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Datos principales


Desarrollo


SESION SEXTA Dáse noticia del servicio que hacen los indios en varias especies de haciendas para su cultivo y en fábricas de telares de la mita, y del gravamen que de ella les resulta a los indios; y, últimamente, del rigor con que se les trata 1. Sin suponer cosa que no sea cierta, ni hacer ponderación que aparte nuestra narración de los términos de la verdad, podemos sentar, como cosa indisputable, que todas cuantas riquezas producen las Indias, y aun su misma subsistencia, es sudor de sus naturales, porque, si bien se repara, con ellos se trabajan las minas de oro y plata; con ellos se cultivan las tierras; ellos guardan y crían los ganados y, en una palabra, no hay trabajo recio en que no se empleen, siendo de todo ello tan mal recompensados que, si se quieren averiguar las gratificaciones de parte de los españoles, no se hallará ninguna más que un continuo y cruel castigo, menos piadoso que el que se ejecuta en las galeras. La religión ya queda visto del modo que se les da, quedando cuestionable en el prudente juicio si, verdaderamente, es o no más culpa de los que la enseñan que de los que deberían admitirla el dejar de tener en ella toda la solidez necesaria de verdaderos cristianos. Si nos detenemos en el oro y la plata que adquieren a costa de su sudor y trabajo, nunca llega el caso de parar en sus manos; si en los frutos que produce la tierra a espensas de su labranza, o los ganados que guardan y crían, casi nunca o en muy pocas ocasiones llega el caso de alimentarse con ellos y, finalmente, si en las mercancías que van de España, tampoco se les proporciona ocasión de usar de ellas, pues toda su manutención consiste en el maíz y hierbas silvestres, y su pobre y reducido vestuario se ve ceñido a aquellas rústicas telas que tejen sus mujeres, nada adelantadas a las que usaban en tiempo de la gentilidad.

Con que por todas partes se halla verificado que, siendo cuanto producen las Indias efecto del trabajo de sus naturales habitantes, y éstos quien lo contribuyen, son los que menos los gozan y los que menos recompensados se encuentran del afán de sus tareas. 2. Para que se pueda hacer juicio sólido, tanto de lo que queda dicho en las dos sesiones antecedentes, como de lo que comprenderá ésta, es forzoso suponer que la vida y ejercicio de los indios en los corregimientos es conforme a las riquezas y producción de las provincias. Porque en aquellos donde hay minas que se trabajan, y no haciendas, los indios hacen mita en parte, y parte de ellos queda reservada del trabajo, alternativamente. Los que en su jurisdicción tienen haciendas y minas, los indios de mita se dividen y se reparten en los dos ejercicios: uno de sacar los metales de las venas de la tierra, y otro de labrarla y darle el cultivo necesario para que produzca los frutos. Los corregimientos que meramente son de haciendas u obrajes (que es lo que allá se entiende por fábricas de telares), en éstos se emplean todos los indios de mita en sus labores y tareas. Y hay también corregimientos en donde los indios no hacen mita, porque las haciendas se trabajan con negros esclavos y no hay minas de labor en aquellos contornos. 3. También es de suponer que los indios a quienes hostilizan los corregidores son los libres, esto es, los que no están de mita, porque los que se hallan empleados tienen bastante pensión con la precisión de cumplirla.

4. Consiste la mita en que todos los pueblos deben dar a las haciendas de su pertenencia, para que se trabajen, un número determinado de indios, según su erección; y lo mismo a las minas cuando, habiéndolas registrado sus dueños, han conseguido que se les conceda mita para hacer sus labores con más conveniencias. Estos indios deberían hacer mita en tiempo de un año y, concluido, restituirse a sus pueblos, porque yendo en su lugar otros a mudarlos, deberían quedar libres hasta que les volviera a tocar el turno. Pero esta formalidad, aunque bien dispuesta por las leyes, no se guarda ya, y así, lo mismo es para los indios el trabajar en mita para el amo de la mina o hacienda, que trabajar de libres para utilidad del corregidor, pues de ambos modos les es igual la pensión. Todos los corregimientos de la provincia de Quito, y los demás que siguen en las otras provincias del Perú hacia el Sur y son de serranía, tienen mita. Todos los de valles, hasta las jurisdicciones de Pisco y Nasca, no son de mita, por no haber en éstos minas de labor, y cultivarse la mayor parte o todas las haciendas que corresponden a valles, con negros esclavos; pero los que comprenden parte de serranía, en la extensión de ésta hacen sus indios mita. Esto asentado, diremos lo que sucede en la provincia de Quito, y de ello se puede venir en conocimiento de lo que pasa en todos los otros corregimientos, en quienes corre una misma paridad. Y para hacerlo con más formalidad será preciso dividir las haciendas en cuatro clases, que serán: la primera, haciendas de sembradío; segunda, de hatos o vaquerías; tercera, de rebaños, y la cuarta y última, de obrajes.

Debiéndose regular las de trapiche, que es una quinta especie, como las de la primera. 5. En las haciendas del primer orden, gana un indio gañán mitayo al año, según el paraje o corregimiento, pero lo regular es de 14 a 18 pesos; y además de esto, le da la hacienda un pedazo de tierra, como de 20 ó 30 varas en cuadro, para que haga en él una sementera, y le presta también los bueyes para que la are, quedando por esta paga obligado el indio a trabajar 300 días en el año, y a hacer tarea en cada uno. Y los restantes 65 se le dispensan por los domingos, fiestas de precepto para ellos, enfermedades u otro accidente que les estorbe el que puedan trabajar, y los mayordomos de las haciendas van apuntando, por semanas, todos los que cada indio ha trabajado, para ajustarle la cuenta al fin del año. No son solamente los indios mitayos los que se emplean en el trabajo de aquellas haciendas, sino también sus mujeres y los hijos capaces para ello, mas no por esto adelantan alguna otra ganancia más que la del igual rigor al que le corresponde al marido por la mita. Emplean a las mujeres y muchachos en la siembra del maíz, papas y otras simientes de plantío, en desherbar toda suerte de sementeras, y en cosecharlas y desgranarlas, y por este tenor en cuantas cosas se ofrecen en las haciendas. Con que es de gran conveniencia para los amos tener, con un criado tan mal pagado como queda dicho, tantos que le sirvan con tal género de sumisión. 6. Este indio, poniéndolo en un medio, paga ocho pesos de tributo en cada año, cuatro a la mitad; pues aunque hay parcialidades de indios que pagan menos, hay, por el contrario, otras que contribuyen más.

Con que descontados de los 18 que gana, le quedan 10, y rebajando de éstos el costo de un capisayo, que consiste en tres varas de jerga, a razón de a seis reales, le vienen a quedar libres siete pesos y seis reales, con los cuales, y lo que le rinde la chacarita, se ha de mantener él, con su mujer e hijos, ha de hacer las fiestas de Iglesia que le asignare el cura, y se ha de vestir toda la familia. Pero aún hay que hacer otra rebaja, y es que la hacienda le da cada mes una media fanega de maíz, y se la cargan por el mismo precio a que vale en la ciudad, sin considerarles de menos el importe del flete de su conducción, el cual sube a veces tanto como vale el maíz cuando está barato. Con que, puesto por un precio ínfimo, será a seis reales la medía fanega, y las 12 que regularmente se le dan en el año componen nueve pesos, con que ya el indio, después de haber trabajado todo el año, habiendo cogido seis fanegas de maíz, un capisayo y lo poco que puede usufructuarle la chacarita, que por ser tan poco es preciso que la hacienda le socorra con la media de maíz mensual, queda adeudado en un peso y dos reales. Pero aún no es esto lo más, sino que si (como hemos visto suceder) acierta a morirse en el páramo alguna res, la llevan a la hacienda y, para que no se pierda su valor, la reparten entre los indios, y aunque se les carga a precio moderado, siempre es cara, pues suele estar de tal suerte que sólo para dejar-la a los irracionales era buena. 7.

Si la desgracia quiere que se le muera al indio algún hijo, o la mujer, o tiene alguna de las funciones de Iglesia a que los fuerzan los curas, entonces es menester que contraiga otro empeño con el dueño de la hacienda para que le supla lo que necesita; con que al cabo del año está adeudado en tanto o poco menos como lo que gana, sin haber entrado dinero en su poder, ni cosa que lo valga, y entonces pretende adquisición de derecho el amo sobre él, y no lo deja hasta que le pague la deuda; pero a proporción que le sirve, se acrecienta más y queda hecho esclavo por toda la vida él, y los hijos después que muere el padre. 8. Queda dicho que hay unos indios que pagan más por el tributo que otros, y en este particular son los menos pensionados los que pertenecen a encomiendas; pero esto no redunda de ninguna manera en beneficio de los indios, como debería ser, sino en provecho de los amos, porque a proporción les pagan menos salario por la mita, sin otro fundamento ni motivo que la de no tener tanto que satisfacer los indios por los tributos, cuando está patente a la razón que el tenerlos moderados la piedad de los soberanos, no es con otro fin que el de concederles a los mismos contribuyentes un privilegio por el cual les quede menos pesada la carga de esta contribución. 9. Otro rigor se practica con aquella gente, que aun para con los irracionales parecerá irregular y despiadado. Y es que el año que vale el maíz a tres o cuatro pesos por haber sido estéril, todos los frutos se aumentan en proporción, pero no así el salario de los mitayos, y como aquella simiente, que es su único sustento, tiene estimación y sus dueños desean convertirla en plata, dejan de darle a los indios aquella cantidad con que los socorren cuando está abundante, porque ni sus salarios alcanzan a la paga de su importe, ni los indios tienen otros bienes ni caudal con que comprarla fuera de los que produce su trabajo personal, y abandonados sin caridad a la miseria, los dejan perecer de necesidad.

Esto se experimentó así en la provincia de Quito los años de 1743 y 1744, en que fue grande la escasez que hubo de estos granos, y mayor la impiedad con que los amos trataron a los mismos indios que les cultivaban las haciendas, a los cuales les suspendieron los socorros totalmente, y de aquí provino el ser muy considerable la mortandad de indios en todas las haciendas, además de la excesiva que experimentaron los pueblos, que los dejó casi asolados. 10. La producción de aquellas cortas chacaritas que siembran los indios, se reduce a un poco de maíz y algunas papas, en tan pequeña cantidad que en sí, en las gallinas y en otros animales que crían sus mujeres, lo consumen a proporción que toman sazón. La ocasión única en que prueban carne en todo el discurso del año es, como queda advertido, cuando se muere alguna res y se recoge antes que los cóndores o buitres la hayan concluido; su calidad ya se puede inferir, pues además de ser mortecina, suele ya tener tan mal olfato que es del todo insoportable. Y lo más tiránico en este asunto es que el que no la recibe voluntariamente, la ha de tomar por fuerza, y tal vez si pone en ello repugnancia, suele emplearse en él, a este fin, el castigo. 11. Los indios que hacen mita en las haciendas del segundo orden, es decir, las de hato o vaquería, suelen ganar alguna cosa, aunque corta, más que los gañanes, pero, a correspondencia, es su trabajo mayor. Hácesele cargo en estas haciendas a cada indio de un determinado número de vacas para que tenga cuidado de ellas, y de su leche ha de hacer los quesos que están regulados por cada una, los cuales se le entregan al mayordomo el último día de la semana, y éste los recibe por peso, con tanta prolijidad y rectitud que todo lo que falta del peso que deben tener es de cargo para el indio, siendo así que, aunque en parte puede provenir la falta de haberse aprovechado de alguna parte de la leche, por lo regular es dimanada de que las vacas no dan siempre una misma cantidad, o de que el descuido que pudo haber con algunas crías, la disminuyó.

Sin considerar nada de esto, se le va aumentando el cargo a los indios, con tanto exceso que, al cabo del año, cuando deberían concluir la mita y quedar libres, se hallan más esclavizados que nunca, porque no teniendo con qué satisfacer aquella imaginada deuda, se ven precisados a continuar sirviendo a la hacienda, que es a lo que se reduce todo el recurso que les queda en semejantes casos. Este asunto lo indagué bastantemente en aquella provincia, y, por un sujeto que había manejado mucho tiempo las haciendas más cuantiosas que hay en ella, supe, con no pequeña admiración, que cuando entraron estas haciendas en su dirección, montaba la deuda de que se les hacía cargo a los indios más de 80.000 pesos en todo, sin que ellos hubiesen corrido con la venta de lo que las vacas producían, ni tenido otra incumbencia más que la de guardarlas y hacer los quesos que podían dar con su leche. 12. Parece que las deudas de estos indios, tanto en éstas como en las primeras haciendas, siendo gente que está insolvente, quedan reducidas a puras aprehensiones de la idea, y que de ellas es poco o ninguno el perjuicio que se les sigue a los indios. En parte sucede así, y en parte es al contrario. Es perjuicio para los indios estar adeudados con la hacienda, porque todo cuanto en particular pueden criar o agenciar, después de haber cumplido con el trabajo de su obligación, se levanta con ello el dueño de la hacienda por cuenta de la deuda, y cuando no lo hacen ellos por sí voluntariamente, los cargan de nuevos trabajos para que se desquiten, sin que nunca llegue este caso de estarlo totalmente; pero no es gravamen para ellos el quedar esclavizados por toda la vida en la hacienda, porque si se restituyeran a sus pueblos no estarían menos pensionados con la carga de los corregidores.

A no ser así, y equivaler casi el gravamen y extorsiones de éstos a las de los dueños, sería injusticia grande el que no se mudasen cada año, porque estando en sus pueblos vivirían aquel tiempo con libertad, y ganarían para mantenerse con formalidad, ya fuese en el jornal diario o empleándose en los mismos ejercicios en que se ocupan los que permanecen en ellos, cuyas utilidades bastarían para sobrellevar, sin demasiado fastidio, la pensión de los tributos y la carga de la mita, pero de este desahogo se les defrauda por la insaciable codicia de los que los gobiernan. 13. En las haciendas del tercer orden, que son las de rebaños, gana cada indio pastor 18 pesos, teniendo a su cargo una manada completa, y si tiene dos, gana algo más, aunque no el doble, como correspondería. Estos indios, que parece deberían ser los más bien librados, no están menos sujetos a la esclavitud que los demás, porque, siendo responsables de las manadas, se les hace cargo de todas las ovejas que les faltan al cabo del mes, a menos de que las haya entregado muertas, lo cual es tan difícil para ellos que es inconsideración la de pretenderlo, porque los parajes en donde estos indios pastean y habitan con sus manadas son en lo interior de los páramos, entre aquellas cañadas que forman entre sí las lomas y cerros de ellos, totalmente despobladas de otra cosa sino es de las ovejerías. Las caserías principales de estas haciendas suelen distar de aquéllas tres o cuatro leguas, y como en éstas se hacen también sementeras y son los mismos indios pastores los que se emplean en sus labores, es preciso que para atender al cultivo de las tierras dejen encomendados los rebaños a su mujer o hijos, no más grandes que de cinco a seis años, porque en teniendo suficiente edad para poderse ocupar en algo, trabajan en beneficio de la hacienda; con que, en el ínterin que está ausente, suelen morírseles algunas, quedando extraviadas en lo inculto y dilatado de aquellos páramos, y si tiene la desgracia de no encontrarlas cuando las echa de menos y las busca, se le hace cargo de ellas al cabo del mes, cuando se cuenta su manada, y sólo se le pasan en cuenta las que entrega vivas y muertas.

Pero aunque nunca le obligara la hacienda a dejar la manada entregada a su mujer, no pudiera haber justicia que les condenara a la paga, mediante que es uno solo el que cuida de toda la manada, y tales los arajes de aquellos páramos que no es dable seguir con a vista todo el rebaño por entre quebradas, ciénagas, pajón y ladera; ni tampoco es evitable por el que las guarda el librarlas de las garras de los cóndores, pues, como sucede muy de continuo, y se ha referido en el primer tomo de la Historia de este viaje, a vista del pequeño cholito que guardaba una manada, y a la mía, bajó violenta una de estas aves, y haciendo presa en un cordero, se remontó con él sin que lo contuvieran los gritos del muchacho ni los ladridos de los perros. 14. Para que se vea más claramente la injusticia con que se trata en todo a los indios, se nos permitirá que comparemos aquellos indios pastores con los de acá de Europa, y la considerable diferencia de los unos a los otros servirá de prueba a lo que queda dicho. 15. Una manada de ovejas se regula en España por 500 cabezas, y para guardarla mantiene su amo un pastor y un zagal, que son dos hombres. En Andalucía gana el pastor 30 reales al mes, que son al año 24 pesos, y el zagal 20 reales, que componen 16 pesos, y unos y otros hacen 40 pesos; pero además de este salario, los ha de mantener el amo de pan, aceite, vinagre y sal, y ha de mantener los alanos, les ha de dar jumentos para llevar el hato, y, así que pasan de tres manadas, ha de mantener un rabadán para que continuamente las cele todas, el cual gana más salario que los pastores, y el amo le provee de caballo.

En el Perú se regula cada manada por 800 a 1.000 cabezas, y se guarda con un solo hombre, que es el ovejero (conforme allí los llaman); éste no gana más que 18 pesos al año, de los cuales se ha de mantener él, su mujer e hijos, y los perros que le han de ayudar a cuidar del rebaño; pero de estos 18 pesos se ha de descontar el tribu-to, que siendo ocho pesos, puesto en un medio, sólo le quedan 10 para todo lo demás, y su amo no le da ninguna otra cosa. No se puede atribuir la cortedad de estos salarios a baratura de la tierra, pues, bien por el contrario, todo es en ella incomparablemente más subido de precio que en España. Lo mismo sucede en las otras suertes de haciendas, con que, sin escrúpulo, se puede asegurar que un país donde cuanto se come y viste es caro, se particulariza en ser el servicio de sus naturales barato con extremo, lo cual no puede suceder de otra forma sino vistiendo ellos tan reducidamente como se anotó en el mismo tomo de la Historia ya citado, manteniéndose con las hierbas silvestres del campo, y con maíz tostado o un poco de cebada molida, sin más aderezo ni composición que la de la harina. 16. En el cuarto y último orden de haciendas, que son los obrajes, parece se refunden todas las plagas de la miseria; allí se juntan todos los colmos de la infelicidad y se encuentran las mayores lástimas que puede producir la impiedad. Bien conocido ha sido esto de los ministros que ha tenido España y, en su consecuencia, se han tomado las más serias providencias que ha podido dictar la razón y aconsejar la justicia, pero la lástima ha sido que la libertad de aquellos países no ha dado lugar a que hayan tenido la debida observancia, según iremos viendo.

17. Son los obrajes un conjunto de las otras tres clases de hacienda y, fuera de las tierras que se cultivan, de las vacadas y de los rebaños, son las fábricas en donde se tejen los paños, bayetas, sargas y cosas de lana, que en todos los reinos del Perú se denominan con la voz de ropa de la tierra. En los tiempos pasados solamente había obrajes de cosas de lanas en la provincia de Quito, pero ya en los presentes se han establecido en las demás, aunque lo que se fabrica en las otras que están al sur de la de Quito son pañetes y algunas bayetas y jergas, debiéndose considerar aquéllos como paños muy ordinarios; pero hay provincias, como la de Cajamarca, donde se hacen tejidos de algodón y hay obrajes para este fin. 18. Para formar un perfecto juicio de lo que son los obrajes, es preciso considerarlos como una galera que nunca cesa de navegar y continuamente rema en calma, alejándosele tanto el puerto que no consigue nunca llegar a él, aunque su gente trabaja sin cesar con el fin de tener algún descanso. El modo de gobernarse los obrajes, el trabajo que tienen en él los indios a quienes comprende esta desgraciada suerte, y el riguroso castigo que experimentan aquellos miserables, aún puede ser que exceda a la comparación que se ha hecho, después de bien considerado. 19. Empieza, pues, el trabajo de los obrajes antes que aclare el día, a cuya hora acude cada indio a la pieza que le corresponde, según su ejercicio, y en ella se les reparten las tareas que les pertenecen; pero luego que se concluye esta diligencia, cierra las puertas el maestro de obraje y los deja encarcelados en ella.

Al mediodía abre para que las mujeres de cada uno les entren la pobre y corta comida con que se han de sustentar, lo cual dura muy poco tiempo, y vuelven a quedar encerrados; a la noche, cuando ya la oscuridad no da lugar a que puedan trabajar, entra el maestro de obraje a recoger las tareas. Aquellos que no las han podido concluir son castigados con tanta crueldad que no es comprensible, y hechos verdugos aquellos hombres impíos, descargan a cientos los azotes sobre los miserables indios, porque no saben contarlos de otra manera, y, para conclusión del castigo, los dejan encerrados en la misma pieza o los ponen en el cepo de la que sirve de prisión, pues aunque toda la casa lo es, tienen lugar determinado con cormas para castigarlos más indignamente que lo que se puede hacer con los esclavos. En el discurso del día, hace el maestro de obraje, su ayudante y el mayordomo varias visitas en cada pieza, y el indio que encuentran descuidado en algo es inmediatamente castigado en la misma forma, con 100 ó 200 azotes, y prosigue después su trabajo hasta que es hora de dar de mano, y entonces se suele repetir en él el castigo. 20. Esto se ejecuta cotidianamente con los indios mitayos de los obrajes, y el castigo no les sirve de indulto para dispensarles la satisfacción de la deuda, pues, asentándoseles todas las faltas de tareas que hacen, permanecen obligados a completarlas al fin del año. Y así, sucesivamente, de unos en otros se acrecienta la deuda cada vez más y más, y con visos aparentes de razón se hace poderoso el derecho del amo para esclavizarlos, y lo quedan para siempre con todas sus familias.

Aun todavía se tratan estos indios con algún amor y caridad respecto de lo que se ejecuta con aquellos que los corregidores condenan a los obrajes por haber dejado de pagar el tributo con puntualidad cuando les hacen cargo de él, y muchas veces como ya se ha dicho sin deberlo legítimamente. Estos indios ganan al día un real; medio se les retiene para pagar al corregidor, y el otro medio se asigna para su manutención, lo cual no es suficiente para un hombre que trabaja sin cesar todo el discurso del día. Y en prueba de ello, imagínese qué podrá comprar por medio real de plata, en aquel país, que sea capaz de sustentarlo, cuando ni aun tienen suficiente para la chicha, cuya bebida es tan necesaria en los indios, por hallarse acostumbrados y como connaturalizados con ella, que los alimenta y fortalece tanto como lo que comen. Además de esto, como el indio no es dueño de salir de aquella prisión, se ve precisado a tomar lo que el amo le quiere dar por aquel medio real; éste, con la autoridad de tal y el fin de no desperdiciar nada, aprovecha en ellos el maíz o cebada que se le ha dañado en las trojes, las reses que se le mueren e infestan el aire y, a este respecto, lo más malo y despreciable de sus frutos. De esto nace que aquellos indios enfermen al poco tiempo de estar en aquel lugar, y consumida su naturaleza, por una parte, con la necesidad, por otra, con la repetición del cruel castigo y, por otra, del mismo accidente que contraen con la mala calidad de su alimento, mueren aún antes de haber podido pagar los tributos con los jornales que hasta entonces han devengado.

El indio pierde la vida y el país aquel habitante, de lo cual se origina la disminución tan grande que se reconoce de esta gente. 21. Tal es la lástima que causan cuando los sacan muertos, que conmoviera a compasión a los más despiadados corazones: sólo se ve en ellos un esqueleto que está diciendo la causa y motivo de haber perecido. Y la mayor parte de éstos mueren en los mismos obrajes con las tareas en las manos, porque aunque se sientan indispuestos y lo den a entender en los semblantes, no es bastante para que aquella tirana gente que los tiene a su cargo, los exceptúe del trabajo o procure su remedio antes, pues, acostumbrados a mirarlos con todo aborrecimiento, si los envían al hospital es cuando sus fuerzas están tan decaídas que fallecen sin llegar a él, y son felices los que tienen resistencia para ir a morir dentro de él. Por esto causa más temor en los indios el que los pongan en los obrajes que ningún otro castigo de los rigurosos que ha inventado la impiedad contra ellos; las indias, sus mujeres, empiezan a llorar su muerte desde el instante que los condenan a esta pena; los hijos hacen lo mismo respecto de los padres, y éstos por sus propios hijos no les queda recurso que no tomen para libertarles, y llega su desconsuelo al último extremo cuando sus diligencias no producen el efecto que desean. Y con sobrada razón se explica tanto su sentimiento, a vista del suplicio adonde ver conducir a las personas a quienes les recomienda el cariño y la unión del parentesco; entonces dirigen al cielo sus clamores, cuando en la tierra, hechos todos contrarios suyos, y sin atender a ninguna razón los que deberían atenderlos, los dejan abandonados a tanta infelicidad.

22. Diráse que el poner en los obrajes a los indios cuando dejan de pagar los tributos reales es necesario recurso para resarcir la pérdida, y por lo tal, se les permite que lo ejecuten así a los corregidores u otras personas que tengan esta cobranza a su cargo. Pero las Leyes de Indias, ni las estrechas órdenes de nuestros soberanos cerca de su observancia, ni disponen que se trate a los indios con crueldad tan grande como allí se practica, antes ordenan lo contrario, ni pudieron ser bastantemente circunstanciados los informes en que se fundaron para convenir en la asignación de una paga de jornal tan limitada, pues siempre atenderían los soberanos y sus Consejos a que, con la que se les hiciese a los indios en los obrajes, tuviesen para mantenerse y les quedase con qué irse descargando de la deuda. En el pie que al presente están, no se consigue ni uno ni otro, y así, mal pudo ser ésta la intención de semejante instituto. 23. El arbitrio de condenar los indios a estos abominables lugares se ha hecho tan común, que ya se destinan a la muerte civil de ellos por otros muchos asuntos. Una deuda corta y particular es bastante para hacerlo, y de autoridad propia les impone este castigo cualquiera particular; en los caminos se encuentran indios amarrados de los cabellos a las colas de los caballos, conduciéndolos a los obrajes los mestizos y la demás gente vil que puebla aquellos países, y tal vez por delitos tan leves como haberse ausentado de la dominación del que los lleva, huyendo de las crueldades que usan con ellos.

Y aunque se quiera esforzar la tiranía con que trataban a estos indios los encomenderos en los principios de la conquista, no me persuado yo llegase a la que ahora ejecutan en ellos españoles y mestizos; y si entonces se servían de ellos como esclavos, tenían un solo amo en el encomendero, mas, en lugar de éste, se han instituido el corregidor, el cura y los dueños de las haciendas, que los tratan con más inhumanidad que la que se puede tener con los esclavos. 24. Estas noticias han llegado a la inteligencia de los soberanos y al conocimiento de sus celosos ministros en otras ocasiones antes que ésta, y en su consecuencia se repitieron las órdenes, prescritas desde mucho tiempo antes, para que se hagan visitas de obrajes por ministros de buena conciencia, integridad, justicia y desinterés, a fin de que, reconociendo el modo con que en ellos se trata a los indios, se reformase todo lo que es contra ellos, y se hiciese castigo severo en los dueños de obrajes que lo mereciesen. Pero todo el acierto de tan admirables disposiciones no ha podido producir, para aquella gente, el éxito favorable que correspondía, porque nunca han llegado a tener efecto las visitas y, por consiguiente, ni la reforma en la tiranía. Y aunque, entre las muchas personas de mala conciencia no han faltado otras que, con cristiandad y celo desinteresado, lo pretendieron ejecutar, encontraron en ellos tan altos montes de dificultad que, no acomodándose a recibir las crecidas sumas en que se indultaban los dueños de obrajes (como regularmente lo hacen los demás), se vieron precisados a abandonar la empresa sin concluirla.

Sobre lo cual podrán servir de ejemplo los dos casos siguientes. 25. Proveyó el rey que está en el cielo, el señor don Felipe V, en uno de los corregimientos del Perú al padre José de Eslava (entonces seglar), hermano del virrey actual del Nuevo Reino de Granada, don Sebastián de Eslava, y de don Rafael, que fue gobernador de Castro Virreina y presidente de Santafé. LLegó este caballero al Perú en ocasión que le faltaba algún tiempo al corregidor a quien iba a suceder, y hecho capaz el virrey que gobernaba entonces aquellos reinos de sus singulares prendas, le nombró con grande acierto por juez visitador de los obrajes de la provincia de Quito, para que se ocupase en esto ínterin que se acercaba el tiempo de tomar posesión en su corregimiento. Llegó a Quito con esta incumbencia, y desde aquella ciudad, donde le visitaron todos los interesados en los obrajes, empezaron a persuadirle que se redujese al método que se había seguido hasta entonces y que no pretendiese innovarlo, el cual consiste en recibir de cada uno los regalos de dinero que le hacen, y formar una papelada llena de falsedades para que conste por ella lo que no se ha hecho, y que queden las cosas en el mismo estado, y las tiranías en su tenor. El desinterés y justificación de este caballero eran grandes, y aunque no muchos sus años, procedía en todo con sobrada madurez, y conociendo con ello la fuerza de aquella maldad y sus lastimosas consecuencias, despreció unos consejos tan depravados y, resuelto a gobernarse con integridad y limpieza, salió de Quito y se dirigió hacia el corregimiento de Otavalo, que es el primero que se sigue a aquél por la parte del Norte, con el ánimo de dar principio a su comisión y de hacer justicia a todos.

Llegó a una hacienda cuyo nombre es Guachala, que está al principio del llano de Cayambe y, por ser de obraje, quiso empezar desde ella las diligencias de su visita; el dueño de esta hacienda le recibió con mucho agrado y grandes aparatos de obsequio, y puesto de acuerdo ya con los demás dueños de obrajes de aquella jurisdicción, les pasó aviso de estar el juez en el suyo, con cuya noticia pasaron todos inmediatamente a ella a cortejarlo y llevarle al mismo tiempo algunas talegas de plata que habían juntado entre sí con el fin de prevenirlo con este presente, ganándolo por tal medio a su partido, y que no hiciese en su visita más diligencia que la de ceñirse a sus voluntades. Empezaron a tratar con él descubiertamente, mas viendo que no eran fáciles de conseguir sus intentos porque rechazaba el dinero y permanecía en el ánimo de hacer la visita con la formalidad que pedía el negocio, pasaron a ser amenazas los cortejos, y, quitando el embozo, le dieron a entender el peligro en que ponía su vida si continuaba en el camino o intentaba hacer alguna diligencia. Contenido con esto el celo eficaz de este juez, a vista de los temores que le infundían y de su falta de poder para hacerse respetar, se vio precisado a ceder, aunque sin manchar su integridad con la vileza del cohecho, ni gravar su conciencia disimulando las injusticias que se cometían contra los indios, pues, desengañado con las circunstancias de este caso, se volvió a Quito sin detenerse allí más tiempo, y yendo a aposentarse al colegio de la Compañía, pidió la sotana, sin hacer caso del corregimiento, ni de otros empleos de aquellas partes, porque quedó convencido de que en todos ellos quedaba gravada la conciencia si se procedía conforme al método del gobierno ya entablado en aquellos reinos, y se hacía peligrosa la vida si se pretendían reformar sus desórdenes.

26. Este sujeto fue de los mayores amigos que tuvimos en aquella ciudad, y con este motivo nos refirió el caso en varias ocasiones, cuando se ofrecía hablar de la tiranía con que se trata allí a los indios. Estuvimos a su muerte, que fue vaticinada por él mismo, y en toda su vida dio ejemplo muy singular, con una sólida virtud, no sólo a la Compañía, sino a cuantos le conocieron, por cuyo medio, y el de los grandes talentos que le ilustraban, se hizo acreedor de las mayores estimaciones, y de que su religión le venerase como lo merecía la santidad de sus costumbres. 27. Después de que tomó la sotana de la Compañía dio cuenta al virrey de lo que le había pasado y de su nuevo y más acertado estado, como asimismo del desengaño que acababa de recibir y de que estaba persuadido a que en todos los empleos de aquellas partes se obraba con igual riesgo, siendo la codicia la directora de la conducta en ellas. 28. Casi lo mismo sucedió algunos años después con don Baltasar de Abarca, a quien lo confirió la misma visita el marqués de Castelfuerte. Este sujeto, con quien tuvimos comunicación en Lima, donde ocupa el empleo de teniente general de la Caballería de aquellos reinos, poco después de haber llegado a Quito, y aun antes de empezar las diligencias de su comisión, se vio precisado a huir ocultamente de aquella provincia y volverse a Lima, porque, con el rumor que se había divulgado de que pasaba a visitarlos, intentaban los dueños de obrajes darle muerte cuando lo hallasen desprevenido, cuyo peligro no le dio tiempo ni aun para instruirse de lo que pasa en ellos y poderle dar aviso al virrey.

A vista de esto (que se experimenta en todos los que no se convienen a la admisión de los inicuos obsequios), ¿qué remedio son las disposiciones con que el monarca desea patrocinar y amparar a aquella pobre gente? ¿De qué fruto es que los virreyes no se descuiden en nombrar jueces y que las audiencias den a estas provisiones su debido cumplimiento? ¿Ni qué adelantamiento para los indios el que recaiga el nombramiento en persona justa y desinteresada si no se consigue el que se cumplan los preceptos del soberano, que se obedezcan las órdenes de los virreyes ni que la justificación de los jueces logre ocasión de emplearse en favor de los indios? Todo lo cual proviene de que si hay unos ministros en aquellas partes que se declaren por la justicia, otros lo son en contra y otros indiferentes; éstos y aquéllos dejan de dar los auxilios necesarios cuando llega la ocasión, o si los dan es con tanta tibieza que infunden ánimo y confianza en los interesados para que hagan oposición a lo que no les tiene cuenta, y el cohecho, que por una parte no puede hacer su efecto, aplicado a otro lado lo produce con el éxito que no debiera. 29. Es común sentir de todos aquellos países, y particularmente en los de la sierra, el de que si los indios no hicieran mita serían perezosos y no se podrían trabajar las haciendas, cuyo supuesto es totalmente incierto, como haremos ver. Pero qué pueden decir los que tienen su interés en que haya mita sino que sin ella no se podrían mantener las Indias, o que si los indios no tuvieran esta sujeción se sublevarían, pues suponen que el no hacerlo es por lo muy oprimidos que los tienen los españoles.

Estas y otras semejantes falsedades fabrica la malicia para disculpar la tiranía; pero, supuesto que sea como ellos pretenden, ¿qué ley ni qué razón puede haber para que no se les dé lo necesario para el sustento y a que se quiera que trabajen como esclavos? ¿Ni qué política puede condescender en que se haga así? Ninguna debemos considerar sino es que, encubierta la verdad con la falacia de los fingidos informes que se envían de allá (de que en parte somos testigos sobre algunos asuntos), se proceda con la inocencia de que son ciertos, y hechos y remitidos con el anhelo y fin de mirar por el bien común y subsistencia de aquellos reinos. Pero, para que se vea la malicia con que vienen los informes de allá, ponderando la pereza y lentitud de los indios, volveremos la atención a las haciendas que no tienen el beneficio de la mita, o donde es corto el número de mitayos. ¿Dejan éstas de trabajarse por eso? No, por cierto; pues con alguna más costa que las otras, todos tienen los indios que necesitan, sin otra diferencia que la de recibirlos a jornal diario, y en esta forma les pagan un real por cada día, y siendo paga tan corta, que bien considerada no les alcanza para sustentarse ellos solos, con todo no la desprecian, y siempre que tienen ocasión y no trabajo particular propio en qué ocuparse están puntuales a ganarla. Con que esto prueba que trabajarían, aunque no se les precisase a ello por el medio de la mita. Pero el caso está en que, recibiendo las haciendas indios a jornal diario los trescientos días del año, importarían 37 pesos y cuatro reales, y con esta cantidad no tendría el dueño de la hacienda más que una persona que le trabajase, cuando con la mita, dándoles menos de la mitad a cada uno, en los 18 pesos tienen, además de la rebaja del precio, que es tan considerable, el beneficio de servirse de una familia entera.

30. No se opone lo que acabamos de decir a lo que se ha dado a entender en el primer tomo de la Historia tocante a la naturaleza, propiedades y costumbres de los indios. Es evidente que son flemáticos y que cuesta un triunfo el hacerlos trabajar, pero en parte nace esto de que toda aquella nación está tan displicente y agraviada del trato que recibe de los españoles, que no es mucho el que todo lo hagan de mala gana. Y si no, considérese si dentro de España se instituyera el régimen de que los ricos obligasen a los pobres a que trabajasen en su beneficio sin recibir paga alguna, ¿qué voluntad tendrían éstos para hacerlo? Y eso dejando aparte la mucha menor que debe infundirles el continuo castigo con que los martirizan, sólo capaz de ser sufrido de una nación tan poco advertida como ella, o de los que, aherrojados, los sufren por necesidad, por ser correspondiente a sus delitos. 31. No es dudable que en los tiempos presentes demuestran los indios muy poca afición al trabajo, y no se puede negar que, por lo natural, son lentos, dejados y espaciosos. Su pereza se debe, empero, poner en un grado tal que, cuando conocen utilidad propia, no les sirve de estorbo. Están instituidas las reglas de gobierno y economía de aquellos países sobre un pie tan malo para los indios que, siendo igual el ingreso que resulta a favor de éstos trabajando o dejándolo de hacer, no se debe extrañar el que su flaqueza se incline más al lado de la pereza que al de las labores, siendo esto cosa natural en todos los hombres.

Pues si se examinan las naciones más cultas del mundo, no se hallará, entre todas, alguna que se aplique a hacer obras sin el incentivo de algún adelantamiento, y aun aquellas que advertimos más laboriosas son las que más se estimulan de la utilidad. Para los indios es lo mismo ganar dinero a costa de su sudor y fatiga que no ganarlo, porque el interés que les resulta de ello es tan pasajero en sus manos que nunca llega el caso de que lo perciban, y la utilidad se queda en ideal para ellos, porque cuanto más trabajan y agencian, tanto más rápidamente pasan, sin hacer detención en su poder, al de los corregidores, al de los curas y al de los dueños de las haciendas. A vista de esto ¿quién habrá que con razón acredite a los indios de flojos y perezosos, y no a los españoles de aquellos países de tiranos, impíos y codiciosos? 32. Parece que es forzar demasiado la defensa de los indios el disculparlos y atribuir a los españoles la causa de su inaplicación, pero los ejemplares de la antigüedad nos acreditan el juicio y los modernos lo confirman con cuanta seguridad se puede imaginar. Si volvemos los ojos al tiempo de su gentilidad nos confundirán las muchas obras que hicieron, tan dignas de admiración que, aun en los tiempos presentes, no acertamos a discernir el cómo pudieron ejecutar cosas tan maravillosas. Dejemos aparte las que refieren las historias por si acaso su misma magnificencia les ha podido conducir a la sospecha de incierta, y sírvanos de ejemplar lo que, en los tiempos presen-tes, puede registrar la vista en los vestigios de aquellas obras que todavía permanecen, con los cuales tendremos materia suficiente no sólo para desvanecer la injusta opinión en que se les tiene, si no para acreditarlos de laboriosos y aplicados.

La muchedumbre de acequias y su prolija industria ¿no lo da a entender así? Pues para aprovechar un pedazo de tierra, que era inútil sin el beneficio del riego, sacaban una acequia y, ladereando cerros para salvar las formidables quebradas que embarazaban su más próxima dirección, hacían que rodease el agua 30 y más leguas, según lo pedía la disposición del terreno, hasta que conseguían su premeditado fin, y con este agua cultivan aquel pedazo de tierra y lo hacían fecundo. Estas obras, que verdaderamente son grandes, quedaron desde entonces perfeccionadas para que, en los tiempos presentes, sirvan a los españoles, y aunque lo digamos con sentimiento, son los mismos españoles de aquellas partes quienes, con lamentable descuido, han dejado perder muchas que ya les hacen falta, sin que se reconozca obra de esta especie que no sea hecha antiguamente. 33. Los puentes, las calzadas y los caminos de todo el Perú fueron fabricados por los indios gentiles con gran prolijidad, y el descuido de los nuevos habitantes ha dejado perder la mayor parte. ¿En qué reino, por culto que sea, se verán caminos que, en más de 400 leguas de largo, observen una misma anchura y tengan guardados sus costados con murallas o paredes de suficiente grueso y ancho, sino en aquellos, donde a retazos se conservan en algunos parajes la memoria de esta gran obra y al mismo tiempo la de nuestro descuido? Los tambos que todavía existen en todo lo que se extiende la provincia de Quito y en las demás de serranía, ¿no son señales ciertas de que no vivían tan entregados al ocio sus moradores, que no lo sacudiesen para todas aquellas cosas que podían contribuirles a la comodidad? Los palacios, los templos y otras obras de que se ha hecho mención en la primera parte de la Historia no permiten, sin hacer injusticia a aquella nación, el que sea tenida tan del todo en la reputación de floja a inaplicable, cuando ellas prueban lo contrario.

Examinemos ahora del modo que se portan en los presentes tiempos y se verá que, aun en éstos, no dejan de trabajar y de aplicarse a lo que les tiene cuenta. 34. Todos los indios libres cultivan las tierras que les pertenecen con tanta aplicación que no dejan retazo ninguno desperdiciado. Es cierto que son cortas sus chácaras, pero nace de que no tienen más tierras, y no de que les falte cuidado y celo para hacerlas producir. Los caciques, que tienen algunas más, hacen sementeras formales, crían ganados según sus posibilidades y oportunidad y granjean lo que pueden sin que les fuercen a ello como a los otros. 35. Los indios que no asisten en los obrajes siendo tejedores, y que consiguen tener alguna libertad después que concluyen las precisas tareas que les dan los corregidores, trabajan para sí en sus propias casas; todas las indias hacen lo mismo cuando tienen lugar para ello. Con que esto no se compone bien con lo que se les imputa de ser inaplicados, pues otra nación que no fuera aquélla olvidaría el trabajo totalmente con la memoria de que, cuanto les produce, ha de ser para beneficio ajeno y no para propia utilidad. 36. De lo que queda dicho se convence que los españoles de aquellos países han ponderado la indispensable necesidad de la mita por el beneficio de su propia utilidad, el cual resulta directamente en perjuicio de los indios y en gravamen de la Real Hacienda. Porque, siendo considerable el número de los que perecen en ella por el desmesurado rigor, por la falta de alimento y por la ninguna caridad que se tiene con ellos, tanto cuanto se disminuye el número de indios se acorta el producto de los tributos y se reducen las poblaciones, consecuencias tan evidentes que no puede dejar de conocerlas el más ciego o el más inadvertido.

37. Si por dejar de trabajar, y ser propensos a la ociosidad y a la pereza, se debiera imponer como castigo la mita, a ninguna otra gente le correspondería mejor que a tanto mestizo como hay en aquellos países. Porque éstos están de más en él, particularmente cuando no tienen algún oficio. ¿Cuánto mejor sería que éstos, que no se hallan pensionados en tributos, lo estuvieran en la mita que el que la hagan los que contribuyen en aquéllos? Para esta gente es ya deshonroso el emplearse en el cultivo de las tierras o en aquellos ejercicios más bajos, y son las ciudades y los pueblos un conjunto de éstos que viven de lo que hurtan o de ocuparse en cosas tan abominables que sería hacer ofensa al papel mancharlo con su explicación. 38. Aunque se ha dicho algo del castigo que se practica con los indios en los obrajes, no es suficiente para que se comprenda perfectamente el que se ejecuta en ellos en todos los lugares, y por esto nos dilataremos en su explicación. 39. Al respecto que en las obrajes hay tres hombres o comitres que están sobre los indios continuamente, hay otros tres en las haciendas, que son el mayordomo, ayudante y mayoral. Este último, por ser siempre indio, no suele castigar a los demás, pero para autorizar su ministerio han entablado que tenga, como los dos primeros, un ramal, insignia del ejercicio. Cada uno tiene el suyo, sin largarlo de la mano en todo el día, y consiste en un palo como de una vara de largo y de un extremo penden seis u ocho látigos, de una vara de largo cada uno y de un dedo de grueso o muy pocos menos, hechos de cuero de vaca, torcidos a la manera de bordón y curados.

Con estos ramales los castigan, y el modo es, a cualquier falta o descuido, mandarlos tender en el suelo, boca abajo, y despojándolos de aquellos ligeros calzoncillos (en que consiste lo más formal de su ropaje), les hacen que vayan cantando los latigazos que descargan sobre ellos, hasta completar el número de la sentencia. Después se levantan, y los tienen enseñados a que vayan a hincarse de rodillas delante del que los ha castigado y que, besándole la mano, le digan Dios se lo pague, y que le dé agradecimiento por haberlo castigado. Esto se practica con los indios viejos y mozos, como con los muchachos y mujeres, y llega a tanto extremo que también suelen ser comprendidos los caciques, aunque en éstos es más extraño, y sólo fuimos testigos de ello en una ocasión. Pero es general el ejecutarlo con todos los indios en las haciendas y en los curatos, y cualquier particular con el indio que se le antoja, aunque no le sirva, pues basta que aquél no haga tan puntualmente aquello que le mandan para obligarlo a que se tienda, y con las riendas de la cabalgadura, que parecen tejidas y hechas al propósito para castigarlos, lo ejecutan hasta quedar cansados. Este desorden llega a tanto exceso que los negros esclavos, los mulatos y la gente más vil lo ejecutan continuamente de su propia autoridad, sin más motivo ni otro fundamento que el de su antojo. De lo que se conocerá que se trata allí a los indios con mucho más rigor y crueldad que a los esclavos, y que está en más alto grado de aprecio y estimación un negro esclavo que un indio.

No sucede esto sólo con uno u otro, sino generalmente con todos, y en prueba de ello referiremos lo que de experiencia propia podemos deponer. 40. En Cuenca vivíamos españoles y franceses en una misma casa, y entre los domésticos que tenía la compañía francesa unos eran europeos, otros mestizos del país y otros negros esclavos que la misma compañía francesa había llevado desde la colonia de Santo Domingo. Cuando se ofrecía limpiar los patios y oficinas de la casa, como era cosa que correspondía a los mestizos y negros, éstos, para no ocuparse en aquéllo, salían a la calle y haciendo fuerza a los indios que acertaban a pasar, los metían dentro de la casa y precisaban a que hicieran lo que les pertenecía a ellos. Reprendiósele este proceder a los primeros y se les castigó a los esclavos con el rigor que pedía el asunto, pero como estaban viciados con el ejemplar de verlo practicar así en todas las otras casas, esperaban a hacer estas faenas cuando los amos estuviesen fuera de casa, para que no pudieran encontrarlos en el hecho. Mas esto no era mucho, porque al fin les daban las sobras de la cocina, que en alguna manera les compensaba el trabajo, pero el azotarlos los negros esclavos de aquellos españoles, el llevarlos amarrados a la cola de los caballos, como lo hacen los mestizos y los españoles, es cosa tan común que por tal no causa allí novedad. 41. Estos castigos ya dichos son los ordinarios que se hacen en los indios, pero cuando a la ira del amo o del mayordomo no le parece bastante por haber sido el delito algo mayor, también los pringan, como se suele practicar en algunas colonias con los negros, aunque de distinto modo.

Este se reduce a tomar dos pedazos de yesca de maguey o chahuarquero (que es a lo que en Andalucía llaman pitacos) y, encendidos, golpean uno contra otro para que le caigan sobre la carne las chispas, al tiempo que los están azotando. En los obrajes y haciendas les ponen cormas para que no se huyan, como ya se ha dicho. Y porque ninguno de estos castigos es para los indios de tanta afrenta como el cortarles el pelo, que lo estiman en lo mismo que herrarlos, por quedar así señalados, lo ejecutan también cuando no está saciado su rigor. Y por último no puede inventar la desenfrenada cólera ningún castigo que no lo experimenten los indios de la mano de aquellos españoles. 42. Es dicho común en aquellos países de los hombres más razonables y timoratos que si los indios llevaran en amor de Dios los trabajos que pasan en el discurso de su vida, serían dignos de que, al punto que espirasen, los canonizase la Iglesia por santos, y se fundan en su continuo ayuno, en la perpetua desnudez, en su gran pobreza y en el exorbitante castigo que sufren, pues con ello tienen una bien crecida penitencia, desde que nacen hasta que mueren. 43. Se ha hecho ya en aquellos naturales la continuación del castigo una costumbre tal, que además de haberle perdido el temor, se les hace extraño cuando tiene algunas treguas. Los cholitos que crían los curas y otros particulares suelen entristecerse y aun se huyen cuando media algún tiempo sin castigarlos, y al hacerles cargo de la causa de su displicencia o de su fuga responden con inocencia que es porque estiman que no los quieren, infiriéndolo de que no los castigan.

El fundamento de esto no nace de su simplicidad ni de que los indios grandes tengan amor al castigo, sino es de que, acostumbrados a este trato desde el tiempo de la conquista, han aprehendido a los españoles por gente de tal naturaleza que sus agasajos y caricias sean lo que a ellos les parece rigor y ofensa, y lo comprueban en que, después de haberlos martirizado a azotes, les dicen que se los dan porque los quieren. Los padres instruyen a los hijos en ella, y la inocencia de éstos se persuade con sencillez a creer por beneficio el que los hagan llorar y bañarse en lágrimas; de aquí nace también el que vayan a darle gracias al que los castiga, hincándose de rodillas delante de él, aunque sea un negro, y que le besen la mano dando muestras de estimar el mal que debería agraviarlos. 44. Tanto es el temor que el nombre de español o el de viracocha (que comprende a toda otra gente que no es indio) causa en los indios que, cuando quieren amedrentar a los pequeños hijuelos y hacerlos callar si lloran, o que se retiren a aquellas chozas donde viven, no hacen otra cosa sino es decirles que el viracocha va a cogerlos, y se horrorizan tanto que no encuentran lugar seguro donde esconderse. Cuando se encuentran por los campos inmediatos a los caminos algunas cholas o cholitos pasteando ganados, u ocupados en alguna otra cosa, corren despavoridos a retirarse de la vista de los españoles y a esconderse, huyendo de ellos como de gente que los procura ofender, dejando abandonados los rebaños y las simientes si están sembrando, por guardar las personas.

Esto lo hemos experimentado continuamente, y aunque en algunas ocasiones se hacía preciso hablarlos para adquirir noticias del camino, no era posible conseguirlo ni lograr que se detuviesen a oír lo que se les preguntaba, con la particularidad de que, en corriendo uno de éstos, todos los que alcanzaban a verlo, aunque estén muy distantes, hacen lo mismo, y más fácil es dejarse caer por una quebrada abajo, si se llegan a ver atajados por ella, que esperar el peligro concebido de la inmediación del viracocha. Todo esto no tiene otro principio o fundamento que el mal trato que experimentan de todos generalmente, sobre cuyo particular nos hemos dilatado más de lo que pensábamos, por ser asunto en que no debemos omitir cosa alguna. 45. De dos maneras se puede providenciar para corregir el gravamen que se les causa a los indios en el servicio de mitayos y libres. La más ajustada a razón, y la más justa, sería extinguir la mita enteramente, y que los que tuviesen las haciendas, las minas, los obrajes, y, generalmente, todo, las trabajasen con indios libres sin poner fijeza en los jornales que hubiesen de ganar, sino según los pudiesen conseguir más o menos baratos los dueños de las haciendas, porque de este modo se arreglarían los indios a dar valor a su trabajo proporcionalmente al que tuviesen los frutos que les sirven de alimento, cuidando de que les quedase lo suficiente para pagar sus tributos al rey, y para vestirse; porque, bien mirado, ¿dónde puede haber cosa más injusta que la precisión que se les impone a los indios de que hayan de ganar por su trabajo personal un real y no más, estén caros o baratos los mantenimientos, cuando aun estando baratos no tienen bastante con él para mantenerse, y haberles de obligar a que, sin poder ganar más, se hayan de mantener con sus familias y pagar los tributos? En alguna manera es ponerlos en el extremo de que perezcan, y para remediarlo se debería disponer que no se les alterasen los precios de los alimentos, o dispensarles la paga de los tributos.

No haciendo mita, y siendo dueños de alquilarse por el precio que se les hubiese cuenta, lo que trabajasen sería con voluntad, y en los obrajes no tendrían ocasión de tratarles mal, porque el indio a quien castigasen dejaría aquel jornal y buscaría otro, además de que no llegaría este caso de tratarlos mal, como no sucede ahora con los libres, pues, por tal de que no falten, procuran contenerse los que los alquilan para poder hallar quien les trabaje. 46. Todo el mundo gritaría en el Perú contra una determinación de esta calidad, y con ponderaciones no cortas harían presente que se arruinaban aquellos reinos enteramente libertando a los indios de mita, porque no habría uno que quisiese trabajar, que peligraban aquellos países porque, poseídos los indios de ociosidad, cavilaban en sublevarse, y por este tenor fulminaría la malicia de los interesados tales acusaciones contra ellos, que darían ocasión a no proseguir en lo determinado, bien que se puede tener por cosa evidente que todo esto lo levantaría la depravada intención de los que se interesan en la mita de los indios para no perder las crecidas rentas que sacan de su trabajo. Y así, para evitar tanto alboroto como de esta resolución podría resultar, y que no tuviesen aquellas gentes ocasión de formar siniestras acusaciones contra la conducta de los indios, podría dejarse correr el servicio de mita, pero con una reforma tal que fuese soportable a los indios; por la cual debería disponerse que, además de los 18 pesos que ganan al presente por la mita, tuviesen obligación los amos de las haciendas a darles mensualmente el valor en dinero de la media fanega de maíz, y otra de cebada, a cada indio, o en especie cuando por ser de buena calidad quisiesen los indios surtirse de las mismas haciendas a donde estuviesen sirviendo, sin que esto sirviese de excusa para que, igualmente, les diesen el pedazo de tierra que les dan ahora, y los bueyes para ararlo.

47. En segundo lugar convendría prohibir totalmente que, en las haciendas u obrajes, se pudiese castigar a ningún indio, debajo de la pena de que el que se quejase por haber padecido siendo azotado, fuese remunerado con 50 pesos a costa de la hacienda, y el mestizo, mulato o negro que ejecutase el castigo en el indio, fuese azotado él por la justicia y desterrado a alguno de los presidios; pero si fuese español el que hubiese hecho por sí el tal castigo o mandádolo hacer, de cualquier calidad que fuese, tuviese pena de ser desterrado a servir en los presidios de aquella mar el tiempo de cinco años, y esta pena se debería cumplir con tanta circunspección que, sin admitir excusa ni indultos en el sujeto, debería condenársele a ella y hacerle que la cumpliese luego que el indio justificase ser cierta su delación, sin detenerse en si fue justo o no el castigo impuesto por el amo, porque sin esta circunstancia nunca llegaría el caso de que se hallase culpa en él, y siempre sería merecido del indio el tal castigo. Aunque se quiera exponer en contra de esto que, faltando el castigo, no trabajarán los indios al cumplimiento de sus tareas con la puntualidad que deben, para esto tienen los amos el recurso de despedirlos de su servicio, y tomar otros en su lugar, pues siendo buena la paga no les faltarán, y serán muy raros los que en esta conformidad no cumplan con su obligación. 48. En las haciendas de hato y ovejería no deberá hacérseles cargo a los indios de las faltas de los quesos y de las ovejas que se les pierden en los páramos, pues, como queda dicho, ni son capaces los indios de pagar lo uno ni lo otro, ni pueden ser responsables de ello, porque regularmente ni depende de falta de cuidado, ni de que ellos se aprovechan, y, por último, siempre que el amo sospeche que un indio deja de cumplir con su obligación, es árbitro para despedirlo y recibir otro, el cual hallará, porque no es gente tan abandonada que deje de conocer que es forzoso trabajar para mantenerse y para pagar los tributos.

49. Una de las cosas que más divierte a los indios libres, y los abstrae del trabajo, son las fiestas continuas que tienen introducidas los curas al asunto de cada santo, porque con el motivo de las danzas para las procesiones, con los cohetes y el atractivo de la bebida, se engrían en esto, y entonces no se acuerdan de ningún trabajo ni hacen aprecio de ninguna obligación; pero reformándose todas estas fiestas, como queda prevenido en la sesión antecedente, cesará en ellos el motivo de la distración, y no tendrán ocasión de volverse holgazanes. Por esto es conveniente hacer obligación de los corregidores, caciques, de los gobernadores de los pueblos y de los alcaldes de ellos, que celen el que los indios no tengan bebelonas ni funciones que los abstraigan, y el modo de evitarlas en ellos es prohibiéndolas en los pueblos, pues, con tal que no haya quien los anime para ellas, será bastante para que los indios no las dispongan por sí. 50. Para los obrajes no conocemos más que un remedio, y es el que no los haya sino dentro de las poblaciones y hasta un cuarto de legua distante de ellas, a fin de que en esta forma se puedan hacer las labores con indios sueltos, los cuales hayan de salir del obraje al anochecer para irse a sus casas; han de ser pagados en plata efectiva por su jornal, sin que por él se le pueda dar ni géneros ni frutos en equivalente, y el jornal de cada uno haya de ser arreglado a lo que el amo del obraje pudiera ajustar con ellos.

Con este orden debe absolutamente prohibirse con severas penas que en los obrajes pueda haber indios mitayos, que es con los que más se ejercita la tiranía, ni que haya obrajes en las haciendas retiradas de población, que es en las que se necesita de estos indios por lo mismo que están distantes, y es asimismo en las que hay libertad para hacer mayores las extorsiones, por cuanto hay menos testigos de ellas. Para evitar cuanto sea posible el que, aun en estos obrajes que estén cerca de las poblaciones o en ellas mismas, tenga lugar la malicia de ejercitarse contra los indios, convendrá que se mande que las puertas de los obrajes estén continuamente abiertas, bien que el portero, que ahora hay en todos para que las tenga cerradas, lo haya también entonces para que cuide de que no se extravíen las lanas, y de ver quiénes son los que entran y los que salen, pero que no haya embarazo para que a todas horas entren los de afuera a ser testigos de la vida que se les da adentro a los indios. Y que los corregidores tengan obligación de hacer dos visitas cada año en los obrajes para oír los agravios de los indios y pasarlos a la noticia de la Audiencia, a fin de que se tome providencia por este tribunal con que contener los desórdenes y refrenar la demasiada libertad de los que los cometen contra los indios. 51. No se puede argüir que de faltar indios mitayos para los obrajes, faltará quien trabaje en aquellas provincias donde privan las manufacturas. Todos los indios, o la mayor parte, son tejedores, y los libres trabajan en sus casas por su cuenta, y cuando no tienen dinero para comprar materiales y para mantenerse, se alquilan para trabajar a jornal.

Así lo tenemos experimentado en varios corregimientos, y en esta forma es más natural que lo que se dice de ellos tocante a su pereza, porque no es creíble, sin hacer repugnancia a la razón, el haberse de persuadir a que su desidia sea tanta que se deje morir un indio por no trabajar, cuando aun los irracionales trabajan en buscar alimento para mantenerse. 52. Sólo falta que determinar la forma en que se debería castigar a los indios que dejaren de entregar puntualmente los tributos, de modo que ni Su Majestad los pierda, ni se exponga el indio a perecer. Para esto se ha de atender a dos circunstancias; esto es, si el indio pertenece a población grande, o a pueblo pequeño, porque en cada uno de estos parajes militan distintas circunstancias. Si es en población grande, como alguna ciudad, villa o asiento, convendrá que haya un obraje particular destinado para que se pongan en él estos indios, y haciéndolos trabajar allí tareas regulares, se les asigne por jornal diario dos reales (que es lo menos que deberán ganar los indios libres en los trabajos más sencillos); el un real se le pagará al indio diariamente para que se mantenga, y el otro se le irá reteniendo a cuenta del tributo hasta que lo satisfaga, pero si el indio fuere tan ágil (como hay muchos) que por salir breve del obraje se aplique a trabajar y pudiere hacer en el día más de la tarea asignada, en este caso deberá ganar de más todo aquello que fuere correspondiente a lo que excediere de lo regular.

53. En las poblaciones cortas, donde los caciques o gobernadores recogen el monto de los tributos de todos los indios de su pertenencia, cuando algún indio deje de enterar por su parte el que le corresponde, deberá el cacique o el gobernador sacar de los demás indios, por prorrata, el importe de los tributos que sus compañeros no tuvieren prontos, y castigar a éstos a satisfacción de los demás indios, imponiéndoles el trabajo o pensión en que se conviniera entre todos, a fin de que, con su producto, pueda hacerse pago a los cumplidores de lo que adelantaron por los omisos, para descontárselos en el tercio siguiente. Estos indios podrán ser puestos en obrajes de la misma suerte que los de poblaciones grandes, o dados a mita en alguna hacienda, hasta que se desquiten. Pero estas penas deben dejarse al arbitrio de los caciques y para que se logre el fin, no se les entregará a ellos ningún dinero, sino sólo el maíz y cebada que se les ha de dar mensualmente para su sustento, y el dinero se le entregará al cacique, a fin de que lo descargue de los demás indios. 54. Haciéndose en esta forma el castigo de los indios que no pagasen el tributo con puntualidad, se les daría emulación para que, entre sí, se estimulen a no ser descuidados en ello, por ser interés común de todos el que cada uno cumpla con su obligación. Y nunca padecerían menoscabo los tributos, que es lo que se va a salvar después de reformar los desórdenes e injusticias de la mita, y las tiranías y crueldades de los obrajes.

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