LIBRO DE LA CONQUISTA DE LA NUEVA ESPAÑA

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Datos principales


Desarrollo


Después de la reciente conquista y sometimiento a Carlos César por Cristóbal Colón de la Haitiana y otras islas cercanas del Océano Septentrional y abierta por él mismo la vía del Continente, apenas había en España, por no decir en toda Europa, quien no estuviera poseído de un vehemente deseo de visitarlas, ya sea por las muchas maravillas que en aquel tiempo la fama publicaba acerca de ellas, o por la enorme cantidad de plata, oro, perlas y otras riquezas, que se decía que abundaban muy por encima de lo que se pudiera creer. No fue el último de éstos Hernán Cortés, de Medellín, hombre de poca fortuna pero nacido de padres hidalgos y honrados. Varón de ingenio levantado e inquieto y con mayor propensión a mandar y a legar su nombre a los siglos venideros, que a dedicarse a estudios literarios. Los cuales, antes de concluir los rudimentos, contra la voluntad de sus padres y diciendo adiós a las escuelas y al dulce consorcio de las Musas, repudió y abandonó como nacido para cosas mucho mayores, que alguna vez debía llevar a cabo, y como movido por algún consejo arcano o por la providencia de los dioses. Por consiguiente, en el año de 1500 del nacimiento de Cristo Salvador, saliendo del Puerto de Asta Jerez de la Frontera (?) llegó por fin a la isla de Haití, donde se ofreció en cuanta ocasión tuvo para las guerras y en los intervalos se dedicó a negocios rústicos y urbanos con mucho cuidado y diligencia, y aún alguna vez extrajo y benefició plata de las mismas.

De tal manera llegó a ser conocido, que cuando supieron los cubanos, entre los cuales ya moraba, la opulencia de la Provincia de Yucatán por relaciones de Francisco Fernández de Córdova y de Pedro de Alvarado; y como Diego Velázquez, Gobernador de Cuba, a quien pertenecía por capitulación someter estas regiones al César, esperase gran ganancia de ellas por conquista, no habiendo regresado Grisalva sic, de entre tantos diestros y fuertes varones, de los cuales ninguno juzgo igual a Cortés, confió a éste el mando de la expedición, porque además de la lealtad, de la audacia y de la pericia en el arte militar, que sabía que se hallaban acumuladas en él, se bastaba para comprar en compañía del mismo Velázquez y abastecer abundantemente naves adecuadas para proseguir cosa de tamaña importancia, y para pagar los estipendios de los soldados. A pesar de esto, como volvió Grisalva sic trayendo una cantidad no común de oro, cambió Velázquez de opinión, juzgando que no perdería nada si prefería y elegía otra vía más cómoda y otro jefe para llevar a cabo la expedición. Pero Cortés, designado ya aliado en la guerra, jefe de la armada y de todo el ejército, y, como quien no acostumbraba emprender nada que no procurara seguir con ánimo constante, y concluir con ánimo entero y fortísimo, preparaba todo lo que juzgaba necesario para proseguir felizmente la Conquista y para ir a un mundo desconocido. Salido de Cuba en contra de las órdenes del Gobernador, llegó a Macaca y después a la Isla de la Habana, donde astutamente huyó de las manos y de los fraudes de algunos amigos de Diego Velázquez y que trataban solícitamente de aprehenderlo con insidias y detenerlo, y de allí cruzó a la Isla de Guaniguanico con toda su flota, donde hizo alarde y encontró que tenía quinientos valientes compañeros soldados, cincuenta marinos y once naves.

Allí comenzó a ser llamado jefe de la flota, se dio una bandera con una cruz y una pía inscripción y exhortó a sus compañeros en un hermoso y elocuente discurso que fuesen de ánimo constante en los trabajos, guardándole entero cualesquiera que sufriesen para vencerlos, y que avanzasen prontos y alegres en aquella Conquista que tenían que llevar a cabo, la que aumentaría la esperanza en la fortaleza que en todas partes se tenía de la gente española y que la ensancharan añadiendo hazaña a hazaña, de modo que no solamente no ofendieran el nombre hispano, sino lo dilataran y lo favorecieran con todas sus fuerzas en honor de Dios op. M. y para la gloria de los Reyes de España. Así se prepararían la inmortalidad y enormes riquezas y entrarían en la gracia de Carlos V, Emperador de los Romanos. Que acorrieran a la mejor parte por Cristo vindicador de los hombres, máximo y óptimo, y pelearan por la verdadera religión contra bárbaros antropófagos, adoradores de ídolos y que desconocían el uso de la guerra y de las armas. Si se mostraban tales, extenderían las fronteras españolas por todas partes y obteniendo enormes riquezas, conservarían la vida y después volverían a su gratísima cónyuge, a sus dulces penates e hijos, cargados de plata y de oro. De lo contrario lo asechaban la deshonra eterna y una muerte vergonzosa. (?) Los soldados, entusiasmados por estas palabras y ardiendo en deseo de participar en tales cosas, partieron de Guaniguanico poco antes del primero de marzo, año de la salvación cristiana 1521; y llegaron a Coçumel donde hicieron alianza con los habitantes y cambiaron presentes con ellos.

Cortés envió cartas a los españoles que supo que moraban con los yucateros, en las cuales les rogaba que se acogieran a los navíos. Partieron de esta playa y llegaron a la bahía (?) que se llama de Mujeres y cuando se dirigía a Cotoche (sic) se dieron cuenta de que la nave de Pedro de Alvarado hacía agua. Se vieron obligados a volver a Cozumel donde pudieron carenarla. Ahí una piragua, o sea una barca hecha de un solo tronco cavado, tripulada por cuatro hombres desnudos, pero armados con flechas y arcos y con los dioses propicios, vinieron a encontrarlos. Uno de ellos era un tal Jerónimo de Aguilar, de Jerez de la Frontera (?), que había sido aprehendido, según él mismo contaba, por los indios de aquella región hacía poco más o menos nueve años y con tanto tiempo entre bárbaros y naciones salvajes era peritísimo en la lengua yucatera que es la única que se usa en toda la provincia. Reveló a Cortés muchísimas cosas admirables de decir y agradables de oír, ya acerca de la región, de sus reyezuelos y de sus celebérrimos edificios, como de un su compatriota llamado Guerrero, que se había casado con una mujer de esa costa y que se había acostumbrado de tal manera a las costumbres, a los vestidos (y aún no sé si la religión) de los habitantes, que ya poco se curaba de los españoles, de la flota y de Patria. Aguilar desempeñó después el papel de intérprete y prestó no mediocre ayuda para subyugar las naciones occidentales y someterlas al imperio de Cristo op.

M. y del felicísimo Carlos. Sobre la marcha le mando Cortés, después de haber hecho pedazos las estatuas de los demonios y puestas una cruz e imágenes de Cristo op. M. y de la Virgen Madre de Dios, que con la elocuencia que pudiera les declarara y explicara lo relativo a la doctrina de la religión cristiana; lo cual como lo hizo con mucha inteligencia, ganó a los habitantes de esa isla para Cristo, cuyos dogmas, inspirándole El mismo, fijó con maravillosa celeridad en sus corazones y de bárbaros circuncidados versados adoradores de ídolos, inmoladores atrocísimos de hombres, y contaminados con mil otros ritos nefandos, hizo píos discípulos de Cristo. Cuando estuvieran más enterados de los asuntos yucateros partieron y al salir encontraron un navío perdido y se detuvieron junto al río Tauasco, el cual ha sido conocido posteriormente con el nombre de Grijalva. Poco después se batieron cerca del pueblo de Potonchan en contra de algunos indios que andaban en piraguas, que fueron fácilmente derrotados y dispersados; el pueblo fue tomado y sometidos los habitantes; este lugar es el primero en todo el Continente que fue obligado a obedecer a César. Trabaron otra batalla cerca de la Ciudad Centlanense Centla en contra de cuarenta mil hombres, que no cedieron a las armas ibéricas antes de que setenta de nuestros soldados recibieran muchas heridas; ninguno sin embargo, gracias a los dioses propicios, fue muerto. Los indios vencidos que lo fueron, según se dice, con la ayuda de Santiago fueron recibidos con igual bondad en el imperio cesáreo y en el gremio de la sacrosanta Iglesia de Roma y al pueblo se le impuso nombre por la victoria obtenida.

El jueves de la Semana Santa después de que pasaron por el gran río de Alvarado, llegaron al puerto llamado ahora de San Juan de Ulúa y por los mexicanos Hoitzilapan, que quiere decir último litoral o mar. El mismo día, antes de que anclaran las naves, algunos de los habitantes vinieron en piraguas al encuentro de nuestra flota, preguntando con anhelo dónde estaba el prefecto o jefe de aquellos navíos. Encontrado éste fácilmente, los recibió con palabras afabilísimas, pues era grande la prudencia y urbanidad del hombre, y los remitió a Tentlitzin, Gobernador de esa provincia bajo el Emperador Motecçuma, para que le advirtieran que viniera en seguida a ver a Cortés, sin temer nada y que le hicieran ver con toda certidumbre que los cristianos no habían venido para ofender a nadie, sino que serían bondadosos y benéficos para todos y descubrirían muchos arcanos que habían de ser de gran provecho y alegría para cuerpo y alma, como que se referían al conocimiento del Dios omnipotente y de la salvación perpetua. Atraído Tentlitzin con estos discursos, vino a ver a Cortés y mandó por delante un abundante y opíparo banquete y un presente, y se cambiaron de una parte y otras muchísimas palabras de amistad. Aquel bárbaro fue presa de amor de Cortés y de la verdadera religión y en seguida avisó a Motecçuma por enviados y con la ayuda de pintores todo lo que había visto y oído, pero el señor de los mexicanos cuando se enteró de la apariencia de los españoles, de sus vestidos y costumbres, de la enormidad de sus navíos y de la fuerza terrífica y del tronido y estruendo inaudito de la artillería, y además de los caballos, del brillo de las espadas y del relumbrar de los otros géneros de armas con las que se protegían todo el cuerpo, cosas admirables para los indios y como caídas del cielo, empezó a tener horror y a temer la llegada de nuestra gente y su encuentro con ella.

Por lo tanto con palabras dulces pero falsas y astutas y habiéndole mandado antes dones, se esforzaba en persuadirlo que se abstuviera del camino decidido y (según había oído) ya emprendido hacia la ciudad mexicana. Afirmaba que se alegraría sobre manera de la llegada de unos hombres, que según había oído de los suyos, eran los mejores y más fuertes y que deseaba sobre manera gozar de su dulcísima familiaridad y entrar con ellos en estrechísima amistad, pero que viniera él mismo se lo impedía su mala salud y que para la llegada de Cortés habían de ser impedimento las naciones ferocísimas aún no domadas, cuyos límites tenían que cruzar necesariamente aquellos que fueran de la costa a la ciudad, lo cual de ninguna manera podía hacerse sin peligro de la vida. Añadía cuán de buen grado abrazaba y besaba su amistad y la de César y que contaba entre sus principales venturas sus halagos. Si había algo entre sus cosas que le pudiera ser útil o agradable, él se lo daría sin necesidad de que lo pidiera; por lo demás de ninguna manera le parecía conveniente que por esforzarse Cortés en hablar con el amigo y en estrecharle la diestra con la diestra pusiera en peligro su vida. Los mexicanos cuentan de otra manera los primeros incidentes de la llegada de Cortés. Dicen que estando el año anterior en la misma playa la flota de Grisalva, los recaudadores de contribuciones del imperio, llamados calpixques en la patria lengua, que en ese tiempo estaban en el litoral, vistos con los navíos, para comprender qué era aquello y poderlo anunciar a su príncipe, llegaron hasta ellos en embarcaciones, llevando ricos dones, y se habían persuadido de que era un dios que los mexicanos honraban sobre manera, que por fin tenía que volver a regir las riendas del imperio, así como Arturo el suyo de Bretaña.

Que habían anunciado a Motecçuma haber visto con sus propios ojos a Quetzalcóatl, rodeado de una gran comitiva de otros dioses, adelantarse hacia la orilla del mar, y que después de haber presentado ese espectáculo admirable a la vista y al oído, había partido prometiendo que dentro de poco volvería. Motecçuma había recibido al enviado con gran alegría y le había mandado que con vigilante cuidado estuviese presente en el puerto y rindiese los debidos honores al dios cuando volviera; que le suministrara todo lo necesario y regresara con la noticia de la vuelta sin dilación alguna. Cuando llegó Cortés, el calpixque dio por cierto que era el mismo que volvía, cumplió lo mandado diligentemente y aviso de todo a Motecçuma. Añaden que éste hizo regalar a Cortés muchísimos presentes fastuosos y otros ornamentos que estarían bien al mismo Quetzalcóatl, como cosas debidas a él por derecho al llegar al litoral, y para que se adornara él mismo, le mandó galas incomparables y eximias y preciosas por el oro y gemas y plumas de aves hermosísimas, que son la mayor riqueza de esta gente. Después que supo, por los anuncios de los demonios y por lo oráculos, que no eran dioses sino unos varones fortísimos y cuyo valor en la guerra apenas se podía resistir, lleno de grandísima tristeza investigó, ya que se fiaba poco en sus armas, por qué arte, fuerza o dolo se salvaría él con todo el imperio y lo conservaría incólume, y así mandó a unos magos que fueran y con los acostumbrados beneficios quitaran de en medio a los españoles, los perdieran en cualquier desastre o les impidieran llegar a la ciudad.

Como después de haber intentado esto inútilmente regresaran, fueron devueltos de nuevo a lo mismo reprendidos por el rey y cuando retornaron por segunda vez, anunciaron a Motecçuma (no sé si verdadera o falsamente) que habían topado con un dios bajo la apariencia de un hombre borracho, ceñido por innumerables cabestros, quien movido por la ira había prorrumpido en estas palabras: "¿Qué locura es ésta, oh, mexicanos?, ¿por qué tantas veces tratáis sin pudor de volver aquí?, ¿qué queréis?, ¿cuál es la intención de vuestro rey que está totalmente perdido?, ¿qué?, ¿acaba de despertar?, ¿ahora es cuando tiembla, cuando ha sido advertido hace tiempo por innumerables ostentos? Ha sido juzgado y se derrumbará su infeliz imperio, no hay esperanza, y no inmerecidamente, porque ha perpetrado innumerables homicidios, ha engañado y burlado a muchos indignamente al desempeñar su real oficio". Al oír estas palabras los mensajeros suplicantes se postraron humildemente en tierra y le erigieron un altar de césped que cubrieron con heno para que se sentara, pero él lo despreció y ni siquiera lo quiso ver, sino que insistió más agriamente en acusarlos diciendo: "Inútilmente seguís este camino oh, mexicanos, os abandonaré a perpetuidad, ni vuestra salvación, ni la del imperio serán en lo de adelante preocupación mía. Para lo que habéis sido mandados aquí, no puede hacerse en manera alguna. Volved vuestros ojos a la ciudad, ¿no veis cómo está toda incendiada y destrozada por el tumulto de la guerra? Y anotan los cronistas mexicanos que entonces Motecçuma fue advertido por los cacodemonios que veneraba en lugar de dioses, que cerrara el camino, anegándolo con la laguna y destruyendo los puentes de las vías, con lo cual se impediría la entrada a los españoles.

Y no hay muchas narraciones, las cuales los habitantes más antiguos y los que escribieron sus hazañas, sirvieron a muchos, que parezcan disentir de los otros cronógrofos y aun del mismo Cortés, autor y narrador de sus propios hechos; las cuales o por ser conocidas sólo de los mexicanos, o por prodigiosas, fueron omitidas por los historiadores anteriores a mí. Pero mientras conectamos lo que aconteció y que Cortés refiere a Carlos César por cartas mientras él mismo llevaba a cabo estas hazañas, parece que el tiempo pida que primero toque yo ligeramente en pocas palabras los ostentos que antes de la conquista de estas regiones y de la guerra emprendida contra sus señores, aparecieron como presagio de lo que aconteció poco después. Es de saberse que algunos años antes del arribo de Cortés, se vio varias veces una llama en forma de pirámide cuyo vértice llegaba a la mitad del cielo. Salía de la parte del oriente luego después de la media noche con un fulgor tan esplendente que sin disputa podía compararse al sol mismo brillando en día sereno. La parte más alta del templo del dios llamado Hoitzilopochtli, espontáneamente y como por milagro, se incendió con furia y fue convertido en ceniza más pronto de lo que puede decirse. El agua no sólo no sirvió para nada, sino que como si fuera aceite, hizo que las flamas se elevaran más candentes. ¿Y qué dire de que estando el cielo sereno un rayo hirió el templo del dios del fuego Xiuhtecutli y lo quemó casi todo?, ¿y de que un día con sol brillante, tres cometas con largas colas extendidas fueron vistos deslizarse por el cielo y partidos del ocaso correr rutilantes hasta el oriente? Además, con el cielo tranquilo se hinchó la laguna mexicana y sin que hubiera viento, las olas (lo que antes nunca se había dicho que sucediera) sumergieron casi toda la ciudad.

Y qué de que por la noche se oían algunas voces lúgubres y trémulas como de mujer en lágrimas que decía: "Hijos, perecemos", y otras veces "¿adónde os llevaré hijitos, o cómo os arrancaré a tantos males?" También cayó en las redes de los cazadores de aves, una de género inaudito, con plumas pardas, en forma de grulla y de su tamaño, con la cabeza redonda y notabilísima por un espejo en el que se veía una imagen del cielo y de la constelación de Orión, conocida de ellos y nunca observada sin religioso respeto. Motecçuma se quedó estupefacto con el prodigio y viendo más tiempo y con más vehemencia, vio en el mismo batallones de caballos armados y como preguntase a los adivinos qué es lo que esto presagiaba, desapareció todo de repente y no dio lugar a las respuestas. Por aquel tiempo también se vieron a menudo monstruos horribles con muchas cabezas, los cuales cuando los llevaban a Motecçuma desaparecían de súbito. También fueron vistos peleando en el aire ejércitos enemigos, armados con armas semejantes a aquellas que poco después los españoles usarían para someter estas costas. Y peces de inusitada magnitud, que salían de hendeduras de la tierra con grandísima cantidad de agua, no lejos de la ciudad de México. Aumentó el milagro el que cuando Motecçuma volvió a su patria, muy ensoberbecido por la conquista de Xoconusco, e hinchado por la gloria de la victoria, dijera al régulo culhuacanense que todo estaba seguro con tantas provincias conquistadas, le contestara: "no quieras ensoberbecerte, oh rey, o confiar demasiado en las caricias de la fortuna, porque la fuerza suele ser vencida por la fuerza".

Y con estos y otros prodigios eran atormentados, según se dice, por aquellos tiempos los mexicanos y advertidos de los eventos futuros. Pero referiré ya, de la manera más breve, lo demás que para la conquista de esa provincia se hizo. El ánimo de Cortés, como instigado por el cielo para llevar a cabo las cosas más grandes, a pesar de que Motecçuma lo intentaba con todas sus fuerzas, no pudo ser desviado del camino que había decidido tomar para llegar a México y así se lo mandó decir por enviados que no lo mudaría en manera alguna, ni le era honroso volver a su patria, ni presentarse ante el más grande de los césares y el más prudente de los reyes, emperador de extensísimas regiones, sin ni siquiera haberlo visitado a él, Motecçuma, ni saludarlo. Que personalmente a su regreso, tenía que dar razón al César de todo lo que se encontraba en ese mundo digno de ser recordado, por consiguiente tenía que emprenderlo todo y correr los peligros más grandes para no faltar a su deber o para no desagradar al op. M. César en cosa alguna de las que debían llevarse a cabo. Que deseaba con todas sus fuerzas que con el mismo ánimo que él lo visitaría, es decir, sencillísimo y candorosísimo, lo recibiera él; ni tomara a mal su llegada, sino más bien sonriente y con tersa frente recibiera a su sincero amigo y con amor lo esperara. Que no llegaría en manera alguna violentamente, sino preparado para todo lo que fuera decoroso. Entre tanto Cortés no cesaba de inquirir todo lo que pudiera ser de ayuda para la conquista.

Juzgaba ya (por lo que supo de antemano por el cacique de Cempoala) que la mayor habría de consistir en que los caciques circunvecinos, oprimidos por la guerra asidua, las exageradas exacciones y cómo por cierta tiranía, tenían a Motecçuma por enemigo funesto. Lo cual fue gratísimo al Conquistador, como que dotado de insigne prudencia y muy perito en achaques de guerra, creía firmemente que los desacuerdos de esos personajes y sus odios, habían de resultar en beneficio de él y de gran utilidad para preparar la victoria y que tenía que acontecer que, ya siguiera y defendiera el partido de Motecçuma, ya el de otros caciques, una y otra facción se verían exhaustas y consumidas por los desastres de la guerra, y entonces él se enseñorearía de la situación. Entregado a esto encontraron a Cortés los embajadores de Motecçuma y le previnieron que no tratase inútilmente de ir a México ni de perseverar en ponerse en peligro en cosa tan difícil que por enojosa para su rey, no sería de ninguna utilidad. Enterado Cortés de esto y declarados sus propios designios, Tentlitzin se retiró llevándose consigo todos los indios que había traído para el servicio de los españoles. Cortés decidió establecerse en ese lugar, levantar murallas y de allí conquistar cuantas ciudades, castillos o plazas fuertes pudiese, expulsando a sus señores; después traer poco a poco colonias de españoles y así someter toda esa región a César. Con esta intención, preguntó si se encontraba algún puerto cerca, junto al cual pudiera mandar edificar una ciudad que fuera como el emporio y el receptáculo de ambos mundos.

Se encontró uno, que si no era completamente seguro, era rico y adecuado, por los bosques tallares muy propios para construir navíos que rodeaban los lugares vecinos. Sobre la marcha, para no perder ninguna ocasión, se adentró por la tierra con cuatrocientos compañeros y encontró un río y varios pueblos desiertos de hombres, pero llenos de comida de muchas clases; visto lo cual y satisfecho por la riqueza del suelo, volvió a las naves. Convocados los compañeros, les dice que aquella costa le parece fecunda y muy acomodada para la ciudad que han de edificar, en la cual protegidos y seguros, poco a poco podrán dilatar sus linderos, conquistar las poblaciones limítrofes y próximas, edificar plazas fuertes, trabar amistad con los enemigos del imperio y recibir y proteger fuerzas auxiliares enviadas de las islas, ¡qué digo!, de toda España. Después, llamado Francisco Hernández, escribano real, consagró por escritura (?) aquella costa a César. En seguida el senado y el pueblo elegidos por la colonia por fundar y para la ciudad por edificar, en nombre del César, pusieron a Cortés a la cabeza de todo el ejército y se dirigieron después por tierra y agua al lugar designado para las murallas, que distaba cuarenta millas. Pero Cortés, que pensaba siempre en la victoria, acompañado de cuatrocientos compañeros, torció un poco la vía tierra adentro y llegó a la preclara Ciudad de Cempoala. Recibido por el cacique amigo con afectuosa hospitalidad, le expuso y explicó la potencia cesárea, la ocasión de su embajada y la grandeza de los reyes españoles.

Por su parte, el cacique se quejaba vehementemente de Motecçuma y exponía con qué tiranía trataba a las naciones súbditas y qué vehemente aún cuando tácito odio, le profesaba la mejor y mayor parte de los indígenas; y aseguraba que protegiéndolos los españoles, habría tantos millares de hombres que conspirarían en contra de Motecçuma, cuantos fuesen necesarios para que, acribillado de heridas o expulsado de sus dominios, recibiera el castigo merecido. Cortés alababa la manera de pensar del cacique, fomentaba su determinación de tomar venganza del rey máximo y prometía que con sus soldados le ayudaría, y que estaría siempre de su lado con magna diligencia. Agregaba que no había navegado hasta estas playas por ninguna otra causa más que para castigar tiranos, opresores de los buenos, para cuidar del derecho equitativo y librar de injurias a todos. Acontecidas pues estas cosas según el deseo de Cortés, volvió a las naves por otro camino, junto al cual como viese una ciudad de no común amplitud y en un lugar elevado, llamada Chiuixtlan, se dirigió a ella para hacer lo mismo con su señor, si así lo permitiera la suerte, Con maravillosa industria y artes pretendió que se le honrara con el vínculo de la amistad y, excitando su odio, que el cacique renunciara a la fidelidad a Motecçuma. Execraba Cortés al imperioso señor, su pesado y hostil imperio y su ya insoportable tiranía en contra de fidelísimos señores; condenaba las exacciones inmoderadas y que en manera alguna debían ser toleradas por varones nobles; persuadíalo de que tenía que sacudir el molesto yugo de sus hombros y negaba que debieran pagarse en lo de adelante los impuestos con que hasta ahora los extorsionaba cruelmente; prometía con juramento que se esforzaría hasta donde pudiera para que no se pagaran más, lo que reputaba fácil, porque ni las fuerzas mexicanas resitirían el vigor invicto de los españoles, principalmente si los ayudaban los indígenas, y aunque los mexicanos pudieran resistir, Dios op.

M., no condonaría por más tiempo el malvadísimo rey el castigo de tantos crímenes. Entre tanto, algunos recaudadores de Motecçuma se presentaron para exigir los impuestos. Gran ayuda fue esto para los designios de Cortés, porque con la llegada de ellos, el cacique se turbaría grandemente por haber sido sorprendido hablando con el extranjero y temería tener que pagar esto al emperador con castigos atroces, puesto que juzgaba que había perpetrado un crimen capital en contra de su señor. A que fuera de buen ánimo lo exhortaba Cortés, buscando como lo haría vacilar en su antigua opinión del poder de Motecçuma. Le alababa la audacia y el valor de los españoles y para echar al mismo tiempo los fundamentos de una rebelión que él creía que le sería en gran manera provechosa, con suma audacia mandó aprehender a los calpizques y con ánimo intrépido los arrojó en la cárcel y los aseguró con cadenas. Después, por la noche, mandó que dos de ellos fueran despachados a su rey secretamente, y encareció por su conducto a Motecçuma que no renunciaría a su amistad, la que debía de serle de gran provecho en lo futuro y necesaria para conocer cosas de gran momento, que nunca hasta entonces había oído. Cuando el cacique supo que aquellos dos recaudadores habían huido de la cárcel (porque así en verdad se le había dicho astutamente) y comprendió que habrían de contar a Motecçuma lo que había pasado, temiendo con más vehemencia, decidió zafarse por completo de su imperio, porque si permanecía en él, después sería castigado con la muerte por aquella culpa y por el crimen de lesa majestad; lo que juzgaba que acontecería sin remedio.

Cortés, sumamente complacido con esta rebelión, como que de esa manera había abierto la vía para dominar más fácilmente aquellas regiones, de Chiautla volvió a sus compañeros, los cuales ya habían llegado al lugar donde se había decidido establecerse y edificar la ciudad. Como trabajasen muy activamente y en breve tiempo se levantasen la mayor parte de los templos y de las otras construcciones, hete aquí que llegan embajadores de Motecçuma a Cortés, trayendo un don opulento, para darle gracias de parte del rey porque había soltado a los calpixques y pidiendo que soltara a los demás y así perdonaría Motecçuma a los aprehensores la audacia y el crimen cometido por amor a Cortés. Añadían que si ardía aún el deseo de hablar con él tomaría las medidas necesarias para satisfacerlo lo más pronto posible. Cortés despachó a los embajadores ablandados con plácidas palabras, mandó llamar al cacique de Chiauhtla y le contó lo que había sucedido. Le hizo ver que Motecçuma no se había atrevido a exigir el castigo de los que habían aprehendido a los recaudadores y que no tenía que temer mientras Cortés fuese su protector y patrono; que debía rehusarse por completo a pagar los impuestos y que él estaría con él en contra de Motecçuma, si éste trataba de cobrarlos por la fuerza. Sucedió por ese tiempo que los tiçapancenses, amigos de los mexicanos, declararon la guerra a los de Cempoala, pero como Cortés prestó ayuda a éstos, los enemigos, aterrorizados por los caballos, volvieron la espalda y su ciudad fue conquistada, pero ni fueron despojados los habitantes ni muertos, para que no consideraran que los españoles eran demasiado inicuos y duros hacia los amigos de Motecçuma.

Con esta victoria, los caciques antedichos quedaron para lo de adelante relevados de pagar los tributos y amigos sumisos de Cortés. Crecieron tanto la fama y la honra marcial de los españoles entre unos y otros indios, que si un solo español prestare auxilio a cualquiera ejército, lo temieran sin medida. Echados pues estos fundamentos de la conquista de la Nueva España, volvió Cortés a la nueva colonia de los nuestros, donde encontró no sin gran alegría que el número de los soldados y de los caballos había aumentado por algunos otros que habían llegado después y vio los edificios no poco adelantados. Envió a César la quinta parte de los despojos obtenidos hasta ese tiempo y le expuso todo lo que había hecho, suplicándole que se acordara de sus trabajos, prometiendo que hecho prisionero o muerto Motecçuma, todas aquellas regiones vendrían a quedar bajo el dominio de la corona de España y, lo que era más importante, en el redil de Cristo op. M. Al mismo tiempo preparaba la vía para México. Pero como a todos los soldados españoles les parecía temerario y loco que no más de quinientos hombres emprendieran cosa tan difícil en contra de tantos millones de indios, y como temiera que en contra de la voluntad de su jefe, quisieran irse a España o a las islas en las naves, se atrevió a un hecho grandioso y semejante al cual tal vez nadie antes haya llevado a cabo. Simulando que las naves estaban corroídas por la broma, a escondidas mandó que se les horadara bajo la línea de flotación, para que privados de su poco honrosa ayuda, pugnaran la salvación, que dependería únicamente de las armas, con ánimo intrépido y pronto.

Después expuso la razón de su determinación tan prudente y elocuentemente, con tal arte de persuadir acarició sus oídos y con tal halago, que ninguno se halló tan pusilánime ni de tan poco ánimo entre los soldados, que no prefiriera morir con él a vivir con sus dulces hijos y entre los tiernos brazos de la mujer. Dejados, pues, como guardia de la ciudad ciento cincuenta soldados y cincuenta mil indios que se ofrecieron para su defensa, y acompañado por cuatrocientos españoles y por mil indios amigos, emprendió con buenos auspicios el camino para México, haciendo pedazos y derrumbado las estatuas de los demonios que encontraba junto a los pueblos que atravesaba a su paso y sustituyendo en su lugar cruces y otros signos piadosos. En todas partes (por mandato de Motecçuma) era recibido amigable y festivamente, hasta que no lejos de la ciudad de Tlaxcala encontró una muralla de piedra bastante baja, de la cual hasta hoy en día quedan vestigios, la que se podía pasar por una sola parte que abría el camino a la Ciudad. Como Cortés quisiera conducir su ejército por ahí, un cacique súbdito de Motecçuma con dolo y con insidia lo exhortaba (para llevárselo a precipicio sin salida) a pasar por otra parte, a no ser que quisiera disgustar a Motecçuma, pero Cortés que creía más seguro el consejo de sus indios, entró por allí. No mucho después que hubo derrotado a cinco mil tlaxcaltecas que se le presentaron, llegaron embajadores pidiendo a Cortés perdón por la guerra hecha en contra de los españoles y ofreciéndole con dolo su ciudad y todo lo que pudiera serie de utilidad, para que si acaso se acogía a ella fuesen matados él y todos sus compañeros.

Al día siguiente otros mil tlaxcaltecas acometieron a los nuestros y poco después de pelear fraudulentamente se retiraron a un lugar donde estaban escudados y ocultos ochenta mil hombres. Los cuales embistieron con tan vehemente empuje en contra de los españoles, que aun cuando muchos de éstos fueron heridos, debe considerarse milagroso que ninguno muriera. Esa noche se retiraron a un pequeño pueblo y hasta el día siguiente de la manera que pudo hacerse, permanecieron fortificados; allí mismo fueron acometidos por cincuenta mil guerreros que juraban que los inmolarían en honra y honor de sus dioses y que ninguno escaparía de sus manos, porque les parecía cosa de risa que más o menos quinientos españoles se hubieran atrevido a emprender batalla contra tantos miles de indios. Pero a Dios op. M. le pareció de otra manera, porque como el enemigo acometiera a los nuestros, no todos al mismo tiempo, sino poco a poco, aconteció que en breve o perecían por las heridas, o aterrados por el miedo de la muerte, o derrotados huían y retrocedían a asilos más seguros. Como vieran que faltaban por todas partes tantos de su ejército y que de los españoles no caía ninguno, juzgaron que no eran hombres, sino dioses inmortales y que tenían cuerpos que no estaban expuestos a las heridas. Por consiguiente después ya apenas se atrevían a pelear con ellos, sino que enviaron a Cortés cinco esclavos, incienso, aves de corral y tortas, para que si era (como se decía) un dios atroz, se alimentara con los esclavos, si dulce y aplacable, se aplacaría con el incienso, y si era mortal y humano, haría uso de las gallinas, cerezas y tortas que le habían preparado.

Pero Cortés porfiaba que era mortal y que no constaba de naturaleza alguna más que la humana, pero que ellos sin embargo, procedían inmotivada y temerariamente, estimando en poco la alianza y la amistad de hombres cuyo valor e ímpetu no podían en manera alguna resistir sin gran destrozo, ruina y matanza de su gente. Sin embargo al día siguiente, no depusieron las armas los españoles sino que todavía fueron obligados a pelear contra veinte mil indios, pero como a cincuenta espías que con engaño, cargados de comida, habían venido al ejército para ofrecerla a Cortés y éste habíales mandado cortar las manos; admirados de que hubiera conocido el intento y pensando que algún dios, su salvador y consejero, le estaba presente como amigo y familiar y le desubría todos los arcanos, y todo lo que ellos traían en la mente se lo revelaba y predecía, ya no se atrevieron a emprender batalla, sino que volvieron a sus casas y trataron con todas sus fuerzas de sellar un pacto de amistad con Cortés. Aducían que la principal razón de la guerra en contra de los españoles, era que estaban persuadidos los tlaxcaltecas y lo creían más cierto que lo cierto, que nuestros soldados estaban ligados con el vínculo de la amistad a los mexicanos, sus odiadísimos enemigos; pero después de que conocieron que el caso era diferente, cambiaron de opinión y doliéndose de haber sido engañados, sancionaron con los españoles amistad perpetua; por lo que se cree que todas las victorias posteriores de Cortés, las debió al auxilio de los tlaxcaltecas.

Mientras ocurría esto, llegaron cuatro embajadores de Motecçuma al campamento de Cortés llevándole un regalo egregio que fue aceptado agradecida y plácidamente. Afirmaban que su rey conservaría estable y perpetua amistad con el nuestro, y que la pagaría anualmente el tributo que Cortés fijara, siempre que éste, desistiéndose de lo comenzado, regresara a su patria y se abstuviera de proseguir más adelante rumbo a la ciudad de México. Y que no trataba Motecçuma de evitar esto por temor o por odio, sino más bien por amor y por misericordia, para que éstos permanecieran más largo tiempo en un suelo tan estéril e infecundo y tan indigno de tan altos varones. Cortés les dio las gracias por el presente recibido y añadió que si se quedaba con él por un poco de tiempo, sabrían y aprenderían por experiencia de qué manera castigaría y vejaría a los enemigos de Motecçuma. Andando el tiempo la fiebre acometió a Cortés cuando se dirigía en línea recta a la ciudad de México, pero se vio libre de ella por fin cuando llegó a Tzinpantzin, cuyos habitantes no solamente se hicieron amigos suyos sino que trataron con todas sus fuerzas que los tlaxcaltecas hicieran lo mismo y guardaran esa amistad perpetuamente y por fin lo consiguieron. Después de esto principió a decaer el ánimo de los españoles, y Cortés lo fortaleció con un elocuente discurso que dirigió a sus compañeros, que al acercarse a la ciudad de México, habían concebido tan gran temor, que pensaron en regresar a su colonia marítima.

Vino por ese tiempo al campamento de Cortés el jefe tlaxcalteca Xicotencatl, acompañado de cuatrocientos señores para trabar amistad en nombre de su república, cosa deseadísima en verdad por los nuestros y utilísima. Xicotencatl se dirigió a Cortés en un discurso muy circunspecto y artificioso. Narraba los grandes trabajos que los tlaxcaltecas prefirieron tolerar a someterse a Motecçuma; como, por ejemplo, la penuria de algodón y de toda clase de vestidos de los cuales aquella región que es sumamente fría, carecía; además la falta de la sal, principal condimento de casi todos los alimentos; en verdad, decía, no había nada tan necesario a los hombres y a la que por amor de la libertad, renunciaban de mala gana. Por fin, voluntariamente se rindieron a César y a Cortés en su nombre, porque entendían que era el embajador y prefecto de la flota por las preclaras dotes conocidas en todo el orbe de él y de su raza, dignísimos de cualquier obsequio. Le rogaba que ya que espontáneamente recibía su amistad y se sometían al yugo de los españoles, se dignara a portarse blanda y humanamente con ellos y protegerlos y cuidarlos de las injurias de los tiranos y no permitir que nadie les hiciese ninguna. Cortés se alegró extraordinariamente con ese anuncio, como que juzgaba que había de ser de muy grande utilidad. Respondióles plácida y amorosamente, prometiéndoles que cualquier cosa que le pidieran la obtendrían con plenitud. Les aconsejaba que volvieran a Tlaxcala e hiciesen del conocimiento del pueblo y del Senado Tlaxcaltense, lo que se había arreglado entre ellos y les anunciara que Cortés se les presentaría lo más pronto que pudiera y se mostraría a ellos amigo perpetuo del fondo del alma.

Esta llegada de los tlaxcaltecas fue sumamente molesta a los mexicanos, como de enemigo funestísimo del imperio. Y temían que si no concertaban amistad con los españoles, los asuntos mexicanos irían a mal traer, puesto que los tlaxcaltecas, sin que nadie hasta ese momento los hubiera asistido o llevado refuerzos, habían sido para ellos tan hostiles y perjudiciales. Negaban que pudiera confiarse en ellos, por pérfidos, infames y criminales, y juzgaban que habían permitido el libre ingreso a su ciudad a los españoles, no llevados de la benevolencia y del amor, sino para degollar y destrozar a los engañados que se dejaran conducir. Pidieron que se diera licencia a uno de los embajadores para volver a Motecçuma, anunciarle lo que habían negociado con Cortés y exponerle lo que era conveniente que hicieran. Se le permitió la partida y volvió antes de que pasaran seis días, trayendo un presente no común y previniendo a Cortés una y otra vez en nombre de Motecçuma y rogándole que no se confiara de los tlaxcaltecas. A su vez, los tlaxclatecas condenaban la maldad, tiranía y perfidia de los mexicanos y se esforzaban con el mayor afecto en conducir a los nuestros a su ciudad. Con todo lo cual, aun cuando dudase Cortés y tuviese algún temor, por fin decidió audaz y confiadamente, ir a Tlaxcala. Halagando a una y otra facción esperaba ser más poderoso que cualquiera de las dos (lo que al fin sucedió). Como el ejército se dirigiera allá, en el camino no sólo no sobrevino mal alguno, sino al contrario, nada hacían los tlaxcaltecas que no juzgaran que por su naturaleza misma había de sancionar y confirmar la amistad con los españoles.

Cortés, como no deseaba más que ver abandonado el culto de los ídolos y arrojados éstos hasta el fondo del infierno, comenzó a predicar la verdadera religión, a exhibir los tesoros evangélicos y a propalar los arcanos celestes; a execrar la inmolación de seres humanos y a volver sus ánimos en contra de la nefaria comida de carne humana; a abominar de los númenes que veneraban y que eran horrorosos demonios y no dioses, y a exponer las razones de nuestra verdad, así como las de ellos para detestar el error. Ellos, a pesar de que no se abstuvieran desde luego del culto de los ídolos ni que abrazaran al punto nuestra religión, toleraron sin embargo fabricar un templo en aquella parte donde se hospedaban los españoles, para que se celebrara todos los días el Santo Sacrificio, con no pocos indios presentes y principalmente al tlaxcalteca Maxixca, primer repúblico entre ellos. Antes de que partieran los nuestros de esa ciudad los huexocincenses también trabaron amistad con ellos. Después, acompañado por seis mil indios, partió Cortés hacia la Ciudad de Cholula, amiga de Motecçuma, porque insistían en ello los embajadores aun cuando se oponían los tlaxcaltecas. Fue recibido de manera honorífica y, oficiosa. Los legados de Motecçuma no desistían de desviar a Cortés de ir a la Ciudad de México, debido a grandísimas dificultades simuladas y urdidas, pero como vieran que tentaban tantas veces esto inútilmente, decidieron matarlo con insidias. Pero Cortés, patente el designio de ellos, y conocida a fondo la hospitalidad fraudulenta e infiel, mandó a los suyos que cuando oyeran por primera vez el estampido de uno de los cañones, cogiesen sus armas y no dejaran que nadie saliera ni que pasara de aquella casa donde habían sido recibidos.

Los cholulenses, decididos a este gran crimen, cuando empezó a aclarar el nuevo día, ¡oh dolor!, inmolaron según la costumbre en sacrificio a Hoitzilopochtli, dios de la guerra, diez niños pequeños. Cortés pidió a los Magistrados de la ciudad que le enviaran treinta próceres a los que quería hablar antes de su partida, para que no pareciera que se marchaba sin saludar al huésped. Cuando llegaron, primero mandó cerrar las puertas y después se quejó de los próceres de la ciudad que habían tratado de matarlo con insidias. Ellos, sumamente admirados de que se hubiese descubierto su determinación confesaron todo tal como era. Mandó después llamar a los legados de Motecçuma y les dijo que apenas se puede concebir que un rey óptimo como él lo había concebido en su ánimo, proyectara un crimen de esta naturaleza y buscara la muerte de un hombre inocente que le era completamente adicto y más bien creía que sin que Motecçuma lo consintiera se había preparado esa infamia. A pesar de que no pocos de los indios puestos en la cárcel aseguraban que Motecçuma no sólo era cómplice, sino que lo había mandado, lo negaban los mexicanos y con todas sus fuerzas excusaban a su señor. Pero Cortés mandó cortar la cabeza a los treinta próceres citados, y dando la señal a los españoles, éstos más pronto de lo que puede decirse mataron a seis mil indios, echándose sobre ellos e hiriéndolos atrozmente; saquearon la ciudad y se apoderaron de ópimos despojos.

Los que estaban en la cárcel rogaban a Cortés que mandara ponerlos en libertad y le prometían que volverían a traer a todos los ciudadanos que habían huido hasta el último y desamparado la Ciudad. Como Cortés admitiera la condición y les concediera la libertad, el día siguiente se vio el lugar lleno de hombres como si no hubiese acontecido nada, pero todos pedían perdón del crimen, echándole la culpa a Motecçuma y por fin trabaron amistad con él y con los tlaxcaltecas. Cuando ya iban a salir de allí, Cortés llamó a los embajadores reales mexicanos y les dijo que había decidido llevar unas cohortes armadas a México, puesto que Motecçuma le había preparado la muerte tantas veces y le había tendido lazos, no le parecía que la paz estuviera suficientemente segura y protegida en sus dominios. Los legados se turbaron con esta determinación y se empeñaron en que uno de ellos partiera inmediatamente a México para dar a Motecçuma conocimiento de ella. El mismo legado volvió con toda rapidez, trayendo seis platos de oro, numerosos vestidos de algodón de gran precio y una no despreciable cantidad de provisiones. Afirmaba que los cholulenses mentían torpemente y que a Motecçuma nunca le había venido en mente dañar a los españoles; que siempre guardaría la fe al amigo y que no había cosa que deseara más que Cortés aprendiera por experiencia yendo a México, con cuánto cariño lo vería y amaría. Se cree que esto lo hacía Motecçuma, porque, puesto que no podía de ninguna manera desviarlo del camino de México, una vez admitido en la ciudad, seguro allí e inerme lo mataría, pero como los dioses se oponían a esto, no le fue dada ocasión posteriormente para ejecutarlo.

Partió pues Cortés de allí, y ascendió con sus compañeros y no sin mucho trabajo la cuesta de la montaña blanca por la nieve. Desde la cumbre se veía por todas partes la vasta laguna donde está situada la Ciudad de México y otras hermosas e insignes ciudades. En una casa amena edificada al pie de la montaña, se hospedó esa noche y recibió otro presente de Motecçuma, el cual no negociaba de otra manera su salvación y la de los suyos; prometiendo otra vez pagar todos los años grandes impuestos a César, y que desde entonces estaría sujeto a su imperio, con tal de que sin haber visto la Ciudad de México, se volviera Cortés a sus naves y a su patria. Pero éste, prosiguiendo el camino comenzado, llegó a Amaquemeca al día siguiente. El cacique de aquella ciudad le dio como presente tres mil áureos y quejóse también sobre manera de la tiranía de Motecçuma. Hasta cierto pueblo de donde la vía era recta a la Ciudad de México, vino a encontrar a Cortés el rey de Texcoco, pariente de Motecçuma y de nombre Cacamatzin, quien lo recibió con toda cortesía, pero le rogó otra vez que no perseverara en ir a México. Como esta insistencia conmoviera poco a Cortés, entró a Yztapalapan, donde después de que descansó aquella noche y que recibió seis mil aúreos del cacique del lugar, que también era consanguíneo de Motecçuma, partió para México y cuando ya no pudo haber impedimento para ese designio, fue recibido con todo honor por cuatro mil próceres vestidos de preciosas vestes.

Adornólo con oro y piedras preciosas Motecçuma y lo cubrió con un precioso palio. Acompañado de una numerosísima comitiva de indios nobles, fue conducido al palacio real. Se pusieron las mesas con la vajilla de oro de las angarillas. Saciaron los españoles su hambre e inmediatamente después de la comida, fue visitado Cortés por el rey y halagado con blandísimas palabras con las cuales significaba que le era gratísimo a él y a los mexicanos. Que había recibido como ornamento máximo dentro de su ciudad y hasta dentro de sus propias moradas, a unos varones eximios y adornados con dotes preclaras del ánimo y del cuerpo y enviados a tan longíncuas regiones por Carlos César, máximo de todos los reyes, y que por eso le dolía que Cortés pensara que su amistad hacia él y hacia sus compañeros no estaba segura en manera alguna. Contaba que hacía mucho tiempo había oído de sus mayores que los mexicanos eran extranjeros en la tierra, a la que habían llegado de lejanísimas regiones y que su jefe, cuando había decidido regresar a su patria, había prometido que volvería poco después. Que él creía que César era el que esperaba y el que tenía que venir. En la misma ocasión les mostró una enorme cantidad de riquezas destinadas al uso de los españoles cuando hubiera necesidad. Distribuyó algunas a los soldados según el orden y dignidad de cada uno y se ausentó después. En estos días, Cortés era visitado y honrado por todos los principales de la Nueva España, con placer no mediocre e increíble respeto, por mandato (como es razonable creer) del emperador, o por alguna propensión congénita de conocer lo que nunca habían visto o conocido ni les había pasado por la imaginación.

Venían estos señores provistos copiosamente de todo lo necesario para pasar una vida opulenta y feliz. Ya había entre los españoles quienes no se arrepentían de lo andado, sino que creían que sus cosas se habían arreglado a las mil maravillas, cuando todo empezaba a sonreír, a brillar y a acontecer de acuerdo con sus deseos; pero no faltaban otros más circunspectos, a los cuales como temían el anzuelo en el cebo, nada les parecía seguro, sino que todo lo que los otros juzgaban afortunadísimo, ellos lo tenían por sospechoso y caduco. A ninguno, sin embargo, preocupaba tanto todo aquello como a Cortés, quien tenía a su cuidado la vida propia y la de sus compañeros; revolvía en su ánimo el sitio y la amplitud de la ciudad; consideraba que en un momento podía Motecçuma destruir a todos los españoles, ya sea tendiéndoles un lazo o privándolos de las provisiones y que podía, soltando por todas partes la laguna, cerrar e interceptar los caminos. Recapacitadas todas estas cosas con mayor circunspección, concibió en su ánimo por fin, una cosa audacísima y casi estupenda y se atrevió a emprenderla; a saber, aprehender al rey, reducirlo a prisión en la casa en la que habían recibido hospitalidad y tenerlo encadenado en la cárcel para que cautivo y expuesto a la pena capital según su arbitrio, todo estuviese seguro y obediente bajo sus órdenes. Mientras reflexionaba sobre estas cosas, se le acerca con algunos indios de sus aliados con algunos españoles, advirtiéndole que Motecçuma preparaba la muerte y la ruina de todos ellos, destruyendo los puentes y cerrando así las calzadas de salida.

Con todo esto se conmovió honradamente y se inflamó hasta llevar adelante lo que tenía pensado y así, dispuestos todos según convenía y advertidos los soldados, agredió a Motecçuma diciéndole que convenía sobre manera y era necesario para los asuntos de ambos, que se fueran con él a la casa que les había designado como habitación y que no intentara salir de ella sin su permiso. Añadía que no hacía esto sin justa causa y debido a su maldad, porque ya sea cuando estaba en Cholula, o en la ciudad y en sus plazas, astuta y fraudulentamente intentaba matarlo y al mismo tiempo le enseñaba cartas por las cuales se anunciaba a Cortés que nueve españoles habían sido matados por Quapopolca con la complicidad de Motecçuma. El rey se indignó vehementemente con esta imputación y, movido por la ira, juraba que era impudente y mendad y que él nunca había conspirado para la muerte de los españoles, ni había sido cómplice del crimen de Quapopolca. Pero Cortés replicaba que no podía menos de aprehenderlo, porque los soldados españoles exaltados por graves injurias, si veían que se hacía de otra manera o lo matarían a él mismo o a Motecçuma, si llamaba a los suyos para que lo libertaran. Por lo cual agregaba que convenía y era necesario para preservar la vida de uno y otro, que exhortara a los suyos de que se abstuvieran de las armas, a no ser que juzgara mejor concluir su existencia con gran derramamiento de sangre. Enmudeció Motecçuma y como era eximio en prudencia, después de algún tiempo prorrumpió a hablar diciendo que no era él a quien se debía aprehender de tal manera ni los suyos lo soportarían, aun cuando él lo tolerara con buen ánimo.

Pero al fin convenciéndolo y exhortándolo Cortés, a pesar de que durante largo tiempo resistió quejándose de la injuria que se le hacía a la fuerza después de tantos beneficios, de celebrada la alianza y de su humanísima hospitalidad, fue obligado a consentir y soportó ser llevado como cautivo a la casa, donde era vigilado por un grupo de españoles, pero se le permitía ir de caza cada vez que se le ocurría y visitar los templos de los dioses en gracia de su religión, a la cual estaba muy sujeto, y dar culto a los demonios que juzgaba que lo defendían por todas partes, a él y a los suyos. Y como en aquel tiempo cuando Motecçuma iba a lo templos, una gran turba de hombres solía ser sacrificada ante los altares en honor de los dioses, Cortés, como humano que era y detestador de toda crueldad y servicia, le pidió con muchísima instancia que no permitiera que cosa a tal grado ingrata y odiosa a la Divinidad fuera tan frecuente, ni que tantos millares de hombres, degollados y destazados fueran puestos entre las viandas. Como el que Cortés hiciera pedazos las estatuas de los demonios lo tomaran muy a mal aquella gente perdida, clamó con blandas palabras sus ánimos movidos e hirvientes por la ira, diciéndoles que no por el oro, ni por las gemas que pudiese desenterrar en esas regiones, había navegado a ellas, pues no creía que nada de eso justificaba las fatigas del camino, sino para sacar a los indios del error, para predicar la verdadera religión y para fijarla si se podía, en el ánimo de todos.

Que Dios op. M. gobernaba el mundo, nadie lo dudaba, pero quién era El no todos lo sabían; sólo para los cristianos brilló aquel Sol divino y éstos creían firme e indudablemente que era único en esencia y trino en el número de las personas; eterno, infinito, omnipotente, creador y conservador de todas las cosas, gobernador eximio del cielo y de la tierra; que no gustaba de esta clase de fiestas y sacrificios nefarios, sino que los tenía al contrario como cosa atroz e inhumana. Que le era gratísima la caridad y amor de los hombres para los hombres y que protegía la vida de todo el género humano como si fuera la propia. Era necio e impío que los mortales veneraran como dioses a las fieras y a las mismas piedras y otras muchas cosas hechizadas o inamimadas y en honor y gracia de ellas mataran hombres. Porque las cosas construidas y fabricadas por mano de hombre, no podían beneficiar, ni dañar, ni ser dignas de los honores que se les tributaban; ni dar la vida ni la muerte, ni premio, ni castigo. Con estas y otras amonestaciones del piadoso varón se aplacó el ánimo de los indios y Motecçuma prometió que, mientras Cortés estuviese presente, obligaría a todos los mexicanos a abstenerse de sacrificar hombres y de comer carne humana y permitió que entre las estatuas de los otros dioses se pusiera en primer lugar las de Cristo op. M. clavado en la cruz y de la Virgen Madre de Dios y sus imágenes. Mientras pasaba todo esto y transcurridos más o menos veinte días desde que Motecçuma fue reducido a prisión, hete aquí que Calpopoca y su hijo, que juntos habían perpetrado la muerte de algunos españoles, fueron conducidos cautivos a la ciudad; Cortés, investigado el crimen y comprobado por la aserción de testigos verídicos, mandó que ambos fueran quemados públicamente; acción no menos audaz que la aprehensión de Motecçuma.

Entre tanto investigaba cuán amplio y suficiente en recursos era el imperio, qué minas pudieran encontrarse en él, de oro, de plata y de piedras preciosas; cuán distante estaba el Mar del Sur y si en el Mar Septentrional podía encontrarse por acaso otro puerto más cómodo que el ya conocido, para recibir y resguardar las naves. Al mismo tiempo Cacamatzin, rey de Texcoco, se preparaba para hacer la guerra a Cortés y la hubiera hecho, si no hubiera sido porque inspirado por un dios propicio a la salvación de los españoles, consultó con Motecçuma y a instigación de éste, fue cautivado y despojado de todas las ciudades de las cuales era el rey y señor. El mismo Motecçuma llamó a los próceres de su reino y en un largo discurso transfirió el imperio a César, a sí mismo y a todos los suyos, que sometía al más amplio dominio del imperio español. Decía que con permiso de los dioses, había venido ya el jefe enviado por el príncipe cuya llegada por tanto tiempo y con tan ardiente deseo esperaba, para que a él como verdadero rey, se le entregaran las riendas del gobierno. Que si ellos lo examinaban bien, verían que por bastante tiempo había durado el imperio de los señores mexicanos; y que pertenecía a otro señor, y que no sería equitativo resistirle, sino ceder a las determinaciones de los dioses, reconocer a Carlos César y entregarse a su clemencia, él y todos los demás, para que los gobernara. Esto no se hizo, sin embargo, sin gran derramamiento de lágrimas.

El rey y los otros se comprometieron con juramento a que en lo de adelante obedecerían a Carlos, que lo tendrían por señor y emperador y que lo servirían y seguirían cuantas veces fuera necesario. Simultáneamente, gran número de ellos fue iniciado en el sagrado bautismo, los que ofrecieron un enorme acervo de oro y de plata para que fuera enviado por Cortés al César en señal de obediencia. Hubiera recibido también el sagrado lavatorio Motecçuma, si una muerte inesperada e infeliz no se hubiera opuesto casualmente. Como todo aconteciera de manera tan feliz para Cortés y como ya se viera en breve ocupando las otras provincias de la Nueva España, Motecçuma comenzó a cambiar de opinión, prestando atención a las respuestas de los demonios o a los señores del reino, o arrepentido de que tan tímida y perezosamente hubiera tratado cosa de tanto momento. Por lo tanto ya no se portaba tan familiarmente con Cortés, a pesar de que no diera a sospechar que le preparaba la muerte. Reflexionando acerca de esto, por fin se resolvió a disponer fuerzas en secreto y a exhortar a Cortés para que saliera de la Nueva España; si lo hacía, lo despediría cargado de dones, pero si no, se las arreglaría para que al mismo tiempo que los suyos fuera muerto, porque, a pesar de que lo amaba con toda su alma, creía más equitativo y más digno de su majestad preferir el reino, el honor y la salvación e incoluminidad de sus súbditos, a la amistad del hombre extranjero y tirano.

Puesto, pues, prontamente en obra lo pensado, exhortó a Cortés para que se apartara de la ciudad y aun de los límites de su imperio, porque esto convenía a su salvación y a la de los españoles; si lo hacia los despacharía cargados de riquezas y si no, los amenazaba el mayor peligro de la vida, a lo cual él mismo aunque quisiera, en manera alguna ni con ninguna industria, podría ponerle remedio. Cortés, como era sagaz y pronto en negocios de gran importancia, comprendió que si se negaba, le faltaban elementos y fuerza para poder resistir a tan numerosa multitud de indios y si cedía, dejaría sin acabar una empresa que hasta entonces habían favorecido preclaros auspicios, por lo que le vendría a él y a los suyos gran deshonra, y así respondió que obedecería de bonísima gana, pero que carecía de naves y de comestibles; y prometía que partiría si se le mandaban entregar. Hacía esto para demorar la resolución, esperando entre tanto que Dios op. M. lo favoreciese en caso desesperado, y no aconteció de otra manera sino como lo había concebido y pensado. Porque como a Motecçuma le plugo mucho esa respuesta, prometió que él se encargaría de todo lo necesario para el camino y la navegación, pero en esto supo con certeza que otras naves habían llegado al puerto, ¡"ea", le dijo a Cortés, "han llegado naves españolas en la cuales puedes cómodamente volver a tu patria!" Cortés simuló extraordinariamente alegría y dijo: "diríjome rápidamente al puerto, para que si los soldados españoles que ocupan la costa quisieran ser molestos a tus súbditos, impedírselo por mi decoro, y no permitir que las ciudades del rey amigo y a cual debo tanto, sean destruidas y desvastadas por gente de mi raza; y voy además a trabajar con empeño en lo necesario para la navegación".

Motecçuma consintió y creyó todo lo que Cortés le decía; se quedaron en México algunos soldados bajo su patrocinio; con otros, Cortés se dirigió al Puerto, donde supo que Pánfilo Narváez, enviado a Nueva España por Diego Velázquez con mil soldados para aprehenderlo y llevarlo encadenado porque había partido en contra de la voluntad de Velázquez burlando su confianza, estaba en Cempoala entregado al ocio y con más descuido del que conviene a un jefe, esperando nada menos que la llegada de Cortés. Llegó éste y con gran audacia lo acomete, lo derrota y lo lleva prisionero. Sus soldados, voluntariamente hicieron alianza con el vencedor y después de haber oído de la prudencia y de la liberalidad del hombre, se le rindieron y se le unieron y él los recibió como compañeros y aliados en la guerra. Con ellos volvió a México, donde fue recibido ansiosamente por Motecçuma, que ignoraba los designios de Cortés, pero más ansiosamente por sus compañeros, porque durante la ausencia del jefe faltó poco para que, lejos de la patria, fuesen matados miserablemente por los bárbaros. Al día siguiente de la vuelta de Cortés enfurecidos por algún fútil motivo (porque ya se habían hecho más atrevidillos), los mexicanos tomaron las armas en contra de los españoles y sitiaron la casa en que se hospedaban Cortés y los suyos, con tanto ímpetu que fue necesario que éste rogara a Motecçuma que hablara y calmara los ánimos de los ciudadanos excitados casi sin razón; como obedeciera con toda prontitud y recorriera con la vista a los ciudadanos a los que tenía que hablar desde la ventana, ellos, animados de bélico furor, con una piedra que le arrojaron le causaron una herida mortal en la cabeza.

O ya sea porque hacer esto hubiera sido considerado más prudente de parte de los españoles, o por alguna casualidad o fuerza inesperada. Muerto Motecçuma por este acontecimiento infeliz, infelicísimo sobre todo porque no había sido lavado en la sagrada fuente del bautismo, los mexicanos eligieron como rey a Quauhtimoc su pariente, que fue designado nuevo emperador y acometió a los españoles con tanta fuerza que fueron obligados a salirse de la ciudad, no sin grandísimo peligro, ocultamente por la noche. Pero los indios, a los cuales no pudo ocultarse la retirada de los españoles, se echaron con tal ímpetu sobre los que partían, que mataron quinientos de ellos y hubiesen matado a los demás si éstos hubiesen atravesado más despacio la laguna. Al día siguiente, como llegaran a Otumpa lo que quedaron sobrevivientes a este desastre, los rodeó una enorme multitud y hubieran perecido todos hasta el último si no hubiera sido porque Cortés ya desesperado casi, se precipitó a través de los enemigos hasta llegar al abanderado, al cual lleno de heridas mandó al infierno, por lo que todos los otros (según es su costumbre) huyeron inmediatamente y desperdigándose de aquí para allá, volvieron la espalda. Superadas estas dificultades con el auxilio divino, se encaminaron hacia los tlaxcaltecas, amigos de los españoles. Los nuestros fueron recibidos bondadosamente y humanamente, y sin embargo pugnaban con Cortés que los volviese a llevar a las islas antes de que pereciera por completo la esperanza porque todos estaban en peligro de perecer y de que se cerrara toda vía para la retirada.

Pero Cortés puso en práctica su prudencia y artificio para tranquilizar los ánimos y disuadirlos de esa determinación, de tal manera que olvidados de ella, intrépidos y entusiasmados, prometieron morir con él si era necesario. Comenzó por lo tanto a hacer la guerra a las provincias súbditas del imperio mexicano con ánimo siempre entero y no domado por los anteriores trabajos, acompañado de cuarenta mil tlaxcaltecas y de los españoles que quedaban. En primer lugar agredió a los tepeacenses cuya ciudad conquistó, redujo a la esclavitud a los ciudadanos; estableció una colonia y cambió el nombre indio en español. Hizo alianza con los chululenses y huexotzincenses, los que desde ese tiempo hasta el fin de la guerra, permanecieron fidelísimos compañeros de Cortés. Arrebató Hoacacholla a los mexicanos y también Itzocan y sometió a César muchas otras ciudades circunvecinas que espontáneamente se rindieron. Después regresó a Tlaxcala y se preparó para volver de nuevo a México. Predicó a los suyos acerca de muchas cosas de Cristo. Construyó más pronto de lo que se dice trece naves y por fin se dirigió a la gran ciudad y a los palacios reales de los señores de Nueva España. Las ciudades que ocurrían en el curso de su camino o las conquistaba o las recibía a la nueva fe, hasta que por fin llegó a Texcoco, acompañado solamente por veinte mil indios, cuando hubiera podido llevar mucha más fuerza de ellos. Sitió la ciudad y, a pesar de que es de las principales y sede de los reyes de Texcoco, la ocupó casi sin trabajo.

Se apoderó de Itzipalapa; ganó Yacapichtla y venció a los de Xochimilco. Sitió por tierra y por el lago, a Tenuchtitlan, que era la mejor parte y la más grande de las ciudades mexicanas, y en ese sitio consumió casi tres meses. Hizo prisionero a Quauhtimoc y conquistó a Malinalco y a Mataltzinco. Acontecieron muchas cosas para nuestra eterna gloria, pero que nosotros, escribiendo rápida y perfunctoriamente debemos pasar en silencio. Por fin fue ganada Tenuchtitlán, pero después de largo tiempo y teniendo que tomar los barrios de la ciudad uno por uno; tanta era la pertinacia de aquellos bárbaros y su resistencia, y lo inexpugnable del lugar fortificadísimo por la naturaleza. Y ni tampoco Tlatelolco, que es la otra parte de la ciudad mexicana, pudo defenderse por mucho tiempo en contra del valor de nuestros soldados, ni los de Tlatelolco pudieron resistir su ímpetu, sino que cedieron a las armas que los españoles y subyugados por el valor bélico, al fin se rindieron a César. Tendremos que hablar de ellas, una por una, Dios mediante, en la geografía de este mundo. Envió Cortés legados hasta el mar austral (tal era el deseo ardiente de este varón de dilatar el dominio cesáreo) y hasta el mar llamado Rojo y penetró en California, ya sea para conocer la situación de ese mar o para que erigiendo la cruz a intervalos, fuera conocida de todos y todos fueran súbditos de Cristo op. M. Los indios sometidos fueron lavados con el sagrado bautismo y pidieron todo aquello que se refiere a la salvación del alma a la iglesia ortodoxa, en la cual decretó Cortés que todos debían creer, procurándolo y persuadiéndolos principalmente doce monjes franciscanos, insignes por las letras y por la religión, que para ello fueron enviados por los Reyes Católicos a este mundo.

La ciudad fue reconstruida con edificios soberbios e instauradas, según nuestra costumbre, todas las magistraturas con las cuales otras ciudades opulentísimas suelen honrarse. Expulsado el demonio, la importancia civil y eclesiástica han crecido hasta el día de hoy y no cesan de florecer, no sin gran alabanza de Cortés y de sus subordinados. Han ocurrido, sin embargo, perturbaciones (como suelen ocurrir doquiera), debidas a las eventualidades humanas y a algunos hombres sediciosos cuyos vanos e inútiles esfuerzos quizás se nos conceda narrar alguna vez. Alabado sea. Infundió tanto miedo y admiración en todos los indios la toma de México, que era la ciudad más notable y poderosa de las Indias superiores, que no sólo otros pueblos súbditos de Motecçuma se rindieron espontáneamente a Cortés, sino también los enemigos de México y los reinos y provincias de toda la llamada Nueva España, así para sacudirse las molestias de la guerra como para que no le ocurriera lo que sabían que había acontecido a Quauhtimoc. Y así de aquí en adelante vinieron a México llegados de países remotísimos y entre ellos los michoacanos enviados por su rey llamado Caçonçi, antiguos enemigos de los mexicanos, congratulando al victorioso Cortés y queriendo trabar amistad con él en nombre de su rey. Cortés los recibió plácidamente y les mandó que se quedasen durante un espacio de cuatro días con él; ordenó que entre tanto la caballería cargara e hiciera una especie de simulacro de guerra delante de ellos, para que el valor y la impetuosidad de los españoles fuesen más conocidos e infundieran terror y espanto a las naciones extranjeras.

Por fin les dio algunas cosillas de poco valor y los despachó de nuevo a su señor acompañados por dos españoles para que exploraran todo aquel reino y abrieran la vía al mar del Sur. Llegados a su patria contaron tantas y tales cosas de la gente de los españoles, que aquel poderoso rey decretó visitarlos, pero impidiéndoselo los de su consejo, le mandó a un hermano suyo acompañado de una gran comitiva de señores. Lo recibió Cortés benévola y amistosamente y considerando su preclara alcurnia, le mostró las naves, la sede y la ruina mexicana y después los batallones de los españoles rodeando en círculo según artificio y orden bélico, mientras disparaban balas de plomo y flechas con las llamadas ballestas y exhibían otros simulacros guerreros que pudieran aterrorizar a los enemigos y atraer con más fuerza a los amigos. Aquel señor se quedó mudo viendo estas cosas, así como cuando hubo considerado las barbas y los vestidos de los españoles, y después de cuatro días se volvió a su hermano Caçonçi y le narró por su orden todo lo que viera. Pero Cortés conociendo el ánimo de ese rey, mandó a Cristóbal de Olid acompañado por cuarenta caballeros y cien infantes para que en Chincicila de Michuacan, si hubiera modo, fundase una ciudad (?), lo que no sólo consiguieron del rey, sino que también les dio cinco mil aúreos oro y otros tantos de plata y también muchos mantos de plumas y de algodón y se ofreció él y su reino a los reyes de los españoles.

La ciudad principal de este reino se llamaba Chincilla, distante de México ciento cincuenta millas, y situada a la falda de una colina junto a un lago dulce no inferior en tamaño al mexicano y abundante en magnífico pescado, del cual toda la región deriva su nombre, Hay además otros lagos con peces y también muchos manantiales, algunos de tal manera calientes, que apenas se puede soportar el calor en la mano sumergida; son muy buenos como baños para muchas enfermedades. Goza de un magnífico cielo y es de tal modo salubre que muchos van allá para conservar la salud o para recobrarla. Es feraz en maíz, fruto de la orilla, en hortaliza y abundante en cacería, cera y algodón. Los varones son más hermosos y fuertes y soportan mejor el trabajo que los colindantes y son muy diestros lanzadores de flechas. Principalmente aquellos que llaman teuhchichimecas, son más fuertes y útiles para la guerra, la que constantemente tenían con el imperio mexicano y rara vez o nunca les aconteció al ser vencidos. Hay en aquella región muchas vetas de plata y de oro, pero impuras. Hay magníficas salinas y piedra iztlina, además del magnífico coco y de la morera, muy útil para criar los gusanos de seda. También trigo del nuestro y rebaños de ganado y no hay nada en España que llevado allí no crezca más rico y más hermoso. Al ejemplo de este reino cedieron a nuestras armas o se rindieron espontáneamente a César, Tochtepec, Huatzaqualco, Tututepec, Colima, Pánuco, Utlatlan, Cuauhtemala, Chamolla, los tzapoteca, Tatahuitlapan, Yzancanac, Noconito, Papaica, Higueras y otras muchas regiones limítrofes de Nueva España o del imperio mexicano.

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