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CAPÍTULO V De las diferencias de Brisas y Vendavales con los demás vientos Siendo lo que está dicho cosa tan probada y tan universal no puede dejar de poner gana de inquirir la causa de este secreto: ¿por qué en la Tórrida se navega siempre de Oriente a Poniente con tanta facilidad, y no al contrario? que es lo mismo que preguntar por qué reinan allí las Brisas y no los Vendavales; pues en buena filosofía, lo que es perpetuo y universal y de per se (que llaman los filósofos) ha de tener causa propia y de per se. Mas antes de dar en esta cuestión, notable a nuestro parecer, será necesario declarar qué entendemos por Brisas y qué por Vendavales, y servirá para esta y para otras muchas cosas en materia de vientos y navegaciones. Los que usan el arte de navegar cuentan treinta y dos diferencias de vientos, porque para llevar su proa al puerto que quieren tienen necesidad de hacer su cuenta muy puntual y lo más distinta y menuda que pueden, pues por poco que se eche a un lado o a otro hacen gran diferencia al cabo de su camino y no cuentan más de treinta y dos, porque estas divisiones bastan, y no se podría tener cuenta con más que éstas. Pero en rigor como ponen treinta y dos, podrían poner sesenta y cuatro, y ciento y veinte y ocho, y doscientos y cincuenta y seis, y finalmente ir multiplicando estas partidas en infinito; porque siendo como centro el lugar donde se halla el navío y todo el hemisferio su circunferencia, ¿quién quita que no puedan salir de este centro al círculo, líneas innumerables? Y tantas partidas se contarán y otras tantas divisiones de vientos; pues de todas las partes del hemisferio viene el viento, y el partille en tantas o tantas es, a nuestra consideración, que puede poner las que quisiere. Mas el buen sentido de los hombres, y conformándose con él también la Divina Escritura, señala cuatro vientos, que son los principales de todos y como esquinas del universo, que se fabrican haciendo una cruz con dos líneas, que la una vaya de polo a polo, y la otra de un equinocio al otro. Estos son el Norte o Aquilón, y su contrario el Austro o viento que vulgarmente llamamos Mediodía, y a la otra parte, el Oriente, donde sale el sol, y el Poniente donde se pone, bien que la Sagrada Escritura nombra otras diferencias de vientos en algunas partes, como el Euro Aquilo, que llaman los del mar Océano Nordeste y los del Mediterráneo Gregal, de que hace mención en la navegación de San Pablo. Pero las cuatro diferencias solemnes que todo el mundo sabe, esas celebran las Divinas Letras, que son como está dicho, Septentrión, y Mediodía y Oriente, y Poniente. Mas porque en el nacimiento del sol, de donde se nombra el Oriente, se hallan tres diferencias, que son las dos declinaciones mayores que hace, y el medio de ellas, según lo cual nace en diversos puestos en Invierno y Verano y en el medio, por eso con razón se cuentan otros dos vientos, que son Oriente Estival y Oriente Hiemal, y por el consiguiente, otros dos Ponientes contrarios a éstos, Estival e Hiemal, y así resultan ocho vientos en ocho puntos notables del cielo, que son los dos polos y los dos equinocios y los dos solsticios, con los opuestos en el mismo círculo. De esta suerte resultan ocho diferencias de vientos que son notables, las cuales en diversas carreras de mar y tierra tienen diversos vocablos. Los que navegan el Océano suelen nombrarlos así: al que viene del polo nuestro, llaman Norte como al mismo polo; al que se sigue y sale del Oriente Estival, Nordeste; al que sale del Oriente propio y equinocial, llaman Leste; al del Oriente Hiemal, Sueste; al del Mediodía o polo Antártico, Sur; al que sale del Ocaso Hiemal, Sudueste; al del Ocaso proprio y Equinocial, Oeste; al del Ocaso Estival, Norueste. Los demás vientos fabrican entre éstos y participan de los hombres de aquellos a que se allegan, como Nornorueste, Nornordeste, Lesnordeste, Lessueste, Susueste, Sudueste, Ossudueste, Osnorueste, que cierto en el mismo modo de nombrarse, muestran arte y dan noticia de los lugares de donde proceden los dichos vientos. En el mar Mediterráneo, aunque siguen la misma arte de contar, nombran diferentemente estos vientos. Al Norte llaman Tramontana; a su opuesto el Sur llaman Mezojorno o Mediodía, al Leste llaman Levante; al Oeste Poniente, y a los que entre estos cuatro se atraviesan, al Sueste dicen Jiroque o Jaloque; a su opuesto que es Norueste, llaman Maestral; al Nordeste llaman Greco o Gregal, y a su contrario el Sudueste llaman Leveche, que es Libico o Africo en latín. En latín los cuatro cabos son: Septentrio, Auster, Subsolanus, Favonius, y los entrepuestos son: Aquilo, Vulturnus, Africus y Corus. Según Plinio, Vulturnus y Eurus son el mismo viento, que es Sueste o Jaloque; Favonius el mismo que Oeste o Poniente; Aquilo y Bóreas el mismo que Nordeste o Gregal Tramontana; Africus y Libs, el mismo que Sudueste o Leveche; Auster y Notus, el mismo que Sur o Mediodía; Corus y Zefyrus el mismo que Norueste o Maestral; al proprio, que es Nordeste o Gregal, no le da otro nombre sino Fenicias; otros los declaran de otra manera, y no es de nuestro intento averiguar al presente los nombres latinos y griegos de los vientos. Agora digamos cuáles de estos vientos llaman Brisas y cuáles Vendavales nuestros marineros del mar Océano de Indias. Es así que mucho tiempo anduve confuso con estos nombres, viéndoles usar de estos vocablos muy diferentemente, hasta que percibí bien que más son nombres generales que no especiales de vientos ni partidas. Los que les sirven para ir a Indias y dan cuasi a popa, llaman Brisas, que en efecto comprenden todos los vientos Orientales, y sus allegados y cuartas. Los que les sirven para volver de Indias llaman Vendavales, que son desde el Sur hasta el Poniente Estival. De manera que hacen como dos cuadrillas de vientos, de cada parte la suya, cuyos caporales son de una parte Nordeste o Gregal, de otra parte Sudueste o Leveche. Mas es bien saber, que de los ocho vientos o diferencias que contamos, los cinco son de provecho para navegar y los tres no: Quiero decir que cuando navega en la mar una nao, puede caminar y hacer el viaje que pretende de cualquiera de cinco partes que corra el viento, aunque no le será igualmente provechoso; mas corriendo de una de tres no podrá navegar adonde pretende; como si va al Sur con Norte y con Nordeste, y con Norueste navegará y también con Leste y con Oeste; porque los de los lados igualmente sirven para ir y para venir. Mas corriendo Sur, que es derechamente contrario, no puede navegar al Sur ni podrá con los otros dos laterales suyos, que son Sueste y Sudueste. Esto es cosa muy trillada a los que andan por mar, y no había necesidad de ponerlo aquí sino sólo para significar que los vientos laterales del proprio y verdadero Oriente, esos soplan comúnmente en la Tórrida, y los llaman Brisas; y los vientos de Mediodía hacia Poniente, que sirven para navegar de Occidente a Oriente, no se hallan comúnmente en la Tórrida, y así los suben a buscar fuera de los Trópicos, y esos nombran los marineros de Indias comúnmente Vendavales.
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De la remisión del Adelantado a Castilla, y de los tumultos que después hubo Desde el día de la prisión del Adelantado, y elección de don Domingo de Irala, empezaron entre los conquistadores las disensiones y bandos. Los que seguían el de Alvar Núñez, se llamaban leales, y los que el de los oficiales reales, se decían tumultuarios, sobre lo cual había todos los días muchas pendencias y cuestiones. Domingo de Irala con su acostumbrada prudencia no daba lugar a que pasase adelante el incendio, procurando castigar a unos y otros con moderación y justicia, y a ambos partidos hacía mercedes y socorros. Después de los 13 meses de la prisión de Alvar Núñez, concluida ya la carabela, se acordó que fuesen llevándole a Castilla dos oficiales reales, el Veedor Alonso Cabrera, y el Tesorero García Venegas, con los autos que le habían formado muy a su satisfacción. Nombraron por capitán y piloto del navío al capitán Gonzalo de Mendoza, y a Acosta, portugueses, y por procurador de la provincia a Martín de Orué; acompañábale también Pedro de Estopiñán, y otros caballeros: salieron de este puerto el año de 1544, y al tiempo de la marcha dejó secretamente, el Adelantado Cabeza de Vaca un poder al capitán Salazar, para que en su nombre gobernase la provincia para mover por este medio más disensiones entre aquella gente; y aunque Salazar era del bando contrario, juzgaba que ya estaría arrepentido por haberle enviado a hacer varios ofrecimientos. Luego que partió la carabela, convocó éste a todos los que se llamaban leales, en virtud del poder, para tomar en sí la Real jurisdicción, para lo cual juntó en su casa más de cien soldados, y descubierta su intención, ocurrieron los capitanes y oficiales reales al general instándole obviase los perjuicios e inconvenientes que con esta novedad resultarían en deservicio de ambas majestades, y como justicia mayor que era, y por el juramento que había hecho de mantener en paz aquella República, le tocaba sosegar este tumulto. Con lo cual mandó Domingo de Irala juntar gente, y con ellos se fue a casa de Salazar, a quien requirió no turbase la paz de la República, y tuviese presente el juramento que hizo en la elección de obedecerle en nombre de S.M.. Pero la ambición no le dio lugar a desistir de su intento, y también por dar gusto a los que tenía en su compañía, y así respondió, que ni debía ni podía hacer otra cosa que usar del poder que tenía del Adelantado. Con lo cual determinó el general, viendo su resistencia, asestar cuatro cañones de artillería a la casa, y con ellos la batió, y derribó toda la pared de la frente, por donde sin resistencia entró con sus soldados, a tiempo que los que estaban dentro, la habían desamparado. Prendió al capitán Salazar, y con él a Ruidiaz Melgarejo, Alonso Riquelme, Francisco de Vergara, y algunos otros que fueron puestos a buen recaudo. Mandó el general que Salazar fuese embarcado en un bergantín a cargo de Nuño de Chaves con todo lo actuado en el asunto, y que fuese a dar alcance a la carabela, para que mudándole en ella, le llevasen también a España. Partió el bergantín con gran diligencia, y llegado a la carabela dijo Salazar en voz alta: Señor García Venegas, habrá lugar para un preso? Y él respondió: sí, voto a Dios, y ánimo para llevarle a él y otros veinte; y con esto le embarcaron, y siguiendo su viaje, llegaron al puerto de Sancti Spiritu, donde Alonso Cabrera, el capitán del navío y los demás que en él iban, acordaron de volver a la Asunción, y poner en libertad al Adelantado, restituyéndole a su gobierno, tomándole primero juramento y homenaje que por las cosas pasadas de su prisión no les haría ningún daño, y ellos les proponían ayudar con todas sus fuerzas hasta dar las vidas en su servicio. Sin duda esta determinación hubiera tenido efecto, si a ella no se hubiese opuesto Pedro de Estopiñán, quien dijo que de ningún modo convenía que dejasen de seguir el viaje, porque de volver a la Asunción, y dejar en su libertad al Adelantado resultarían muchas perniciosas consecuencias contra la paz y servicio del Rey, en cuyo nombre las protestaban, como los menoscabos de las vidas y haciendas, que indubitable mente sucederían por la colusión que en la conjuración tenían los principales caballeros de aquella tierra, y que el conocimiento de la causa sólo tocaba a la Real Persona, en cuyo nombre habían elegido sujeto de calidad y suficiencia, que los gobernase como Domingo de Irala, quien sin duda cumpliría bien su obligación, ínterin S.M. con relación de ellos otra cosa mandaba. Hecha esta representación, y oída por los del Consejo, mudaron de parecer, y siguieron su viaje a España, a donde llegaron a los, 60 días de navegación del aceano. Presentaron al Consejo sus autos, y mandó S.M. prender a Alonso Cabrera, y a García Venegas, y procediendo contra ellos, y estando a punto de sentencia, murió Venegas súbitamente, y Cabrera enloqueció en la prisión, y siguiéndose la causa por parte del Fiscal, fue sentenciado el Adelantado en vista en privación de oficio, y desterrado a Orán con seis lanzas a su costa: y en la sentencia de revista fue declarado libre con sueldo de dos mil ducados anuales para su sustento en Sevilla, donde falleció en la primacía del consulado de ella con mucha honra y quietud de su persona.
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De lo que dicen estos naturales de Ticiviracocha, y de la opinión que algunos tienen que atravesó un Apóstol por esta tierra, y del templo que hay en Cáchan y de lo que allí pasó. Antes que los Incas reinasen en estos reinos ni en ellos fuesen conocidos, cuentan estos indios otra cosa muy mayor que todas las que ellos dicen, porque afirman questuvieron mucho tiempo sin ver el sol y que, padeciendo gran trabajo con esta falta, hacían grandes votos e plegarlas a los que ellos tenían por dioses, pidiéndoles la lumbre de que carecían; y questando desta suerte salió de la isla de Titicaca, questá dentro de la gran laguna del Collao, el sol muy resplandeciente, con que todos se alegraron. Y, luego questo pasó, dicen que de hacia las partes del Mediodía vino y remanesció un hombre blanco de crecido cuerpo, el cual en su aspecto y persona mostraba gran autoridad y veneración, y queste varón que así vieron tenía tan gran poder que de los cerros hacía llanuras y de las llanuras hacia cerros grandes, haciendo fuentes en piedras vivas; y como tal poder reconociesen llamábanle Hacedor de todas las cosas criadas, Principio dellas, Padre del sol, porque, sin esto, dicen que hacía otras cosas Mayores, porque dio ser a los hombres y animales; y que, en fin, por su mano les vino notable beneficio. Y este tal, cuentan los indios que a mí me lo dixeron, que oyeron a sus pasados, que ellos también oyeron en los cantares que ellos de lo muy antiguo tenían, que fue de largo hacia el Norte haciendo y obrando estas maravillas por el camino de la serranía y que nunca jamás lo volvieron a ver. En muchos lugares diz que dio orden a los hombres cómo viviesen y que les hablaba amorosamente y con mucha mansedumbre, amonestándoles que fuesen buenos y los unos a los otros no se hiciesen daño ni injuria, antes, amándose, en todos hobiese caridad. Generalmente le nombran en la mayor parte Ticiviracocha, aunque en la provincia del Collao le llaman Tuapaca, y en otros lugares della Arnauan. Fuéronle en muchas partes hechos templos, en los cuales pusieron bultos de piedra a su semejanza, y delante dellos hacían sacrificios: los bultos grandes questán en el pueblo de Tiahuanacu se tiene que fue desde aquellos tiempos; y aunque, por fama que tienen de lo pasado, cuentan esto que digo de Ticiviracocha, no saben decir dél más ni que volviese a parte ninguna deste reino. Sin esto, dicen que, pasados algunos tiempos, volvieron a ver otro hombre semejable al questá dicho, el nombre del cual no cuentan, y que oyeron a sus pasados por muy cierto que por donde quiera que llegaba y hobiese enfermos los sanaba y a los ciegos con solamente palabras daba vista; por las cuales obras tan buenas y provechosas era de todos muy amado; y desta manera, obrando con su palabra grandes cosas, llegó a la provincia de los Canas, en la cual, junto a un pueblo que ha por nombre Cacha, y que en él tiene encomienda el Capitán Bartolomé de Terrazas, levantándose los naturales inconsideradamente fueron para él con voluntad de lo apedrear y, conformando las obras con ella, le vieron hincado de rodillas, alzadas las manos al cielo, como que invocaba el favor divino para se librar del aprieto en que se veía. Afirman estos indios más, que luego pareció un fuego del cielo muy grande que pensaron ser todos abrasados; temerosos y llenos de gran temblor fueron para el cual así querían matar y con clamores grandes le suplicaron de aquel aprieto librarlos quisiese, pues conocían por el pecado que habían cometido en lo así querer apedrear, les venía aquel castigo. Vieron luego que, mandando al fue o que cesase, se apagó, quedando con el incendio consumidas y gastadas las piedras de tal manera que a ellas mismas se hacían testigos de haber pasado esto que se ha escripto, porque salían quemadas y tan livianas, que aunque sea algo crecida es levantada con la mano como corcha. Y sobre esta materia dicen más: que saliendo de allí fue hasta llegar a la costa de la mar, adonde, tendiendo su manto, se fue por entre sus ondas y que nunca jamás pareció ni le vieron; y como se fue le pusieron por nombre Viracocha, que quiere decir espuma de la mar. Y luego questo pasó se hizo un templo en este pueblo de Cacha, pasado un río que va junto a él, al Poniente, adonde se puso un ídolo de piedra muy grande en un retrete algo angosto; y este retrete no es tan crecido y abultado como los questán en Tiahuanaco hechos a remembranza de Ticiviracocha, ni tampoco parece tener la forma del vestimento que ellos. Alguna cantidad de oro en joyas se halló cerca dél. Yo pasando por aquella provincia, fui a ver este ídolo3l, porque los españoles publican y afirman que podría ser algún apóstol; y aún a muchos oí decir que tenía cuentas en las manos, lo cual es burla, si yo no tenía los ojos ciegos, porque aunque mucho lo miré no pude ver tal ni más de que tenía puestas las manos encima de los cuadriles, enroscados los brazos y por la cintura señales que debrían significar como que la ropa que tenía se rendía con botones. Si éste o el otro fue alguno de los gloriosos apóstoles que en el tiempo de su predicación pasaron a estas partes, Dios todopoderoso lo sabe, que yo no sé que sobre esto me crea más de que, a mi creer, si fuera apóstol, obrara con el poder de Dios su predicación en estas gentes, que son simples y de poca malicia, y quedara reliquia dello o en las Escrituras Santas lo halláramos escrito; mas lo que vemos y entendemos es que el Demonio tuvo poder grandísimo sobre estas gentes, permitiéndolo Dios; y en estos lugares se hacían sacrificios vanos y gentílicos; por donde yo creo que hasta nuestros tiempos la palabra de Santo Evangelio no fue vista ni oída; en los cuales vemos ya del todo profanados sus templos y por todas partes la Cruz gloriosa puesta. Yo pregunté a los naturales de Cacha, siendo su cacique o señor un indio de buena persona y razón llamado don Juan, ya cristiano, y que fue en persona conmigo a mostrarme esta antigualla, en remembranza de cuál Dios habían hecho aquel templo, y me respondió que de Ticiviracocha. Y, pues tratamos deste nombre de Viracocha, quiero desengañar al lector del creer que el pueblo tiene que los naturales pusieron a los españoles por nombre Viracocha, ques tanto decir como espuma de la mar; y cuanto al nombre es verdad, porque vira es nombre de manteca, y cocha de mar; y así, pareciéndoles haber venido por ella, les habían atribuido aquel nombre. Lo cual es mala interpretación, según la relación que yo tomé en el Cuzco y dan los orejones; porque dicen que luego que en la provincia de Caxamarca fue preso Atahuallpa por los españoles, habiendo habido entre los dos hermanos Huascar Inca, único heredero del imperio, y Atahuallpa, grandes guerras y dádose capitanes de uno contra capitanes de otro muchas batallas, hasta que en el río de Apurimac, por el paso de Cotabamba, fue preso el rey Huascar y tratado cruelmente por Calicuchima, sin lo cual el Quisquiz en el Cuzco hizo gran daño y mató, según es público, treinta hermanos de Huascar e hizo otras crueldades en los que tenían su opinión y no se habían mostrado favorables a Atahuallpa; y como andando en estas pasiones tan grandes hobiese, como digo, sido preso Atahuallpa y concertado con él Pizarro que le daría por su rescate una casa de oro, y para traelle fuesen al Cuzco Martín Bueno, Zárate y Moguer, porque la mayor parte estaba en el solene templo de Curicancha; y como llegasen estos cristianos al Cuzco en tiempos y coyunturas que los de la parte de Huascar pasaban por la calamidad dicha y supiesen la prisión de Atahuallpa, holgáronse tanto como se puede significar; y así, luego, con grandes suplicaciones imploraba(n) su ayuda contra Atahuallpa su enemigo, diciendo ser enviados por mano de su gran dios Ticiviracocha y ser hijos suyos; y así luego les llamaron y pusieron por nombre Viracocha. Y mandaron al gran sacerdote, como a los demás ministros del templo, que las mugeres sagradas se estuviesen en él, y el Quizquiz les entregó todo el oro y plata. Y como la soltura de los españoles haya sido tanta y en tan poco hayan tenido la honra ni honor destas gentes, en pago del buen hospedaje que les hacían y amor con que los servían, corrompieron algunas vírgenes y a ellos tuviéronlos en poco; que fue causa que los indios, por esto y por ver la poca reverencia que tenían a su sol y cómo sin vergüenza ninguna ni temor de Dios violaban sus mamaconas, que ellos tenían por gran sacrilegio, dijeron luego que la tal gente no eran hijos de Dios, sino peores que Supais, que es nombre del Diablo; aunque, por cumplir con el mandado del señor Atahuallpa, los capitanes y delegados de la ciudad los despacharon sin les hacer enojo ninguno, enviando luego el tesoro. Y el nombre de Viracocha se quedó hasta hoy; lo cual, según tengo dicho, me informaron ponérselo por lo que tengo escripto y no por la significación que dan de espuma de la mar. Y, con tanto, contaré lo que entendí del origen de los Incas.
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CAPÍTULO V Publícanse en España las provisiones de la conquista y del aparato grande que para ella se hace La Cesárea Majestad hizo merced a Hernando de Soto de la conquista con título de adelantado y marqués de un estado de treinta leguas en largo y quince de ancho en la parte que él quisiese señalar de lo que a su costa conquistase. Diole asimismo que durante los días de su vida fuese gobernador y capitán general de la Florida, que también lo fuese de la isla de Santiago de Cuba, para que los vecinos y moradores de ella como a su gobernador y capitán le obedeciesen y acudiesen con mayor prontitud a las cosas que mandase necesarias para la conquista. La gobernación de Cuba pidió Hernando de Soto con mucha prudencia, porque es cosa muy importante para el que fuere a descubrir, conquistar y poblar la Florida. Estos títulos y cargos se publicaron por toda España con gran sonido de la nueva empresa que Hernando de Soto emprendía de ir a sujetar y ganar grandes reinos y provincias para la corona de España. Y como por toda ella se dijese que el capitán que la hacía había sido conquistador del Perú y que, no contento con cien mil ducados que de él había traído, los gastaba en esta segunda conquista, se admiraban todos y la tenían por mucho mejor y más rica que la primera. Por lo cual de todas partes de España acudieron muchos caballeros muy ilustres en linaje, muchos hijosdalgo, muchos soldados prácticos en el arte militar que en diversas partes del mundo habían servido a la corona de España, y muchos ciudadanos y labradores, los cuales todos con la fama tan buena de la nueva conquista, y con la vista de tanta plata y oro y piedras preciosas como veían traer del nuevo mundo, dejando sus tierras, padres, parientes y amigos, y vendiendo sus haciendas, se apercibían y se ofrecían por sus personas y cartas para ir a esta conquista, con esperanzas que se prometían que había de ser tan rica, o más, que las dos pasadas de México y del Perú. Con las mismas esperanzas se movieron también a ir a esta jornada de la Florida seis o siete de los conquistadores que dijimos se habían vuelto del Perú, no advirtiendo que no podía ser mejor la tierra que iban a buscar que la que habían dejado, ni satisfaciéndose con las riquezas que de ella habían traído; antes parece que la hambre de ellas les había crecido conforme a su naturaleza, que es insaciable. Los conquistadores nombraremos en el proceso de esta historia como se fueren ofreciendo. Luego que el gobernador mandó publicar sus provisiones entendió en dar orden que se comprasen navíos, armas, municiones, bastimentos y las demás cosas pertenecientes a tan gran empresa como la que había tomado. Para los cargos eligió personas suficientes cada cual en su ministerio; convocó gente de guerra, nombró capitanes y oficiales para el ejército, como diremos en el capítulo siguiente. En suma, proveyó con toda magnificencia y largueza, como quien podía y quería todo lo que convenía para su demanda. Pues como el general y los demás capitanes y ministros acudiesen con tanta liberalidad al gasto y con tanta diligencia a las cosas que eran a cargo de cada uno de ellos, las concluyeron y juntaron todas en San Lúcar de Barrameda (donde había de ser la embarcación), en poco más tiempo de un año que las provisiones de Su Majestad se habían publicado. Traídos los navíos y llegado el plazo señalado para que la gente levantada viniese al mismo puerto, y habiéndose juntado toda, que era lucidísima, y hechas las demás provisiones así de matalotaje como de mucho hierro, acero, barretas, azadas, azadones, serones, sogas y espuertas, cosas muy necesarias para poblar, se embarcaron y pusieron en su navegación en la forma siguiente.
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CAPÍTULO V Su gobierno político y económico En cada pueblo hay un Corregidor, dos Alcaldes mayores, de primero y segundo voto, Teniente de Corregidor, Alférez Real, cuatro Regidores, Alguacil mayor, Alcalde de la Hermandad, Procurador y Escribano, que componen su Cabildo o Ayuntamiento: aunque el Teniente de Corregidor no es propiamente de él. Hay Cédulas Reales que prohiben al español, mulato, negro, mestizo, a todo el que no es indio, tener domicilio en el pueblo de indios, y esto para toda la América; y cuando es menester pasar por algún pueblo, mandan que no estén más que tres días en él, y que no anden por las casas de los indios: "para que no inquieten a las indias". Esta razón añade. Son los indios de genio humilde, pueril y apocado. Se reconocen por inferiores a todas las demás castas, y se dejan avasallar por cualquier maligno: de que hay mucha cosecha en aquel Nuevo Mundo, tan apartado de sus cabezas eclesiástica y real; y por eso puso la real providencia esas precauciones. Ojalá se cumplieran. Ahora por el orden real se pusieron administradores españoles de la hacienda de los indios, como ya dije, con sus mujeres y familias. En lo antiguo, apartaron los españoles y demás castas de los indios, porque los destruían, como lo insinué algo en los de los encomenderos. Ahora los vuelven a poner: Dios les dé luz y acierto para su santo servicio. El modo de nombrar su Cabildo es éste. El primer día del año se juntan los Cabildantes para conferenciar en la elección. Escriben los electos en un papel: tráenselo al Cura para tomar su parecer, porque hay ley para toda la América que se haga el Cabildo con dirección del Párroco. El Cura quita y pone según le parece más conveniente para el bien del pueblo (pues ni tiene parientes, ni cosa en que pueda prender la pasión), o los deja como están. Pregunta a los electores qué les parece de su dictamen, y comúnmente todos convienen en lo que el Cura dice. Va este papel al Gobernador, y lo aprueba y firma. Como no tiene conocimiento particular de los indios, y sabe que todo se hace con dirección del Cura, nunca muda cosa, por vía de buen gobierno. Sólo en tal cual ocasión, cuando ha tenido noticia que en alguna función militar o política, alguno se ha portado con especial servicio, le suele dar algún oficio perpetuo. La Cédula de Felipe V del año de 1743 dice, que el Alcalde de Corte y Juez N. Agüero, que por los años de 1735 y 36 estuvo por aquellas partes, y que afirma se informó de diez personas las más calificadas, de lo que pasaba en los pueblos, dice que el Cabildo de los indios se hace sobre consulta del Cura, y que le parece muy bien esta práctica: porque el Cura los conoce mejor, mira al bien del pueblo, y el Rey se conforma con este dictamen de su ministro. Hecho ya esto, se junta todo el pueblo delante del pórtico de la Iglesia antes de Misa. En él ponen los sacristanes una silla ordinaria para el Cura, una gran mesa al lado, donde se pone el bastón del Corregidor, las varas de los Alcaldes y todas las demás insignias de los Cabildantes, y también ponen el compás del maestro de música, que es una banderilla de seda, las llaves de la puerta de la Iglesia, que pertenecen al sacristán, las de los almacenes, que tocan al mayordomo, y otras insignias de oficios económicos: y con ellas los bastones y banderas, y demás insignias de los oficiales de guerra: que todos éstos los ponen también los Cabildantes en su papel, y se confirman o mudan como los del Cabildo, aunque sin confirmación del Gobernador. Y delante de todo se ponen a un lado y a otro los bancos del Cabildo vacíos, para irse sentando los nuevos Cabildantes, cabos militares, etc., según se fueren nombrando. Dispuesto ya todo, sale el Cura con su Compañero o Compañeros (que en algunos pueblos son tres, y aun cuatro Padres, aunque lo ordinario es dos), y desde su silla, tomando por texto el Evangelio de aquel día, enderezándolo a la función presente, va explicando las obligaciones del Corregidor, Alcalde y demás oficiales: el gran mérito que tendrán delante de Dios en cumplirlas, los bienes espirituales y temporales que se seguirán al pueblo: los grandes males que acarrea el no cumplirlas, y los grandes castigos que tendrán de Dios en no cumplirlas, etc. Acabada esta exhortación, nombra el Corregidor, y luego los músicos con sus chirimías y clarines celebran la elección con una corta tocata, pero alegre. Nombra los Alcaldes, y hacen lo mismo los músicos: y los nombrados, haciendo una genuflexión al SSmo. Sacramento con gran reverencia, van tomando de la mano del Cura sus insignias: y con ellas se van sentando en los bancos de Cabildo. En sus elecciones no hay pendencias, ni bullas, ni disputas. En el oficio que se les da alto o bajo, nunca muestran repugnancia: todo se hace con gran paz. ¿Quién creyera esto de gente que en su gentilismo era tan sangrienta y fiera? Acabados de nombrar todos los del Cabildo, nombra los que pertenecen a la Iglesia: sacristán, maestro de Capilla, etc. y otros jefes de otros oficios políticos y económicos: y últimamente los de la milicia. Y después entra la Misa con toda la solemnidad. Además de los oficios de Cabildo, hay otros muchos para el buen orden del pueblo, a quienes se da la vara de Alcalde: cuya insignia usan los días de fiesta, y los demás cuando vienen a la Iglesia, y en otras funciones públicas. Los tejedores tienen su Alcalde, que vela sobre su oficio, y da cuenta al Cura de su proceder. Otro los herreros, y carpinteros y demás oficios de monta y más necesarios. Las mujeres tienen también sus Alcaldes, viejos y los más ejemplares y devotos, que cuidan de todas sus faenas, y avisan de todos sus desórdenes. Asimismo tienen otro los muchachos, que de siete años arriba se les obliga vayan juntos a la Doctrina, rezo y demás funciones de su bien espiritual: y a trabajar en las sementeras y otros menesteres del común del pueblo: para que desde niños aprendan lo que es necesario para su manutención en adelante. Exhortan las Reales Cédulas a que no se les deje estar ociosos, por ser mucha su natural desidia y flojedad, aun para lo muy necesario. Hasta las muchachas de siete años hasta casarse (que suele ser a los 15 años) tienen sus ayas de años, que sirven de Alcaldes; y van con ellas a las funciones de la Iglesia y faenas temporales del pueblo, en cuanto sufre su edad y su sexo: y siempre van juntas, como los muchachos, aunque nunca con ellos, sino apartadas. Para mayor concierto, está dividido el pueblo en varias parcialidades con sus nombres: la de Santa María, S. Josef, S. Ignacio, etc., hasta ocho o diez, según el pueblo mayor o menor: y cada una tiene cuatro o seis cacicazgos, de que es jefe o mayoral algún Cabildante. Los caciques son nobles declarados por el Rey, y tienen Don. Cada uno tiene treinta, cuarenta o más vasallos, que suelen ir con él a las faenas públicas, presentándole obediencia y respeto: y le ayudan a hacer su casa, sementeras, etc.; pero no tiene el vasallaje de tributo y servicio que se suele tener en la Europa al señor de vasallos. Ni por ser nobles se eximen de trabajar, como sucedía con los hebreos del tiempo de Saúl y David, y en otras naciones cultas: antes bien, entre estos indios, el tener oficio de trabajo, como carpintero, estatuario, pintor, etc., es nobleza. Ni los de estos oficios, nobles y plebeyos, desde el Corregidor hasta el último, dejan de cultivar sus tierras en el tiempo de su labranza y cosecha, que es allí desde junio hasta diciembre. Cuando van a hacer yerba del Paraguay, o a conducir alguna carretería del trajín del pueblo, o traer maderas del monte para fabricar, etc., va una parcialidad de éstas con su mayoral. Hay todo género de oficios mecánicos necesarios en una población de buena cultura. Herreros, carpinteros, tejedores, estatuarios, pintores, doradores, rosarieros, torneros, plateros, materos, o que hacen mates, que es la vasija en que se toma la yerba del Paraguay llamada mate; y hasta campaneros y organeros hay en algunos pueblos. Sastres lo son todos los indios para sí. Y para los ornamentos de la Iglesia, vestidos de gala de Cabildantes, y cabos militares, lo son los sacristanes. Y para el calzado de éstos, hay sus zapateros. Para sí poca sastrería necesitan: porque como es tierra cálida, y sólo en los meses de junio y julio hace algún frío, usan poca ropa, y nada ajustada. No usan más que camisa, jubón de color o blanco de algodón, calzoncillos y calzones, y un poncho, en invierno de lana, y en verano, que lo es casi todo el año, de algodón. Poncho es una pieza como una sobremesa, de dos varas y media de largo y dos de ancho, con una abertura en el medio para meter por ella la cabeza; y éste les sirve de capa. Y es tan usual allí, y aun en Chile y Perú, y aun entre españoles, que no se desdeñan de ella aun los más ricos, y algunos la tienen con tanta bordadura y adorno, que vale un poncho 300 y 400 pesos. Los indios, como pobres, lo usan llano. Para la cabeza usan comúnmente algún gorro, y los que más pueden, sombrero o montera. No usan medias ni zapatos, como sucede en el reino de Tunquín junto a la China, siendo en lo demás gente de mucha cultura. Algunos pocos usan medias o calcetas, y las suelen traer caídas o sin atar. Pero zapatos, por más que les exhortemos a ello, especialmente cuando andan en las faenas del monte entre espinas, no hay modo de reducirse a ello. Sólo en sus festividades y funciones públicas, cuando están de gala, los usan para la gala los principales. Para su mantenimiento, a cada uno se le señala una porción de tierra para sembrar maíz, mandioca, batatas, legumbres (que es lo ordinario que siembran), y lo que quisieren. Mandioca es un género de raíces como zanahorias, pero mejor que ellas: que comen, ya asadas, ya crudas; y de ellas secas y molidas hacen también pan. No son aficionados al trigo. Son pocos los que lo siembran; y se lo comen o cocido, o moliéndolo y haciendo tortitas sin levadura, que tuestan en unos platos, como hacen con el maíz. Algunos saben hacer muy buen pan, por haber sido panaderos en casa de los Padres, donde se hace pan para ellos y para los enfermos dos o tres veces a la semana, y suelen mudarse, entrando dos de nuevo para este oficio; y así hay varios fuera. Con todo eso, nunca hacen pan de trigo, sino tal cual en alguna principal fiesta. Es una filosofía para el indio moler el trigo, masarlo, echarle sal y levadura, esperar a que fermente, y se levante, arroparlo, y cocerlo. No hace eso sino obligado. Alguno que otro suele plantar caña dulce y algunos árboles frutales; pero son raros. Para estas labranzas se le señalan seis meses, en que aran, siembran, escardillan y cogen su cosecha. Con cuatro semanas efectivas que trabajen, tienen bastante para lograr el sustento para todo el año, como sucede con los más capaces y trabajadores, porque la tierra es fértil; pero generalmente es tanta la desidia del indio, que, atenta ella, es menester todo este tiempo. Y con todo eso, el mayor trabajo que tienen los Curas es hacerles que siembren y labren lo necesario para todo el año para su familia; y es menester con muchos usar de castigo para que lo hagan, siendo para sólo su bien, y no para el común del pueblo. Procuran los Curas visitar con frecuencia sus sementeras, y envían indios fieles que les den cuenta de ellas. Algunos Curas hacen medir con un cordel lo que les parece suficiente para el sustento anual de su casa; y les imponen pena de tantos azotes, si no lo labran todo: porque el indio es muy amigo de poquitos por sus cortos espíritus, y su vista intelectual no alcanza hasta el fin del año, ni le hacen fuerza las razones, ni la experiencia de la hambre que sintió el año antecedente por haber sembrado poco. Otros Padres les hacen labrar y escardillar la tierra por junto, todos los de un cacique o de una parcialidad juntos; hoy tantas sementeras y mañana otras tantas, con una espía como censor o contador, que les haga hacer su deber, además de los caciques, y mayorales: que los cuente, y dé razón de todo al Cura; y con todo este cuidado no se suele conseguir que cojan lo necesario. Lo que cuesta más es hacer que cada uno tenga su algodonar para vestirse. Es el algodón una planta que crece hasta dos varas de alto: y da por fruto unas perillas del tamaño de una nuez con su cáscara, que llegando a su madurez, se abre, y descubre el algodón en capullos con sus semillas, que son del tamaño de un grano de pimienta. Siémbrase arando la tierra, y haciendo surcos de dos varas en ancho y echando en ellos tres o cuatro semillas a distancia de dos varas o dos y media; y cubriéndolas de tierra sin hacer hoyos. El primer año no da algodón: el segundo da algo: el tercero da con fuerza: y de ahí en adelante. Duran estas plantas 30 y 40 años como la viña, y se podan cada año y separan, reemplazando las plantas que el arado destruyó, o los soles y tempestades secaron. En tierras cálidas con exceso como es el Paraguay, y otras, al primer año da sus frutos, y lo arrancan y lo vuelven a sembrar como el maíz. Dase bien en estos pueblos el lino: pero el arrancarlo, quitarle la semilla, ponerlo en remojo, secarlo al sol, macerarlo, peinarlo con el peine de fierro, apartar la estopa, etc., es ciencia tan alta y espaciosa, que excede mucho a la esfera del indio, más que hacer pan de trigo. Ya lo hemos probado muchas veces: y sólo teniendo al lado al indio, y estando siempre con él, y haciendo juntamente con él la maniobra, se consigue algo; pero para esto no hay tiempo. El algodón no le cuesta más a la india, que traerlo de la mata a la rueca, cosa propia para la poquedad del indio. No basta el hacerles labrar algodonal y la demás sementera. Es menester también hacérselo coger. El algodón no madura todo de una vez. Cada día van reventando con el sol varias perillas, y así prosigue por tres meses. Es menester cogerlo cada día; si no, cae al suelo, se entrevera con la espesura, o los aguaceros, que son frecuentes, lo mezclan con la tierra y barro; y se pierde. La india coge lo que necesita para hilar lo presente, y a veces algo para adelante: pero no recoge para todo lo que necesita en el discurso del año, y lo deja perder. Viendo esto algunos Curas, envían la turba de las muchachas con sus Ayas o Mayoralas a coger lo que su dueño no coge: y lo ponen en el conjunto del común del pueblo. Con el maíz, que es su encanto, pues lo estiman mucho más que el trigo, y hacen de él sus tortas, y lo usan ya tierno, ya duro, asado, o cocido, y entra en todos los guisados, sucede también que si tiene buena cosecha, deja perder mucho sin cogerlo. Guardar para el año siguiente, no hay que pensarlo. Otras veces, por no guardarlo de los loros, pierde lo más. Los loros de todas especies, chicos y grandes, colorados, azules, amarillos, y de mezcla muy vistosa de estos colores, son muchos con exceso en grandes bandadas, y hacen mucho más daño a los maizales, que los gorriones en España a los trigales. Ni basta el hacerle coger toda su cosecha. Lo más que cogerá un indio ordinario es tres o cuatro fanegas de maíz. Bien pudiera coger veinte si quisiera. Si esto lo tiene en su casa, desperdicia mucho, y lo gasta luego, ya comiendo sin regla, ya dándole de balde, ya vendiéndolo por una bagatela, lo que vale diez por lo que vale uno. Por esto se le obliga a traerlo a los graneros comunes, cada saco con su nombre: y se le deja uno solo en su casa, y se le va dando conforme se le va acabando. Toda esta diligencia es necesaria para su desidia. Estas cosas con otras de economía temporal cuestan mucho más a los Padres que los ministerios espirituales. Se pone mucho cuidado en ellas, porque cuando lo temporal y necesario al sustento va bien, todo lo espiritual va con mucho aumento y fervor, asistiendo con grande puntualidad y alegría a todas las funciones de iglesia, y frecuencia de sacramentos: y celebrando con grande esplendor y devoción todo lo que toca al culto divino. Si hay hambre u otro trabajo, no acude el indio a Dios y los Santos, como hace la gente de cultura y de entendimiento, con devociones, y novenas, etc.; sino que se huye a buscar qué comer por los montes, o a matar vacas y ternera a los pastores, o dehesas del común del pueblo, que llaman estancias (a las terneras tienen excesiva afición), y destruyen con eso el pueblo. Esto no es por no estar bien arraigados en la fe, pues lo están tanto, que aun los que se huyen a los infieles (que entre tanta multitud no falta quien lo haga aunque son muy pocos), nunca pierden la fe, aunque envejezcan entre ellos; sino por su capacidad de niños. Lo mismo sucedía con nosotros cuando niños, que no hacíamos votos, ni novenas, ni acudíamos por el remedio de nuestras necesidades a la iglesia, si nuestros padres o madres no nos llevaban. Y en estas ocasiones se están los pobres huidos por muchos meses (y algunos por años), sin misa, sermones, ni sacramentos: y algunos mueren en las garras de los tigres (de que hay muchos y muy feroces y sangrientos como los leones de la África), o de enfermedades y miserias, sin auxilio alguno espiritual. Para remediar tan grande desidia, están entabladas sementeras comunes de maíz, legumbres y algodón: y estancias de ganado mayor y menor. A las sementeras van en los seis meses de su tiempo los lunes y sábados, excepto los tejedores, herreros, y demás oficiales mecánicos, que no van a las faenas de comunidad en todo el año: y se remudan para la labor de sus tierras, una semana a ella, otra a su oficio. Todos sus oficios los ejercen no afuera en sus casas, que nada harían de provecho, sino en los patios, que para ello hay en casa de los Padres; y es tanta su sinceridad, que todos estos oficios los hacen sin paga, aunque de los bienes comunes se remunera más a éstos por trabajar más, que a los demás. Los visita el Padre con frecuencia para que hagan bien su oficio. Pónese en cada oficio el que al Cura le parece más a propósito para él, y no repugnan a ello; antes algunos los pretenden, porque como ya se dijo, se tiene por nobleza el tener algún oficio. Sólo el ser tamborilero o flautero no se dan. Se mete a ello el que tiene afición, y hay pueblo que tiene diez, doce o veinte. Y los flauteros siempre tocan dos, uno por tercera arriba, otra por tercera abajo, con un tamboril o tambor en medio; y con sus débiles flautas, que son de caña ordinaria, tocan fugas, arias, minuetes, y cuantas cosas oyen a los músicos: y gustan mucho de este vil instrumento; de manera que no hay viaje por río con embarcaciones, por tierra con carreterías, ni ocasión en que vaya alguna tropilla de gente o alguna parcialidad a alguna función o faena, en que no lleven uno o dos tamborileros con sus flauteros: y algunos son caciques, que no se desdeñan de eso con todo su DON. No siente el indio honra ni punto por su cortedad, como sucedía con nosotros cuando muchachos. Estos bienes comunes sirven para dar que sembrar al que no tiene, por habérselo comido o perdido; para el sustento de la casa de las recogidas, de que se habló algo en el cap. 4, n.? 3; para avío y provisión de los viajes en pro del pueblo; para dar de comer a los muchachos y muchachas cuando van a las sementeras comunes, u otras faenas; para los caminantes para agasajarlos, y a los huéspedes, que a todos, sea español, mulato, mestizo, negro o indio, esclavo o libre, se le hospeda y da de comer, y aun se le pasa en embarcaciones por los ríos grandes, que no tienen puente, con toda libertad, de balde, GRATIS ET AMORE, sin pedirle nada, sino que él liberalmente quiere dar algo a algún indio; pero el indio nada pide: y finalmente se emplean estos bienes en socorrer todo enfermo, viejo y necesitado; y como están a cuenta del Padre, que los visita con frecuencia, y no se expenden sino por su orden, suelen durar de un año para otro y más. Los algodonales comunes sirven para vestir a todos los muchachos de uno u otro sexo: que si el Padre no los viste, los más andarían del todo desnudos, por la incuria de sus padres naturales; y son tantos en pueblos tan numerosos, que cuidando yo del pueblo de Yapeyú, que es el mayor, el año de 55, serían tres mil. El pueblo tenía entonces 1600 y tantas familias. Dase también del lienzo que del algodón se hace a los que van a hacer yerba del Paraguay, a las viudas, y recogidas, viejos e impedidos; y por premios en las fiestas y funciones militares y políticas a los que mejor se portan. Y se guarda una gruesa porción para enviar a vender a Buenos Aires y a Santa Fe del Paraná, y comprar con ello lo necesario de fierro, paños, herramientas, etc., para el pueblo, y sedas y adorno para las iglesias. Hácese lienzo blanco de varias calidades, delgado, grueso, de cordoncillo, torcido y de varios colores de listados. El modo que en eso se tiene es éste. A cada india se le da media libra de algodón el sábado para que traiga el miércoles la tercera parte en hilo; porque de las tres partes las dos pesa la semilla. El miércoles se le da otra media libra para que lo traiga el sábado. Vienen todas al corredor externo de la casa del Padre, y allí sus viejos Alcaldes pesan el ovillo de cada una y le ponen un pedacito de caña con el nombre de la india, para lo que se dirá. Y van poniendo en el suelo los ovillos en hilera de diez en diez, hasta hacer un cuadro igual de ciento: y más allá otro ciento: hasta concluir con todos; y luego pesan el conjunto. Si algún ovillo no vino igual, se lo vuelven hasta que complete la tercera parte: si viene el hilo muy grueso, o muy mal hilado, dan alguna penitencia a la india. Después vienen con la cuenta de todo escrita al Padre, que lo hace almacenar al mayordomo de casa. No asisten los Padres a estas funciones de mujeres, porque es mucho el recato que se guarda con ese sexo. Los tejedores son muchos. En Yapeyú tenía yo 38 ordinarios. Los ochos eran de listados. Se les da cuatro arrobas de hilo: y traen de ello una pieza de 200 varas, de vara o cerca, de ancho: y se les da 6 varas por su trabajo: porque aunque es para el común del pueblo, y de él se da al mismo tejedor por premio en otras funciones cuando entra en ellas, y a sus hijos de vestir con el conjunto de los demás muchachos; no obstante, por ser cosa de mayor trabajo que lo ordinario de los demás, está ordenado que se les dé este alivio. Cuando va urdiendo el tejedor, tiene los ovillos con aquella cañita del nombre de la india; y cuando al medio del ovillo encuentra con tierra, trapos u otro engaño que puso la hilandera para sisar del hilo, o hilar poco, viene luego con ello al mayordomo, y éste al Padre, para dar alguna represión o penitencia a la india. Estas trampas las suelen hacer las recién casadas (que hasta casarse no se les da tarea), que ignoran para qué es aquella cañita con su nombre. En sabiéndolo, se enmiendan, y es cosa de tan poco trabajo, que en cuatro ó cinco horas se hace, el hilar media libra de algodón. La pieza se le pesa al tejedor, para ver si viene bien con lo que se le dio de hilo. Todo se hace por medio de los mayordomos, que se escogen de los más capaces: y vela sobre ellos el Padre. De los algodonales particulares, que se les hace labrar para su familia, hila la india lo que quiere según su mayor o menor cuidado, y lo trae a casa del Padre; y por medio del mayordomo va a otros tejedores, que además de los del común del pueblo hay para los particulares; y de lo que trae suelen salir ocho o diez varas de lienzo: no tienen los cortos espíritus de la india ni de su marido valor para más. Y al tejedor le da en premio alguna torta de maíz, o mandioca, o algún dijecillo, o nada: que aunque nada le den, hace su deber, y no son interesados: y más siendo puestos por el Padre. Todo este concierto en esto y en todas las demás cosas, es instituido por los Padres: que el indio de su cosecha no pone orden, economía ni concierto alguno. El Padre es el alma de todo: y hace en el pueblo lo que el alma en el cuerpo. Si descuida algo en velar, todo va de capa caída. Dios nuestro Señor, por su altísima providencia, dio a estos pobrecitos indios un respeto y obediencia muy especial para con los Padres; de otra manera era imposible gobernarlos: por ella pueden escoger los más a propósito para oficios y para sobrestantes, que entre tanta multitud se encuentran algunos, para por medio de ellos dirigirlos en su bien, velando sobre los mismos sobrestantes. Los otros bienes comunes y más principales son el ganado mayor y menor. Los indios no tienen en particular vacas, ni bueyes, ni caballos, ni ovejas, ni mulas: sino gallinas, porque no son capaces de más. Hemos hecho en todos tiempos muchas pruebas para ver si les podemos hacer tener y guardar algo de ganado mayor y menor y alguna cabalgadura, y no lo hemos podido conseguir. En teniendo un caballo, luego lo llena de mataduras: no le da de comer, ni aun lo deja ir a buscarlo: y luego se le muere. El burro es más propio para su genio; pero lo suele tener tres y cuatro días atado al pilar del corredor de su casa, sin comer ni beber, sin echarlo al campo, por no tener el trabajo de ir a cogerlo allá: y luego se le acaba. Les damos un par de vacas lecheras con sus terneras, para que las ordeñen y tengan leche: y por el corto trabajo de ordeñarlas, no las ordeñan: las dejan andar perdidas por los campos y sembrados, o matan las terneras y se las comen. Lo mismo sucede con los bueyes, que los pierden o matan y comen. Sólo en tal cual de los más principales y capaces podemos lograr que tengan alguna mula o bueyes, y que lo conserve. Todo esto está de común. Para esto tiene cada pueblo sus dehesas, pastoreos o estancias de todo ganado, vacas, caballos, mulas, burros y ovejas. Y va el Cura a visitar estas estancias, y dar orden en su conservación y aumento dos veces al año, aunque disten 20 y 30 leguas del pueblo, como distan algunas, y otras más: porque del buen estado de estas estancias depende el bien o mal del pueblo en lo temporal y espiritual. Si el año es algo estéril, como el indio no siembra sino lo preciso, y con escasez; a los fines del año no hay maíz ni otra cosecha en forma, y aprieta el hambre. Si viene seca (y suele venir cada tres o cuatro años), apenas hay que comer para seis meses: con que es menester acudir a las vacas. Seis o ocho pueblos hay que tienen las suficientes para poder dar a cada familia cuatro o cinco libras de carne todos los días sin disminución en su estancia. Y así lo hacen. Los demás no tienen sino para dar ración dos, tres y cuatro días a la semana: y guardan con gran cuidado lo que hay, para dar cada día en tiempo de hambre o de epidemia, que suele picar varias veces. La distribución de la carne es de esta manera. Después del Rosario (que suele ser como una hora antes de ponerse el sol), se hace señal con el tambor. Vienen las mujeres, una de cada familia. Cogen los Secretarios (que así llaman a los que cuentan la gente y leen las listas) sus libros: van llamando a todas por sus cacicazgos y parcialidades: y otros les dan la ración. Para prevenir éstas, traen las reses por la mañana al patio y oficinas de casa de los Padres. Allí las matan y hacen las raciones, y ajustan los Secretarios la cuenta de ellas. Todas llevan por igual, excepto las de los Cabildantes, y otros principales, que se les da doblado. Para arar, llevar carros, traer maderas del monte, etc., se les dan toros de cuatro o cinco años para que los domen antes. Cogen el toro con un lazo, en que son diestros. Átanlo a algún horcón o árbol. Tiénenlo allí ayunando dos o tres días, y ya debilitado con el ayuno, le atan pesados ramos para que los arrastre. Así con la docilidad, cansancio y ayuno los amansan: y luego los usan. Para amansar o domar un caballo, o mula, no hacen más que enlazarlo con uno o dos lazos, con que le hacen caer en el suelo sin poder levantar. Allí caído le ponen la silla con sus estribos. Monta en él el domador con sus espuelas. Suéltale las ataduras para que se levante. Corcovea y brinca el caballo, y a veces se echa en el suelo: y el jinete está en él como clavado sin caer. Es grande la destreza que en esto tienen. Al echarse o tirarse el caballo al suelo, ensancha el indio las piernas, para que no le coja alguna, y si a espuelazos no se quiere levantar, se apea: y con algún látigo o vara hace que se ponga en pie: y luego vuelve a montar. Así en tres o cuatro días doma un caballo feroz. En estas y otras cosas mecánicas, se adelantan lo que se atrasan en las intelectuales. Cuando es tiempo de arar, traen al corral (que los hay grandes al lado del pueblo) 600 u 800 bueyes, que así llaman a los toros ya amansados, castrados o enteros, y vienen a cogerlos los que han de ir a arar. Pónense a la puerta los Secretarios con su papel, apuntando todos los que sacan bueyes y van con ellos a sus sementeras. A la tarde vuelven los Secretarios y van apuntando todos los que los vuelven, para ver si alguno los perdió, mató o comió: que lo suelen hacer algunas veces (y si no hubiera esta diligencia, lo hicieran cada día), y dan luego razón al Padre si están bien los bueyes. Al día siguiente traen otros tantos, no los mismos, porque estos descansan, porque el día que los lleva el indio, no les da de comer ni beber por su grande incuria, y no tener compasión alguna con el animal, ni discurso para su conservación. Estando yo cuidando un pequeño pueblo de indios, que poco había se habían hecho cristianos, tenían 800 bueyes en la estancia. Hacía traer sólo 400 a las cercanías del pueblo: éstos los tenía pastoreando en dos campos: los 200 del uno venían un día al corral del pueblo, y allí los tomaban los indios para su labranza, con la cuenta de los Secretarios, como se ha dicho: y al día siguiente venían los otros 200. Y por ser malo el trato que les dan los indios, y por ser poco fértiles de pasto las cercanías del pueblo, pasados tres meses, los hacían volver a la estancia, y traían los otros 400. De esta manera conservaba los 800, reemplazando los que se morían: y de los 800 no podíamos tener más que 200 para cada día. De estas trazas, de esta economía nos valemos para la conservación de estos pueblos en esta y las demás materias, de que es incapaz la inadvertencia, incuria y cortedad del indio. Con las ovejas se tiene mucho cuidado, por ser muy estimada de los indios la lana para su vestuario. Pero como es ganado tan delicado, y el indio que las guarda tan descuidado, y el Padre no puede estar en todo: no hay modo de aumentarla. Sabemos el modo de criarlas, porque tenemos libros y escritos que tratan de esto, y de todo género, de economía natural y casera: y nos aplicamos a ello por el bien de aquellos pobres. Les damos lecciones de todo lo que deben hacer. A todo dice que sí el indio, como acostumbra por su mucha humildad; pero a espaldas del Cura no hace cosa de provecho; y así enferman, se mueren y disminuyen las ovejas. No obstante, con el mucho cuidado de los Padres, en algunas partes hay abundancia, a que ayuda ser los pastos mejores; y en otras compran la lana de los que más tienen. Trasquílanse a su tiempo. Dase a hilar la lana al modo y con el orden y circunstancias que el algodón a las hilanderas y tejedores: y al principio del invierno se reparte todo el tejido a todo el pueblo, hombres y mujeres; y el pueblo que alcanza a dar cinco varas a cada individuo, se tiene por dichoso: porque el indio siente mucho el frío, y por poco que sea, está como inhabilitado para trabajar: y no hay cosa que estime como un poco de tela de lana para abrigarse; y los Padres, por lo mucho que deseamos su alivio, nos consolamos notablemente cuando los vemos con este alivio. No se hacen telas delicadas, sino paño burdo, o cordellate, como mantas de caballo, excepto algunas piezas que se hacen de listados de varios colores para los músicos, sacristanes, Cabildantes y caciques para los ponchos. Y este paño tan burdo, si se le da a escoger al indio con una tela de tisú, es tan estimado de él, que antes escoge a el paño que al tisú: porque aquél le abriga más. No mira el indio el aseo y lucimiento, sino a la conveniencia y necesidad. El frío de aquellas partes es poco: pocas veces llega a helar el agua y éso en tal cual invierno, y con hielo muy delgado: y no dura más que dos o tres meses, junio, julio, y parte de agosto (por estar aquellas partes en el hemisferio opuesto al nuestro), y no es todos los días: pues en esos tres meses, por estar en mayor cercanía de sol (pues están los pueblos entre 26 grados y medio y 30, cuando España está entre 36 y medio y 44) viene muchas veces de repente calor por algunos días. Con todo eso, siente mucho el indio este poco frío, que más parece primavera de acá. Debe de ser de complexión muy fría, como es de flemático, según vemos. El calor, que es mucho, no lo siente. Cuando aprieta mucho el sol en el estío, sucede estar carpinteando al sol maderos para fábricas o cosa semejante, sin cubrir la cabeza con su gorro o sombrero aunque haya sombra cerca: y exhortándoles a que se libren del sol, metiendo los palos a la sombra, se ríen, prosiguiendo al sol. Lo más que hacen es desnudarse de medio cuerpo arriba, tostándoles el sol aquellas carnes. Y comúnmente están alegres en estas faenas, y no falta alguno en cada tropilla que tiene genio de decir chanzas: y a cada dicho ríen y carcajean con muy poca causa. Como desde el principio conocieron los Misioneros que gente de tan poca economía no se podría mantener sin vacas; en los primeros años llevaron, aunque con grande trabajo, algunas vacas a la primera misión de Guayrá, desde el Paraguay, adonde los primeros españoles las habían traído de España, que en aquella América no las había. Destruyeron los portugueses aquellos trece pueblos, como se ha dicho, y quedaron allí perdidas las vacas. Llevaron otras a la misión del Tape: y como los mismos asolaron aquellos nueve pueblos, y se trasmigraron los habitadores, como se dijo en el cap. 3, núm. 6 y 7, y las vacas que dejaron se amontonaron e hicieron cerriles, y esparcieron por aquellos campos, que son los mejores pastos, por espacio de más de cien leguas entre el río Uruguay y el mar hasta el río de la Plata: allí multiplicaron mucho. Fueron vencidos los portugueses, como queda dicho en el cap. 3, núm. 8; y sosegadas y limpias de enemigos aquellas tierras, iban los indios de cada pueblo a traer vacas: que cuesta no poco, cuando cerriles, que allá llaman CIMARRONAS. Van 50 ó 60 indios con cinco caballos cada uno. Ponen en un alto una pequeña manada de bueyes y vacas mansas, para ser vistas de las cerriles, y a competente distancia las rodean o acorralan treinta o cuarenta hombres para su guarda. Los demás van a traer allí las más cercanas, que vienen corriendo como cerriles; y viendo las de su especie, dándoles ancha puerta los del corral, se entreveran con ellas. Vuelven por otras: y del mismo modo las van entreverando, hasta que no hay más en aquella cercanía. Júntanse todos los jinetes, y yendo uno o dos delante por guías, cerrando los demás todo lo que cogieron, van conduciéndolo adonde hay más, teniendo cuidado de no acercarse mucho: que si se acercan, y las estrechan, suelen romper por la rueda y esparramarse. En el segundo paraje, hacen lo propio. Llegada la noche, rodean su ganado, y hacen fuego por todas partes, y de este modo en medio de la campaña está quieto. Si no hacen fuego, rompen y se van por medio de los jinetes. De este modo, 50 indios, en dos meses o tres, suelen coger y traer a su pueblo de distancia de cien leguas, cinco mil o seis mil vacas. De los caballos mueren algunos, ya a cornadas de los toros, que arremeten a cornadas a caballo y jinete: ya del mucho cansancio, y mal trato que les da el indio. Los demás quedan tales, que no pueden servir en todo el año: y se ponen en lozanos pastos a convalecer y engordar. Todo eso cuesta esta faena. Mientras duraron estas vacas, que llamaban la VAQUERÍA DEL MAR, por estar a sus orillas, estaban los indios muy bien asistidos, sin que necesitasen dehesas de ganado manso. Todo el cuidado estaba en tener muchos caballos para ir a la vaquería: y ésta era la dehesa y estancia de los treinta pueblos, y aunque por los malos tiempos se perdiesen las cosechas, aquí hallaban refugio para todo: porque el indio es muy aficionado a la carne, y más de vaca: y en teniendo ésta, ya lo tiene todo. Así perseveraron los indios con abundancia más de 50 años: hasta que, hacia los años 1720, un español benemérito de las Misiones, pidió licencia para ir a vaquear para sí a esta vaquería del mar. Llaman VAQUEAR a este modo de coger vacas. Es de advertir que de las vacas que se llevaron de España a Buenos Aires, en espacio de 80 o más años, se llenaron de ellas sus campos (que toda es tierra llana, como la tierra de Campos, de Valladolid, etc.: y esto por más de cien leguas: y son de bellos pastos). Y los campos que hay entre el río Paraná y Uruguay enfrente de Santa Fe por cien leguas en largo y 500 en ancho, estaban también llenos de vacas, todas sin dueños. Cogían de ellas los españoles, no sólo para comer, sino mucho más para lograr sus cueros y grasas y sebo. En comer, como eran pocos, gastaban poco. Para los cueros, y también para las lenguas, de que tenían mucho comercio con un asiento de ingleses, que por tratados con los Reyes había, y comerciaba en Buenos Aires, mataban sin medida, dejaban perder las carnes, de suerte que cuando este español pidió licencia, ya no había vacas cerriles en las jurisdicciones de dichas ciudades: todas las acabó la codicia. Sólo había algunas mansas en las tierras y estancias de particulares. Pidió licencia este español, porque sabía que no eran vacas comunes sino originarias de las que en su transmigración dejaron los indios, y multiplicadas en tierras no de particulares, sino en que se habían criado los indios en su gentilismo, que A NATURA eran suyas: y mandan las leyes Reales que no se quiten a los indios que se convierten. Diosele licencia, y cogió como treinta mil: que para las muchas que había en tan largos espacios, no era cosa sensible: pues los indios de los treinta pueblos en un años solían traer cerca de cien mil: y con todo eso, no se disminuían, antes iban en aumento. Pidió después licencia otro español, y se le negó: juzgando que, si se concedía a muchos, harían lo que hicieron con las vacas de sus tierras. Formó con esto queja la ciudad de Buenos Aires. Siguiose el pleito: y sentenció el Gobernador que podía entrar quien quisiese a vaquear. Entraron de tropel con muchas carretas por varias partes, sin orden ni concierto. Mataban vacas sin número. Enviaban los cueros, lenguas, sebo y grasa a los ingleses de Buenos Aires, cargando de ellos las carretas: y mientras unas volvían, otras se estaban en la faena para cargar segunda vez. Y de este modo, en sólo diez años, acabaron, no sólo con millares, sino millones de vacas, asolando del todo la vaquería del mar de los indios, como habían asolado las suyas de Santa Fe y Buenos Aires. Luego que el Gobernador dio franca licencia, presumiendo los Padres lo que había de suceder, que dentro de algunos años, no habría vacas; y viendo que los indios no podían subsistir sin aquel socorro: como tan celosos del bien de estas pobres criaturas, procuraron hacer luego, antes que se acabasen las del mar, otra vaquería común, a que no pudieran alegar derecho, ni en cuanto a las tierras, ni en cuanto a las vacas. Para lo cual, buscaron una campaña hacia el oriente, distante cerca de 80 leguas de los pueblos, y espaciosa por 60 o más leguas, que no pertenecía a ningún particular, sino a sus abuelos cuando eran infieles: y de las vacas que algunos pueblos tenían mansas, o aquerenciadas en sus estancias, (porque viendo que los españoles entraban en la vaquería del mar, se habían dado a coger cuanto antes de ella lo que pudiesen, y formar estancias en las cercanías de los pueblos), sacaron hasta ochenta mil: y haciendo camino primero por un bosque espeso de tres leguas, y después por otro de cinco, metieron por aquella puerta las ochenta mil, y las dejaron cerradas por todas partes, para que multiplicasen, esparcidas por todo aquel espacio, que por todas partes estaba cercado de sierras y de muy dilatados bosques y muy espesos: y después ir allá todos los pueblos a vaquear, como iban a la vaquería del mar: porque de solas las estancias de los pueblos, aunque todos las tuviesen, juzgaban que por la incuria del indio en cuidar el ganado, no se podrían mantener sin que hubiese estancia o vaquería común, de que se cebasen y supliesen las particulares. Esta segunda vaquería se llamó DE LOS PINARES, por los muchos pinos que en ella había. Sintieron los portugueses hacia cuyas tierras caía, lo que había: y luego abrieron camino, aunque con mucho trabajo, por aquellos espesos bosques y sierras, para meter caballos por ellos: y en poco tiempo acabaron con todas esas vacas, ajenas y en tierra ajena, matándolas por la misma codicia de los cueros para llevarlos a Europa, y del sebo, grasa y lenguas. A este tiempo llegué yo a las Misiones, que fue el año de 31. Consultamos el modo de tener vaquería común, de manera que ni los españoles pudiesen alegar derecho a ella; ni ellos, ni los portugueses la pudiesen destruir, sin ser sentidos y defendida. Determinose que la estancia del pueblo de Yapeyú, que empieza a una legua del pueblo, y se dilata hasta cincuenta leguas de largo y treinta de ancho, y estaba llena de vacas, no mansas; sino cerriles y alzadas, o cimarronas, pero propias del pueblo, que las metió en aquellas sus tierras, sacándolas de la vaquería del mar, y guardándolas con sus indios por los confines para que no se vayan a otras tierras: Determinose, pues, que en esta grande estancia se buscase un paraje capaz de 200 mil vacas: para lo cual es menester un espacio de veinte leguas de largo y diez de ancho. Que de la estancia grande, se cogiesen hasta cuarenta mil, del modo que se cogen las cimarronas, como se ha explicado en el núm. 26, y se metiesen en esta pequeña estancia, y se amansasen bien en tres o cuatro vacadas o rodeos, como allí dicen. Que para su guarda se pusiesen los indios pastores o estancieros, como allí llaman, que fuesen de confianza y mayor cuidado. Y que para llevar esto adelante, y prevenir cualquier desorden, injusticia y destrozo en lo futuro, se pusiese allí un Padre Capellán con su decente capilla, y un hermano Coadjutor. Que se esperase hasta ocho años, en cuyo tiempo las cuarenta mil vacas, bien guardadas, podían multiplicar, según dictaba la experiencia, hasta las 200 mil. Que desde este tiempo se empezasen a gastar, no yendo los pueblos a cogerlas, como cosa común y sin dueño, pues eran del pueblo de Yapeyú, sino vendiéndolas el pueblo a quien las quisiese comprar: poniéndolas a su costa en las cercanías del pueblo comprador. Y por cuanto eran vacas ya mansas, y hechas a vivir con sosiego, valiese cada cabeza un real de plata más que las otras cimarronas recién sacadas, cuyo precio era entonces de solos tres reales de plata cada una, fuese vaca, o toro, gorda o flaca. Item, que en la estancia del pueblo de San Miguel, que tiene cuarenta leguas de largo, y como veinte de ancho, y donde también había muchas cimarronas propias del pueblo, y guardadas a la larga al modo de las de Yapeyú, se buscase otro paraje de las mismas circunstancias: y se metiesen en él otras cuarenta mil: y se pusiese un Padre y un hermano, y se vendiesen del mismo modo. Todo se hizo así: y quedaron socorridos los pueblos: porque de otra parte no se hallaban vacas ni aun a mayor precio. El pueblo, que como dije, es el mayor, suele gastar al año diez mil vacas en la ración ordinaria: pues matan cada día en el pueblo entre treinta y cuarenta. Estas las cogen en la estancia grande a fuerza de caballos y trabajo, como se dijo: y de esta nueva estancia vendía a los demás. Lo mismo hacía el de San Miguel. Ya veo que a cualquiera que no está enterado de las cosas de la América, se le hará imposible estancia de cincuenta leguas: gasto de diez mil vacas al año en un pueblo de mil y setecientos vecinos: precio de ellas de sólo tres reales de plata, etc. Pero es otro mundo aquél. La misma admiración nos causaba a nosotros a los principios. O pensará que las vacas son chicas como carneros: y otras cosas a este modo. Son tan grandes como las de España, o más. Ni las leguas son chicas. Se miden a razón de seis mil varas. Son de aquellas que veinte entran en un grado, con corta diferencia. Las estancias de Yapeyú y San Miguel son las mayores: las demás son de a ocho, diez, o a lo más veinte leguas de largo. El modo de hacer las vacas de cimarronas mansas, es éste: Después de cogidas del modo dicho, se ponen en la estancia del pueblo cerrada por todas partes con arroyos, pantanos, o zanjas hechas a mano: aunque ninguna está tan cerrada, por la incuria de los indios, que no tenga muchas partes por donde salirse. Allí las dividen en tropas de a cinco mil o seis mil: y colocan cada tropa en sitio determinado algo cerrado, para que no se junten con otra tropa. Y esto llaman RODEO. Juntan este rodeo a los principios cada día para que no se esparzan, que forcejean a ello, para volverse por donde vinieron, y para que se hagan a aquel paraje: y porque este tan frecuente rodeo no les da tiempo para pacer a gusto: después de algunas semanas juntan el rodeo sólo dos veces a la semana, y las tienen en él en alguna loma algo alta dos o tres horas, rodeándolas por todas partes: y en partes las meten y hacen el rodeo en un grande corral de palos. Todos son allí de palos. No hay ninguno de piedra o pared, ni aun en las tierras de las ciudades más adelantadas. De este modo se hacen mansas y procrean más, y con facilidad las sacan sin gasto de caballos y las llevan a cualquiera parte. Con estas dos estancias prosiguieron los pueblos, comprando de ellas, sosteniendo, conservando, y aun aumentando sus estancias particulares, hasta que vino la línea divisoria nueva, que lo acabó todo. Esta tan sonada línea en estos tiempos se originó de los excesos de los portugueses. Al principio de sus conquistas en el Brasil, teniendo algunas diferencias con los castellanos, acudieron al Papa Alejandro VI para que señalase límites. Señalolos: y después de grandes disputas, quedaron las dos Coronas en que la línea se señalase por el grado de longitud 330. Con esto el portugués quedaba con todo lo conquistado, y el español también: y les quedaba por conquistar. Este grado 330, tomado el primer meridiano del pico de Tenerife, pasa, según común sentir, por la boca del Marañón al norte del Brasil: y entra en la mar por la isla de Santa Catalina al sur. Divide el globo terráqueo en dos partes iguales: y allá por los antípodas, que corresponden al grado 150, pasa por las islas Filipinas. En la América se fueron entrando los portugueses tierra adentro, pasando esta línea, y cultivando minas de oro muy dentro de lo que tocaba a España. De manera que por el río Marañón entraron estos últimos años más de cuatrocientas leguas, poblando una y otra banda. Quejose España de tanto exceso. No pudieron negar su adelantamiento: pero alegaron que también España poseía las islas Filipinas, que según la línea les tocaba a ellos: y lo habían disimulado tantos años: que, dejando España todo aquello sin poblar, bien podían poblarlo ellos. Finalmente, por medio de nuestra Reina, hija de su Rey, consiguieron una nueva línea, en que se les dejaba con lo adquirido por el Marañón, excepto un pequeño territorio en que caía un nuevo pueblo de indios: y con todos los territorios de minas de oro y diamantes que habían poblado hacia el Paraguay y el Perú: y ellos cedían el derecho a Filipinas, y entregaban la fortaleza de la Colonia del Sacramento enfrente de Buenos Aires a la otra parte del río de la Plata: (como se ve en el mapa) y por eso y por la cesión, se les daban los siete pueblos, que eran como treinta mil almas, habían de pasar a los dominios de España, formando nuevos pueblos, llevando consigo los ganados y bienes muebles: y dejando para los portugueses sus casas, tierras, huertas, algodonales, yerbales y todo bien inmoble: y en recompensa de esto se daría a cada pueblo cuatro mil pesos. Esta diferencia se hizo para no dar tanto indio a Portugal, con los cuales en aquellas partes nos pudiese hacer guerra en tiempo que la hubiese. Intimose a los indios el tratado. Al principio consintieron algunos: pero apretándoles en su ejecución, resistieron todos. Instábamosles los Padres considerando el empeño de la Corte, y que, si no obedecían, había de ser peor; y mal de su grado por armas les harían obedecer, con pérdida de sus bienes muebles e inmobles, y también de muchas vidas, si resistían. Lo que perdían en este tratado era mucho más que lo que en la Corte se pensó: que no le consultó con nosotros, juzgándonos apasionados por los indios. Juzgaron que con los cuatro mil pesos se resarcían de las pérdidas de los edificios y demás bienes. Pero era tan al contrario, que había pueblo que perdía más de setecientos mil pesos. Estando yo cuidando por orden del Gobernador y Capitán general y mis Superiores del pueblo de San Nicolás, uno de los del tratado, instando en la transmigración de los indios de él: no queriendo dejar sus tierras, vino un grueso destacamento de soldados. Salieron al opósito los indios, no pudiendo yo estorbarlo. Mataron a un capitán español: y los españoles a cuatro indios en las calles, con que huyeron los demás y se apoderaron del pueblo. Perseveré en él con el destacamento algunos meses. En este tiempo, ante mí hicieron cómputo de lo que perdía el pueblo. Hallaron 700 casas. De su valor, unos decían que cada una valía 500 pesos: otros, que 400: y el que menos, que 300. Eran todas de cimiento, y una vara en alto, de piedra: lo demás, de adobes. El techo con buenos tejados: y los corredizos y soportales con columnas de piedra, y de una piedra cada una. La suma de 700 a razón de 300 monta doscientos y diez mil pesos. La iglesia, que es de piedras labradas, junto con la torre, y ocho o diez campanas que tiene, con la casa y patio del Padre, que son muy grandes, por servir a todo el pueblo en varios usos; y la casa de las recogidas, almacenes, graneros y capillas de fuera, decían que valía tanto como todo el pueblo, esto es, todas las 700 casas. De árboles de yerba del Paraguay, de que se contaban como cuarenta mil plantas en dos grandes planteles o yerbales, como allí dicen, que valuaban en cinco pesos cada árbol, por la parte que menos, pues decían que en otras partes cada olivo se vendía a diez pesos: y que a lo menos valía la mitad cada árbol de yerba, sacaban doscientos mil pesos. De los algodonales comunes y particulares que daban cinco o seis mil árboles de algodón al año: y de las huertas comunes de melocotones, que es propia tierra para ellos, y de otras frutas, sacaban crecidas sumas, que montaban por la parte que menos, setecientos mil pesos. La iglesia del pueblo de San Miguel, en que trabajaron mil indios por diez años, de que ya se tocó algo, la valuó el ingeniero mayor del ejército y otros arquitectos en un millón de pesos: y el General portugués, luego que la vio, dijo que sólo los cimientos valían más que lo que el Rey de Castilla daba por todo el pueblo, eso es, los cuatro mil pesos: y todo esto era de los indios, que lo hicieron sin jornal alguno, con grandes sudores y fatigas. Como perdía todo esto el pobre indio, y con la circunstancia muy agravante para ellos, de haberse de dar a los portugueses, que en lo antiguo les hicieron tantos daños, y en lo presente se los hacían también muy frecuentes, con continuos hurtos de sus ganados en las estancias, y con pendencias frecuentes, y aun muertes, por defender su hacienda, por lo que los tenían por enemigos: como consideraban esto, y hacían refleja de lo que les había costado; y ahora les obligaban a hacer de nuevo todo esto con nuevos sudores y trabajos, cosa tan sensible a su genio tan perezoso; y sobre todo se les mandaba dejar su patrio suelo, e ir a tierras muy distantes, que es lo que más siente el indio; no pudieron sufrir tan pesada obediencia: y así, aunque siempre nos habían obedecido en todo, excepto en algunas transmigraciones que en tiempos antiguos fue preciso hacer con algunos particulares pueblos; habiendo aquí mayores dificultades, no hicieron caso de nuestros esfuerzos, y aun algunos Padres corrieron riesgo de la vida, por instar mucho en esta transmigración. Los españoles, sabiendo el respeto que nos tenían, juzgaron que si les mandábamos que se transmigrasen, obedecerían luego: y así, que el no hacerlo era señal de que nosotros los amotinábamos. Pero iban muy errados. Ya después que entraron en los pueblos, trataron con los indios, y vieron lo que se les mandaba, y lo que perdían, nos decían lo muy errados que habían andado: y que ellos mismos, si se les mandase lo que a los indios, resistirían hasta la última gota de su sangre; pero que como eran mandados en lo que hacían, no podían menos de proseguir en la ejecución del tratado. Mejor hicieran en obedecer en todo según las máximas del Evangelio en caso de mandarles lo que al indio: y de estas máximas, como SI QUIS AUFERT TIBI PALLIUM, PRAEBE EI ET TUNICAM, nos valíamos para que cedieran a lo que se les mandaba. Fue esto de tal manera, que después, tomando juramento jurídicamente el General D. Pedro Cevallos no sólo a los Corregidores, indios principales y caciques, sino también a sus oficiales que se habían hallado en las refriegas de los indios, que eran muchos, de lo que había habido en este punto, testificaron todos que los indios, no los Padres, habían sido la causa de la resistencia. Este testimonio tan autorizado lo envió a la Corte. No obstante, muchos están en que nosotros fuimos la causa de todos los males. Cuando se dé lugar a la luz, se descubrirá la verdad. Finalmente, los indios, a fuerza de armas, fueron echados de los siete pueblos. Recibiéronlos los otros 23 de la banda occidental del río Uruguay. El General Portugués, que había venido a esta campaña auxiliando a los españoles, y estaba persuadido a que en aquellos siete pueblos había muchas riquezas, de manera que hay testigo muy autorizado que afirmó haberle oído decir antes de esta conquista, que los Padres para sus colegios sacaban cada año millón y medio de pesos de los 30 pueblos, viendo ahora por sus ojos el engaño, comenzó a mostrar disgusto del tratado: pareciéndole que de la Colonia, por vía de contrabando, sacaba Portugal más plata que la podía sacar de aquellos pueblos. El General español, que juzgaba que a España se le seguía mucho daño y mengua de aquel tratado: aunque como tan fiel, obedecía en lo que se le mandaba. Había también que sacar de los montes millares de indios que, por miedo del ejército, y por no dejar su país, se habían metido en ellos: y decía el portugués que mientras el español no sacaba a aquellos indios, y los conducía a la otra parte del Uruguay en los demás pueblos, no podía él poner en los siete del tratado, ya evacuados, las familias portuguesas, que para ello estaban prevenidas: porque los del monte con continuas irrupciones los irían destruyendo. El General español, D. Pedro Cevallos, envió varios destacamentos a sacar estos indios. Cada uno llevaba un Jesuita: y ya con el terror de las armas, ya con las persuasiones del Padre, sacó a todos, y los condujo al sitio destinado. En estas cosas se gastaron tres años: y en todo este tiempo estuve yo con el General en los pueblos de San Juan y San Miguel, como capellán y Misionero del ejército. Acabados de sacar los indios amontados, murió nuestro Rey D. Fernando VI y la Reina. Entró a reinar D. Carlos. Y teniendo por injusto el tratado, luego lo anuló, y mandó que los indios volviesen a sus casas, y se les resarciese todo lo que habían perdido. Volvieron, y no hallaron ganados ni cosa que comer: pero con la ayuda de los otros pueblos, fueron volviendo en sí: y cuando vino el arresto de los Misioneros, que fue por Agosto de 68, ya estaban con bastante lustre, aunque les faltaba mucho para llegar al primero. El mandato del Rey de que todo se les resarciese, no se ejecutó, como suele suceder con otros mandatos reales en tierras tan distantes: y no fue por incuria del General. Hecha esta disgresión, prosigamos con lo político y económico del pueblo. Además de los bienes comunes de vacas, algodón, etc., hay otro muy particular y cuantioso, que es el de la yerba del Paraguay, que comúnmente llaman YERBA, sin más ádito. Hay en los montes de aquellas Misiones, y en los de la gobernación del Paraguay, por toda ella, unos árboles propios de aquel territorio, del tamaño de un naranjo, y de hoja parecida a él, que llaman ÁRBOL DE YERBA. Cógense las ramas no grandes de este árbol: chamúscanse a la llama: pónense en unos zarzos muy altos: y por debajo se les da humo toda una noche: después se muelen y se ensacan. Esta es la yerba tan usada en aquellas tierras entre ricos y pobres, libres y esclavos, como el pan y como el vino en España. Úsase lo mismo que el té o chá, como dicen los portugueses, tomado de los chinos. Caliéntase el agua: échase como un puñado de yerba en el MATE, que es la vasija en que se toma, y es de calabazo pintado, de figura de una canoa o pesebre, o de coco grande, que los ricos lo tienen guarnecido de plata, o de palo santo, madera muy medicinal; no de estaño, plata, ni barro: encima de la yerba se echa el agua caliente templada, no hirviendo, que así hace que amargue la yerba: y la gente de algún ser la echa azúcar, y aun agrio de naranja y pastillas de olor. La gente ordinaria sin cosa de estas. Hay dos modos de yerba (no digo especies): una que llaman CAAMINÍ, o yerba menuda: otra CAÁ IVIRÁ, o yerba de palos. La diferencia entre las dos sólo es que la yerba de palos, para molerla, la meten en un hoyo, barriendo con ella tierra y otras cosas que había debajo de los zarzos adonde la echaron después de ahumada, y no tapan el hoyo: allí la majan, cayendo y entreverándose con ella la tierra de los lados del hoyo: y no la ciernen en cribas, sino quitando los palos mayores, dejan en ella los menores. La CAAMINÍ, o menuda, se muele en canoas, o en hoyo bien dispuesto que no se le mezcle tierra: y se criba, dejándola sin palitos. Esta vale casi doblado que la otra. De ésta hacen los treinta pueblos. La otra de palos la hacen los españoles del Paraguay, y los indios de los diez pueblos que tienen allí. Antiguamente iban nuestros indios a hacer esta yerba a los montes, distantes de los pueblos 50 ó 60 leguas: porque no había a menor distancia. Los siete de la banda oriental del Uruguay iban por tierra con carretas: los demás por los ríos Uruguay y Paraná en balsas hechas de canoas, río arriba, que no se cría río abajo: y no se podía ir por tierra por las sierras y montañas intermedias. Los de tierra volvían con sus carros cargados después de muchos meses. Y los de agua, después de hecha la yerba, la llevaban a hombros desde el sitio donde se cría hasta el río, que en partes estaba lejos como de tres o cuatro leguas. Viendo los Padres tanta pérdida de tiempo fuera del pueblo, sin los socorros espirituales de él, y tanto trabajo de los pobres indios, se aplicaron a hacer yerbales en el pueblo como huertas de él. Costó mucho trabajo, porque la semilla que se traía no prendía. Es la semilla del tamaño de un grano de pimienta, con unos granitos dentro rodeados de goma. Finalmente, después de muchas pruebas se halló que aquellos granitos, limpios de aquella goma, nacían: y trasplantando las plantas muy tiernas del semillero bien estercolado a otro sitio, y dejándolas allí hacer recias, después se trasplantaban al yerbal, y regándolas dos o tres años, prendían y crecían bien: y después de ocho o diez años, se podía hacer yerba. Es planta muy delicada: y con toda esta industria y trabajo, se logra: y se han hecho yerbales tan grandes en casi todos los pueblos, que no es menester que los pobres indios vayan con tantos afanes a los montes. Es grande el empleo que los Padres ponen siempre en librar de trabajos a aquellos pobrecitos, en su conservación y alivio, que en todas las otras partes son perseguidos, afligidos y maltratados, y yendo en gran disminución, como lo testifican las historias de eclesiásticos y seglares, y ratifican los que caminan mucho por las provincias de la América, excepto en algunas de indios más capaces que se gobiernan por sí solos, de que habla el P. Gumilla en su bella Historia del Orinoco. Por lo que el Rey Felipe V, informado de ésto por medio de los Obispos en sus Visitas, y de los Gobernadores y Jueces, alabó mucho este cuidado en los Padres en la Cédula del año 43, punto 4.? (tiene 12 puntos) exhortándonos a que prosigamos en este negocio de lo temporal: y añade: "Ojalá que así se hiciera en los pueblos del Perú: que no se experimentaría en ellos tan mala versación de sus haciendas." Ya se ha visto el cuidado, celo y empeño que se puso en las vaquerías para la conservación de estos pobres. Los españoles viendo estos yerbales, han pretendido hacer lo mismo en sus casas y granjas para librarse del mucho consumo de mulas que hacían por sierras y montes, haciendo y trayendo yerba: y yo les he dado semilla y receta para que lo hagan: mas nunca lo consiguen, aun siendo las tierras del Paraguay más a propósito para esta planta que las de otros países. Esta es la finca principal de los pueblos para comprar lo necesario de Buenos Aires, y para dar al pueblo. Envía el pueblo anualmente a Buenos Aires 400 arrobas de yerba con los indios del mismo pueblo en barcas por los ríos, a manos de un Padre Procurador de Misiones que allí hay. Otros a Santa Fe a otro Padre que también hay allí: aunque por de menor comercio a aquella ciudad, es poco frecuentada aquella Procuraduría. Vende el Procurador la yerba v. g. a 4 pesos la arroba, según los tiempos, poco más o menos: y con su valor compra lo que el Cura pide, que suele ser tela, y aderezos para la iglesia, cuchillos, tijeras, hachas, fierro en bruto para muchos usos de los herreros, (cuchillos, tijeras y hachas se ha experimentado que es más útil comprarlos que hacerlos en el pueblo) armas de fuego, abalorios, y dijes para sus fiestas, adornos, tela de paño, y otras especies, lienzos de lino para los altares, y otras mil cosas necesarias, que a sus tiempos con toda economía y equidad se reparten entre todos. Hay orden del Rey de que no se vendan para Buenos Aires y Santa Fe más de doce mil arrobas de yerba entre los 30 pueblos, que tocan a 400 cada uno. Esta orden se dio a petición de los españoles del Paraguay, que son los únicos que tienen este comercio, y bajan a Buenos Aires como cincuenta mil arrobas cada año, por el río de su nombre y el Paraná. No se pueden bajar más que estas doce mil aunque se despreciase el orden (que nunca se desprecia alguno, aunque sea de mucho trabajo, antes bien se pone mucho cuidado cumplirlos), porque es preciso pasar la embarcación por dos o tres parajes que están llenos de guardas de confianza, que lo registran todo y dan su pasaporte. De esta yerba dice el papel de aquel Prelado que todos sabemos, que sacamos tantas riquezas, que de ellas enviamos cada año un millón de pesos a N. P. General. A tanto ha llegado en estos tiempos la ceguedad, sueños y delirios de personas, aun de la mayor santidad, a vista de tantos Gobernadores, Oficiales militares, guardas y otros mil particulares, que saben o ven lo contrario. Siémbrase también en todos los pueblos tabaco para el común. De éste envían también algunos pueblos a las ciudades, que allí se usa mucho para fumar y mascar. Es muy común en estos dos usos entre la gente baja, y no pocos de distinción. Los indios no usan sino para mascar, que dicen les da así mucha fortaleza para el trabajo, especialmente en tiempo de frío. No se usa en polvo por las prohibiciones reales. El de polvo viene de España, y vale lo más barato a cuatro pesos libra. Todo lo que va de Europa es a este tenor: el quintal de fierro a 16 pesos (allí no hay sencillos): el paño, de Segovia a 8 pesos vara: el barril de vino de Andalucía de 4 arrobas o cántaras, o 32 frascos ordinarios, a 30 pesos: y así lo demás. De todos los bienes de comunidad dichos, sólo salen de los pueblos el lienzo y algo de hilo para pábilos, la yerba y el tabaco: dejando lo necesario para el consumo de los vecinos. Los demás bienes quedan para el gasto, y para contratar unos con otros: porque en unos abunda el algodón, en otros escasea; de manera que con dificultad se coge lo necesario para el pueblo: y lo mismo sucede con el maíz y legumbres: y con los ganados: y acuden a tiempos varias plagas de gusano, langosta, etc. en algunas partes, dejando otras: por lo que hay mucha comunicación de unos con otros en compras y ventas. No corre dinero en esto. Y lo que es de maravillar, en toda la gobernación del Paraguay, ciudad de las Corrientes (aunque pertenece a la de Buenos Aires), ni en algunas otras ciudades de otras provincias. Todo se hace por trueques. En el Paraguay tiene la ciudad puesto precio fijo imaginario a las cosas: el algodón, la arroba a dos pesos: el tabaco en hoja, a seis: la arroba de yerba, a dos, las vacas, a seis, etc. Y así el que tiene mucha yerba, y nada de algodón, para comprarlo, se informa del que lo tiene, (que allí no hay tiendas, ni plazas de cosas vendibles), y ve si se lo quiere vender por yerba: y como ya saben los precios, sólo ajustan lo que corresponde a un género por otro. Los géneros de Europa, que llegan allá desde Buenos Aires están señalados por la ciudad a cuatro por uno, lo que costó en Buenos Aires uno allí se paga cuatro: y lo que costó 100 se paga 400: y así se hace comúnmente en todo. A este modo, en nuestros pueblos están señalados los precios de todas las cosas: y cada Cura tiene su papel de ellos: y cuando le sobra algo, da lo que le sobre por lo que necesita. Y estos precios nunca se varían, haya carestía, o abundancia. Y los géneros que vienen de Buenos Aires, como están más cerca que del Paraguay, están señalados a 25 por 100 por los costes y peligros de la conducción. Y por esto, el Procurador envía lista del precio a que compró allá los géneros, porque aunque no se compran para revenderlos con lucro (que esto sería negociación prohibida a todo eclesiástico), sucede a veces estar sumamente necesitado un Cura de algodón para el vestuario de los indios, porque se lo destruyó el gusano (que aun más que la langosta arrasa): o de maíz, porque la seca en su territorio lo perdió: y entonces da lo que tenía en prevención aun para el adorno de la iglesia, para socorrer la mayor necesidad de sus indios. Con estos resguardos y órdenes que se cumplen al pie de la letra, se evita la demasiada solicitud y codicia que podía haber con inquietudes corporales. Todos estos tratos los hacen los Padres al modo que los hace un padre de familia en su casa, por no ser los indios capaces de ello. Por la misma causa los indios no disponen las faenas, viajes por tierra y agua, y demás menesteres del común: ni su avío y matalotaje: que el indio no tiene talento para prevenir sustento más que para 4 ó 6 días, aunque tenga con que prevenirlo, y aunque sepa que el viaje ha de durar meses enteros. El Padre llama al Corregidor y Mayordomo, y conferencia con ellos cuántos indios son menester para tal tropa de carros, y para tal barco que es menester despachar para el bien del pueblo: cuántos bueyes, caballos, mulas, vacas, maíz, legumbres, yerba, y tabaco se necesitan para su sustento y guardar lo que lleven unos y otros. Escógelos el Corregidor, y vienen a la presencia del Padre. Este admite o desecha los que le parece. Ve si les falta vestuario, según la calidad del viaje y del tiempo de frío, lluvia, etc. Socórreles del vestuario del común: y así aviados en todo, caminan: y como saben esto, ningunos repugnan. No se da sueldo, porque lo hacen para el común, tanto para ellos, como para los demás: y mientras éstos están en el viaje, los demás les están componiendo y haciendo su casa, labrando los maizales, y demás sementeras comunes para ellos y para todos: y para los particulares también, si acaso tardan mucho; y haciendo todo lo demás que sirve para ellos y para los que quedan. Sólo en caso de ser mayor trabajo el de los viajantes que el de los que quedan en el pueblo, o de haber hecho su viaje con especial cuidado y utilidad, se les remunera a la vuelta: y el premio suele ser rosarios, lienzo de listado (de que gustan mucho), cuchillos, espuelas, frenos, hachas y cuñas. El Corregidor y Mayordomo son a modo del Ministro y el Procurador en un colegio: y el Cura es como el Rector. El Compañero del Cura no cuida de estas cosas, sino de ayudar en lo espiritual. Asimismo los demás oficiales, y plateros, pintores, herreros, etc., no llevan sueldo por la misma causa: y están muy contentos con este gobierno, por ser el más propio para su genio, de manera que los hombres más prudentes y experimentados, que conocen el genio de este gentío, como son los señores Obispos en sus Visitas, los Gobernadores y Visitadores, han hecho en todos tiempos informes al Rey muy honoríficos de este concierto y economía: afirmando ser, atenta la capacidad de la gente, el más conforme al servicio de Dios, del Rey y de la República, como lo dice el mismo Felipe V en la Cédula citada de 43, apuntando en particular algunos de estos informes, exhortándonos, como se dijo, a proseguir en este gobierno. Y es de advertir que afirma S. M. que esta Cédula se hizo después de haber visto y reflexionado despacio y con toda atención en Junta particular de los más calificados ministros todos los papeles de los afectos y desafectos, enemigos y amigos de los Jesuitas, que se habían hecho en más de un siglo sobre este asunto, y enviado a la Corte: careando los acusadores con las defensas: sobre cuyo acuerdo se hicieron los doce puntos de ella. Y despachó con ella otra Cédula en que mandaba que en adelante, si se hiciese alguna acusación contra las Doctrinas del Paraguay, no se viese ni atendiese, sin leer primero esta Cédula de los doce puntos. Parece que no cabe mayor autoridad, verdad y certificación. No obstante, sucede lo que estamos experimentando. Los que en la Línea divisoria venían por Demarcadores, y algunos otros del ejército, los cuales venían muy empeñados en la ejecución del tratado, diciendo era muy útil para España, y a quienes se habían prometido honoríficos ascensos en caso de efectuarse, decían que todo este gobierno era errado: que cada indio debía tener sus vacas lecheras y otra tropilla más, que comer, como hacen los españoles del campo: un yerbal por huerta: un tabacal: sus caballos y mulas: y hacer yerba y tabaco en abundancia, y venir los españoles a comerciar con ellos, y los Padres sólo enseñar la Doctrina cristiana. Qué más quisiéramos nosotros, que poder conseguir esto, por estar libres de tanto cuidado temporal. Muchas pruebas se han hecho para conseguir algo de esto en diversos tiempos: mas nada se ha podido alcanzar. Si estos indios fueran como los españoles, o como los indios del Perú y Méjico, que antes de la conquista vivían con gobierno de Reyes y leyes, con economía y concierto, con abundancia de víveres, adquiridos labrando sus tierras, en pueblos y ciudades: si fueran de esta raza, casta y calidad, se podía decir eso. Pero son muy diversos. Eran en su gentilismo fieras del campo como se ha dicho. La experiencia ha mostrado que el cultivo de 150 años, que ha que empezaron sus primeras conversiones, sólo ha podido conseguir el amansarlos y reducirlos a concierto, como se ha dicho, de que se admiran mucho los Obispos y otros, considerando lo que eran, teniendo por mucho lo que se ha hecho y conseguido de su brutalidad. Decían más: que si los españoles estuvieran mezclados con los indios, dispensando en la ley que lo prohibe, tendrían más luces, entrarían en alguna codicia, lo agenciarían más bien, haciéndose a guardarlo. La ley se puso con mucha consideración, y después de mucha experiencia de lo que pasaba. Experimentose que los indios, aun los de mayor cultura, como los de Méjico y Perú, no adelantaban en la economía y puntos de hacienda por la comunicación con los Españoles, antes cada día eran más pobres sobre otros daños que se les seguían, y por eso se puso la ley de que el que no fuese indio, no tuviese domicilio en sus pueblos: y otra de que si pasaba alguno de paso por ellos, no se permitiese estar en ellos más de tres días: y la otra de que no se les permitiera andar por las casas de ellos. Son muchos los indios, que se huyen a los pueblos de los españoles. Aunque no sea más que de ciento uno, como son cosa de cien mil, ya son un millar. Unos se huyen porque les castigan por no hacer suficiente sementera para su familia: otros, por matadores de bueyes y terneras, a que son muy aficionados, y no se pasa sin castigo, porque no se destruya el pueblo: otros por pecados de lujuria, y temen los azotes que hay señalados por ellos, porque para todo género de pecados hay castigo señalado, pero castigo paternal, no judicial y hay también fiscales, Alcaldes, Mayordomos, etc., que celan sobre ellos, que con dificultad se quedan sin castigo: y se huyen solos, sin su mujer, o con mujer ajena: y como saben que allá todos estos pecados los pueden hacer sin castigo, porque en estos desiertos, y más en las granjas y estancias de ganados, adonde ellos comúnmente huyen, los pueden ocultar mejor que en su pueblo: es ésta una tentación vehemente para los malignos. Y no es mucho que de cien haya uno de estos malignos: y quizás no se hallará cosa que en la República más culta se hallará, sin que por eso se tenga por defectuosa. De estos, unos vuelven; los más se quedan, y no saben vivir sino alquilándose por jornaleros. Les da su amo cinco o seis pesos cada mes, y de comer: que es el jornal de un peón ordinario: y para que cumpla, es menester que el amo esté sobre él. Pasado el mes, se va a jugar y emplear la paga en aguardiente, que se aficionan hasta embriagarse, cosa que jamás vieron en sus pueblos, donde no se hace este licor, ni viene de otra parte: y aquí luego lo aprenden. Ni aun se hace en sus pueblos vino que pueda embriagar: sino una como aloja, que llaman CHICHA, de maíz, que todos usan en lugar de vino: cuya maniobra, o BOQUIOBRA es mascar el maíz: y con la mascadura y sarro, echarlo en un barreñón de agua: y dejarlo allí dos o tres días hasta que se aceda algo: y entonces lo usan: si se deja algunas semanas, toma fuerza y embriaga: pero nuestros indios, aunque hacían esto en su gentilismo, y se embriagaban con él, nunca lo hacen después de cristianos. Quitose este vicio. Después de gastar el peón (así se llaman allí los jornaleros), sus cinco pesos, vuelve a alquilarse. Así pasan toda la vida, y no paran en un sitio. Unos días están en las estancias de Buenos Aires o en la ciudad: a poco tiempo se van a Santa Fe: luego de allí al Paraguay, distante 200 leguas: y andan vagueando y sin cuidado alguno de su bien espiritual. Entre los españoles, ven bueno y malo: y más de esto; porque el indio no trata sino con la gente más soez: mulatos, mestizos, negros y esclavos: en quienes reinan más los vicios: no aprende cosa buena de lo que ve, e imita luego todo lo malo. Y así con los que vuelvan al pueblo, tenemos harto trabajo en quitarles las mañas que allí aprendieron, para que no inficionen a los demás. Y en algunos pueblos no los quieren admitir, por el daño que han experimentado que hacen con los vicios que traen: y aun suelen volver a huir con una o dos mozuelas, mujeres ajenas. Lo que la prudencia y solicitud real pretende, es que tengan alguna comunicación o comercio con los españoles, para que vivan con alguna hermandad como vasallos de un mismo Rey, sin odio ni extrañeza; pero no de modo que se sigan los daños insinuados y otros con la comunicación cuotidiana. La pretendida comunicación ya la tienen, y siempre han tenido en frecuentes viajes por agua, que hacen con sus haciendas, y por tierra a hacer edificios públicos, como fortalezas; a pelear en compañía de los españoles contra los portugueses e infieles. Cuatro veces han puesto sitio a la Colonia, yendo cada vez millares de ellos. Las tres la ganaron: y después por tratados de paz fue restituida. Más de cincuenta servicios de éstos se cuentan que han hecho con los españoles desde sus principios. A los Demarcadores instruidos en los documentos dichos, que saben cómo se vive fuera del pueblo, les preguntábamos: qué adelantamiento se veía en él, después de 20 ó 30 años de habitar con los españoles, y ver su economía, solicitud y codicia por recoger y guardar hacienda, si habían visto indio alguno que supiese guardar cincuenta pesos, siendo así, que cualquier mulato o negro los adquiere y guarda con el trabajo de un año. Y respondían que ni diez. Con todo eso, quedan muchos con sus dictámenes. Es lo mismo que si dijéramos que era errada la administración de un tutor que cuida de dos o tres pupilos, y de la hacienda que les dejaron sus padres: que el pupilo ha de gobernar su hacienda, hacer tratos y contratos: y el tutor sólo ha de cuidad de enseñarle la doctrina y buenas costumbres. Todos, y ellos con todos, confiesan que el indio es un niño que no sabe cuidar de sí mismo; que es menester tratarle como a tal, y no de Usted, como a los niños: luego es menester gobernarle como a un niño. Bien pudiera el indio hacer todo lo que dicen, y el Cura le ayudaría. Un Corregidor hubo en el pueblo de la Candelaria que plantó un yerbal en sus tierras. Hacía cada año dos tercios de yerba, que son unos zurrones de cuero de vaca, de siete arrobas, poco más o menos, que se acomodan bien en cargas. Llevaba sus dos tercios al Cura, al tiempo de despachar el barco con la hacienda del pueblo, lienzos, tabaco y yerba. Pedíale que despachase sus tercios a Buenos Aires, y que con el producto le hiciese traer lo que necesitaba para su casa: que suele ser bayeta, paño, cuchillos y abalorios. Señalaba el cura los dos tercios; advertía al P. Procurador de quién eran y para qué; decía puntualmente todo lo que el Corregidor pedía. Conocí uno que era Comisario de guerra en su pueblo, el cual plantó un cañaveral de caña dulce; hacía de él cada año tres o cuatro arrobas de azucar; llevábalas al Cura para que fuesen con la hacienda del pueblo, y le traían lo que pedía. Algunos años se iba con el barco, según iba señalado, y por medio del P. Procurador vendía y compraba. Y todos podían hacer lo que éstos hacían, y mucho más, y los Padres se alegrarían mucho de ello. Pero no hay caletre para eso. En treinta y ocho años que estuve, en dos veces, en los pueblos, no supe que otro hiciese otro tanto. Estos eran más capaces que los demás; pero entre muchos millares no se encuentra uno como ellos. Un mulato, a quien traté mucho, siendo mozo, se casó con una cacica, cuyo cacicazgo había perdido la línea varonil: que es cosa que no sé que haya sucedido otra vez, porque las indias nunca se casan sino con los indios. Admitiosele en el pueblo para cuidar de sus vasallos. Sabía leer y escribir; portábase bien, y así casi siempre fue Mayordomo de la casa de los Padres, que es serlo de todo el pueblo; y los Padres de los demás pueblos le llamaban para visitar estancias, y otros encargos de monta, valiéndose de él como de un hermano Coadjutor. Este, en un ángulo de la estancia de su pueblo, tenía su manada de vacas para su casa, y caballos, y mulas, y los guardaba muy bien. Hizo su tabacal y cañaveral, y el tabaco y el azúcar que de ellos hacía, lo enviaba a Buenos Aires del modo que hacían los dos que acabamos de decir, dejando lo necesario para su casa. Otras veces lo vendía al hermano Coadjutor que tenía el Superior de todos los Misioneros para cuidar de proveerlos de vestuario y todo lo necesario. Y de esta manera andaba muy abastecido de todo. Era de la capacidad, economía y honra de un español de mediano entendimiento. Su Cura y los demás Padres le ayudaban para que así se portase. Todo esto veían los indios, y ninguno le imitaba. En las Misiones que estaban a cargo nuestro en Méjico y en el Perú, no cuidaban los Padres Misioneros de esta suerte de lo temporal, porque aquellos indios son de mayor capacidad y economía, y no necesitan de tanto para su conservación y para que vivan como cristianos. Ni en la misma provincia del Paraguay se hacía esto con todos los indios, porque en la nación de los Pampas de Buenos Aires, donde yo estuve muchas veces, viendo los primeros Padres que los convirtieron que sabían buscar por sí el mantenimiento temporal sin mucho cuidado de los Misioneros, y que guardaban lo que adquirían sin desperdiciarlo, y que en los tratillos de sus cosas con los españoles no se dejaban engañar, les dejaban gobernar por sí mismos. Y eran Padres que habían sido Curas de las Misiones de nuestro asunto. Los religiosos de San Francisco que tienen a su cargo cuatro pueblos de la Gobernación del Paraguay, y dos en la de las Corrientes, con ser que es más impropio de ellos manejar hacienda, hacer tratos y contratos, etc., por la rígida pobreza de su Instituto; cuidan de lo temporal de sus indios del mismo modo que nosotros, por ser aquellos indios de la misma calidad. Y en otro pueblecillo que tienen en la jurisdicción de Santa Fe de la nación Calchaquí, no cuidan de ese modo: porque son indios más próvidos. Luego yerran los señores Demarcadores Reales en sus dictámenes contra el sentir de señores Obispos, Gobernadores, Visitadores y de los mismos Reyes, que se guían por la experiencia. Los hijos del mulato que dijimos (vivió muchos años, ya murió) salieron más capaces y económicos que los demás indios, pero no tanto como su padre; y así vemos que sucede en otras generaciones. Cásase una india de las huidas a los españoles con un indio de su nación. Aunque vivan los hijos y los nietos de la huida con los españoles, no salen de su cortedad, incuria y falta de habilidad para lo temporal. Cásase con un español, que tal cual vez sucede, porque se enredó con ella, y quiere salir de aquel mal estado sin dejarla. Sus hijos salen más hábiles, por lo que participan de su padre; los nietos salen mejores y los biznietos no se distinguen de los demás españoles. Este era el único remedio para que estos indios se pudiesen portar del modo que quieren nuestros Demarcadores. Pero tiene el español por tan vil y bajo al indio, que antes se casará con una bastarda, con una mulata, con una negra que con una india. Yerran mucho en su dictamen los españoles, porque el indio es tan libre como el español; y por lo que toca a la sangre, no tienen impedimento para oficio alguno político ni aun económico. Pero el bastardo, el mulato, el negro, son viles por sangre, e incapaces de esos oficios. Pero como los ven unos pobrecitos en su porte, no hay sacarlos de su error. El indio, pues, no tiene a su mandar sino el producto de su sementera, y algunas gallinas, a que son algo aplicados, y el poco lienzo que sacó su mujer de su particular hilado. Todo lo demás está de común y a disposición del Cura. El Corregidor, Alcaldes, etc., a nadie castigan ni envían a viajar ni faena, sin orden del Cura: y no más. Todos los indios de 18 años hasta 50 pagan su tributo al Rey, excepto los caciques, sus primogénitos, el Corregidor (que no es siempre cacique), y doce que exceptúa el Rey para el servicio de la iglesia, huerta de los Padres y demás oficios domésticos. El tributo es sólo de un peso, por no haber sido estos indios conquistados con armas, sino con sólo la cruz. No pagan sisas ni alcabalas, cosas que pagan los españoles, aunque no pagan tributo. Pagan también diezmos, aunque no los paguen otros indios de más crecido tributo. Se compusieron con el Rey en que fuesen cien pesos por cada pueblo, fuese grande o chico. En toda la América, los diezmos son del Rey por concesión pontificia, con obligación de dar renta a los eclesiásticos, como se hace. Todos los órdenes Reales comunes o particulares, se cumplen al pie de la letra en estos pueblos, ya los que están en las leyes de Indias, ya los que están en las Cédulas, aunque no se cumplan entre los españoles; como es el no sacar aguardiente de miel de caña dulce: que aunque lo sacan los españoles del Paraguay y Corrientes, donde se hace la azúcar, y a los jueces de residencia dan por razón que no tienen otro licor para vino; con todo eso, no se saca en los pueblos aunque es harto necesario para remedio de frialdades, para los indios, que padecen mucho de eso. Hácese algo de duraznos y otras frutas, de que no hay prohibición; pero de caña se podía hacer con mucha mayor facilidad y abundancia. Más se pudiera decir sobre el título de este capítulo; pero va tan largo que no juzgué llegase a la mitad; y así vamos a otro. No hablé del Rey Nicolás cuanto traté de la línea divisoria, porque ya se descubrió ser todo una pura patraña, como una novela o sueño. El indio Nicolao, después de haberse atribuido a un Jesuita, con los delirios de la moneda de oro, etc., fue después mi feligrés en el pueblo de la Concepción.
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Capítulo V 74 De las cosas variables del año, y cómo en unas naciones comienza diferente de otras; y del nombre que daban al niño cuando nacía, y de la manera que tenían en contar los años, y de la ceremonia que los indios hacían 75 Diversas naciones, diversos modos y maneras tuvieron en la cuenta del año, y así fue en esta tierra de Anáhuac, y aunque en esta tierra, como es tan grande, hay diversas gente y lenguas, en lo que yo he visto todos tienen la cuenta del año de una manera. Y para mejor entender qué significa la tardanza del movimiento de las cosas variables, y éstas se reparten en diez, que son: año, mes, semana, día, cuadrante, hora, punto, momento, onza, átomo. El año tiene doce meses y o cincuenta y dos semanas y un día, o trescientos sesenta y cinco días y seis horas. El mes tiene cuatro semanas, y algunos meses tienen dos días más, otros uno, salvo febrero. La semana tiene siete días: el día tiene cuatro cuadrantes: el cuadrante tiene seis horas: la hora cuatro puntos: el punto tiene diez momentos: el momento doce onzas: la onza cuarenta y siete átomos: el átomo es indivisible. Los egipcios y los árabes comienzan el año desde septiembre, porque en aquel mes los árboles están con fruta madura, y ellos tienen que en el principio del mundo los árboles fueron creados con fruta, y que septiembre fue el primer mes del año. Los romanos comenzaron el año desde el mes de enero, porque entonces, o poco antes, el sol se comienza a allegar a nosotros. Los judíos comienzan el año de marzo, porque tienen que entonces fue creado el mundo con flores y yerba verde. Los modernos cristianos, por reverencia de nuestro Salvador Jesucristo, comienzan el año desde su santa Navidad; otros desde su sagrada Circuncisión. 76 Los indios naturales de esta Nueva España, al tiempo que esta tierra se ganó y entraron en ella los españoles comenzaban su año en principio de marzo; mas por no alcanzar bisiesto irse ya variando su año por todos los meses. Tenía el año de trescientos y sesenta y cinco días. Tenían mes de a veinte días, y tenían diez y ocho meses y cinco días en un año, y el día postrero del mes muy solemne entre ellos. 77 Los nombres de los meses y de los días no se ponen aquí, por ser muy revesados y que se pueden mal escribir; podrá ser que se pongan las figuras por donde se conocían y tenían cuenta con ellos. Estos indios de la Nueva España tenían semana de trece días, los cuales significaban por estas señales o figuras: a el primero, demás del nombre que como los otros tenía, conocían por un espadarte, que es un pescado o bestia marina; el segundo, dos vientos; el tercero, tres casas; el cuarto, cuatro lagartos de agua, que también son bestias marinas; el cinco, cinco culebras; el seis, seis muertes; el siete, siete siervos; el ocho, ocho conejos; el nueve, nueve aguas; el diez, diez perros; el once, once monas; el doce, doce escobas; el trece, trece cañas. De trece en trece días iban sus semanas contadas; pero los nombres de los días eran veinte; todos nombrados por sus nombres y señalados con sus figuras o caracteres; y por esta misma cuenta contaban también los mercados, que unos hacían de veinte en veinte días y otro de trece en trece días, otros de cinco en cinco días, y esto era y es más general, salvo en los grandes pueblos que éstos cada día tienen su mercado y plaza llena de mediodía para abajo; y son tan ciertos en la cuenta de estos mercados o ferias, como los mercaderes de España en saber las ferias de Villalón y Medina. De la cuenta de los meses y años y fiestas principales había maestros como entre nosotros, los que saben bien el cómputo. Este calendario de los indios tenía para cada día su ídolo o demonio, con nombres de varones y mujeres diosas; y estaban todos los días del año llenos de estos nombres y figuras como calendarios de breviarios romanos, que para cada día tienen su santo o santa. 78 Todos los niños cuando nacían tomaban nombre del día en que nacían, ora fuese una flor, ora dos conejos; y este nombre les daban al séptimo día, y entonces si era varón poníanle una saeta en la mano, y si era hembra dábanle un huso y un palo de tejer, en señal que había de ser hacendosa y casera, buena hilandera y mejor tejedora; a el varón porque fuese valiente para defender a sí y a la patria, porque las guerras eran muy ordinarias cada año; y en aquel día le regocijaban los parientes y vecinos con el padre del niño. En otras partes, luego que la criatura nacía, venían los parientes a saludarla, y decíanle estas palabras: "venido eres a padecer, sufre y padece", y esto hecho, cada uno de los que le habían saludado, le ponían un poco de cal en la rodilla. Y a el séptimo día de haber nacido dábanle el nombre del día en que había nacido. Después, desde a tres meses, presentaban aquella criatura en el templo del demonio, y dábanle su nombre, no dejando el que tenía, y también entonces comían de regocijo; y luego el maestro del cómputo decíale el nombre del demonio que caía en aquel día de su nacimiento. De los nombres de estos demonios tenían mil agüeros y hechicerías, de los hados que le habían de acontecer en su vida, así en casamientos como en guerras. A los hijos de los señores principales daban tercero nombre de dignidad o de oficio; a algunos siendo muchachos, a otros ya jóvenes, a otros cuando hombres; o después de muerto el padre, heredaba el mayorazgo y el nombre de la dignidad que el padre había tenido. 79 No es de maravillar de los nombres que estos indios pusieron a sus días de aquellas bestias y aves, pues los nombres de los días de nuestros meses y semanas los tienen de los nombres dioses y planetas, lo cual fue obra de los romanos. 80 En esta tierra de Anáhuac contaban los años de cuatro en cuatro, y este término de años contaban de esta manera. Ponían cuatro casas con cuatro figuras; la primera ponían al mediodía, que era una figura de conejo; la otra ponían hacia oriente, y eran dos cañas; la tercera ponían al septentrión, y eran tres pedernales o tres cuchillos de sacrificar; la cuarta casa ponían hacia occidente, y en ella la figura de cuatro casas. Pues comenzando la cuenta del primero año y de la primera casa, van contando por sus nombres y figuras hasta trece años, que acaba en la misma casa que comenzaron, que tiene la figura de un conejo. Andando tres vueltas, que son tres olimpiadas, la postrera tiene cinco años y las otras cuatro, que son trece, a el cual término podríamos llamar indicción, y de esta manera hacían otras tres indicciones por la cuenta de las cuatro casas, de manera que venían a hacer cuatro indicciones, cada una de a trece años, que venían a hacer una hebdómada de cincuenta y dos años, comenzando siempre el principio de la primera hebdómada en la primera casa; y es mucho de notar la ceremonia y fiesta que hacían en el fin y postrero día de aquellos cincuenta y dos años, y en el primer día que comenzaban nuevo año y nueva olimpiada. El postrero día del postrer año, a hora de vísperas, en México y en toda su tierra, y en Tetzcoco y sus provincias, por mandamiento de los ministros de los templos, mataban todos los fuegos con agua, así de los templos del demonio como de los lugares que había fuego perpetuo, que era en los infiernos ya dichos, este día también mataban los fuegos. Luego salían ciertos ministros de los templos de México, dos leguas a un lugar que se dice Iztapalapa, y subían a un cerrejón que allí está, sobre el cual estaba un templo del demonio, a el cual tenía mucha devoción y reverencia el gran señor de México, Motezuma. Pues allí a la medianoche, que era principio del año de la siguiente hebdómada, los dichos ministros sacaban nueva lumbre de un palo que llamaban palo de fuego, y luego encendían tea, y antes que nadie encendiese, con mucho fervor y prisa la llevaban al principal templo de México, y puesta la lumbre delante de los ídolos, traían un cautivo tomado en guerra, y delante el nuevo fuego sacrificándole, le sacaban el corazón, y con la sangre, el ministro mayor rociaba el fuego a manera de bendición. Esto acabado, ya que el fuego quedaba como bendito, estaban allí esperando de muchos pueblos para llevar lumbre nueva a los templos de sus lugares lo cual hacían pidiendo licencia al gran príncipe o pontífice mexicano, que era como papa, y esto hacían con gran fervor y prisa. Aunque el lugar estuviese hartas leguas, ellos se daban tanta prisa que en breve tiempo ponían allá la lumbre. En las provincias lejos de México hacían la misma ceremonia, y esto se hacía en todas partes con mucho regocijo y alegría; y en comenzando el día en toda la tierra y principalmente en México hacían gran fiesta, y sacrificaban cuatrocientos hombres en sólo México.
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Cómo dejó los navíos el gobernador Sábado, 1 de mayo, el mismo día que esto había pasado, mandó dar a cada uno de los que habían de ir con él dos libras de bizcocho y media libra de tocino, y ansí nos partimos para entrar en la tierra. La suma de toda la gente que llevábamos era trescientos hombres; en ellos iba el comisario fray Juan Suárez, y otro fraile que se decía fray Juan de Palos, y tres clérigos y los oficiales. La gente de caballo que con éstos íbamos, éramos cuarenta de caballo; y ansí anduvimos con aquel bastimento que llevábamos, quince días, sin hallar otra cosa que comer, salvo palmitos22 de la manera de los de Andalucía. En todo este tiempo no hallamos indio ninguno, ni vimos casa ni poblado, y al cabo llegamos a un río que lo pasamos con muy gran trabajo a nado y en balsas; detuvímonos un día en pasarlo, que traía muy gran corriente. Pasados a la otra parte, salieron a nosotros hasta doscientos indios, poco más o menos; el gobernador salió a ellos, y después de haberlos hablado por señas, ellos nos señalaron de suerte que nos hobimos de revolver con ellos, y prendimos cinco o seis; y éstos nos llevaron a sus casas, que estaban hasta media legua de allí, en las cuales hallamos gran cantidad de maíz que estaba ya para cogerse, y dimos infinitas gracias a nuestro Señor por habernos socorrido en tan gran necesidad, porque ciertamente, como éramos nuevos en los trabajos, allende del cansancio que traíamos, veníamos muy fatigados de hambre, y a tercero día que allí llegamos, nos juntamos el contador y veedor y comisario y yo, y rogamos al gobernador que enviase a buscar la mar, por ver si hallaríamos puerto, porque los indios decían que la mar no estaba muy lejos de allí. El nos respondió que no curásemos de hablar en aquello, porque estaba muy lejos de allí; y como yo era el que más le importunaba, díjome que me fuese yo a descubrirla y que buscase puerto, y que había de ir a pie con cuarenta hombres; y ansí, otro día yo me partí con el capitán Alonso del Castillo, y con cuarenta hombres de su compañía, y así anduvimos hasta hora de mediodía, que llegamos a unos placeles de la mar que parescía que entraban mucho por la tierra; anduvimos por ellos hasta legua y media con el agua hasta mitad de la pierna, pisando por encima de estiones, de los cuales rescibimos muchas cuchilladas en los pies, y nos fueron causa de mucho trabajo, hasta que llegamos en el río que primero habíamos atravesado, que entraba por aquel mismo ancón, y como no lo podíamos pasar, por el mal aparejo que para ello teníamos, volvimos al real, y contamos al gobernador lo que habíamos hallado, y cómo era menester otra vez pasar el río por el mismo lugar que primero lo habíamos pasado, para que aquel ancón se descubriese bien, y viésemos si por allí había puerto; y otro día mandó a un capitán que se llamaba Valenzuela, que con setenta hombres y seis de caballo pasase el río y fuese por él abajo hasta llegar a la mar, y buscar si había puerto; el cual, después de dos días que allá estuvo, volvió y dijo que él había descubierto el ancón, y que todo era bahía baja hasta la rodilla, y que no se hallaba puerto; y que había visto cinco o seis canoas de indios que pasaban de una parte a otra, y que llevaban puestos muchos penachos. Sabido esto, otro día partimos de allí, yendo siempre en demanda de aquella provincia que los indios nos habían dicho Apalache, llevando por guía los que de ellos habíamos tomado, y así anduvimos hasta 17 de junio, que no hallamos indios que nos osasen esperar; y allí salió a nosotros un señor que le traía un indio a cuesta, cubierto de un cuero de venado pintado: traía consigo mucha gente, y delante de él venían tañendo unas flautas de cana; y así, llegó do estaba el gobernador, y estuvo una hora con él, y por señas le dimos a entender que íbamos a Apalache, y por las que él hizo, nos paresció que era enemigo de los de Apalache, y que nos iría a ayudar contra él. Nosotros le dimos cuentas, y cascabeles y otros rescates, y él dio al gobernador el cuero que traía cubierto; y así, se volvió, y nosotros le fuimos siguiendo por la vía que él iba. Aquella noche llegamos a un río, el cual era muy hondo y muy ancho, y la corriente muy recia, y por no atrevernos a pasar con balsas, hecimos una canoa para ello, y estuvimos en pasarlo un día; y si los indios nos quisieran ofender, bien nos pudieran estorbar el paso, y aun con ayudarnos ellos, tuvimos mucho trabajo. Uno de caballo, que se decía Juan Velázquez, natural de Cuéllar, por no esperar entró en el río, y la corriente, como era recia, lo derribó del caballo, y se asió a las riendas, y ahogó a sí y al caballo; y aquellos indios de aquel señor, que se llamaba Dulchanchelin, hallaron el caballo, y nos dijeron dónde hallaríamos a él por el río abajo; y así, fueron por él, y su muerte nos dio mucha pena, porque hasta entonces ninguno nos había faltado. El caballo dio de cenar a muchos aquella noche. Pasados de allí, otro día llegamos al pueblo de aquel señor, y allí nos envió maíz. Aquella noche, donde iba a tomar agua nos flecharon un cristiano, y quiso Dios que no lo hirieron. Otro día nos partimos de allí sin que indio ninguno de los naturales paresciese, porque todos habían huído; mas yendo nuestro camino, parescieron indios, los cuales venían de guerra, y aunque nosotros los llamamos, no quisieron volver ni esperar; mas antes se retiraron, siguiéndonos por el mismo camino que llevábamos. El gobernador dejó una celada de algunos de a caballo en el camino, que como pasaron, salieron a ellos, y tomaron tres o cuatro indios, y éstos llevamos por guías de allí adelante; los cuales nos llevaron por tierra muy trabajosa de andar y maravillosa de ver, porque en ella hay muy grandes montes y los árboles a maravilla altos, y son tantos los que están caídos en el suelo, que nos embarazaban el camino, de suerte que no podíamos pasar sin rodear mucho y con muy gran trabajo; de los que no estaban caídos, muchos estaban hendidos desde arriba hasta abajo, de rayos que en aquella tierra caen, donde siempre hay muy grandes tormentas y tempestades. Con este trabajo caminamos hasta un día después de San Juan, que llegamos a vista de Apalache sin que los indios de la tierra nos sintiesen. Dimos muchas gracias a Dios por vernos tan cerca de El, creyendo que era verdad lo que de aquella tierra nos habían dicho, que allí se acabarían los grandes trabajos que habíamos pasado, así por el malo y largo camino para andar, como por la mucha hambre que habíamos padescido; porque aunque algunas veces hallábamos maíz, las más andábamos siete y ocho leguas sin toparlo; y muchos había entre nosotros que, allende del mucho cansancio y hambre, llevaban hechas llagas en las espaldas, de llevar las armas a cuesta, sin otras cosas que se ofrescían. Mas con vernos llegados donde deséabamos, y donde tanto mantenimiento y oro nos habían dicho que había, paresciónos que se nos había quitado gran parte del trabajo y cansancio.
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CAPITULO V De cuanto sea grande el Reino de México y de algunas cosas particulares y notables que hay en él Es este Reino de México, tierra firme. Báñalo por una parte el Mar del Norte y por la otra el del Sur. Cuánto tenga de largo y de ancho no es posible poderse decir por no estar hasta agora acabado de descubrir y hallarse cada día tierras nuevas, como se vio el año de 583 en la entrada que hizo Antonio de Espejo, el cual con sus compañeros descubrieron una tierra en que hallaron 15 provincias, todas llenas de pueblos y de casas de 4 y 5 altos, a quien pusieron por nombre Nuevo México, por parecerse en muchas cosas al viejo. Está a la parte del Norte y se cree que por ella y por poblado se puede venir hasta llegar a la tierra que llaman de Labrador (de quien diremos más largamente adelante). Está este Reino por la parte de oriente pegado con la tierra del Perú, y así corriendo por el Mar del Norte se va a dar a Nombre de Dios, que es Puerto del mesmo Reino; e yendo desde el de Acapulco, que es en el de México y en la Mar del Sur, se va a dar a Panamá, puerto así mismo del dicho Perú y en la dicha mar cerca del Estrecho de Magallanes y no muy lejos del Río de la Plata y el Brasil. Finalmente este Reino es tan grande, que hasta agora nunca se le halló el fin y cada día se van descubriendo en él nuevas tierras donde todos los indios que hallan son fáciles de reducir a nuestra santa fe católica, por ser gente dócil y de buenos ingenios y entendimientos. Hay en él mucha diversidad de lenguas y temples diferentísimos, aunque todos generalmente entienden la lengua mexicana, que es la más común. Hay muchas Provincias pobladas de Indios y de españoles, que cada una de ellas es tan grande como un razonable reino, aunque la mayor y más principal es la de México, donde hay muchos indios y españoles, que exceden en número a los demás. Los nombres de las cuales son: Honduras, Guatemala, Campeche, Chiapa, Guajaca, Mechuacán, Nueva Galicia, Nueva Vizcaya, Guadiana, y otras algunas dejo por no ser prolijo: en todas las cuales hay Audiencia, o Gobernadores o Corregidores, todos españoles. A los naturales de ellas jamás, después que se convirtieron, los han hallado en herejía, ni en cosa que sea contra la fe católica romana. Todas estas Provincias están sujetas y reconocen la de México como principal, donde Su Majestad tiene Virrey, Inquisición, Arzobispo y Audiencia Real. Es la ciudad de México una de las buenas del mundo, y está fundada sobre agua, al modo y manera de Venecia en Italia. En todo este reino casi no se puede entender cuándo sea invierno o cuándo verano, así por ser los días todo el año poco mayores o menores que las noches, como por el temperamento de la tierra. Está el campo verde lo más del año y los árboles casi todo él con fruta, a causa de que el tiempo que es invierno en Europa, los rocíos que caen del cielo la tienen florida, y cuando es verano llueve ordinariamente, en especial los meses de junio, julio y agosto y septiembre, en los cuales por maravilla deja de llover todos los días, y es cosa maravillosa que casi nunca llueve hasta de medio día para abajo y jamás pasa de la medianoche: de manera que no impide a los que caminan, pues pueden hacer viaje desde la medianoche hasta el mediodía siguiente. Llueve desatinadamente y con tanta furia y tan recio, que el tiempo que dura es menester huir del aguacero, porque suele ser tan dañoso, que uno solo quita la vida a un hombre. Casi todo el año se siembra y coge en todo este reino, así trigo de que hay grandísima abundancia como maíz, que es el sustento ordinario de los indios, negros y caballos, que los hay en tanta abundancia y dé tan buen parecer y obra como en todos los reinos del mundo se sabe hasta el día de hoy. Llevaron la casta de España al principio que se descubrió aquella tierra y para ello escogieron los mejores que en toda ella hallaron: lo cual y comer todo el año yerba verde y el maíz, que es el trigo de los indios, es causa de que merezcan ser alabados con el encarecimiento dicho. En suma, este reino es uno de los más fértiles de mantenimientos de todos cuantos sabemos, y de riquezas, por haber en él infinitas minas de plata, de donde se saca tanta cantidad como se ve cada año cuando llega la Flota a Sevilla. Está debajo de la Tórrida zona y con todo esto es tan templada como he dicho, contra la opinión de los filósofos antiguos que decían era inhabitable. Para disculparlos, no será fuera de propósito decir la causa por que se engañaron, y es: que con los cuatro meses que el sol lleva más fuerza, que son los que arriba dije, llueve de ordinario, y es causa de que esté muy templada la tierra. Y demás de esto, proveyó Dios de que la bañan vientos fresquísimos que vienen de la mar del Norte y del Sur y corren tan de ordinario que por maravilla se ve calma; y a esta causa es de tal propiedad toda la tierra de este reino, que aunque el sol sea fortísimo y cause gran calor, metiéndose debajo de cualquiera sombra por pequeña que sea, corre un fresco muy suave. Por ser la templanza del cielo de la manera dicha, jamás en todo el año los moradores de este reino tienen necesidad de disminuir ni aumentar el vestido, ni ropa de la cama: y es el cielo tan sano, que lo mesmo es dormir en el campo sin ninguna cubierta, que en una sala muy cerrada y colgada. Todo lo descubierto de este reino (excepto la tierra de los chichimecos, que es una manera de indios que viven como alarbes en Africa, sin tener casa ni pueblo edificado) está muy pacífico, bautizado, doctrinado y poblado de muchos monasterios de religiosos de la Orden de Santo Domingo, San Agustín y San Francisco y de la Compañía de Jesús, sin mucho número de clérigos que están repartidos por todo él, que así los unos como los otros se ocupan de ordinario en doctrinar a los naturales y españoles que los hay en todo el reino: los cuales, aunque son pocos respecto a los indios, pasan en número de 50 mil. En la ciudad principal de este reino, que es la de México, como ya dije, hay Universidad, y en ella muchas cátedras en que se leen todas las Facultades que en la de Salamanca por hombres muy eminentes, cuyo trabajo es gratificado con grandes salarios y honras. Hay asimismo muchos y grandes hospitales, así de españoles como de indios, a donde los enfermos son curados con mucha caridad y gran regalo, por tener todos ellos grandes propios y rentas. No trato de las iglesias y monasterios que hay en ella, así de religiosos como de religiosas, y de otras cosas muy particulares, porque de esto hay escripta muy larga historia y mi intento es decir por vía de Itinerario lo que el dicho Padre Custodio Fray Martín Ignacio me comunicó de palabra y escrito había visto y entendido en la vuelta que dio al mundo, y otras que yo mesmo en algunas partes he experimentado, y esto de modo que se pueda llamar con más propiedad Epítome o Itinerario, que historia. En este reino se cría más ganado que en ninguna parte de las que se saben en el mundo, así por el buen clima del cielo y temperamento, como por la fertilidad de la tierra. Las vacas y ovejas muchas veces paren dos crías y las cabras tres de ordinario: que esto, y haber muchos campos y mucha gente que se da a esta granjería es causa de que haya tanta abundancia, que se venda por muy poco precio, y aun acaece muchas veces matar los criadores 10 mil cabezas de ganado vacuno, para solamente aprovecharse de los cueros, enviándolos a España y dejando la carne en aquellos campos para pasto de las aves, sin hacer caso ni cuenta de ella. Es abundante de muchas frutas, algunas de ellas diferentísimas de las que ahí se cogen en nuestra España, y todas o casi de las que se gozan en ella. Entre las cosas notables que hay de considerar en este reino, que son muchas, una de ellas es de una planta llamada maguey, muy ordinaria en todas las Provincias y Pueblos, de la cual se hacen tantas cosas para servicio y utilidad de los que viven en él, que lo creerá difícilmente quien no lo hubiere visto, aunque hay muchos testigos de ello en cada parte. De esta planta se saca vino, que es lo que ordinariamente beben los indios y negros, y vinagre muy bueno, miel, hilo para hacer mantas con que se visten los naturales y para coser las mesmas vestiduras, y de las propias puntas de las hojas que echa la planta sacan las agujas con que cosen las mesmas vestiduras y los zapatos y alpargatas que hacen del propio hilo. Las hojas de esta planta, después de ser muy medicinales, sirven en las casas en lugar de tejas; y curadas en el agua, se hace de ellas como un cánamo que sirve para muchas cosas, y se hacen de él sogas, y el pimpollo de en medio es tan grueso y recio, que se pone por viga sobre que edifican las casas que comúnmente están cubiertas, o de paja, o de hojas de árboles anchas, como lo es la del plátano. Todo esto, aunque parece mucho por sí, respecto de los provechos que sacan de la palma, como diremos en llegando a tratar de las Islas Filipinas, donde las hay en gran abundancia, es muy poco y lo podrá juzgar el lector.
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CAPÍTULO V Éste es el principio de la derrota y de la ruina de la gloria de Vucub Caquix por los dos muchachos, el primero de los cuales se llamaba Hunahpú y el segundo Ixbalanqué. Éstos eran dioses verdaderamente. Como veían el mal que hacía el soberbio, y que quería hacerlo en presencia del Corazón del Cielo, se dijeron los muchachos -No está bien que esto sea así, cuando el hombre no vive todavía aquí sobre la tierra. Así, pues, probaremos a tirarle con la cerbatana cuando esté comiendo; le tiraremos y le causaremos una enfermedad, y entonces se acabarán sus riquezas, sus piedras verdes, sus metales preciosos, sus esmeraldas, sus alhajas de que se enorgullece. Y así lo harán todos los hombres, porque no deben envanecerse por el poder ni la riqueza. -Así será, dijeron los muchachos, echándose cada uno su cerbatana al hombro. Ahora bien, este Vucúb Caquix tenía dos hijos: el primero se llamaba Zipacná, el segundo era Cabracán; y la madre de los dos se llamaba Chimalmat, la mujer de Vucub Caquix. Zipacná jugaba a la pelota con los grandes montes: el Chigag, Hunahpú, Pecul, Yaxcanul, Macamob y Huliznab. Éstos son los nombres de los montes que existían cuando amaneció y que fueron creados en una sola noche por Zipacná. Cabracán movía los montes y por él temblaban las montañas grandes y pequeñas. De esta manera proclamaban su orgullo los hijos de Vucub-Caquix: -¡Oíd! ¡Yo soy el sol!, decía Vucub Caquix. -¡Yo soy el que hizo la tierra!, decía Zipacná. -¡ Yo soy el que sacudo el cielo y conmuevo toda la tierra!, decía Cabracán. Así era como los hijos de Vucub Caquix le disputaban a su padre la grandeza. Y esto les parecía muy mal a los muchachos. Aún no había sido creada nuestra primera madre, ni nuestro primer padre. Por tanto, fue resuelta su muerte de Vucub Caquix y de sus hijos y su destrucción, por los dos jóvenes.
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Cómo en este tiempo murió el gobernador Domingo Martínez de Irala, y lo que sucedió a Nuño de Chaves Luego que partió de la Asunción Nuño de Chaves para su destino, salió el gobernador a ver lo que hacía su gente, que trabajaba en la madera y tablazón en un pueblo de indios para acabar una hermosa iglesia y sagrario, que se hacía para Catedral, y estando en esta diligencia, adoleció de una calentura lenta, que poco a poco le consumía, quitándole la gana de comer, de que le resultó un flujo de vientre, que le fue forzoso venir a la ciudad en una hamaca, porque no podía de otro modo; y habiendo llegado, se le agravó el achaque, tanto que luego trató de disponer las cosas de su conciencia lo mejor que pudo y era menester, y recibidos los Santos Sacramentos con grandes muestras de su cristiandad, murió a los siete días que llegó a la ciudad, teniendo a su cabecera al Obispo y otros sacerdotes que le ayudaron en aquel trance. Fue el general el sentimiento en toda la ciudad y su comarca, de modo que todos, así españoles, como indios gritaban: "Ya murió nuestro padre, ahora quedamos huérfanos". Hasta los que eran contrarios al gobernador hicieron demostraciones no esperadas de sentimiento. Dejó en el gobierno de esta provincia por Terrateniente General a su yerno Gonzalo de Mendoza, que luego después del entierro, fue recibido por tal en el Cabildo con común aplauso, por ser un caballero muy honrado, afable, discreto, imparcial y querido de todos. Este procuró con gran cuidado llevar adelante las cosas empezadas por el gobernador. A los capitanes pobladores despachó cartas de lo que se debía hacer, ofreciéndoles el socorro y ayuda conveniente. Nuño de Chaves había dispuesto ceder a las instrucciones que le había dado el gobernador, de modo que lo habían entendido sus soldados, por lo que estaban resueltos a volver a los Jarayes, de que resultaron no pequeñas diferencias, hasta que la mayor parte de la gente que estaba dividida de él, hizo un requerimiento que por ser de nuestro propósito lo quise copiar. Los vecinos y moradores de la Asunción y los demás que de ella salimos para la provincia de los Jarayes, y en nombre de los ausentes y heridos que aquí no parecen, por los cuales a mayor abundamiento prestamos voz y caución, por serlo de suso contenido en servicio de Dios Nuestro Señor, de S.M y bien general de este campo, en la forma que más en derecho haya lugar; pedimos a vos, Bartolomé Gonzáles, escribano público de número de estas ciudades y provincias del Río de la Plata, nos deis por fe y testimonio, en manera que haga fe, lo que en este nuestro escrito pedimos y requerimos al muy magnífico Señor capitán Nuño de Chaves, que está presente, como ya su merced sabe, y a todos es notorios, como por acuerdo y parecer del Reverendísimo señor don Fray Pedro de la Torre, Obispo de estas provincias, y de los muy magníficos señores oficiales reales de S. M que residen en la dicha ciudad de la Asunción, el Ilustre Señor Gobernador Domingo Martínez de Irala, le dio facultad y comisión, para que saliese a poblar la provincia de los Jarayes, y por su merced aceptada nos ofrecimos con nuestras personas, armas y haciendas a servir a S.M. en tan justa demanda, como más largamente se contiene en los tratados y capitulaciones que se hicieron, a que nos remitimos, en razón de lo cual por servir a Dios Nuestro Señor, y a la Real Majestad, fuimos movidos a salir de la dicha ciudad de la Asunción con el dicho señor General en nuestros navíos y canoas, armas, municiones, caballos e indios de nuestros repartimientos con las demás cosas necesarias, para sustento de la dicha población: y habiendo navegado por el río arriba del Paraguay después de muchos trabajos, muertes, pérdidas y desgracias, llegamos con su merced a los 29 del mes de julio del año próximo pasado de 1557, a los dichos Jarayes y puerto de los Jaravayanes, donde creímos se hiciese dicha población, y después de vista y considerada la tierra, y el tiempo estéril, y necesidades que se representaron por acuerdo y parecer que el dicho señor general tomó, fue resuelto se buscase sitio y lugar conveniente para el sustento y perpetuidad de dicha población: y así salió con este intento con toda la armada por fin del mes de agosto dejando en el dicho puerto 15 navíos, ocho anegados y siete varados, y todas las canoas y demás pertrechos que se traían, con cantidad de ganados mayores bajo la confianza y recomendación de los Jarayes por la satisfacción y antigua amistad que con ellos se ha tenido, y puestos en camino con diversos sucesos, llegamos al pueblo del Paisurí, indio principal que nos recibió con amistad, y de allí al de Povocoigí, hasta los pueblos Saramacosis, donde estuvimos, hasta tanto que los mantenimientos y sembrados granasen, en el cual asiento su merced tomó relación de los indios Guaraníes, y de otros que habían sido sus prisioneros, de las secretas disposiciones de la tierra, y de las que comúnmente llamamos la gran noticia, en cuyas fronteras se decían estaban poblados los dichos Guaraníes, donde todos entendimos se haría la población en los términos de los indios Travasicosis que por otro nombre llamamos Chiquitos; no porque ellos lo sean sino porque viven en sus casa pequeñas y redondas, y concurrían las calidades que convenían a la dicha fundación, por lo cual su merced informándose del camino, vino con toda la gente en demanda de los pueblos Guaraníes, y del cacique que se dice Ibiraipi, y el más principal Peritaguá, y de donde llevando los dichos indios por guías, llegamos a este territorio, donde al presente estamos, reformando la gente española, indios amigos y caballos de los trabajos y peligros pasados, y por ser los naturales de este partido la más mala gente, feroz e indómita de cuantas hasta ahora se han visto, no han querido jamás venir a ningún medio de paz, antes los mensajeros, que para ello les han enviado, se los han muerto, despedazado y comido, procurando por todas las vías posibles, echarlos de la tierra, inficionando las aguas, sembrando por todas las partes púas y estacas emponzoñadas de yerba mortal, con que nuestra gente ha sido herida y muerta. Y así mismo han hecho sus juntas y llamamientos, y venido sobre nosotros con mano armada, a los cuales hemos resistido con la ayuda de Nuestro Señor, no sin notable daño ni perjuicio de nosotros y de los caballos, e indios que traemos por nuestros amigos, de manera que su merced, el señor general, por salir de la contienda de esta gente, informando que más adelante había otras poblaciones de indios más benévolos, llamados Caguaimbucúes, dando lado a los enemigos de esta comarca, y con guías que para ello se buscaron, partió con todo el campo, y habiendo caminado dos días por despoblado, creyendo todos que íbamos dando lado a los inconvenientes de la guerra, al tercero día los que venían de vanguardia, se hallaron dentro de una gran población, y en un camino raso vieron un fuerte rodeado de un gran foso, y de lanzas y púas venenosas sembradas alrededor, con gran número de gente para su defensa y resistencia, donde tomando alojamiento, se les envió a requerir de parte de S.M. con la concordia y amistad, que no quisieron admitir; mas antes por oprobio e injuria nuestra mataron a los mensajeros, y salieron fuera de la palizada y fuerte, y retaban a pelear y escaramuzar, tirando muchas flechas con amenazas y fieros, por lo cual su merced, y los demás capitanes fueron de parecer romper con ellos, y castigar la indómita fiereza de esta gente, porque de otra forma, crecerían en soberbia y atrevimiento, y en cada paso nos saldrían a los caminos, recibiendo mucho daño de ellos, y así llegó el día de acometerlos a pie y a caballo, y puesto en efecto y con gran riesgo de las vidas y resistencias de los enemigos, les entramos y ganamos su fortificación, y rompimos la palizada, donde lanzados con muerte de mucho número de ellos, fueron puestos en sujeción y dominio, tan a costa de nuestra parte, que demás de los que allí murieron, fueron heridos más de cuarenta españoles, y más de cien y tantos caballos, y setecientos indios amigos, de los cuales heridos, por ser la yerba tan ponzoñosa y mortal, en doce días fallecieron diez y nueve españoles, trescientos indios y cuarenta caballos sin que haya juicio de los que en adelante corren este peligro, si la Majestad de Dios no lo remedia. Por cuyas causas y por las que cada día pueden suceder, si en esta cruelísima tierra nos detuviésemos y por ella caminásemos, siendo, como todos dicen, los más de esta comarca de peor condición, y estando nuestro campo en grande disminución, de que se presume que, pasando adelante, nos desampararán los indios amigos, que traemos en nuestra compañía, de que puede resultar total ruina y perdición de todos los que a esta jornada hemos venido. Por tanto, unánimes y conformes requerimos al señor General una, dos y tres veces, y tantas cuantas en el caso se requieren, que con toda la brevedad posible se retire y salga de esta tierra con la mejor orden y seguridad que convenga, y vuelva por el camino que vino, y se vaya y asiente en tierra pacífica y segura, como son las que antes hemos dejado, para que convalecidos y reforzados de los trabajos y riesgos pasados se pueda consultar con deliberado consejo lo que más convenga al servicio de Dios y de S.M. y si con todo su merced perseverase en pasar adelante, como se ha entendido, le protestamos las muertes, daños, pérdidas y menoscabos, que en tal caso se siguieren y recibieren, así los españoles como los indios amigos y naturales, y ponemos nuestras personas, haciendo feudos y encomiendas que de S. M tenemos, debajo de la protección de su Real amparo y cumplimiento de la orden e instrucción, que le fue dada y cometida para el efecto de la población y sustento de ella, para lo cual todos estamos dispuestos y conformes a observar y cumplir lo que en este caso debemos y estamos obligados, todo lo cual que dicho es, pedimos a vos el presente escribano nos lo deis por testimonio en pública forma, de manera que haga fe para presentarla ante S.M., y en los demás tribunales, donde viéremos que más nos convenga, y a los presentes rogamos nos sean testigos, y lo firmamos de nuestros nombres. Rodrigo de Osuna, López Ramos, Melchor Díaz, Pedro Méndez, Diego de Zúñiga, Francisco Díaz, Diego Bravo de la Vega, Juan Hurtado de Mendoza, Andrés López, Martín Notario; Francisco Álvarez Gaitán, Rodrigo de Grijalva, Francisco Rodríguez, Antón Conejero, Juan Riquelme, Bernabé González, Juan de Pedraza, Pedro de Sayas Espeluza, Antonio de Sanabria, Vasco de Solís, Julián Jiménez, Antonio de Castillo, Diego de Peralta, Juan Vizcaíno, Diego Bañuelos, Gabriel Logroño, Nicolás Verón, Juan de Quintana, Bartolomé Justiniano, Cristóbal de Alzate, Baltasar García, Alonso Hernández, Pedro Coronel, Diego de Tobalma, Juan Ruiz, Bartolomé de Vera, Juan Barrado, Bernardo Genovés, Juan Campos, Alonso López de Trujillo, Francisco Sánchez, Pedro Campuzano, Alonso Portillo, Juan Calabres, Francisco Bravo, Pedro Cabezas, Alonso Parejo, Pantaleón Martínez, Alonso Fernández, Blas Antonio, Juan López, Hernando del Villar, Antonio Roberto, Francisco Delgado, Diego Díaz Adorno, Juan Salgado, Gonzalo Casco, Pedro de Segura. Hecho este requerimiento al general Nuño de Chaves, como va expresado, no fue bastante a hacer lo que los más de su comitiva le pedían y requerían, antes con gran indignación, respondió determinadamente que de ninguna manera daría vuelta para el puerto, sino continuar el descubrimiento de aquella tierra, pasando adelante, como pretendía; de aquí nació el que la gente se dividiese luego en dos partes: la una y más principal, bajo las órdenes de Gonzalo Casco, a quien nombraron por caudillo, y se le agregaron más de 140 soldados. Poco más de 60 quedaron a las órdenes del general, a quien no quisieron desamparar.