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El día 19 de julio del año 711, tuvo lugar junto a una laguna, hoy seca, de la provincia de Cádiz, una batalla que por sí sola abrió las puertas de Europa a un reducido ejército árabe, formado en realidad por unos jefes sirios, es decir conversos o hijos de conversos, y un grupo de beréberes apenas islamizados, aglutinados bajo la enseña verde del Profeta y la blanca de los omeyas y guiados por las ansias de obtener el botín que habían vislumbrado en una incursión previa. En unos meses la vieja Hispania pasó a ser otro dominio del sucesor de Abd al-Malik trocando su casi milenario nombre por un neologismo culto, Al-Andalus, documentado por vez primera en el Corán y que en realidad no era más que una derivación del nombre de la mítica Atlántida.Los invasores hallaron, como en Egipto e Ifriqiya una realidad política convulsa, en la que las manifestaciones artísticas eran simple herencia, mal conservada, de un pasado espléndido y lejano. Su implantación fue, por lo tanto, similar a la que habían ido experimentando desde las primeras conquistas, aunque la abundancia de ciudades, por muy decaídas que estuviesen, le permitió ahorrarse los amsar; en la primera etapa todo el esfuerzo se dedicó a la explotación directa del éxito, sin que se documenten más tareas artísticas que las reparaciones de puentes o la construcción de murallas, aprovechando restos anteriores. Las necesidades religiosas quedaron cubiertas con el uso de antiguos templos paganos (así la precaria mezquita de las Banderas de Carteia, la primera de Europa), iglesias (en Córdoba, por ejemplo) y cualquier edificio amplio, como termas, e incluso abundan las noticias legendarias sobre la partición de templos entre cristianos y musulmanes.

Al-Andalus se convirtió en territorio abbasí al poco de la matanza de los omeyas en las cercanías de la actual Tel-Aviv pero pronto volvería a la órbita de los descendientes de Muawiya pues de aquella carnicería escapó un biznieto de Abd al-Malik, Abd al-Rahman. Había nacido en 731 en una villa de los alrededores de Damasco y era hijo de una magrebí; por ello que en su huida se dirigió a Ifriqiya y de allí, perseguido por agentes abbasíes, llegó hasta Nakur; finalmente, el 14 de agosto del 755 desembarcó en Almuñécar (Granada), dando comienzo a un turbulento reinado como amir, y volviendo a enarbolar la bandera blanca de su familia, en vez de la negra de la abbasíes.En el año 784 se puso la primera piedra de la mezquita de Córdoba, edificio emblemático para la dinastía a cuya historia quedó ligado en sus sucesivas ampliaciones, de tal manera que la historia del Arte de Al-Andalus en este periodo de expansión del Islam tiene como guía y principal protagonista la de este prodigioso edificio, en el que vemos un último resplandor de tradiciones romanas, junto a novedades a cuya genealogía se han dedicado numerosas páginas y que aún está por dilucidar. Durante siglo y medio la mezquita de Córdoba fue el laboratorio y el protagonista no sólo principal, sino exclusivo de todo el proceso artístico, ya que los restantes edificios datados durante este lapso, tuvieron intenciones utilitarias o fueron sumarios y toscos. Falta información sobre otras actividades artísticas.

Por tanto, adquieren enorme valor las iglesias levantadas en territorios cristianos, durante el siglo X, por los refugiados mozárabes que huían de la represión musulmana, pues ofrecen una idea de los recursos que se manejaron en Al-Andalus antes de que tuviese lugar la explosión artística de la segunda mitad de dicho siglo. La proclamación, en el año 929, de Abd al-Rahman al-Nasir como califa de Al-Andalus trajo consigo la aparición de un repertorio completo de formas artísticas.Antes de describir otra etapa andalusí volvamos nuestra mirada hacia el Mediterráneo central. Sicilia, que había entrado en la órbita bizantina en el año 535 por obra y gracia del desgraciado conde Belisario, pasó a poder de los musulmanes de Ifriqiya en el 827, aunque hasta comienzos del X los griegos resistieron. La invasión formó parte de la política marítima que el Islam inició pronto, ya desde tiempos de Utman, cuando alcanzó su primer éxito en Chipre; esta tarea sólo pudo acometerse gracias a los puertos de Siria y Egipto que proporcionaron los medios materiales y humanos, y supuso la conversión del Mediterráneo en un espacio conflictivo, bien distinto de la vía de comunicaciones que, a trancas y barrancas, había sido.En su progreso hacia el Atlántico los musulmanes, atraídos por el fácil paso del Estrecho y la rápida ocupación de la Península Ibérica, demoraron el asalto final a Sicilia, que era menos accesible y más montañosa que aquélla y sólo fueron sus dueños exclusivos durante sesenta años escasos, ya que en 1061 los normandos, en un ensayo de lo que serían treinta años más tarde las Cruzadas (expediciones de vikingos cristianizados las ha llamado algún historiador), comenzaron su reconquista, que completaron treinta años más tarde.

Tan corto tiempo dejó escasísimos restos de la cultura material islámica, pero conformó un sustrato tan potente que en los siglos venideros Sicilia, temprana exportadora de sedas, papiros y otros géneros de lujo a la Italia continental, fue un foco de cultura musulmana, pero de ello daremos cuenta más adelante cuando reseñemos brevemente las contaminaciones de la periferia del arte islámico, porque ahora volvemos a Al-Andalus.Poco antes del Año Mil el mapa de la Península Ibérica mostraba el poderío de un Estado unitario, el Califato omeya, que dominaba cuatro quintas partes del territorio continental, articulado gracias a una trama de sesenta ciudades importantes; el resto de la antigua Hispania era una estrecha parcela montañosa, fraccionada en varios Estados, a menudo enemigos entre sí, en los que lo más parecido a una ciudad era el alojamiento de una de sus cortes reales en las ruinas de un viejo campamento romano, Legio, actual ciudad de León. Treinta años después la mitad de la Península era ya cristiana, sus habitantes habían aprendido a vivir en ciudades y tenían sometidos a sus impuestos y armas a los veinticuatro reinos (o incluso repúblicas) islámicos que se repartían a la greña la otra mitad del territorio hispánico. Cómo se produjo este curioso milagro es algo tan sorprendente como la conquista relámpago del 711.Lo cierto es que el Califato, tras la Fitna o revolución del año 1031, se fragmentó en una larga serie de Estados, los reinos de Taifas; pero, contra lo que cabría esperar, a su debilidad política y militar no correspondió una pérdida de potencia cultural, ya que todas aquellas cortes principescas decidieron convertir su capital en una pequeña Córdoba; así, las virtudes estéticas del Califato se incrementaron notoriamente, con una tendencia a la complejidad y refinamiento a las que no fueron ajenas las influencias abbasíes, a las que el mismo Califato cordobés había sido bastante sensible en sus mejores tiempos.

Aunque el desarrollo cultural de las taifas fue muy alto, nuestro relato únicamente tendrá en cuenta aquellas de las que poseemos alguna información, especialmente de la de Zaragoza, donde se halla el más septentrional y barroco de los palacios musulmanes.El periodo de Taifas coincidió con una época de fragmentación en todo el Islam, y por lo mismo pudiéramos haber escogido alguna otra fecha dentro del siglo XI para iniciar un nuevo capítulo; es más, Creswell, en su monumental tratado, eligió una fecha muy anterior, a comienzos del siglo XI cuando se agotó el arte abbasí. Nosotros preferimos una fecha lo más próxima a la época en la que el rearme de los cristianos, la aparición de los turcos, beréberes y otros pueblos fueron determinantes; así, hemos preferido, por su simbolismo, la toma de Toledo en 1085, por ser la primera vez que los cristianos, de una punta a otra del imperio musulmán, consiguieron reconquistar una ciudad islámica importante.

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