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Pedro Sarmiento de Gamboa fue un hombre con permanente avidez por saber. En sus escritos abundan las referencias a otros cronistas sobre los que pone de manifiesto un conocimiento más que notable. Así, cuando en el libro de bitácora anota que esta noche vimos un arco que llaman los filósofos Iris blanco, en contraposición de la luna que se iba a poner y de la reciprocidad de sus rayos, que por antiperístasis herían en las nubes opuestas.... añade tras esa científica descripción: Cosa es tan rara que ni la he visto otra vez, ni oído ni leído que otra persona la baya visto tal como éste, sino en la relación de Alberico Vespucio, que dice en el año de 1501 haber visto otro como éste. Es decir, cuanto parece insólito es sometido por Sarmiento al tamiz de su memoria y de su entendimiento --de la razón, en suma--. Atemperaba nuestro hombre las leyendas, que también existían en relación con las tierras australes que reconoció. Y fue de los pocos que no elevó lo no corriente al nivel de lo extraordinario. Con Sarmiento se derrumban, por ejemplo, las fábulas relativas a la existencia de gigantes en el extremo sur americano. Y no porque no los viera: los buscó y los encontró. Pero no le parecieron gigantes, sino, simplemente, hombres crecidos de miembros. Cuando, al norte de la punta que llamó de San Antonio, entablaron sus hombres contacto con los indios, se observaron en la costa de enfrente --la Tierra de Fuego-- humos que ahuyentaron a los indígenas. Dijeron éstos que en aquella orilla vivían unos gigantes muy poderosos con quienes tenían guerra.

Sarmiento, lector infatigable, debió recordar lo que respecto de estos seres escribieron Pigafetta, Cieza de León, Fernández de Oviedo o Gómara. Que, para emprender su viaje, se asesoró leyendo lo que otros aventureros australes escribieron, es seguro: como ejemplo de este aserto, ahí está la cita que hace de Vespucio, y que acabamos de transcribir. En esta relación, es parco Sarmiento en recuerdos hacia otros, porque quiere presentarse ante el rey --humana debilidad-- como el nuevo e indiscutible descubridor--por eso propone un nuevo nombre para el Estrecho-- de las tierras y mares del austro americano. Espoleada su inquietud científica, quiso ver de cerca aquellos indios de tamaño desmesurado, poniendo rumbo hacia el litoral fueguino y desembarcando en una bahía que recibió el elocuente nombre de Bahía de Gente Grande, aún vigente. Efectivamente, los hombres que allí se hallaban eran de una talla muy superior a la de los españoles. Pero en ningún momento, Sarmiento --que era, por cierto, de baja estatura--, los considera gigantes. Se asombrará, sí, de su fuerza hercúlea (diez de sus hombres, a uno de ellos, apenas le podían tener), y anotará, objetivamente, sus nada corrientes características físicas. Pero no cayó en la exageración, que en relación con el factor humano magallánico fue vicio de tantos exploradores del siglo XVI, del XVII y aun del XVIII, la centuria de las luces. No fue, pues, nuestro hombre quien originó la leyenda que, sumándose a tantas otras fábulas americanas, refería la existencia de gigantes en las tierras australes del Nuevo Mundo.

Gigantes, por cierto, para que la fantasía fuese completa, que habitaban una ciudad suntuosa visible entre dos elevaciones del terreno. Veamos cómo describe Sarmiento aquella insólita urbe: Descubrimos unos grandes llanos entre dos lomas muy apacibles a la vista y de muy linda verdura, como sementeras, donde vimos mucha cantidad de bultos como casas, que creímos ser casas y pueblos de aquella gente. Testigo de una visión fugaz, sencillamente, con intelectual prudencia, da Sarmiento cuenta de ella. Ni gigantes, ni ciudades fabulosas. Unas décadas más tarde, Leonardo de Argensola, más imaginativo que el descubridor, se hará eco de las leyendas que este encuentro generó y que venían a ratificar las exageradas apreciaciones sobre la raza de gigantes hechas por Pigafetta en su relación de la primera vuelta al mundo. Sarmiento es, sin duda, el viajero que con mayor rigor describe a estos indígenas meridionales, no habiendo contribuido en absoluto a los inútiles tratados gigantológicos que tanto proliferaron en Europa desde el viaje de Magallanes hasta finales del siglo XVIII. Fue en efecto Pigafetta, el improvisado cronista del gran marino portugués, quien difundió el mito que a tantas mentes crédulas encandiló. De un patagón, dice Pigafetta, que este hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura, y el propio traductor al francés del fantasioso relator, Carlos Amoretti, hombre de la Ilustración, lejos de tratar con cordura las exageraciones de aquél, procura testimonios que en las mismas abunden.

Así, entre las opiniones al respecto de Byron, Wallis, Cook y Forster, y las más circunspectas de Winter, Narbourough y Bouganville, se queda con las de los primeros, menos ajustadas a razón. Aduce para ello que los habitantes de las costas más meridionales de América no son todos de gigantesca estatura, sino únicamente los individuos de algunas tribus tienen esa talla. Como no habitan siempre en el mismo sitio, ha sucedido que algunos navegantes no los vieron. Este razonamiento choca con el que hace Sarmiento en una relación posterior, señalando que el Río San Juan --en la península Brunswik-- es el límite entre dos pueblos de indios: los grandes y los pequeños. (Obsérvese que dice los grandes, no los gigantes.) Muchos cronistas de América se hicieron eco de las disparatadas referencias a los habitantes del sur del Nuevo Mundo: Fernández de Oviedo, en su Historia General y Natural de las Indias, dice que la costa a ambos lados del Estrecho de Magallanes está habitada por unos gigantes a los cuales llamaron patagones por sus grandes pies, que tienen una estatura de trece palmos, grandísima fuerza y son tan veloces en el correr como muy ligeros caballos o más. Por su parte, Cieza de León, con indisimulado escepticismo, en su Crónica del Perú comenta que porque en el Perú hay fama de los gigantes que vinieron a desembarcar a la Punta de Santa Elena, que es en los términos desta ciudad de Puerto Viejo, me paresció dar noticia de lo que oí dellos, según que yo lo entendí, sin mirar las opiniones del vulgo y sus dichos varios, que siempre engrandece las cosas más de lo que fueron.

Gómara, en su Historia de las Indias, afirma que en el Perú hubo gigantes, porque fueron hallados huesos y calaveras con dientes de tres dedos en gordo y cuatro en largo. (Don Manuel Ballesteros, en notas 51 y 224 de su edición de la obra de Cieza --número cuatro de esta Colección-- aclara que los restos óseos que originaron tal mito peruano procedían de animales terciarios.) Y el autor de la Historia de las guerras civiles del Perú, Gutiérrez de Santa Clara, refiere la llegada de gigantes australes al reino de los incas, en período. prehispánico, durante el tiempo de Túpac Yupanqui, personaje al que prestó Sarmiento especial atención, pues fue el Inca viajero, protagonista de un fabuloso viaje por el Pacífico en el que descubrió dos ricas islas: Huanachumbi y Ninachumbi, hacia las que el marino-cronista se proyectaría, descubriendo, con Mendaña, el archipiélago de las Salomón. Es decir, Sarmiento, que con notable inquietud antropológica escudriñó las leyendas y tradiciones incaicas, supo seleccionar las que eran verosímiles, investigándolas por la vía de la práctica (consecuencia de tal actividad fue su primer viaje de descubrimiento). No se dejó deslumbrar, evidentemente, por la que refería la existencia de gigantes en las tierras magallánicas, pese a lo que sobre tan apasionante cuestión escribieron muchos narradores antes que él. El caso es que, ya en el siglo XVIII, continuaban tratadistas y exploradores exagerando y fantaseando en relación con los indígenas del extremo sur americano.

El comandante Byron en su Diario del viaje alrededor del mundo --periplo en el que utilizó la Crónica de Sarmiento-- incluye gráficos en los que se compara la estatura de los patagones con la de los europeos: las rodillas de aquéllos llegaban a la cintura de éstos, que resultaban duplicados en talla por los gigantes indígenas. Considerando a estos dibujos reflejo de las realidad, los patagones podrían medir más de tres metros de altura. El propio Sarmiento, que tan cauto se mostró en sus descripciones sobre los gigantes meridionales, fue tergiversado, y así, el franciscano José Torrubia en su Aparato para la Historia Natural Española, publicado en 1754, recurre al descubridor para apoyar su tesis gigantológica, según la cual abundaron las razas de tamaño desmedido en varios puntos de América, incluida Nueva España. En cuanto a Byron, hizo caso omiso de las contenidas opiniones que, sobre el asunto, emitió el navegante español. Fue precisamente el traductor al castellano del viajero británico --el doctor Ortega-- quien, con una actitud crítica muy superior a la del que expresó en francés el Diario de Byron, sitúa la polémica en términos racionales, citando como ejemplo el veredicto de la Real Academia de la Historia respecto de una osamenta incompleta --presuntamente humana-- que, desde el virreinato del Río de la Plata, fue remitida a Madrid. Y acusa el investigador español al francés de recoger citas inciertas y novelas extravagantes, que injustamente atribuye a escritores españoles, para apoyar sus disparatadas teorías.

El santacrucense --argentino patagónico-- Juan Hilarión Lenzi, en su Historia de Santa Cruz, magnífica obra que vio la luz en 1970, elegantemente, sin lanzar críticas en tal o cual dirección, o contra ésta o aquella época, pone a cada autor con opinión sobre el discutido tenia, en el lugar que le corresponde. Para los que exageraron, exhibe la atenuante de que los indígenas patagones, seguían impresionando como más altos de lo que eran en realidad. Pensando que la talla media de las primeras tripulaciones castellanas que navegaron las aguas magallánicas no iba mucho más allá del metro sesenta, y que la de los agigantados patagones era de 1,83 metros --según los rigurosos trabajos del naturalista chileno Enrique Ibar Sierra-- se explica el asombro de Pigafetta y de tantos otros observadores posteriores. Por eso, frente al mito, ampliamente difundido, cobra especial valor la figura de Pedro Sarmiento de Gamboa, que no se hizo portavoz de las fábulas --lo reconoce Hilarión Lenzi-- en sus veraces y concretas relaciones. Y en cambio, el que no se dejó impresionar por la leyenda, acabó siendo absorbido por la leyenda. Otro ensueño patagónico fue el de la encantada Ciudad de los Césares, surgida a orillas de un lago sereno y cristalino, y en la que --cuenta Hilarión Lenzi-- el oro y la plata, las gemas y perlas, expresiones mayúsculas de riqueza, abundaban tanto que aquellos eran utilizados para construir vasijas, cubiertos e instrumentos varios, de uso casero y aún de labranza.

Era su población mestiza: Hombres blancos --sigue narrando el mismo autor-- habíanse casado con indias; mujeres blancas formaron hogar con varones autóctonos. Dos razas se fusionaron, equilibradamente, de modo tal que se mantuvieron intactos los valores prevalecientes de cada una. Ciudad pagana --en la que había un templo con campana de plata que nadie tañía-- asegurábase que fue fundada por los supervivientes de los desastres australes. Los de los naufragios de las naves de Simón de Alcazaba o de la flota del obispo de Plasencia; los que escaparon tras el ataque de los araucanos a Osorno; los perdidos compañeros de Alonso de Camargo... y los fugitivos --escribe Hilarión Lenzi-- de las ciudades efímeras, desventuradas, que fundó Sarmiento de Gamboa. Y aclara, poético, el historiador argentino: De esos restos misérrimos surgiría la idea de la ciudad que era portento de riqueza; del clamor de los moribundos nació la urbe en que el hombre alcanzaba la divina condición de la inmortalidad. Los vencidos por la naturaleza, los doblegados por las propias flaquezas, daban paso a la ostentosa Ciudad de los Césares, ricos, felices y triunfadores. Cuando Sarmiento escribió sus crónicas, ya bullía en muchas mentes la leyenda de la encantada ciudad austral. Él mismo, al establecer --durante el segundo de sus viajes al Estrecho-- contacto con un grupo de indios magallánicos, se vio sorprendido por una salutación, en castellano, que estos le hicieron: Paz, paz Jesús, María, Capitán.

¿Cómo conocían aquellos indígenas tan alejados de toda implantación española tales vocablos? Pudo el navegante haber supuesto una conexión entre ellos y alguna ciudad española meridional y no conocida. ¿Por qué no la de los Césares? En cambio, prudente y con rigor científico, extrae de su recuerdo las diversas hipótesis que pueden explicar el curioso fenómeno: y así, dice que pueden haberlas aprendido de un capitán Quirós de que hay noticia por Chile que está en esta tierra con sesenta hombres años ha. Y con sorprendente precisión, añade: También se lee en una relación impresa del viaje que hizo al Estrecho el Comendador Loaysa el año de 1526 en el capítulo VI, que yendo caminando en este Estrecho por la costa de la mar dél un clérigo llamado don Juan de Yrarza y otros tres compañeros a buscar la nao del general, se perdió uno de los compañeros llamado Juan Pérez de Yguerola (...), y pudo ser que los indios que estaban cerca guardasen el tal Juan Pérez y dél hayan aprendido estas palabras. Ni en esta crónica, ni en ninguna, aparece Sarmiento como vocero de lo fantástico. Sus juicios son siempre medidos, razonables, lógicos. Somete a crítica lo que ve y lo que oye, y tras ese proceso intelectual, emite su parecer. Su rigor frente a la leyenda otorga particular mérito a una destacada característica de su personalidad: su acendrado fervor religioso.

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