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Decidido a dar cima a su empresa, Carlos V se dirigió a sus capitanes para comunicarles su determinación de tomar la capital del reino hafsí y doblegar a un mortal enemigo del nombre de Cristo como era el corsario Jeredín Barbarroja; la alternativa que brindaba el Emperador era draconiana: "Quedar muerto en África o vencedor en Túnez". A pesar de las dificultades logísticas en "un país sin agua y calor tan grande que no era de sol sino de fuego", de la escasez de vituallas, de la ausencia de gastadores y de animales de tiro para los cañones, la firmeza del emperador -refrendada por los pareceres de su cuñado, Luis de Portugal, y del duque de Alba- hizo que a fines de julio el ejército iniciase la marcha hacia Túnez. Mientras La Goleta quedaba al mando de Andrea Doria para cubrir la retaguardia, las tropas imperiales iniciaron el 20 de julio una penosísima marcha de unos 9 kilómetros bajo un sol implacable y arrastrando por los arenales, donde se les hundían los pies, tanto la artillería como todo el tren de armas, provisiones y munición del ejército expedicionario. Así avanzaron hasta avistar al grueso de la morisma -unos 120.000 soldados entre turcos y moros, exageran las crónicas- en el oasis de Casebe. Aquella muchedumbre encogió el ánimo de las cansadas tropas hispanas, que no sobrepasarían los 20.000 efectivos, pero el marqués de Aguilar les arengó: "!A más moros, más ganancia!", poniendo a los soldados ante una gran esperanza de botín.

Los musulmanes, tras lanzar algunas cargas de caballería que se estrellaron contra las picas españolas y de perder parte de su artillería y mosquetes ante la caballería imperial, se replegaron tras sus murallas. "Era Túnez entonces -anota fray Prudencio de Sandoval- ciudad de diez mil casas, en las quales dizen que avía más de cinquenta mil vezinos... No tenía río, ni fuente, ni más que un pozo de agua dulce; y así todos beben de cisternas. También carece de pan por la sequedad de su terreno y lo poco que siembran, riegan de norias... (Historia de la vida y hechos del emperador Carlos). No fue significativa su resistencia, pues a estas debilidades naturales vino a sumarse el alzamiento de algunos de los 20.000 cautivos cristianos que, habiendo roto el cerrojo de sus mazmorras, se apoderaron de la alcazaba y apuntaron la artillería contra el ejército musulmán que se replegaba. El encolerizado Barbarroja, después de ordenar la muerte de los rebeldes -que no pudieron ser ejecutados-, salió a uña de caballo con su guardia de jenízaros para embarcarse en las galeras de Bona. El Emperador llegó ante las murallas de Túnez el 21 de julio; allí recibió las llaves de la ciudad libertó a los cautivos de todas las naciones, pero no pudo impedir que la soldadesca y la marinería, venida desde la costa, saqueasen la ciudad, durante tres días. Los capitanes corsarios habían huido, pero algunos, como Jeredín Cachidiablo, murieron en la fuga y gran número de moros fue apresado.

El repuesto Muley Hasán, a quien las crónicas tildan de codicioso y vulgar tratante, procuró recuperar los valores que pudo en medio del desorden, lamentando la pérdida de la biblioteca real, donde se encontraban ejemplares raros de El Corán y la historia de sus antepasados, de una botica "de muchos olores" y de una droguería de "excelente colores", perfumes y tintes a los que era muy aficionado y que tenía por cosas preciosas. Al cabo de tres jornadas, Su Majestad y séquito acudieron a oír misa al convento de San Francisco, situado en el arrabal cristiano, para dar gracias a Dios por la victoria: "Y vio Túnez lo que nunca vieron reinos de moros, y fue los caballeros de Santiago, orden instituida contra ellos, con sus hábitos hacer la fiesta de aquel santo que tantos milagros ha mostrado en estos casos" (Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V). Así también, Carlos V y el rey de Túnez firmaron el 6 de agosto un acuerdo en el que, tras reconocer el monarca hafsí cómo se había puesto en poder y refugio de Su Majestad, se obligaba a liberar a todos los cautivos, a permitir el culto y las iglesias cristianas en sus tierras, a no acoger a moriscos hispanos, a ceder el derecho de explotación del coral, a respetar a los comerciantes y a la guarnición de La Goleta, al pago de una renta anual de doce mil ducados de oro por la protección y, por último, a la entrega de seis buenos caballos y doce halcones en cada festividad de Santiago, en señal de reconocimiento de señorío y vasallaje.

Entre tanto, Jeredín Barbarroja aprovechó para partir del puerto de Bona antes de que lo tomasen las galeras al mando de Adrea Doria, hecho que pesó mucho al Emperador por haberse ido el corsario "por mal recaudo". Por fin Carlos V, alojado en Rada, mandó que cuatro capitanes españoles y sus compañías quedasen en La Goleta -que, andando el tiempo, sería el efímero paraíso de tolerancia entre las tres religiones monoteístas en la película Un verano en La Goulette de Férid Boughedir-, al mando del general don Bernardino de Mendoza. Después, deshizo la armada en unidades que pusieron rumbo a España, Portugal e Italia y la propia galera imperial, empujada por un recio temporal, atracó en la siciliana Trápana. Y, aunque los cronistas cierren sus historias ondeando el estandarte del César rotulado ¡Imperio!, ¡Imperio!, o juzgando por gran pérdida de Barbarroja tanto el reino de Túnez como su reputación, su flota y cerca de 20.000 prisioneros cristianos, lo cierto es que en un golpe de efecto el corsario berberisco saqueaba Mahón y, junto con el vecindario apresado, hacía una entrada triunfal en Constantinopla entre elogios y agasajos del Gran Turco. El éxito de la empresa imperial fue más brillante que duradero: retrasó algunas décadas la ocupación turca del reino tunecino, pero no impidió las correrías de un Jeredín Barbarroja atrincherado en su nido argelino, que será tenido por "el mayor corsario y mejor capitán de mar que jamás ha habido".

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