Decían: -¡Ya va el príncipe más joven, Cuauhtémoc, ya va a entregarse a los españoles! ¡Ya va a entregarse a los "dioses"! La prisión de Cuauhtémoc Y cuando lo hubieron llevado hasta allá, cuando lo hubieron desembarcado, luego vinieron a verlo los españoles. Lo tomaron, lo tomaron de la mano los españoles. Luego lo subieron arriba de la azotea, lo colocaron frente al capitán, su jefe de guerra Y cuando lo hubieron colocado frente al capitán, este se pone a verlo, lo ve detenidamente, le acaricia el cabello a Cuauhtémoc. Luego lo sentaron frente al capitán. Dispararon los cañones, pero a nadie tocaron ya. únicamente, dispararon, los tiros pasaban sobre las cabezas de los indios. Luego tomaron un cañón, lo pusieron en una barca, lo llevaron a la casa de Coyohuehuetzin, y cuando allá hubieron llegado, lo subieron a la azotea. La huída general Luego otra vez matan gente; muchos en esta ocasión murieron. Pero se empieza la huída, con esto va a acabar la guerra. Entonces gritaban y decían: -¡Es bastante!#¡Salgamos!#¡Vamos a comer hierbas!# Y cuando tal cosa oyeron, luego empezó la huída general. Unos van por agua, otros van por el camino grande. Aún allí matan a algunos; están irritados los españoles porque aún llevan algunos su macana y su escudo. Los que habitaban en las casas de la ciudad van derecho hacia Amáxac, rectamente hacia el bifurcamiento del camino. Allí se desbandan los pobres. Todos van al rumbo del Tepeyácac, todos van al rumbo de Xoxohuiltitlan, todos van al rumbo de Nonohualco. Pero al rumbo de Xóloc o al de Mazatzintamalco, nadie va. Pero todos los que habitan en barcas y los que habitan sobre las armazones de madera enclavadas en el lago, y los habitantes de Tolmayecan, se fueron puramente por el agua. A unos les daba hasta el pecho, a otros les daba el agua hasta el cuello. Y aún algunos se ahogaron en el agua más profunda. Los pequeñitos son llevados a cuestas. El llanto es general. Pero algunos van alegres, van divirtiéndose, al ir entrelazados en el camino. Los dueños de barca, todos los que tenían barcas, de noche salieron, y aún en el día salieron algunos. Al irse, casi se atropellan unos con otros. Los españoles se adueñan de todo Por su parte, los españoles, al borde de los caminos están requisionando a las gentes. Buscan oro. Nada les importan los jades, las plumas de quetzal y las turquesas. La mujercitas lo llevan en su seno, en su faldellín, y los hombres lo llevamos en la boca, o en el maxtle. Y también se apoderan, escogen entre las mujeres, las blancas, las de piel trigueña, las de trigueño cuerpo. Y algunas mujeres a la hora del saqueo, se untaron de lodo la cara y se pusieron como ropa andrajos. Hilachas por faldellín, jilachas como camisa. Todo era harapos lo que se vistieron. También fueron separados algunos varones. Los valientes y los fuertes, los de corazón viril. Y también jovenzuelos, que fueran sus servidores, los que tenían que llamar sus mandaderos. A algunos desde luego les marcaron con fuego junto a la boca. A unos en la mejilla, a otros en los labios. Cuando se bajó el escudo, con lo cual quedamos derrotados, fue: Signo del año: 3-Casa. Día del calendario mágico: 1-Serpiente. Después de que Cuauhtémoc fue entregado lo llevaron a Acachinanco ya de noche. Pero al siguiente día, cuando había ya un poco de sol, nuevamente vinieron muchos españoles. También era su final. Iban armados de guerra, con cotas y con cascos de metal; pero ninguno con espada, ninguno con su escudo. Todos van tapando su nariz con pañuelos blancos: sienten náuseas de los muertos, ya hieden, ya apestan sus cuerpos. Y todos vienen a pie. Vienen cogiendo del manto a Cuauhtémoc, a Coanacotzin. A Tetlepanquetzaltzin. Los tres vienen en fila# Cortés exige que se le entregue el oro Cuando hubo cesado la guerra se puso (Cortés) a pedirles el oro. El que habían dejado abandonado en el canal de los toltecas, cuando salieron y huyeron de México. Entonces el capitán convoca a los reyes y les dice: -¿Dónde está el oro que se guardaba en México? Entonces vienen a sacar de una barca todo el oro. Barras de oro, diademas de oro, ajorcas de oro para los brazos, bandas de oro para las piernas, capacetes de oro, discos de oro. Todo lo pusieron delante del capitán. Los españoles vinieron a sacarlo. Luego dice el capitán: -¿No más ése es el oro que se guardaba en México? Tenéis que presentar aquí todo. Busquen los principales. Entonces habla Tlacutzin: -Oiga, por favor, nuestro señor el dios: todo cuanto a nuestro palacio llegaba nosotros lo encerrábamos bajo pared. ¿No es acaso que todo se lo llevaron nuestros señores? Entonces Malintzin le dice lo que el capitán decía: -Si, es verdad, todo lo tomamos; todo se juntó en una masa y todo se marcó con sello, pero todo nos lo quitaron allá en el canal de los toltecas; todo nos lo hicieron dejar caer en el agua. Todo lo tenéis que presentar. Entonces le responde el Cihuacóatl Tlacotzin: -Oiga por favor el dios, el capitán: La gente de Tenochtitlan no suele pelear en barcas: no es cosa que hagan ellos. Eso es cosa exclusiva de los de Tlatelolco. Ellos en barcas combatieron, se defendieron de los ataques de vosotros, señores nuestros ¿No será que acaso ellos de veras hayan tomado todo (el oro), la gente de Tlatelolco? Entonces habla Cuauhtémoc, le dice al Cihuacóatl: -¿Qué es lo que dices, Cihuacóatl? Bien pudiera ser que lo hubieran tomado los tlatelolcas# ¿Acaso no ya por esto han sido llevados presos los que lo hayan merecido? ¿No todo lo mostraron? ¿No se ha juntado en Texopan? ¿Y lo que tomaron nuestros señores, no es esto que está aquí? Y señaló con el dedo Cuauhtémoc aquel oro. Entonces Malintzin le dice lo que decía el capitán: -¿No más ése es? Luego habló el Cihuacóatl: -Puede ser que alguno del pueblo lo haya sacado# ¿ Por qué no se ha de indagar? ¿No lo ha de hacer ver el capitán? Otra vez dijo Malintzin lo que decía el capitán: -Tenéis que presentar doscientas barras de oro de este tamaño# Y señalaba la medida abriendo una mano contra la otra. Otra vez respondió el Cihuacóatl, y dijo: -Puede ser que alguna mujercita se lo haya enredado en el faldellín. ¿No se ha de indagar? ¿No se ha de hacer ver? Entonces habla por allá Ahuelítoc, el Mixcoatlailótlac. Dijo: -Oiga por favor el señor, el amo, el capitán: ¡Aun en tiempo de Motecuhzoma cuando se hacía conquista en alguna región, se ponían en acción unidos mexicanos, tlatelolcas, tepanecas y acolhuas. Todos los de Acolhuacan y todos los de la región de las Chinampas. Todos íbamos juntos, hacíamos la conquista de aquel pueblo, y cuando estaba sometido, luego era el regreso: cada grupo de gente se iba a su propia población. Y después iban viniendo los habitantes de aquellos pueblos, los conquistados; venían a entregar su tributo, su propia hacienda que tenían que dar acá: jades, oro, plumas de quetzal, y otra clase de piedras preciosas, turquesas y aves de pluma fina, como el azulejo, el pájaro de cuello rojo, venían a darlo a Motecuhzoma. Todo venía a dar acá, todo de donde quiera, en conjunto llegaba a Tenochtitlan: todo el tributo y todo el oro#. La relación de Alva Ixtlilxóchitl Hiciéronse este día (cuando fue tomada la ciudad), una de las mayores crueldades que sobre los desventurados mexicanos se han hecho en esta tierra. Era tanto el llanto de las mujeres y niños que quebraban los corazones de los hombres. Los tlaxcaltecas y otras naciones que no estaban bien con los mexicanos, se vengaban de ellos muy cruelmente de lo pasado, y les saquearon cuanto tenían. Ixtlilxóchitl (de Tezcoco y aliado de Cortés) y los suyos, al fin como eran de su patria, y muchos de sus deudos, se compadecían de ellos, y estorbaban a los demás que tratasen a las mujeres y niños con tanta crueldad, que lo mismo hacía Cortés con sus españoles. Ya que se acercaba la noche se retiraron a su real, y en éste concertaron Cortés e Ixtlilxóchitl y los demás señores capitanes, del día siguiente acabar de ganar lo que quedaba. En dicho día que era de San Hipólito Mártir, fueron hacia el rincón de los enemigos. Cortés por las calles, y Ixtlilxóchitl con Sandoval, que era el capitán de los bergantines, por agua, hacia una laguna pequeña, que tenía aviso Ixtlilxóchitl cómo el rey (Cuauhtémoc) estaba allí con mucha gente en las barcas. Fuéronse llegando hacia ellos. Era cosa admirable ver a los mexicanos. La gente de guerra confusa y triste, arrimados a las paredes de las azoteas mirando su perdición; y los niños, viejos y mujeres llorando. Los señores y la gente noble, en las canoas con su rey, todos confusos. La prisión de Cuauhtémoc Hecha la seña, los nuestros embistieron todos a un tiempo al rincón de los enemigos, y diéronse tanta prisa, que dentro de pocas horas le ganaron, sin que quedase cosa que fuese de parte de los enemigos; y los bergantines y canoas embistieron con las de éstos, y como no pudieron resistir a nuestros soldados echaron todas a huir por donde mejor pudieron, y los nuestros tras ellos. García de Olguín, capitán de un bergantín que tuvo aviso por un mexicano que tenía preso, de cómo la canoa que seguía era donde iba el rey dio tras ella hasta alcanzarla. El rey Cuauhtémoc viendo que ya los enemigos los tenía cerca, mandó a los remeros llevasen la canoa hacia ellos para pelear; viéndose de esta manera, tomó su rodela y macana, y quiso embestir; mas viendo que era mucha la fuerza de los enemigos, que le amenazaban con sus ballestas y escopetas, se rindió. Cuauhtémoc frente a Cortés García de Olguín lo llevó a Cortés, el cual lo recibió con mucha cortesía, al fin como a rey, y él echó mano al puñal de Cortés, y le dijo: --¡Ah capitán! ya yo he hecho todo mi poder para defender mi reino, y librarlo de vuestras manos; y pues no ha sido mi fortuna favorable, quitadme la vida, que será muy justo, y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos# Con otras razones muy lastimosas que se enternecieron cuantos allí estaban, de ver a este príncipe en este lance. Cortés le consoló, y le rogó que mandase a los suyos se rindiesen, el cual así lo hizo, y se subió por una torre alta, y les dijo a voces que se rindieran, Pues ya estaban en poder de los enemigos. La gente de guerra, que sería hasta sesenta mil de ellos los que habían quedado, de los trescientos mil que eran de la parte de México, viendo a su rey dejaron las armas, y la gente más ilustre llegó a consolar a su rey. Ixtlilxóchitl, que procuró harto de prender por su mano a Cuauhtémoc, y no pudo hacerlo solo, por andar en canoa, y no tan ligera como un bergantín, pudo sin embargo alcanzar dos, en donde iban algunos príncipes y señores, como eran Tetlepanquetzaltzin, heredero del reino de Tlacopan, y Tlacahuepantzin, hijo de Motecuhzoma su heredero y otros muchos, y en la otra iban la reina Papantzin Oxómoc, mujer que fue del rey Cuitláhuac, con muchas señoras. Ixtlilxóchitl los prendió, y llevó consigo a estos señores hacia donde estaba Cortés: a la reina y demás señoras las mandó llevar a la ciudad de Tezcoco con mucha guarda, y que allá las tuviesen. La duración del sitio Duró el cerco de México, según las historias, pinturas y relaciones, especialmente la de don Alonso Axayaca, ochenta días cabalmente. Murieron de la parte de Ixtlilxóchitl y reino de Tezcoco, más de treinta mil hombres, de más de doscientos mil que fueron de la parte de los españoles, como se ha visto; de los mexicanos murieron más de doscientos cuarenta mil, y entre ellos casi toda la nobleza mexicana, pues que apenas quedaron algunos señores y caballeros, y los más niños, y de poca edad. Este día, después de haber saqueado la ciudad, tomaron los españoles para sí el oro y la plata, y los señores la pedrería y plumas y los soldados las mantas y demás cosas, y estuvieron después de estos otros cuatro en enterrar los muertos, haciendo grandes fiestas y alegrías. La relación de Chimalpain: lo que siguió a la toma de la ciudad Y después que fueron depuestos los atavíos de guerra, después que descansó la espada y el escudo fueron reunidos los señores en Acachinanco. El mero Cuauhtémoc, señor de Tenochtitlan, el segundo Tlacotzin, el Cihuacóatl, el tercero Oquiztzin, señor de Azcapotzalco Mexicapan, el cuarto Panitzin, señor de Ecatépec, el quinto de nombre Motelhuihtzin, mayordomo real, éste no era príncipe, pero era un gran capitán de la guerra: A estos cinco hizo descender el capitán Hernando Cortés. Los ataron y los llevaron a Coyoacan. Tan sólo Panitzin no fue atado. Allá en Coyoacan fueron encerrados, fueron conservados prisioneros. Allá se les quemaron los pies. Además a los sacerdotes Cuauhcóhuatl y Cohuayhitl, Tecohuentzin y Tetlanmécatl se les inquirió acerca del oro que se había perdido en el Canal de los Toltecas (cuando huyeron los españoles por la Calzada de Tacuba, perseguidos por los mexicas). Se les preguntó por el oro que había sido reunido en el palacio, en forma de ocho barras y que había quedado al cuidado de Ocuitécatl, que era mayordomo real. Cuando murió éste --lo mató la epidemia de viruela-- sólo quedó su hijo, y de las ocho barras tan sólo aparecieron cuatro. El hijo huyó en seguida. Y salieron entonces de la prisión quienes habían sido llevados a Coyoacan. El capitán Hernán Cortés (les habló a) aquellos cinco mexicas a quienes había combatido, los señores mexicas, Cuauhtémoc, Tlacotzin el Cihuacóatl, Oquiztzin, Panitzin, Motelhuihtzin; a éstos les habló el capitán Cortés allá en Coyoacan, se dirigió a ellos por medio de los intérpretes Jerónimo de Aguilar y Malintzin. Les dijo el señor capitán: -Quiero ver cuáles eran los dominios de México, cuáles los de los epanecas, los dominios de Aculhuacan, de Xochimilco, de Chalco. Y aquellos señores de México en seguida entre sí deliberaron. El Cihuacóatl Tlacotzin luego respondió: -Oh, príncipe mío, oiga el dios esto poco que voy a decir. Yo el mexicatl, no tenía tierras, no tenía sementeras, cuando vine acá en medio de los tepanecas y de los de Xochimilco, de los de Aculhuacan y de los de Chalco; ellos sí tenían sementeras, sí tenía tierras. Y con flechas y con escudos me hice señor de los otros, me adueñé de sementeras y tierras. Igual que tú, que has venido con flechas y con escudos para adueñarte de todas las ciudades. Y como tú has venido acá, de igual modo también yo, el mexicatl, vine para apoderarme de la tierra con flechas y con escudos. Y cuando oyó esto el capitán Cortés, dijo con imperio a los tepanecas, a los acolhuas, a los de Xochimilco y de Chalco, así les habló: -Venid acá, el mexicatl con flechas y con escudos se apoderó de vuestra tierra, de vuestra pertenencia, allí donde vosotros le servíais. Pero ahora, de nuevo con flechas y con escudos, os dejo libres, ya nadie allí tendrá que servir al mexicatl. Recobrad vuestra tierra#.
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CAPÍTULO XIII De las propriedades del Estrecho de Magallanes El Estrecho, como está dicho, está a la altura de cincuenta y dos grados escasos al Sur; tiene de espacio dende un mar a otro, noventa o cien leguas; donde más angosto será de una legua, algo menos, y allí pretendían que el Rey pusiese una fuerza para defender el paso. El fondo en partes es tan profundo que no se puede sondar; en otras se halla fondo, y en algunas no tiene más que diez y ocho, y aun en otras no más de quince brazas. De las cien leguas que tiene de largo de mar a mar, se reconoce claro que las treinta va entrando por su parte la mar del Sur, y va haciendo señal con sus olas; y las otras setenta leguas hace señal la mar del Norte con las suyas. Hay empero esta diferencia, que las treinta del Sur corre entre peñas altísimas, cuyas cumbres están cubiertas perpetuamente de nieve, y según son altas, parece que se juntan, y por eso es tan difícil reconocer la entrada del Estrecho por la mar del Sur. Estas mismas treinta leguas es de inmensa profundidad, sin que se pueda dar fondo en ellas, pero puédense varar los navíos en tierra, según es sondable su ribera. Las otras setenta leguas que entra la mar del Norte, se halla fondo, y tienen a la una banda y a la otra, grandes campos y sabanas, que allá llaman. Entran en el Estrecho muchos ríos y grandes de linda agua. Hay maravillosas arboledas y algunos árboles de madera escogida y olorosa, y no conocida por acá, de que llevaron muestra los que pasaron del Pirú. Hay grandes praderías la tierra adentro; hace diversas islas en medio del Estrecho. Los indios que habitan a la banda del Sur son pocos, chicos y ruines; los que habitan a la banda del Norte, son grandes y valientes, de los males trajeron a España algunos que tomaron. Hallaron pedazos de paño azul y otras insignias claras de haber pasado por allí gente de Europa. Los indios saludaron a los nuestros con el nombre de Jesús. Son flecheros; andan vestidos de pieles de venados, de que hay copia por allí. Crecen y descrecen las aguas del estrecho con las mareas, y vense venir las unas mareas de la mar del Norte, y las otras de la mar del Sur, claramente, y en el lugar donde se encuentran, que como he dicho es treinta leguas del Sur y setenta del Norte, parece ha de haber más peligro que en todo el resto. Pero cuando pasó La Capitana de Sarmiento, que he dicho, no padecieron grave tormenta, antes hallaron mucho menos dificultad de lo que pensaban; porque demás de ser entonces el tiempo bonancible, vienen las olas del mar del Norte muy quebrantadas, por el gran espacio de setenta leguas que entran, y las olas del mar del Sur, por ser su profundo inmenso, tampoco muestran tanta furia anegándose en aquella profundidad. Bien es verdad que en tiempo de invierno es innavegable el Estrecho por la braveza de los vientos e hinchazón de las mares de allí hay, y por eso se han perdido algunas naos que han pretendido pasar el Estrecho, y de la parte del Sur sola una le ha pasado, que es La Capitana que he dicho, de cuyo piloto mayor llamado Fernando Alonso tuve yo muy larga relación de todo lo que digo, y vi la verdadera descripción y costa del Estrecho, que como la iban pasando la fueron haciendo, cuya copia trajeron al rey a España, y llevaron a su virrey al Pirú.
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De una entrada que hizo Domingo Martínez de Irala a la Provincia del Guairá, y lo que sucedió En este tiempo llegaron a la Ciudad de la Asunción ciertos caciques principales de la provincia del Guairá a pedir al General Domingo de Irala les diese socorro contra sus enemigos los Tupíes de la costa del Brasil, que con continuos asaltos los molestaban y hacían muy graves daños y robos con favor y ayuda de los portugueses de aquella costa, obligándole a ello el manifestarse vasallos de S.M., y que como tales debían ser amparados y favorecidos; de modo que el General habido su acuerdo sobre una petición tan justa, determinó ir en persona a remediar estos agravios; y prevenido de lo necesario, aprestó una buena compañía de soldados, y otros muchos indios amigos, y caminó por tierra con su gente, y pasando por muchos pueblos de indios de aquella provincia con mucho aplauso y amistad de toda la tierra, llego al río Paraná a un puerto arriba del gran Salto, donde los indios de aquel río vinieron a recibir al General proveyéndole de bastimentos y demás menesteres, y en sus canoas y balsas pasó a la otra parte a un pueblo de un cacique llamado Guairá, de quien fue muy bien recibido y hospedado. Convocados los indios de aquella provincia, juntó mucha cantidad de ellos, y por su parecer navegó el Paraná arriba, hasta los pueblos de los Tupíes, los cuales con mucha presteza se convocaron y tomaron armas, saliéndoles a recibir por el río y por tierra, y tuvieron una reñida pelea en un peligroso paso del río que llaman el Salto de Albañandaba, o paso del Anembí, y desbaratados los enemigos fueron puestos en huida, y entraron los nuestros al pueblo principal de la comarca, donde mataron mucha gente, y pasando adelante tuvieron otros muchos encuentros, con que dentro de pocos días trajeron a su sujeción y dominio aquellos habitantes, y después de algunos tratados de paz prometieron no hacer más guerra a los indios Guaraníes de aquel Gobierno, ni entrar por sus tierras, como antes lo habían hecho. Por esta vía despacharon a Juan de Molina, para que por aquellos puertos fuese por Procurador de la Provincia a la Corte, dando relación y larga cuenta a S.M. del estado de la tierra; y hecho, dieron vuelta con buen suceso al río Periquí. Con los naturales de este río se trató, si habría comodidad ó forma de bajar por aquel Salto, dejando a una parte el mayor peligro hasta salir a lo navegable, a lo cual los indios pusieren muchas dificultades por medio de un mestizo lenguaraz llamado Hernando Díaz. Este era un mozo mal inclinado y de peor intención, que por haber sido castigado del General por sus excesos y liviandades, estaba sentido y agraviado, y así dijo: que los indios decían ser fácil el bajar en canoas por aquel río, dejando arriba el santo principal, que éste era imposible navegarse. Y aunque en los demás era el peligro muy grande, con todo el General se dispuso a que bajasen por tierra muchas canoas, y se llevasen a echar más abajo del salto, y de allí con maromas fuesen poco a poco río abajo, hasta donde se pudiesen cargar para hacer su navegación. Tomaron más de 400 canoas, y con muchos millares de indios las llevaron más de cuatro leguas por tierra hasta ponerlas en un pequeño río, que sale al Paraná, excusándose con esto de todo cuanto juzgaron ser malo, y bajando con gran dificultad, salieron de unos grandes borbollones, donde hicieron las balsas, juntando 2 y 3 canoas para cada una, y las cargaron de lo que llevaban. Navegaron por este río, huyendo por una parte y otra de los peligros, que a cada paso topaban, hasta que repentinamente llegaron a un paraje que llaman Ocayaré, donde sin poderlo remediar, se hundieron más de 50 balsas, y otras tantas canoas con mucha cantidad de indios y algunos españoles que iban en ellas, y quizá hubieran perecido todos si media legua antes no se hubiese desembarcado el General con toda su compañía, quienes venían, por la margen del río sobre las peñas y riscos, de que a una y otra mano está lleno el río. Con este suceso el General quedó en punto de perecer, por ser toda aquella tierra muy áspera y desierta donde los más de sus amigos y naturales de la provincia le desampararon, de modo que le fue forzoso salir rompiendo por los grandes bosques y montañas hasta los primeros pueblos, y porque mucha gente de la que traía venía enferma, y no podía caminar por tierra, dio orden de que en algunas canoas, que habían quedado, se metiesen con los mejores indios amigos, y se fuesen poco a poco a la sirga río abajo, yendo por caudillo un hidalgo extremeño llamado Alonso Encinas. Este acudió a lo que se le encargó, con tanta providencia y cuidado, que salió con bien de los mayores peligros del río, en especial de un paso peligrosísimo, que hace tales remolinos que parecen grandes olas, que sorben el agua hasta el abismo sin dejar en ambas orillas cosa que no se mueva, alborote, arrebate y trague, trabucándola dentro de su hondura con tal velocidad que cogida una vez cualquiera cosa, es casi imposible largarla de aquella ola o abertura tan grande que una nao de la India fuera hundida con tanta facilidad como una nuez. Aquí les hicieron los indios de aquella tierra una celada, pretendiendo echarlos a todos con sus canoas en este remolino. Alonso Encinas proveyó con grande diligencia que todos los españoles saliesen a tierra y con las armas en las manos acompañados de algunos amigos fuesen a reconocer el paso, y descubierta la celada, pelearon con los indios, de tal manera que los hicieron huir, y así asegurados se fueron muy sosegados a sus canoas, y amarradas de popa y proa con fuertes cordeles las pasaron el riesgo una a una, con lo que fue Dios Nuestro Señor servido de sacarlos de aquel Caribdis y Scila hasta ponerlos en lo más apacible del río, de manera que salieron a salvamento en tiempo que por relaciones de los indios de aquella tierra se sabía que habían entrado en el Río de la Plata unos navíos de España. De resultas de este suceso tan fatal, y pérdida de tanta gente, prendió el General a Hernando Díaz el mestizo, y la noche antes del día en que había de ser ahorcado, se escapó de la prisión, y fue de huida al Brasil, donde topó con el capitán Hernando de Trejo, quien por otros delitos, que allí cometió, le condenó a destierro perpetuo a una isla desierta, de que después salió con grandes aventuras que le sucedieron.
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Cómo los Señores del Perú eran muy amados por una parte y temidos por otra de todos su súbditos y cómo ninguno de ellos aunque fuese gran señor muy antiguo en su linage, podía entrar en su presencia si no era con una carga en señal de grande obediencia. Es de notar, y mucho, que como estos reyes mandaron tan grandes provincias y en tierra tan larga y en parte tan áspera y llena de montañas y de promontorios nevados y llanos de arena secos de árboles y faltos de agua, que era necesario gran prudencia para la gobernación de tantas naciones y tan distintas unas de otras en lenguas, leyes y religiones, para tenellas todas en tranquilidad y que gozasen de la paz y amistad con él; y así, no embargante que la ciudad del Cuzco era la cabeza de su imperio, como en muchos lugares hemos apuntado, de cierto en cierto término, como también diremos, tenían puestos sus delegados y gobernadores, los cuales eran los más sabios, entendidos y esforzados que hallarse podían y ninguno tan mancebo que ya no estuviese en el postrer tercio de su edad. Y como le fuesen fieles y ninguno osase levantarse, y tenía de su parte a los mitimaes, ninguno de los naturales, aunque más poderoso fuese, osaba intentar ninguna rebelión; y, si alguna intentaba, luego era castigado el pueblo donde se levantaba, embiando presos los movedores al Cuzco. Y desta manera eran tan temidos los reyes que, si salían por el yermo y permitían alzar algún paño de los que iban en las andas, para dejarse ver de sus vasallos, alzaban tan gran alarido que hacían caer las aves de lo alto donde iban volando a ser tomadas a manos; y todos le temían tanto que de la sombra que su persona hacía no osaban decir mal. Y no era esto sólo: pues es cierto que si algunos de sus capitanes o criados salían a visitar alguna parte del reyno para algún efecto le salían a recibir al camino con grandes presentes no osando, aunque fuese solo, dejar de cumplir en todo y por todo el mandamiento dellos. Tanto fue lo que temieron a sus príncipes en tierra tan larga que cada pueblo estaba tan asentado y bien gobernado como si el Señor estuviera en él para castigar los que lo contrario hiciesen. Este temor pendía del valor que había en los señores y de su misma justicia, que sabían que por parte de ser ellos malos, si lo fuesen, luego el castigo se había de hacer en los que lo fuesen, sin que bastase ruego ni cohecho ninguno. Y como siempre los Incas hiciesen buenas obras a los questaban puestos en su señorío, sin consentir que fuesen agraviados ni que les llevasen tributos demasiados ni que les fuesen hechos otros desafueros, sin lo cual, muchos que tenían provincias estériles y que en ellas sus pasados habían vivido con necesidad, les daban orden que las hacían fértiles y abundantes, proveyéndoles de las cosas que en ella había necesidad; y en otras donde había falta de ropa, por no tener ganados, se los mandaban dar con gran liberalidad. En fin, entendíase que, así como estos señores se supieron servir de los suyos y que les diesen tributos, así ellos les supieron conservar las tierras y traellos de bastos a muy pulíticos y de desproveídos que no les faltase nada; y con estas buenas obras, y con que siempre el Señor a los principales daba mugeres y preseas ricas, ganaron tanto las gracias de todos que fueron dellos amados en estremo grado, tanto que yo me acuerdo por mis ojos haber visto a indios viejos, estando a vista del Cuzco, mirar contra la ciudad y alzar un alarido grande, el cual se les convertía en lágrimas salidas de tristeza contemplando el tiempo presente y acordándose del pasado, donde en aquella ciudad por tantos años tuvieron señores de sus naturales, que supieron atraellos a su servicio y amistad de otra manera que los españoles. Y era usanza y ley inviolable entre estos señores del Cuzco, por grandeza y por la estimación de la dignidad real, questando él en su palacio o caminando con gente de guerra o sin ella, que ninguno, aunque fuese de los más grandes y poderosos señores de todo su reyno, no había de entrar a le hablar ni estar delante de su presencia sin que primero, tirándose los zapatos, que ellos llaman oxotas, se pusiese en sus hombros una carga para entrar con ella a la presencia del Señor, en lo cual no se tenia cuenta que fuese grande ni pequeña, porque no era por más de que supiesen el reconocimiento que habían de tener a los señores suyos; y entrando dentro, vueltas las espaldas al rostro del Señor; habiendo primero hecho reverencia, quellos llaman mocha, dice a lo que viene o oye lo que les mandado. Lo cual pasado, si quedaba en la Corte por algunos días y era persona de cuenta, no entraba más con la carga; porque siempre estaban los que venían de las provincias en la presencia del Señor en convites y en otras cosas que por ellos eran hechas.
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CAPÍTULO XIII El gobernador va a La Habana, y las prevenciones que en ella hace para su conquista A los postreros de agosto del mismo año de mil y quinientos y treinta y ocho, salió el general de la ciudad de Santiago de Cuba con cincuenta de a caballo para ir a La Habana, habiendo dejado orden que los demás caballos, que eran trescientos, caminasen en pos de él en cuadrillas de cincuenta en cincuenta, saliendo los unos ocho días después de los otros, para que fuesen más acomodados y mejor proveídos. La infantería y toda su casa y familia mandó que, bojando la isla, fuese por la mar a juntarse todos en La Habana. Donde habiendo llegado el gobernador y vista la destrucción que los corsarios habían hecho en el pueblo, socorrió de su hacienda a los vecinos y moradores de él para ayudar a reedificar sus casas, y lo mejor que pudo reparó el templo y las imágenes destrozadas por los herejes. Y, luego que llegaron a La Habana, dio orden que un caballero natural de Sevilla, nombrado Juan de Añasco, que iba por contador de la hacienda imperial de Su Majestad, que era gran marinero, cosmógrafo y astrólogo, con la gente más plática de la mar que entre ellos se hallaba, fuese en los dos bergantines a costear y descubrir la costa de la Florida, a ver y notar los puertos, calas o bahías que por ella hubiese. El contador fue, y anduvo dos meses corriendo la costa a una mano y a otra. Al fin de ellos volvió con relación de lo que había visto y trajo consigo dos indios que había preso. El gobernador, visto la buena diligencia que Juan de Añasco había hecho, mandó que volviese a lo mismo y muy particularmente que notase todo lo que por la costa hubiese para que la armada, sin andar costeando, fuese derechamente a surgir donde hubiese de ir. Juan de Añasco volvió a su demanda y, con todo cuidado y diligencia, anduvo por la costa tres meses y al cabo de ellos vino con más certificada relación de lo que por allá había visto y descubierto y dónde podían surgir los navíos y tomar tierra. De este viaje trajo otros dos indios que con industria y buena maña había pescado, de que el gobernador y todos los suyos recibieron mucho contento, por tener puertos sabidos y conocidos donde ir a desembarcar. En este paso añade Alonso de Carmona que (por haber estado perdidos el capitán Juan de Añasco y sus compañeros dos meses en una isla despoblada donde no comían sino pájaros bobos, que mataban con garrotes, y caracoles marinos, y por mucho peligro que habían corrido de ser anegados cuando volvieron a La Habana), al salir en tierra, dende la lengua de agua fueron todos los que venían en el navío de rodillas hasta la iglesia, donde les dijeran una misa, y, después de cumplida su promesa, dice que fueron muy bien recibidos del gobernador y de todos los suyos, los cuales habían estado muy desconfiados de temor que se hubiesen perdido en la mar, etcétera. Estando el adelantado Hernando de Soto en La Habana aderezando y proveyendo lo necesario para su jornada, supo cómo don Antonio de Mendoza, visorrey que entonces era de México, hacía gente para enviar a conquistar la Florida, y, no sabiendo el general qué parte la enviaba y temiendo no se encontrasen y estorbasen los unos a los otros y hubiese discordia entre ellos, como la hubo en México entre el marqués del Valle, Hernando Cortés, y Pánfilo de Narváez, que en nombre del gobernador Diego Velázquez había ido a tomarle cuenta de la gente armada que le había entregado, y como la hubo en el Perú entre los adelantados don Diego de Almagro y don Pedro de Alvarado a los principios de la conquista de aquel reino. Por lo cual, y por excusar la infamia del vender y comprar la gente, como dijeron de aquellos capitanes, le pareció a Hernando de Soto sería bien dar aviso al visorrey de las provisiones y conduta de que Su Majestad le había hecho merced para que lo supiese, y juntamente suplicarle con ellas. A lo cual envió un soldado gallego llamado San Jurge, hombre hábil y diligente para cualquier hecho, el cual fue a México y en breve tiempo volvió con respuesta del visorrey que decía hiciese el gobernador seguramente su entrada y conquista por donde la tenía trazada y no temiese que se encontrasen los dos, porque él enviaba la gente que hacía a otra parte muy lejos de donde el gobernador iba; que la tierra de la Florida era tan larga y ancha que había para todos y que, no solamente no pretendía estorbarle, mas antes deseaba y tenía ánimo de le ayudar y socorrer si menester fuese, y así le ofrecía su persona y hacienda y todo lo que con su cargo y administración pudiese aprovecharle. Con esta respuesta quedó el gobernador satisfecho y muy agradecido del ofrecimiento del visorrey. Ya por este tiempo, que era mediado abril, toda la caballería que en Santiago de Cuba había quedado era llegada a La Habana, habiendo caminado a jornadas muy cortas las doscientas y cincuenta leguas, poco más o menos, que hay de la una ciudad a la otra. Viendo el adelantado que toda su gente, así de a caballo como infantes, estaba ya toda junta en La Habana y que el tiempo de poder navegar se iba acercando, nombró a doña Isabel de Bobadilla su mujer e hija del gobernador Pedro Arias de Ávila, mujer de toda bondad y discreción, por gobernadora de aquella gran isla, y por su lugarteniente a un caballero noble y virtuoso llamado Joan de Rojas, y en la ciudad de Santiago dejó por teniente a otro caballero que había nombre Francisco de Guzmán. Los cuales dos caballeros, antes que el general llegara a esta isla, gobernaban aquellas dos ciudades, y, por la buena relación que de ellos tuvo, los dejó en el mismo cargo que antes tenían. Compró una muy hermosa nao llamada Santa Ana que a aquella sazón acertó a venir al puerto de La Habana. La cual nao, había ido por capitana a la conquista y descubrimiento del Río de la Plata con el gobernador y capitán general don Pedro de Zúñiga y Mendoza, el cual se perdió en la jornada y, volviéndose a España, murió de enfermedad en la mar. La nao llegó a Sevilla de aquel viaje y volvió con otro a México, de donde volvía entonces, cuando Hernando de Soto la compró por ser tan grande y hermosa, que llevó en ella ochenta caballos a la Florida.