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INTRODUCCIÓN La colonización española de América no fue una, sino muchas. La imagen del conquistador mataindios, en una mano una espada y en la otra una cruz, codicioso de oro y mujeres, no deja de ser un tópico, lamentablemente real en muchas ocasiones, pero incapaz por sí solo de explicar un proceso tan largo, complejo y rico como a la postre habría de resultar el descubrimiento y colonización del continente americano por los españoles. Un aspecto resaltado en muchas ocasiones por los investigadores ha sido la preocupación permanente y paralela durante todo aquel proceso por garantizar unos mínimos de justicia y equidad en las relaciones de los conquistadores con los indígenas1. Esa aspiración, nunca alcanzada, todo hay que decirlo, dignifica extraordinariamente la tarea colonizadora de los españoles y explica, en buena medida, muchos de los proyectos promovidos durante aquellos siglos. Las tensiones entre las diferentes concepciones de la colonización, cuyo límite se encontraba entre los que negaban incluso la legitimidad de la propia conquista, provocó una polémica inconclusa que, entre otras consecuencias, estableció los orígenes del derecho internacional y de la conciencia humanitaria moderna. Pero sus resultados no se limitarían al terreno ideológico sino que alcanzarían a la propia práctica colonial, dirimiéndose en el terreno de los hechos. Durante muchos años este aspecto esencial se ha visto ocultado por la popularidad de la llamada leyenda negra, en el fondo un resultado espúreo de aquella lucha por la justicia.

Apenas podremos entender nada acerca de la historia americana entre 1492 y los inicios del siglo XIX si no tenemos en cuenta esa diversidad de opciones y criterios. Existe incluso una referencia oficial para toda aquella polémica, que son las Leyes de Indias, compromiso trabajosamente establecido entre las diversas tendencias colonialistas, que, pese a sus indiscutibles limitaciones, se hallaba mucho más de un paso adelante con respecto a la realidad colonial. Cuando Carlos V promulgó las Nuevas Leyes de Indias en 1542-43, toda la incipiente sociedad criolla, desde México al Perú, puso el grito en el cielo, porque su aplicación estricta venía a suponer el fin del entramado socioeconómico sobre el que se asentaba la riqueza de los conquistadores y sus descendientes. Tras muchas resistencias, informes desfavorables y alguna que otra revuelta, la más importante sin duda la encabezada por Gonzalo Pizarro en el Perú, las Nuevas Leyes fueron revocadas apenas dos años después de su promulgación. A partir de ese momento la actitud de la Corte irá desde la ignorancia de lo que en América ocurre hasta constantes pero difícilmente aplicables intentos de reforma que mitigasen las consecuencias más dañinas del sistema de encomiendas. Los grupos reformistas, por su parte, apelarán una y otra vez al espíritu de las Nuevas Leyes y a las enseñanzas básicas de la doctrina cristiana, por lo menos durante los primeros siglos de la colonia2, para oponerse a las encomiendas y al servicio personal de los indígenas, porque en el fondo ese era el problema esencial que se discutía.

Al parecer fue el propio Colón o el gobernador Ovando quienes comenzaron a repartir a los indígenas de Santo Domingo entre sus compañeros y pese a algún disgusto inicial de los Reyes Católicos, más problema de jurisdicciones que otra cosa, los repartimientos se convirtieron en el sistema implantado desde California hasta el reino de Chile. Aunque en algunos casos, como el de la mita altoperuana, se absorbieron instituciones indígenas precoloniales, modificándolas en función de los nuevos intereses, las raíces feudales de las encomiendas parecen evidentes. Así escribía el inevitable en estos temas, P. Bartolomé de las Casas3: #dando los indios a los españoles encomendados como los tienen o depositados o en feudo, o por vasallos como los quieren, son gravados y fatigados con muchas cargas, servicios e intolerables vejaciones y pesadumbres. Aquella era una sociedad basada en la fuerza de las armas y orientada hacia la extracción de las riquezas minerales y la explotación de la mano de obra indígena; los guerreros vencedores se repartían todo cuanto era susceptible de reparto con el optimismo de los "bárbaros" medievales. Ahora bien, muy pronto habían de comenzar, desde el propio universo de los colonizadores4, diferentes intentos para transformar o al menos moderar las características más sangrantes de la situación creada. Los jesuitas La Compañía de Jesús fue fundada en 1534 por San Ignacio de Loyola y aprobada por el Papa Paulo III en 1540, por lo que sus miembros no participaron en la primera etapa de la conquista.

Cuando los jesuitas comienzan a llegar a América en la segunda mitad del siglo XVI encuentran una sociedad relativamente estable y asentada, lejos ya de las convulsiones características de los turbulentos tiempos de formación. La primera actitud que los jesuitas van a adoptar ante la realidad de la sociedad colonial es la de prudencia. La Compañía era una congregación reciente pero con grandes y poderosos apoyos. Algunos virreyes, en particular el famoso Francisco de Toledo, virrey del Perú, la beneficiaron cuanto pudieron. En unas instrucciones redactadas por el tercer General de la Orden, San Francisco de Borja, se ordena claramente que ni se absolviese ni condenase a los conquistadores y encomenderos hasta que los concilios provinciales adoptasen alguna resolución clara. Esta inicial prudencia irá trastocándose con el tiempo y aunque es difícil afirmar taxativamente que la Compañía de Jesús adoptó unas posiciones uniformes en todo el continente ante el problema de la encomienda, (de hecho, los papeles jugados por sus miembros eran muy variados), sí puede decirse que, en términos generales, se alineó entre los grupos más críticos de la situación establecida. Esta toma de posición se produjo por un conjunto de causas que conviene aclarar. 1.?) La propia actuación de los jesuitas entre los indígenas y el establecimiento de sus primeras misiones, no sin reticencias por buena parte de los miembros de la Orden, va a ponerles en contacto con una realidad escandalosa.

2.?) La concepción del Nuevo Mundo como un lugar para la utopía. Como señala J.H. Elliot5: Europa y América se convirtieron en una antítesis, la antítesis de la inocencia y la corrupción. Las utopías renacentistas, entre las que la de Tomás Moro es quizá la más conocida pero en absoluto la única (algunos autores han señalado la importancia que La Ciudad del Sol de Tomás Campanella pudo tener entre los primeros misioneros del Paraguay), gozaron de gran resonancia entre humanistas y religiosos en aquellos siglos de grandes esperanzas. Tampoco debemos olvidar las propias enseñanzas evangélicas, que parecían especialmente aplicables entre aquellas sociedades inocentes. Así, Muratori señalaba que se había sentido impulsado a escribir su apología6 de las misiones, porque creía reconocer en ellas las formas de la primitiva iglesia cristiana, tal como aparecen descritas en los Hechos de los Apóstoles. 3.?) Los jesuitas se inscribían en una amplia corriente de opinión para la que las Leyes de Indias con sus argumentos en contra de la encomienda y del servicio personal suponían el punto de referencia obligado de una reforma ineludible del sistema social de la Colonia. Una confluencia de motivos diferentes puede ser la causa de que los jesuitas terminaran estableciendo la mayor parte de sus misiones como una media luna alrededor del imperio brasileño7. Su tardía llegada al escenario americano provocó que encontrasen a la mayor parte de los indígenas que vivían cerca de los lugares clásicos de la colonización ya reducidos, bien por los encomenderos, bien por otras órdenes religiosas. Además, debe tenerse en cuenta que los presupuestos que avalaban la labor evangelizadora de los jesuitas eran más fácilmente aplicables en regiones marginales y aisladas, donde la tarea de los misioneros estaría menos mediatizada por presiones e intereses de los encomenderos. También hay que considerar el propio interés de las autoridades coloniales, para quienes las misiones jesuitas fueron, durante bastante tiempo, una eficaz barrera que controlaba la hasta entonces irresistible expansión portuguesa8.

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