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INTRODUCCIÓN La conquista de América, constituye una época de frontera, de novedad, de establecimiento de relaciones humanas entre los conquistadores y los indígenas. Entendemos por frontera un espacio de relaciones humanas que se inicia con el conocimiento que se produce en lo que ha sido llamado la mayor mutación conocida del espacio1 y que consiste en que, entre 1492 y 1522, se construye, mediante la navegación, la geografía del Atlántico transversal, con un conocimiento muy cumplido de las rutas, vientos, islas, costas; todo ello reproducido a escala en una cartografía impresionante. Esa frontera atlántica se amplía, entre 1519 y 1555, en la expansión continuental, donde se produce una estructura de relaciones humanas, caracterizada por importantes síntesis antropolígicas, estéticas, políticas, religiosas, sociales, culturales y económicas, donde se pone a prueba la capacidad creadora humana del español del siglo XVI. De esta inmensa experiencia --que no dispone de modelos previos, ni tampoco nadie ha sido, después, capaz de continuar ni perfeccionar--, surgen nuevos sistemas de convivencia, se instrumenta una crítica moral, motor de una considerable polémica de fuertes implicaciones políticas y teológicas, se fundan ciudades, se organizan y desarrollan instituciones, se inicia la producción, se abren puertos, se incorpora al modelo occidental, aquella vida que había permanecido aislada a los grandes procesos de las relaciones internacionales y de las corrientes universales.

Todo esto, claro está, supuso vencer tremendas dificultades como las derivadas de la heterogenidad del espacio y su inmensidad, en lo geográfico, en lo cultural, en la comprensión de los supuestos de la organización política indígena. Como consecuencia de estas dificultades resulta imposible pensar en una homogeneización, ni mucho menos en un tiempo que pueda considerarse simultáneo2. Las dificultades de espacio impusieron característicos escalones temporales en los ejes de hispanización, de modo que se perpetúa la coexistencia de comunidades distintas, cuyo grado de integración carecía completamente de homogeneidad; por otra parte, la diferencia de niveles culturales entre los mundos indígenas era notorio, como ocurría también entre los españoles, entre los cuales existía un amplio arco que oscilaba desde un nivel de formación universitaria, hasta un conocimiento elemental tipo catequesis parroquial. Existe, también, una considerable incomunicación por la mutua ignorancia linguística, que hizo preciso utilizar, primero, el lenguaje internacional de la mímica, luego la utilización de intérpretes o lenguas y, por fin, la plena comunicación a través de la enseñanza, la catequesis o la evangelización. En tal aspecto, lo más grave fue la increíble multiplicidad de lenguas: unas ciento treinta y tres en el continente, cada una de ellas, al menos, con cuatro o cinco variantes dialectales. Por otra parte, el asentamiento no fue siempre pacífico, sino que se produjo mediante choques violentos, como suele ocurrir fundamentalmente ante culturas significativamente militaristas, como eran las altas culturas americanas, en las que se había producido una afirmación de una casta militar dominadora como consecuencia de largas y sostenidas guerras de signo imperial.

Se trata, pues, de una situación de frontera, que podemos situar estructuralmente --es decir, en el tiempo largo-- entre el primer viaje de Colón (1492) hasta la abdicación de Carlos I (1556), con una fecha intermedia --1534-- en que se decide la fundación del primer virreinato y que coincide con la fundación de importantes ciudades: Quito (1534), Lima (1535), la primera Buenos Aires (1536), Asunción (1537), Santa Fe de Bogotá (1538). Esta fecha intermedia, de tanta significación, permite apoyarnos en el tiempo medio generacional, para establecer la existencia de una doble generación en la época de la conquista: 1505/1530, cuya coherencia central radicó, sin duda, en la conquista de la Nueva España; la de 1530/1555, en la que se centró en la conquista del Perú y sus secuelas, mucho más prolongadas. Entendemos estas fechas como simple referencia, para estar en disposición de yuxtaponer el tiempo epocal3 con el generacional4 de modo que sea posible centrar debidamente las condiciones y caracteres del personaje histórico al que nos vamos a referir de modo exclusivo ahora y aquí: Hernán Cortés, significativo personaje de época en el humanismo español del siglo XVI5. Centrando algo más el objetivo crítico, hay que decir que la etapa histórica 1519-1541 --participando, pues, de las mentalidades generacionales, la mexicana y la peruana-- es la de asentamiento fundacional en el continente; antes, la de 1492-1522, es la del descubrimiento geográfico; posteriormente, la de 1541-1556, es la de discusión y polémica de los derechos patrimoniales, en tensión con la robusta e importantísima creación del derecho público indiano.

Existe en esa época una manifestación cultural de primera importancia; son las crónicas, es decir, lo que escribieron los propios protagonistas de las conquistas; pueden destacarse estadísticamente, pues sólo son diecinueve las que cumplen esta condición. Son, por consiguiente, vivencias informativas, formas de relación constantes --no instantáneas-- capaces de desencadenar la respuesta de la persona ante la situación, que al expresar creadoramente lo visto y lo vivido, origina una poderosa corriente de informatividad, cuyo significado --mediante el análisis de su estructura peculiar-- sólo resulta primariamente de estructura configuradora: la verdad de lo visto y vivido, en contraposición a la simultánea prevalencia literaria de los libros de caballerías, tenidos como historias mentirosas; la idea de la fama y del servicio, en contraste con el interés personal; y, por último, la instancia exaltativa bajo el realismo correctivo de los mismos hechos que se describen. En efecto, la primera nota significativa que destaca en las crónicas escritas por los conquistadores, es que, con sus notas y descripciones sobre la realidad, produce el conocimiento real, despejando de ese modo la imagen intelectual mítica6 que de América se iba forjando en la Europa del Renacimiento, como por ejemplo ocurre en la escuela de Saint-Dié, del duque Renato de Lorena7. La objetivación plena de América pertenece al conquistador, al realismo descriptivo de sus crónicas y relatos: su fuerte empeño en torno a la verdad era la que hacía desaparecer poco a poco la idea de terra incognita para, por el contrario, afirmar cada vez más la realidad de lo visto y vivido.

Tampoco puede olvidarse que el comienzo de la conquista, corre paralelo con el surgimiento de corrientes de critica política --las Comunidades de Castilla8-- que representan la última posibilidad del diálogo medieval, ante la aparición de la autoridad incontestable del Estado moderno. Por último, en la conquista de América --a través del sentido crítico del conquistador-- aparece una alternativa a la Ética Autoritaria, que fue la Ética Humanística, anticipándose a las ideas de la Ilustración --especialmente la fe en la ciencia-- y haciendo que el hombre confiase en su propia razón como guía para el establecimiento de normas éticas válidas para la convivencia9. Se trata de la aparición de una alternativa en la conquista de América, consistente en el hecho de la afirmación de que la razón humana, y sólo ella, puede elaborar normas éticas, demostrando así la capacidad del hombre para discernir, hacer juicios de valor y reflexionar sobre la acción misma. La Ética Humanista --que acepta y acata la autoridad racional-- es antropocéntrica, no como en el mundo clásico, en el sentido de que el hombre sea el centro del universo, sino en el de que sus juicios de valor --así como todos sus otros juicios y percepciones-- radican en las peculiaridades de su existencia y sólo poseen significado en relación con ella. En este sentido, sin duda, una condición básica de la conquista, fue la de influir de un modo peculiar sobre el prototipo humano que la caracteriza, sin trascenderlo, sino irradiando de él todo su riquísimo contenido humanístico.

Existe, pues, una actitud existencial, muy cercana a la experiencia misma, del que deriva el protagonismo de los hechos. Su pleno despliegue se produce en las crónicas, relatos y escritos de los protagonistas e la conquista, en parte como consecuencia de su propia integración en los hechos como actores y testigos, en parte como escritores que se encuentran formando parte de una tradición realista, de verismo, en la que, culturalmente, se hallaban inmersos10. Tal actitud sólo puede llamarse existencial porque los autores de estas crónicas y relatos, más que la transmisión de la noticia, aprecian la acción misma, la realidad vivida. En definitiva, aprecian la verdad existencial considerada como una identificación total del hombre con su existencia, en una acción efectiva y real. San Anselmo lo llamó la verdad de la acción y, sin duda, constituye una clara postura de conciencia ética, en la línea más pura de la tradición de autoridad. Al hacerlo así los conquistadores-cronistas incidieron en una línea condicionante de su existencia: el impulso básico de la gloria --en íntima conexión con el orgullo y la vanidad-- y la consiguiente defensa de la fama. Ello son condicionantes de una constante raigal de permanente manifestación: la polémica, la discusión, el ataque, la corrección de los datos que tuviesen una referencia personal, la critica de planteamiento, el afán pragmático de protagonismo. Por esa razón básica aparecen libros como el de Bernal Díaz del Castillo, que no solamente impone correcciones a López de Gómara, sino también a Hernán Cortés en sus datos de referencia personal de las Cartas de relación. Además, supone una contrapartida de índole personal a la visión e imagen de la misma acción.

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