Introducción. Valor humano de las relaciones indígenas de la Conquista

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Valor humano de las relaciones indígenas de la Conquista Un estudio comparativo de los textos y pinturas indígenas que acababan de describirse mostrará sin duda numerosos puntos de desacuerdo respecto de las diversas crónicas y relaciones españolas de la Conquista. Sin embargo, más que constatar diferencias y posibles contradicciones entre las fuentes indígenas y las españolas, nos interesan aquí los textos que van a aducirse en cuanto testimonio profundamente humano, de subido valor literario, dejado por quienes sufrieron la máxima tragedia: la de ver destruidos no ya sólo sus ciudades y pueblos, sino los cimientos de su cultura. No es exageración afirmar que hay en estas relaciones de los indios pasajes de un dramatismo comparable al de las grandes epopeyas clásicas. Porque, si al cantar en la Ilíada la ruina de Troya nos dejó Homero el recuerdo de escenas del más vivo realismo trágico, los escritores indígenas, antiguos poseedores de la tinta negra y roja de sus códices44, supieron también evocar los más dramáticos momentos de la Conquista. Valgan como ejemplo de lo dicho, unos cuantos párrafos entresacados de los documentos que en este libro se presenta. En pocas líneas narran los informantes indígenas de Sahagún el modo como comenzó la terrible matanza del templo máximo perpetrada por Pedro de Alvarado. Después de describir el principio de la fiesta de Tóxcatl, "mientras se van enlazando unos cantos con otros", aparecen de pronto los españoles entrando al patio sagrado: Inmediatamente cercan a los que bailan, se lanzan al lugar de los atabales: dieron un tajo al que estaba tañendo: le cortaron ambos brazos.

Luego lo decapitaron: lejos fue a caer su cabeza cercenada. Al momento todos acuchillan, alancean a la gente y le dan tajos, con las espadas los hieren. A algunos les acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersadas sus entrañas. A otros les desgarraron la cabeza: les rebanaron la cabeza, enteramente hecha trizas quedó su cabeza. Pero a otros les dieron tajos en los hombros: hechos grietas, desgarrados quedaron sus cuerpos, a aquéllos hieren en los muslos, a éstos en las pantorrillas, a los de mis allá en pleno abdomen. Todas las entrañas cayeron por tierra. Y había algunos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y parecían enredarse los pies en ellos. Anhelosos de ponerse en salvo, no hallaban a donde dirigirse#45. Otro cuadro, obra maestra del arte descriptivo de los nahuas, nos pinta el modo como vieron a esos "ciervos o venados", en los que se asentaban los españoles, es decir, los caballos. Ya Motolinía, en el párrafo que se citó más arriba, nos habla de "la admiración de los indios al contemplar los caballos y lo que hacían los españoles encima de ellos". Ahora son los informantes de Sahagún quienes nos ofrecen su propia descripción. Tal es su fuerza, que parece una evocación de aquella otra pintura extraordinaria del caballo, que dejó escrita en hebreo el autor del Libro de Job. Escuchemos la descripción dada por los indios: Vienen los "ciervos" que traen en sus lomos a los hombres. Con sus cotas de algodón, con sus escudos de cuero, con sus lanzas de hierro.

Sus espadas, penden del cuello de sus "ciervos". Estos tienen cascabeles, están escascabelados, vienen trayendo cascabeles. Hacen estrépito los cascabeles, repercuten los cascabeles. Esos "caballos", esos "ciervos", bufan, braman. Sudan a mares: como agua de ellos destila el sudor. Y la espuma de sus hocicos cae al suelo goteando: es como agua enjabonada con amole: gotas gordas se derraman. Cuando corren hacen estruendo: hacen estrépito, se siente el ruido, como si en el suelo cayeran piedras. Luego la tierra se agujera, luego la tierra se llena de hoyos en donde ellos pusieron su pata. Por sí sola se desgarra donde pusieron mano o pata#46. Finalmente, para no alargar más la serie de ejemplos que podrían aducirse, copiamos tan sólo el breve relato conservado por los autores anónimos del Manuscrito de Tlatelolco de 1528, en el que mencionan la suerte que corrieron aquellos sabios o magos, seguidores de Quetzalcóatl, que vinieron a entregarse a los conquistadores en Coyoacán, después de sometido ya todo el Valle de México. Llegaron con los libros de pinturas bajo el brazo, los poseedores de la antigua sabiduría, simbolizada por la tinta negra y roja de sus códices. No sabemos por qué voluntariamente optaron por entregarse. Pero los conquistadores les echaron los perros. Sólo uno pudo escapar. Escuchemos el testimonio indígena: Y a tres sabios de Ehécatl (Quetzalcóatl), de origen tetzcocano, los comieron los perros. No más ellos vinieron a entregarse.

Nadie los trajo. No más venían trayendo sus papeles con pinturas (códices). Eran cuatro, uno huyó: sólo tres fueron alcanzados, allá en Coyoacán:47. Escenas como las citadas abundan en las relaciones indígenas que aquí se publican. Quien lea el presente libro, no podrá menos de sorprenderse al encontrar en la documentación indígena incontables pasajes, tan dramáticos y en cierto modo tan plásticos, que parecen una invitación al artista, pintor o dibujante, capaz de llevarlos al lienzo o al papel. Por otra parte, la riqueza de información y el modo mismo como la presentan los cronistas del México indígena en sus relaciones, abre sin duda el camino a numerosos temas de investigación. Piénsese por ejemplo en estudios tales como el de "la indígena de los conquistadores", que podría mostrar los diversos esfuerzos realizados por los indios para comprender quiénes eran esos hombres desconocidos, venidos de más allá de las aguas inmensas. Proyectando primero sus viejos mitos, creyeron los indios que Quetzalcóatl y los otros teteo (dioses) habían regresado. Pero, al irlos conociendo más de cerca, al ver su reacción ante los objetos de oro que les envió Moctezuma, al tener noticias de la matanza de Cholula y al contemplarlos por fin frente a frente en Tenochtitlan, se desvaneció la idea de que Quetzalcóatl y los dioses hubiera regresado. Cuando asediaron a la ciudad los españoles, con frecuencia se les llama popolocas (bárbaros). Sin embargo, nunca se olvidan los indios del poder material superior de quienes en un principio tuvieron por dioses.

Implícitamente, en función de su pensamiento simbólico, a base de "flores y cantos", los indios se forjaron una imagen de los conquistadores. Los varios rasgos de una imagen de los conquistadores. Los varios rasgos de esa imagen están precisamente en los textos que acerca de la Conquista escribieron. He aquí un posible tema de investigación, ciertamente de interés. Pero no es ese el único aspecto que podría estudiarse. Además del asunto propiamente histórico de comparar los testimonios indígenas con los de los españoles, es posible contraponer las ideas propias de ese mundo indígena casi mágico, que tenía su raíz en los símbolos, con la mentalidad mucho más práctica y sagaz de quienes, superiores en la técnica, se interesaban principalmente por el oro. Con frecuencia se ha dicho que en las relaciones e historias que sobre la Conquista expresaron los capitanes españoles sobresalen, entre otros rasgos, los siguientes: asombro ante lo que contemplan, conciencia de que están realizando una gran misión en servicio del emperador y de la fe cristiana, providencialismo que, en algún caso, les hace proclamar que varios de los combatientes han visto a Santiago que los auxiliaba en sus luchas en contra de los indios, actitud deslumbrada en ocasiones y desencantada en otras, respecto de lo que describen como rescate de oro y otros objetos preciosos. Como algo que cabe poner en parangón con el providencialismo de los hispanos, el hombre indígena recuerda apariciones de la diosa Cihuacóatl, Nuestra madre, la que llora por la noche; de Tezcatlipoca, uno de los dioses más venerados que se aparece a los mensajeros de Moctezuma y los reprende, o el dramático postrer esfuerzo por vencer a los conquistadores oponiéndoles el arma invencible del dios Huitzilopochtli, la xiuhcóatl, es decir la serpiente de fuego, con la que había él destrozado a sus enemigos.

Desde luego que las fuentes indígenas no coinciden todas entre sí, ni tampoco, en diversos puntos, con los relatos de los españoles. Obvio es que los testimonios de los aliados de Cortés, tlaxcaltecas y tetzcocanos, contradigan en más de una ocasión a los cronistas aztecas. Asuntos en los que la diferencia de opinión sobresale son los siguientes: lo tocante a la que se conoce como Matanza de Cholula, la forma en que murió Moctezuma, diversas acciones a lo largo del asedio final de la ciudad de México y el modo como ésta hubo de rendirse. Pero más allá de éstas y otras diferencias, me atrevo a pensar que, al igual que en algunos pasajes de los testimonios españoles, hay también en las relaciones indígenas un dramatismo comparable al de las grandes epopeyas clásicas. Si al cantar Homero en la Ilíada la ruina de Troya evocó escenas de emotivo realismo, los escritores nativos acertaron también a revivir los más dramáticos momentos de la Conquista. Más allá de fobias y filias entrego de nuevo este libro que, por los cuatro rumbos del mundo, tantos han ya leído. Mi deseo es ahora que la antigua palabra de Mesoamérica se difunda también en España. A más de cuatro siglos y medio de lo que aquí se refiere, cabe pensar hoy en formas más humanas de encuentro. Insoslayable verdad es que ancestros de los mexicanos son los guerreros aztecas y los soldados que partieron de la Península Ibérica. A través de los tiempos la fusión de sangres se ha acrecentado. Cientos de miles, venidos principalmente de Extremadura, Andalucía, ambas Castillas, Asturias, Galicia y las tierras Vascongadas, se han unido muchas veces con descendientes de los antiguos habitantes de Mesoamérica. La más reciente de todas las inmigraciones hispánicas en México, la muy fecunda de los transterrados que la guerra civil llevó a tierras aztecas, ha reconfirmado el cuatro veces secular parentesco. A todos cuantos están así emparentados interesa esta historia que es, a la vez, de México y de España. Miguel León-Portilla Ciudad Universitaria, México. Año Nuevo de 1985.

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