El Neoclasicismo
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Datos principales
Desarrollo
Aunque se ha pretendido establecer una prioridad cronológica del foco neoclásico catalán con respecto al madrileño, la realidad es que pintores de ambas escuelas comenzaron a realizar obras de este estilo por fechas similares. Y, lo que es más, la actitud decididamente neoclásica del grupo madrileño no se da en el catalán, que se mantiene aún algo ligado a la tradición dieciochesca. Pero sin llegar a entrar, en muchas ocasiones, plenamente dentro de la concepción neoclásica de estirpe davidiana, fluctuando entre ésta, el clasicismo anterior y las delicadezas residuales del rococó. Y, sin embargo, el neoclasicismo comienza a ser conocido prontamente en Barcelona, y no hay duda de que el provenzal José Bernardo Flaugier (1757-1813) conoció obras de David , realizando las primeras pinturas ligadas a este estilo en Cataluña (José Bonaparte, Museo de Arte Moderno, Barcelona), pero sin poder desprenderse de cierta delicadeza y encanto heredados, probablemente, del rococó francés. Igualmente, Juan Carlos Anglés (muerto en 1822) fue un precoz doctrinario del neoclasicismo davidiano, pero que no pudo o no supo llevar a la práctica, que lo acerca a la morfología de Meng s. Sin embargo, la obra de Juan Carlos Panyó (1755-1840), Francisco Rodríguez Pusat (1767-1840) o los Planella, de los que destacan Gabriel II (1777-1850), Joaquín (1779-1865) y Buenaventura (1772-1844), no pasa de una intencionalidad neoclásica, sin llegar a cuajar, como podemos ver en la Alegoría de la Real Junta de Comercio (Academia de San Jorge), de este último, obra mediocre que oscila entre lo clásico y la herencia del barroco.
Igualmente ocurre con Pablo Rigalt (1778-1845), discípulo de Flaugier, que también fluctúa entre el neoclasicismo y la tradición rococó (Venus tendida, Academia de San Jorge), y tiene el interés de ser el iniciador del paisajismo catalán, dentro de los parámetros del gusto rococó. Más fuertemente se acusa el neoclasicismo en Francisco Lacoma y Sans (1784-1812), con cierta sequedad y rudeza (Autorretrato, colección Riviere, Barcelona), o con mayor sensibilidad cromática en Francisco Lacoma y Fontanet (1784-1849), lo que lo acerca al romanticismo . Puede también citarse a Antonio Ferrán (1786-1857), retratista de dura sequedad clasicista, y Francisco Jubany (1787-1852), cuyos retratos están dentro de los esquemas franceses de origen neoclásico. Pero la cumbre del neoclasicismo catalán la representa el pintor alicantino Vicente Rodés (1791-1858), correcto retratista cuyo arte parece coincidir, a veces, con el de Ingres (Retrato de señora, Museo de Arte Moderno, Barcelona), y cuyo estupendo cuadro Abraham tomando por mujer a su sierva Agar (Academia de San Jorge) posee una recia plasticidad, próxima a la escuela de David, a la vez que un realismo y soltura vinculables con la tradición. Por último, debe citarse a Salvador Mayol (1775-1834), discípulo de Flaugier que, al parecer por influjo de Goya , realiza una serie de obras satírico-costumbristas de carácter prerromántico (Un café en Carnaval, Museo de Arte Moderno, Barcelona).
A partir de aquí, la arraigada tradición académica barcelonesa enlazará con da corriente romántica nazarena, tan afín, en algunos aspectos, a la directriz clasicista. Ello produce una ligazón que permite perdurar, contaminada ya, a la tradición clasicista en algunos pintores, como Segismundo Ribó Mir (1799-1854), con su Nacimiento de Venus (Academia de San Jorge), o Francisco Cerdá (1814-1881), con su Rapto de Ganímedes (Museo de Arte Moderno, Barcelona). Vemos, pues, cómo en la escuela catalana no llega a cuajar una pintura auténtica y plenamente neoclásica, según los dictados de la escuela de David . Sin embargo, en Madrid la consecuencia directa de la corriente clasicista del siglo XVIII va a ser su culminación en un período de neoclasicismo pictórico de la más pura estirpe davidiana. Aquí, la directriz que va desde Mengs a José de Madrazo va a fluir natural y lógicamente hasta su meta. Y se pudo llegar a esto, precisamente, porque los pintores de la escuela madrileña fueron a formarse a París con David, para beber en la fuente neoclásica más pura. Y así se produce nuestro auténtico período neoclásico en pintura, que se da en el primer tercio del XIX, y ocupa, fundamentalmente, el reinado de Fernando VII . Tiene sus prolongaciones lógicas hasta mediados de siglo y su estela perdura incluso más allá, protegidas sus derivaciones por el baluarte académico. Quien inaugura nuestra etapa neoclásica davidiana es José Aparicio Inglada (1770-1838), cuya manifiesta mediocridad ha sido uno de los factores que determinaron la mala prensa que ha sufrido globalmente la pintura neoclásica española.
Y más teniendo en cuenta la fama de que gozó en su época: fama debida, en gran parte, a que tuvo la habilidad de encontrar asuntos que impresionaran al público, como lo muestran su horrible El hambre en Madrid (Museo Municipal, Madrid), de bajo y zafio patrioterismo, con inspiración en Füssli , o La fiebre amarilla de Valencia (Academia Nacional de Medicina, París), inspirado en Gros . Poco se puede salvar de su producción, que no habla, precisamente, en favor de quien fue discípulo de David en París y fiel seguidor de sus ideas estéticas, destacando de entre ella El desembarco de Fernando VII en la Isla de León, hoy desaparecido, su mejor obra y muy interesante iconográficamente (boceto en el Museo Romántico, Madrid). Pero, frente al mediocre Aparicio hay que reivindicar y ensalzar las grandes figuras de José de Madrazo y Juan Antonio Ribera , ambos discípulos predilectos de David en París y triunfadores luego en Roma, antes de su regreso a España tras la guerra napoleónica. El santanderino José de Madrazo y Agudo (1781-1859) es la figura cumbre de nuestro neoclasicismo y uno de nuestros grandes pintores del siglo XIX. Tuvo una gran trascendencia en el quehacer artístico de su tiempo, tanto por su acertada labor al frente de las más importantes instituciones artísticas españolas (primer pintor de cámara, fundador del Real Establecimiento Litográfico y director del Museo del Prado), como por la influencia que ejerció a través de su labor docente (director de la Academia de San Fernando).
Fue, en cierto modo, el dictador artístico de su tiempo e intentó traer los frescos aires renovadores de Europa a nuestro arte. Su pintura, de acendrado espíritu davidiano, toca todos los géneros elevados, como el histórico (La mecerte de Viriato, Museo del Prado), el religioso (El Corazón de Jesús con gloria de ángeles, para la iglesia de las Salesas, Madrid), el alegórico (Las cuatro horas del día, Museo del Prado), siendo además excepcional retratista, superior a Vicente López , sobrio y elegante, como se ve en La princesa Carini (colección Daza, Madrid), su obra maestra, profundamente davidiana. Su amigo y compañero, el madrileño Juan Antonio Ribera (1779-1860) es el otro gran pintor de nuestro neoclasicismo, cuya vida profesional corrió paralela a la de Madrazo, llegando a ser también primer pintor de cámara y director del Museo del Prado, además de ejercer altos cargos docentes en la Academia de San Fernando. Excelente pintor de historia, como muestra su Cincinato (Museo del Prado), elogiado por David y quizá el mejor cuadro del neoclasicismo español, cultivó también la pintura religiosa (Cristo en la cruz, Palacio de El Pardo). Fue además excelente retratista (El escultor Alvarez Cubero, colección Aníbal Alvarez, Madrid) y decorador al fresco, enlazando el neoclasicismo con la tradición (Parnaso de los grandes hombres de España, Palacio de El Pardo). Al igual que en Barcelona, el neoclasicismo dejará su estela en la escuela madrileña mediante pintores que, partiendo del neoclasicismo y sin llegar a abandonarlo totalmente, participarán también de la -en cierto modo- afín corriente del romanticismo purista , compartiendo ambas tendencias. Conforman cierto eclecticismo, como Rafael Tejeo (1798?1856), discípulo de Aparicio, autor de cuadros mitológicos (Hércules y Anteo, Academia de San Fernando) y magistral retratista (D. Pedro Benítez y su hija, Museo del Prado), o como Valentín Carderera (1796-1880), discípulo de Madrazo que fue además arqueólogo, culto erudito, escritor de arte y coleccionista -destacando entre sus publicaciones su Iconografía española... - que une a sus valores lineales hálitos románticos en su pintura (D. Gonzalo de Vilches, Museo del Prado). Se puede aún incluir aquí a otros pintores como Francisco de Paula Van Halen, Luis Ferrant o Angel María Cortellini.
Igualmente ocurre con Pablo Rigalt (1778-1845), discípulo de Flaugier, que también fluctúa entre el neoclasicismo y la tradición rococó (Venus tendida, Academia de San Jorge), y tiene el interés de ser el iniciador del paisajismo catalán, dentro de los parámetros del gusto rococó. Más fuertemente se acusa el neoclasicismo en Francisco Lacoma y Sans (1784-1812), con cierta sequedad y rudeza (Autorretrato, colección Riviere, Barcelona), o con mayor sensibilidad cromática en Francisco Lacoma y Fontanet (1784-1849), lo que lo acerca al romanticismo . Puede también citarse a Antonio Ferrán (1786-1857), retratista de dura sequedad clasicista, y Francisco Jubany (1787-1852), cuyos retratos están dentro de los esquemas franceses de origen neoclásico. Pero la cumbre del neoclasicismo catalán la representa el pintor alicantino Vicente Rodés (1791-1858), correcto retratista cuyo arte parece coincidir, a veces, con el de Ingres (Retrato de señora, Museo de Arte Moderno, Barcelona), y cuyo estupendo cuadro Abraham tomando por mujer a su sierva Agar (Academia de San Jorge) posee una recia plasticidad, próxima a la escuela de David, a la vez que un realismo y soltura vinculables con la tradición. Por último, debe citarse a Salvador Mayol (1775-1834), discípulo de Flaugier que, al parecer por influjo de Goya , realiza una serie de obras satírico-costumbristas de carácter prerromántico (Un café en Carnaval, Museo de Arte Moderno, Barcelona).
A partir de aquí, la arraigada tradición académica barcelonesa enlazará con da corriente romántica nazarena, tan afín, en algunos aspectos, a la directriz clasicista. Ello produce una ligazón que permite perdurar, contaminada ya, a la tradición clasicista en algunos pintores, como Segismundo Ribó Mir (1799-1854), con su Nacimiento de Venus (Academia de San Jorge), o Francisco Cerdá (1814-1881), con su Rapto de Ganímedes (Museo de Arte Moderno, Barcelona). Vemos, pues, cómo en la escuela catalana no llega a cuajar una pintura auténtica y plenamente neoclásica, según los dictados de la escuela de David . Sin embargo, en Madrid la consecuencia directa de la corriente clasicista del siglo XVIII va a ser su culminación en un período de neoclasicismo pictórico de la más pura estirpe davidiana. Aquí, la directriz que va desde Mengs a José de Madrazo va a fluir natural y lógicamente hasta su meta. Y se pudo llegar a esto, precisamente, porque los pintores de la escuela madrileña fueron a formarse a París con David, para beber en la fuente neoclásica más pura. Y así se produce nuestro auténtico período neoclásico en pintura, que se da en el primer tercio del XIX, y ocupa, fundamentalmente, el reinado de Fernando VII . Tiene sus prolongaciones lógicas hasta mediados de siglo y su estela perdura incluso más allá, protegidas sus derivaciones por el baluarte académico. Quien inaugura nuestra etapa neoclásica davidiana es José Aparicio Inglada (1770-1838), cuya manifiesta mediocridad ha sido uno de los factores que determinaron la mala prensa que ha sufrido globalmente la pintura neoclásica española.
Y más teniendo en cuenta la fama de que gozó en su época: fama debida, en gran parte, a que tuvo la habilidad de encontrar asuntos que impresionaran al público, como lo muestran su horrible El hambre en Madrid (Museo Municipal, Madrid), de bajo y zafio patrioterismo, con inspiración en Füssli , o La fiebre amarilla de Valencia (Academia Nacional de Medicina, París), inspirado en Gros . Poco se puede salvar de su producción, que no habla, precisamente, en favor de quien fue discípulo de David en París y fiel seguidor de sus ideas estéticas, destacando de entre ella El desembarco de Fernando VII en la Isla de León, hoy desaparecido, su mejor obra y muy interesante iconográficamente (boceto en el Museo Romántico, Madrid). Pero, frente al mediocre Aparicio hay que reivindicar y ensalzar las grandes figuras de José de Madrazo y Juan Antonio Ribera , ambos discípulos predilectos de David en París y triunfadores luego en Roma, antes de su regreso a España tras la guerra napoleónica. El santanderino José de Madrazo y Agudo (1781-1859) es la figura cumbre de nuestro neoclasicismo y uno de nuestros grandes pintores del siglo XIX. Tuvo una gran trascendencia en el quehacer artístico de su tiempo, tanto por su acertada labor al frente de las más importantes instituciones artísticas españolas (primer pintor de cámara, fundador del Real Establecimiento Litográfico y director del Museo del Prado), como por la influencia que ejerció a través de su labor docente (director de la Academia de San Fernando).
Fue, en cierto modo, el dictador artístico de su tiempo e intentó traer los frescos aires renovadores de Europa a nuestro arte. Su pintura, de acendrado espíritu davidiano, toca todos los géneros elevados, como el histórico (La mecerte de Viriato, Museo del Prado), el religioso (El Corazón de Jesús con gloria de ángeles, para la iglesia de las Salesas, Madrid), el alegórico (Las cuatro horas del día, Museo del Prado), siendo además excepcional retratista, superior a Vicente López , sobrio y elegante, como se ve en La princesa Carini (colección Daza, Madrid), su obra maestra, profundamente davidiana. Su amigo y compañero, el madrileño Juan Antonio Ribera (1779-1860) es el otro gran pintor de nuestro neoclasicismo, cuya vida profesional corrió paralela a la de Madrazo, llegando a ser también primer pintor de cámara y director del Museo del Prado, además de ejercer altos cargos docentes en la Academia de San Fernando. Excelente pintor de historia, como muestra su Cincinato (Museo del Prado), elogiado por David y quizá el mejor cuadro del neoclasicismo español, cultivó también la pintura religiosa (Cristo en la cruz, Palacio de El Pardo). Fue además excelente retratista (El escultor Alvarez Cubero, colección Aníbal Alvarez, Madrid) y decorador al fresco, enlazando el neoclasicismo con la tradición (Parnaso de los grandes hombres de España, Palacio de El Pardo). Al igual que en Barcelona, el neoclasicismo dejará su estela en la escuela madrileña mediante pintores que, partiendo del neoclasicismo y sin llegar a abandonarlo totalmente, participarán también de la -en cierto modo- afín corriente del romanticismo purista , compartiendo ambas tendencias. Conforman cierto eclecticismo, como Rafael Tejeo (1798?1856), discípulo de Aparicio, autor de cuadros mitológicos (Hércules y Anteo, Academia de San Fernando) y magistral retratista (D. Pedro Benítez y su hija, Museo del Prado), o como Valentín Carderera (1796-1880), discípulo de Madrazo que fue además arqueólogo, culto erudito, escritor de arte y coleccionista -destacando entre sus publicaciones su Iconografía española... - que une a sus valores lineales hálitos románticos en su pintura (D. Gonzalo de Vilches, Museo del Prado). Se puede aún incluir aquí a otros pintores como Francisco de Paula Van Halen, Luis Ferrant o Angel María Cortellini.