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Las postreras ilusiones de Quirós Siete años dura la última estancia de Quirós en Madrid, y son posiblemente los años más desalentadores y amargos de su existencia. Por su historia, y sus innumerables memoriales, sabemos de la extrema miseria que padeció. Si llegó a Madrid sin un maravedí, su situación no mejoró, sino que empeoró, porque en vez de alegría por la grata nueva que traía encontró los más helados silencios o sonrisas conmiserativas. En los once primeros días de permanencia en Madrid, no teniendo con qué comprar tinta y papel, y hacer memoriales a Su Majestad, según cuenta él mismo, valióse de ciertas hojas sobrantes en un antiguo cuaderno, y cortadas, las cosió, y lo enmendado suplió con remiendos de otro pegado encima. De este modo escribió el primer memorial, y para poder imprimirlo tuvo que vender una capa; para el segundo memorial, dos sábanas, y para el tercero, la bandera del rey que había ondeado en las Tierras del Espíritu Santo. Pasa hambre. Cada día va peor vestido, y por ello añade: aquí aprendí a buscar en la iglesia donde arrodillarse, de modo que no fuese visto el mal calzado, y no por eso dejó de decirme un perulero: "malos zapatos trae el segundo Colón"; y a quitarme el sombrero con la copa hacía mí, porque no se vieren las banderillas de su aforro; y a no sacar los brazos, por no verse hechas las mangas hechas andrajos, ni a descubrir la capa, por no mostrar los harapos de todo el vestido... Pues bien, este hombre hambriento, harapiento, que ha encontrado prácticamente cerradas las puertas de los Consejos, por los informes negativos que están llegando a la Corte, será capaz, gracias a su pluma, no sólo de que se le vuelvan a abrir los despachos en los Consejos de indias y de Estado, que se entreviste con el rey, sino que su popularidad por su empresa se difunda por toda la Europa Occidental, y, concretamente en las dos potencias más interesadas: Holanda e Inglaterra.

Todo ello es posible gracias a su tenacidad escribiendo y publicando Memoriales, en los que ensalza la belleza de los parajes por él visitados, las riquezas de sus tierras, y sobre todo, los inmensos beneficios que se pueden lograr, llegando la cruz de Cristo redentor a tantos millones de indígenas, que viven idolátricamente. Pero a pesar de que sus despachos son atendidos, de que es recibido sucesivamente por el conde de Lemos, duque de Lerma, Montesclaros, etc., Quirós se da cuenta de que su empresa ha dejado de interesar. Tiene una baza a su favor: el rey Felipe III sigue embelesado en la conversión de los millones de paganos que la evangelización de la Tierra del Espíritu Santo puede proporcionar. Gracias al monarca se le conceden quinientos ducados, con los que de momento puede pagar a sus muchos acreedores. A pesar de las diligencias del monarca, sus consejeros vacilan, pues independientemente de la veracidad de las afirmaciones del navegante portugués, una nueva expedición no entra en la política poco expansiva del momento, entre otras razones por los dramáticos momentos pecuniarios de las arcas del erario público. Conforme pasan los días, el nerviosismo del portugués aumenta, y amenaza con marcharse de España. Se ha convertido en un huésped verdaderamente incómodo, y más cuando sus escritos se están leyendo en los Países Bajos e Inglaterra51. Se le intenta enviar a Perú, pero no quiere, sin antes conocer el contenido de los despachos. Al fin accederá a irse cuando le extiendan una real cédula por la que se le ordenaba el apresto de la armada pretendida. Esta cédula, más las garantías personales que el nuevo virrey del Perú, príncipe de Esquilache, le dio fueron bastantes para dirigirse a Sevilla, donde embarcó en compañía de su mujer y de sus dos hijas. Los quebrantos, sinsabores, hacen mella en la salud de Quirós; apenas llega a Panamá ve cómo sus fuerzas decaen, y su ilusionada místico-descubridora se apaga. Pedro Fernández de Quirós, de unos cincuenta años, general de las regiones austriales del Espíritu Santo, moría a orillas del Océano, que él había querido desvelar hasta sus últimos confines.

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