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Datos principales


Desarrollo


CapÍtulo CXXI
 
De lo que se hizo en el real de Narváez después que de allí salieron nuestros embajadores
Pareció ser que como se vinieron el Juan Velázquez y el fraile e Juan del Río, dijeron al Narváez sus capitanes que en su real sentían que Cortés había enviado muchas joyas de oro, y que tenía de su parte amigos en el mismo real, y que sería bien estar muy apercibido y avisar a todos sus soldados que estuviesen con sus armas y caballos prestos; y demás desto, el cacique gordo, otras veces por mí nombrado, temía mucho a Cortés, porque había consentido que Narváez tomase las mantas y oro e indias que le tomó; y siempre espiaba sobre nosotros en qué parte dormíamos, por qué camino veníamos, porque así se lo había mandado por fuerza el Narváez; y como supo que ya llegábamos cerca de Cempoal, le dijo al Narváez el cacique gordo: «¿Qué hacéis, que estáis muy descuidado? ¿Pensáis que Malinche y los teules que trae consigo que son así como vosotros? Pues yo os digo que cuando no os cataréis será aquí y os matará»; y aunque hacían burla de aquellas palabras que el cacique gordo les dijo, no dejaron de se apercibir, y la primer cosa que hicieron fue pregonar guerra contra nosotros a fuego y sangre y a toda ropa franca; lo cual supimos de un soldado que llamaban «el Galleguillo», que se vino huyendo aquella noche del real de Narváez, o le envió el Andrés de Duero, y dio aviso a Cortés de lo del pregón y de otras cosas que convino saber.

Volvamos a Narváez, que luego mandó sacar toda su artillería y los de a caballo, escopeteros y ballesteros y soldados a un campo, obra de un cuarto de legua de Cempoal, para allí nos aguardar y no dejar ninguno de nosotros que no fuese muerto o preso; y como llovió mucho aquel día, estaban ya los de Narváez hartos de estar aguardándonos al agua; y como no estaban acostumbrados a aguas ni trabajos, y no nos tenían en nada sus capitanes, le aconsejaron que se volviesen a los aposentos, y que era afrenta estar allí, como estaban, aguardando a dos, tres, y as que decían que éramos, y que asestase su artillería delante de sus aposentos, que era diez y ocho tiros gruesos, y que estuviesen toda la noche cuarenta de a caballo esperando en el camino por do habíamos de venir a Cempoal, y que tuviese al paso del río, que era por donde habíamos de pasar, sus espías, que fuesen buenos hombres de a caballo y peones ligeros para dar mandado; y que en los patios de los aposentos de Narváez anduviesen toda la noche veinte de a caballo; y este concierto que le dieron fue por hacerle volver a los aposentos; y más le decían sus capitanes: «Pues ¡cómo, Señor! ¿Por tal tiene a Cortés, que se ha de atrever con tres gatos que tiene a venir a este real; por el dicho deste indio gordo? No lo crea vuestra merced, sino que echa aquellas algaradas y muestras de venir porque vuestra merced venga a buen concierto con él»; por manera que así como dicho tengo se volvió Narváez a su real, y después de vuelto, públicamente prometió que quien matase a Cortés o a Gonzalo de Sandoval que le daría dos mil pesos; y luego puso espías al río a un Gonzalo Carrasco, que vive ahora en la Puebla, y al otro que se decía fulano Hurtado.

El nombre y apellido y señal secreta que dio cuando batallasen contra nosotros en su real había de ser «Santa María, Santa María»; y demás deste concierto que tenían hecho, mandó Narváez que en su aposento durmiesen muchos soldados, así escopeteros como ballesteros, y otros con partesanas, y otros tantos mandó que estuviesen en el aposento del veedor Salvatierra, y Gamarra, y del Juan Bono. Ya he dicho el concierto que tenía Narváez en su real, y volveré a decir la orden que se dio en el nuestro.
 
 
CapÍtulo CXXII
 
Del concierto y orden que se dio en nuestro real para ir contra Narváez, y el razonamiento que Cortés nos hizo, y lo que respondimos
Llegados que fuimos al riachuelo que ya he dicho, que estará obra de una legua de Cempoal, y había allí unos buenos prados, después de haber enviado nuestros corredores del campo, personas de confianza, nuestro capitán Cortés a caballo nos envió a llamar, así a capitanes como a todos los soldados, y de que nos vio juntos dijo que nos pedía por merced que callásemos; y luego comenzó un parlamento por tan lindo estilo y plática, tan bien dichas (cierto, otras palabras más sabrosas y llenas de ofertas que yo aquí no sabré escribir); en que nos trajo a la memoria desde que salimos de la isla de Cuba, con todo lo acaecido por nosotros hasta aquella sazón, y nos dijo: «Bien saben vuestras mercedes que Diego Velázquez, gobernador de Cuba, me eligió por capitán general, no porque entre vuestras mercedes no había muchos caballeros que eran merecedores dello; y saben que creístes que veníamos a poblar, y así se publicaba y pregonó; y según han visto, enviaba a rescatar; y saben lo que pasamos sobre que me quería volver a la isla de Cuba a dar cuenta a Diego Velázquez del cargo que me dio, conforme a su instrucción; pues vuestras mercedes me mandasteis y requeristeis que poblásemos esta tierra en nombre de su majestad, como, gracias a nuestro señor, la tenemos poblada, y fue cosa cuerda; y demás desto, me hicisteis vuestro capitán general y justicia mayor della, hasta que su majestad otra cosa sea servido mandar.

Como ya he dicho, entre algunos de vuestras mercedes hubo algunas pláticas de tornar a Cuba, que no lo quiero más declarar, pues a manera de decir, ayer pasó, y fue muy santa y buena nuestra quedada, y hemos hecho a Dios y a su majestad gran servicio, que esto claro está; ya saben lo que prometimos en nuestras cartas a su majestad (después de le haber dado cuenta y relación de todos nuestros hechos) que punto no quedó, e que aquesta tierra es de la manera que hemos visto y conocido della, que es cuatro veces mayor que Castilla, y de grandes pueblos y muy rica de oro y minas, y tiene cerca otras provincias; y cómo enviamos a suplicar a su majestad que no la diese en gobernación ni de otra cualquiera manera a persona ninguna; y porque creíamos y teníamos por cierto que el obispo de Burgos don Juan Rodríguez de Fonseca, que era en aquella sazón presidente de Indias y tenía mucho mando, que la demandaría a su majestad para el Diego Velázquez o algún pariente o amigo del Obispo, porque esta tierra es tal y tan buena para dar a un infante o gran señor, que teníamos determinado de no darle a persona ninguna hasta que su majestad oyese a nuestros procuradores, y nosotros viésemos su real firma, e vista, que con lo que fuere servido mandar «los pechos por tierra»; y con las cartas ya sabían que enviamos y servimos a su majestad con todo el oro y plata, joyas e todo cuanto teníamos habido»; y más dijo: «Bien se les acordará, señores, cuántas veces hemos llegado a punto de muerte en las guerras Y batallas que hemos habido.

Pues no hay que traerlas a la memoria, que acostumbrados estamos de trabajos y aguas y vientos y algunas veces hambres, y siempre traer las armas a cuestas y dormir por los suelos, así nevando como lloviendo, que si miramos en ello, los cueros tenemos ya curtidos de los trabajos. No quiero decir más de cincuenta de nuestros compañeros que nos han muerto en las guerras, ni de todos vuestras mercedes como estáis entrajados y mancos de heridas que aun están por sanar; pues que les quería traer a la memoria los trabajos que trajimos por la mar y las batallas de Tabasco, y los que se hallaron en lo de Almería y lo de Cingapacinga, y cuántas veces por las sierras y caminos nos procuraban quitar las vidas. Pues en las batallas de Tlascala en qué punto nos pusieron y cuáles nos traían; pues la de Cholula ya tenían puestas las ollas para comer nuestros cuerpos; pues a la subida de los puertos no se les había olvidado los poderes que tenía Montezuma para no dejar ninguno de nosotros, y bien vieron los caminos todos llenos de pinos y árboles cortados; pues los peligros de la entrada y estada en la gran ciudad de México, cuántas veces teníamos la muerte al ojo, ¿quién los podrá ponderar? Pues vean los que han venido de vuestras mercedes dos veces primero que no yo, la una con Francisco Hernández de Córdoba y la otra con Juan de Grijalva, los trabajos, hambres y sedes, heridas y muertes de muchos soldados que en descubrir aquestas tierras pasasteis, y todo lo que en aquellos dos viajes habéis gastado de vuestras haciendas».

Y dijo que no quería contar otras muchas cosas que tenía por decir por menudo, y no habría tiempo para acabarlo de platicar, porque era tarde y venía la noche; y más dijo: «Digamos ahora, señores: Pánfilo de Narváez viene contra nosotros con mucha rabia y deseo de nos haber a las manos, y no habían desembarcado, y nos llamaban de traidores y malos; y envió a decir al gran Montezuma, no palabras de sabio capitán, sino de alborotador; y además desto, tuvo atrevimiento de prender a un oidor de su majestad, que por sólo este delito es digno de ser castigado. Ya habrán oído cómo han pregonado en su real, guerra contra nosotros a ropa franca, como si fuéramos moros.» Y luego, después de haber dicho esto Cortés, comenzó a sublimar nuestras personas y esfuerzos en las guerras y batallas pasadas, «y que entonces peleábamos por salvar nuestras vidas, y que ahora hemos de pelear con todo vigor por vida y honra, pues nos vienen a prender y echar de nuestras casas y robar nuestras haciendas: y demás desto, que nos sabemos si trae provisiones de nuestro rey y señor, salvo favores del obispo de Burgos, nuestro contrario; y si por ventura caemos debajo de sus manos de Narváez (lo cual Dios no permita), todos nuestros servicios, que hemos hecho a Dios primeramente y a su majestad, tornarán en deservicios, y harán procesos contra nosotros; y dirán que hemos muerto y robado y destruido la tierra; donde ellos son los robadores y alborotadores y deservidores de nuestro rey y señor, dirán que le han servido.

Y pues vemos por los ojos todo lo que he dicho, y como buenos caballeros somos obligados a volver por la honra de su majestad y por las nuestras, y por nuestras casas y haciendas; y con esta intención salí de México, teniendo confianza en Dios y de nosotros; que todo lo ponía en las manos de Dios primeramente, y después en las nuestras: que veamos lo que nos parece.» Entonces respondimos, y también juntamente con nosotros Juan Velázquez de León y Francisco dé Lugo y otros capitanes, que tuviese por cierto que, mediante Dios, habíamos de vencer o morir sobre ella, y que mirase no le convenciesen con partidos, porque si alguna cosa hacía fea, le daríamos de estocadas. Entonces, como vio nuestras voluntades, se holgó mucho, y dijo que con aquella confianza venía; y allí hizo muchas ofertas y prometimientos que seríamos todos muy ricos y valerosos. Hecho esto, tornó a decir que nos pedía por merced que callásemos, y que en las guerras y batallas es menester más prudencia y saber para bien vencer los contrarios, que no demasiada osadía; y que porque tenía conocido de nuestros grandes esfuerzos que por ganar honra cada uno de nosotros se quería adelantar de los primeros a encontrar con los enemigos, que fuésemos puestos en ordenanza y capitanías; y para que la primera cosa que hiciésemos fuese tomarles el artillería, que eran diez y ocho tiros que tenían asestados delante de sus aposentos de Narváez, mandó que fuese por capitán un pariente suyo de Cortés que se decía Pizarro, que ya he dicho otras veces que en aquella sazón no había fama de Perú ni Pizarros, que no era descubierto; y era el Pizarro suelto mancebo, y le señaló sesenta soldados mancebos, y entre ellos me nombraron a mí; y mandó que, después de tomada el artillería, acudiésemos todos a los aposentos de Narváez, que estaba en un muy alto cu; y para prender a Narváez señaló por capitán a Gonzalo de Sandoval con otros sesenta compañeros; y como era alguacil mayor, le dio un mandamiento que decía así: «Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor desta Nueva-España por su majestad, yo os mando que prendáis el cuerpo de Pánfilo de Narváez, e si se os defendiere, matadle, que así conviene al servicio de Dios y del rey nuestro señor, por cuanto ha hecho muchas cosas en deservicio de Dios y de su majestad, y le prendió a un oidor.

Dado en este real»; y la firma, Hernando Cortés, y refrendo de su secretario Pedro Hernández. Y después de dado el mandamiento, prometió que al primer soldado que le echase la mano le daría tres mil pesos, y al segundo dos mil, y al tercero mil; y dijo que aquello que prometía que era para guantes, que bien veíamos la riqueza que había entre nuestras manos; y luego nombré a Juan Velázquez de León para que prendiese a Diego Velázquez, con quien había tenido la brega, y le dio otros sesenta soldados; y asimismo nombró a Diego de Ordás para que prendiese al Salvatierra, y le dio otros sesenta soldados, que cada capitán de éstos estaba en su fortaleza e altos cues, y el mismo Cortés por sobresaliente con otros veinte soldados para acudir adonde más necesidad hubiese, y donde él tenía el pensamiento de asistir era para prender a Narváez y a Salvatierra; pues ya dadas las copias a los capitanes, como dicho tengo, dijo: «Bien sé que los de Narváez son por todos cuatro veces más que nosotros; mas ellos no son acostumbrados a las armas, y como están la mayor parte dellos mal con su capitán, y muchos dolientes, les tomaremos de sobresalto; tengo pensamiento que Dios nos dará victoria, que no porfiarán mucho en su defensa, porque más bienes les haremos nosotros que no su Narváez; así, señores, pues nuestra vida y honra está, después de Dios, en vuestros esfuerzos y vigorosos brazos, no tengo más, que os pedir por merced mi traer a la memoria, sino que en esto está el toque de nuestras honras y famas para siempre jamás; y más vale morir por buenos que vivir afrentados»; y porque en aquella sazón llovía y era tarde no dijo más.

Una cosa he pensado después acá, que jamás nos dijo tengo tal concierto en el real hecho, ni fulano ni zutano es en nuestro favor, ni cosa ninguna destas, sino que peleásemos como varones; y esto de no decirnos que tenía amigos en el real de Narváez fue muy de cuerdo capitán, que por aquel efecto no dejásemos de batallar como esforzados, y no tuviésemos esperanza en ellos, sino, después de Dios, en nuestros grandes ánimos. Dejemos desto, y digamos cómo cada uno de los capitanes por mí nombrados estaban con los soldados señalados cómo y de qué manera habíamos de pelear poniéndose esfuerzo unos a otros. Pues mi capitán Pizarro, con quien habíamos de tomar la artillería, que era la cosa de más peligro, y habíamos de ser los primeros que habíamos de romper hasta los tiros, también decía con mucho esfuerzo cómo habíamos de entrar y calar nuestras picas hasta tener la artillería en nuestro poder, y cuando se la hubiésemos tomado, que con ella misma mandó a nuestros artilleros, que se decían Mesa y el Siciliano y Usagre y Arbega, que con las pelotas que estuviesen por descargar se diese guerra a los del aposento de Salvatierra. También quiero decir la gran necesidad que teníamos de armas, que por un peto o capacete o casco o babera de hierro diéramos aquella noche cuanto nos pidieran por ello y todo cuanto habíamos ganado; y luego secretamente nos nombraron el apellido que habíamos de tener estando batallando, que era «Espíritu Santo, Espíritu Santo»; que esto se suele hacer secreto en las guerras porque se conozcan y apelliden por el nombre, que no lo sepan unos contrarios de otros; y los de Narváez tenían su apellido y voz «Santa María, Santa María.

» Ya hecho todo esto, como yo era gran amigo y servidor del capitán Sandoval, me dijo aquella noche que me pedía por merced que cuando hubiésemos tomado el artillería, si quedaba con la vida, siempre me hablase con él y le siguiese; e yo le prometí, e así lo hice, como adelante verán. Digamos ahora en qué se entendió un rato de la noche, sino en aderezar y pensar en lo que teníamos por delante, pues para cenar no teníamos cosa ninguna ;y luego fueron nuestros corredores del campo, y se puso espías y velas a mí y a otros dos soldados, y no tardó mucho, cuando viene un corredor del campo a me preguntar que si he sentido algo, y yo dije que no; y luego, vino un cuadrillero, y dijo que el Galleguillo que había venido del real de Narváez no parecía, y que era espía echada del Narváez; e que mandaba Cortés que luego marchásemos camino de Cempoal, e oímos tocar nuestro pífano y atambor, y los capitanes apercibiendo sus soldados, y comenzamos a marchar, y al Galleguillo hallaron debajo de unas mantas durmiendo; que, como llovió y el pobre no era acostumbrado a estar al agua ni fríos, metióse allí a dormir. Pues yendo nuestro paso tendido, sin tocar pífano ni atambor, que luego mandó Cortés que no tocasen, y nuestros corredores del campo descubrieron la tierra, llegamos al río, donde estaban las espías de Narváez, que ya he dicho que se decían Gonzalo Carrasco e Hurtado, y estaban descuidados, que tuvimos tiempo de prender al Carrasco, y el otro fue dando voces al real de Narváez y diciendo: «Al arma, al arma, que viene Cortés.

» Acuérdome que cuando pasábamos aquel río, como llovía venía un poco hondo, y las piedras resbalaban algo y, como llevábamos a cuestas las picas y armas, nos hacía mucho estorbo; y también me acuerdo cuando se prendió a Carrasco decía a Cortés a grandes voces: «Mira, señor Cortés, no vayas allá; que juró a tal que está Narváez esperándoos en el campo con todo su ejército»; y Cortés le dio en guarda a su secretario Pedro Hernández; y como vimos que el Hurtado fue a dar mandado, no nos detuvimos cosa, sino que el Hurtado iba dando voces y mandando dar alarma, y el Narváez llamando sus capitanes, y nosotros calando nuestras picas y cerrando con su artillería, todo fue uno, que no tuvieron tiempo sus artilleros de poner fuego sino a cuatro tiros, y las pelotas algunas dellas pasaron por alto, e una dellas mató a tres de nuestros compañeros. Pues en este instante llegaron todos nuestros capitanes, tocando alarma nuestro pífano y atambor; y como había muchos de los de Narváez a caballo, detuviéronse un poco con ellos, porque luego derrocaron seis o siete dellos. Pues nosotros los que tomamos el artillería no osábamos desampararla, porque el Narváez desde su aposento nos tiraba saetas y escopetas; y en aquel instante llegó el capitán Sandoval y sube de presto las gradas arriba, y por mucha resistencia que le ponía el Narváez y le tiraban saetas y escopetas y con partesanas y lanzas, todavía las subió él y sus soldados; y luego como vimos los soldados que ganamos el artillería que no había quien nos la defendiese, se la dimos a nuestros artilleros por mí nombrados, y fuimos muchos de nosotros y el capitán Pizarro a ayudar al Sandoval, que les hacían los de Narváez venir seis o siete grados abajo retrayéndose, y con nuestra llegada tornó a las subir, y estuvimos buen rato peleando con nuestras picas, que eran grandes; y cuando no me cato oímos voces del Narváez, que decía: «Santa María, valeme; que muerto me han y quebrado un ojo»; y cuando aquello oímos, luego dimos voces: «Victoria, victoria por los del nombre del Espíritu Santo; que muerto es Narváez»; y con todo esto no les pudimos entrar en el cu donde estaban hasta que un Martín López, el de los bergantines, como era alto de cuerpo, puso fuego a las pajas del alto cu, y vinieron todos los de Narváez rodando las gradas abajo; entonces prendimos a Narváez, y el primero que le echó mano fue un Pero Sánchez Farfán e yo se lo di al Sandoval, y a otros capitanes del mismo Narváez que con él estaban todavía dando voces y apellidando: «Viva el rey, viva el rey, y en su real nombre Cortés; victoria, victoria; que muerto es Narváez.

» Dejemos este combate, e vamos a Cortés y a los demás capitanes que todavía estaban batallando cada uno con los capitanes del Narváez que aún no se habían dado, porque estaban en muy altos cúes, y con los tiros que les tiraban nuestros artilleros y con nuestras voces de muerte del Narváez, como Cortés era muy avisado, mandó de presto pregonar que todos los de Narváez se vengan luego a someter debajo de la bandera de su majestad, y de Cortés en su real nombre, so pena de muerte; y aun con todo esto no se daban los de Diego Velázquez el mozo ni los de Salvatierra, porque estaban en muy altos cues y no los podían entrar; hasta que Gonzalo de Sandoval fue con la mitad de nosotros los que con él estábamos, y con los tiros y con los pregones les entramos, y se prendieron así al Salvatierra como los que con él estaban, y al Diego Velázquez el mozo; y luego Sandoval vino con todos nosotros los que fuimos en prender al Narváez a ponerle más en cobro, puesto que le habíamos echado dos pares de grillos, y cuando Cortés y el Juan Velázquez y el Ordás tuvieron presos a Salvatierra y al Diego Velázquez el mozo y a Gamarra y a Juan Yuste y a Juan Bono, vizcaíno, y a otras personas principales, vino Cortés desconocido, acompañado de nuestros capitanes, adonde teníamos a Narváez, y con el calor que hacía grande, y como estaba cargado con las armas e andaba de una parte a otra apellidando a nuestros soldados y haciendo dar pregones, venía muy sudando y cansado, y tal, que no le alcanzaban un huelgo a otro, e dijo a Sandoval dos veces, que no le acertaba a decir del trabajo que traía, e dijo: «¿Qué es de Narváez? ¿Qué es de Narváez?» E dijo Sandoval: «Aquí está, aquí está, e a muy buen recaudo»; y tornó Cortés a decir muy sin huelgo: «Mirad, hijo Sandoval, que no os quitéis dél vos y vuestros compañeros, no se os suelte mientras yo voy a entender en otras cosas; e mirad estos capitanes que con él tenéis presos que en todo haya recaudo»; y luego se fue, y mandó dar otros pregones que, so pena de muerte, que todos los de Narváez luego en aquel punto se vengan a someter debajo de la bandera de su majestad, y en su real nombre de Hernando Cortés, su capitán general y justicia mayor, e que ninguno trajese ningunas armas, sino que todos las diesen y entregasen a nuestros alguaciles; y todo esto era de noche, que no amanecía, y aún llovía de rato en rato, y entonces salía la luna, que cuando allí llegamos hacía muy oscuro y llovía, y también la oscuridad ayudó; que, como hacía tan oscuro, había muchos cucuyos (así los llaman en Cuba), que relumbraban de noche, e los de Narváez creyeron que eran mechas de las escopetas.

Dejemos esto, y pasemos adelante: que, como el Narváez estaba muy mal herido y quebrado el ojo, demandó licencia a Sandoval para que un cirujano que traía en su armada, que se decía maestre Juan, le curase el ojo a él, y otros capitanes que estaban heridos, y se la dio; y estándole curando llegó allí cerca Cortés disimulando, que no le conociesen, a la ver curar; dijéronle al Narváez que estaba allí Cortés, y como se lo dijeron, dijo el Narváez: «Señor capitán Cortés, tened en mucho esta victoria que de mí habéis habido y en tener presa mi persona»; y Cortés le respondió que daba muchas gracias a Dios, que se la dio, y por los esforzados caballeros y compañeros que tenía, que fueron parte para ello. E que una de las menores cosas que en la Nueva-España ha hecho es prenderle y desbaratarle; y que si le ha parecido bien tener atrevimiento de prender a un oidor de su majestad. Y cuando hubo dicho esto se fue de allí, que no le hablé más, y mandó a Sandoval que le pusiese buenas guardas, y que no se quitase dél con personas de recaudo; ya le teníamos echado dos pares de grillos y le llevábamos a un aposento, y puestos soldados que le habíamos de guardar, y a mí me señaló Sandoval por uno dellos, y secretamente me mandó que no dejase hablar con él a ninguno de los de Narváez hasta que amaneciese, que Cortés le pusiese más en cobro. Dejemos desto, y digamos cómo Narváez había enviado cuarenta de a caballo para que nos estuviesen aguardando en el paso del río cuando viniésemos a su real, como dicho tengo en el capítulo que dello habla, y supimos que andaban todavía en el campo; tuvimos temor no nos viniesen a acometer para nos quitar sus capitanes, e al mismo Narváez, que teníamos presos, y estábamos muy apercibidos; y acordó Cortés de les enviar a pedir por merced que se viniesen al real, con grandes ofrecimientos que a todos prometió: y para los traer envió a Cristóbal de Olí, que era nuestro maestre de campo, e a Diego de Ordás, y fueron en unos caballos que tomaron de los de Narváez, que de todos los nuestros no trajimos ningunos, que atados quedaron en un montecillo junto a Cempoal; que no trajimos sino picas, espadas y rodelas y puñales; y fueron al campo con un soldado de los de Narváez, que les mostró el rastro por donde habían ido, y se toparon con ellos; y en fin, tantas palabras de ofertas y ofrecimientos les dijeron, por parte de Cortés que los trajeron.

Y antes que llegasen a nuestro real ya era de día claro; y sin decir cosa ninguna Cortés ni ninguno de nosotros a los atabaleros que el Narváez traía, comenzaron a tocar los atabales y a tañer sus pífanos y tambores, y decían: «Viva, viva la gala de los romanos, que siendo tan pocos han vencido a Narváez y a sus soldados»; e un negro que se decía Guidela, que fue muy gracioso y truhan, que traía el Narváez, daba voces que decía: «Mirad que los romanos no han hecho tal hazaña»; y por más que les decíamos que callasen y no tañesen sus atabales, no querían, hasta que Cortés mandó que prendiesen al atabalero, que era medio loco, que se decía Tapia; y en este instante vino Cristóbal de Olí y Diego de Ordás, y trajeron a los de a caballo que dicho tengo, y entre ellos venía Andrés de Duero y Agustín Bermúdez, y muchos amigos de nuestro capitán; y así como venían, iban a besar las manos a Cortés, que estaba sentado en una silla de caderas, con una ropa larga de color como anaranjada, con sus armas debajo, acompañado de nosotros. Pues ver la gracia con que les hablaba y abrazaba, y las palabras de tantos cumplimientos que les decía; era cosa de ver qué alegre estaba; y tenía mucha razón de verse en aquel punto tan señor y pujante; y así como le besaban la mano se fueron cada uno a su posada. Digamos ahora de los muertos y heridos que hubo aquella noche. Murió el alférez de Narváez que se decía fulano de Fuentes, que era un hidalgo de Sevilla; murió otro capitán de Narváez que se decía Rojas, natural de Castilla la Vieja; murieron otros dos de Narváez; murió uno de los tres soldados que se le habían pasado, que habían sido de los nuestros, que llamábamos Alonso García «el carretero», y heridos de los de Narváez hubo muchos; y también murieron de los nuestros otros cuatro, y hubo más heridos; y el cacique gordo también salió herido: porque, como supo que veníamos cerca de Cempoal, se acogió al aposento de Narváez, y allí le hirieron, y luego Cortés le mandó curar muy bien y le puso en su casa, y que no se le hiciese enojo.

Pues Cervantes «el loco» y Escalonilla, que son los que se pasaron al Narváez que habían sido de los nuestros, tampoco libraron bien, que Escalona salió bien herido, y el Cervantes bien apaleado, e ya he dicho que murió «el carretero». Vamos a los del aposento del Salvatierra, el muy fiero, que dijeron sus soldados que en toda su vida vieron hombres para menos ni tan cortado de muerte cuando nos oyó tocar al arma y cuando decíamos: «Victoria, victoria; que muerto es Narváez.» Dicen que luego dijo que estaba muy malo del estómago, e que no fue para cosa ninguna. Esto lo he dicho por sus fieros y bravear; y de los de su compañía también hubo heridos. Digamos del aposento del Diego Velázquez y otros capitanes que estaban con él, que también hubo heridos, y nuestro capitán Juan Velázquez de León prendió al Diego Velázquez, aquel con quien tuvo las bregas estando comiendo con el Narváez, y le llevó a su aposento y le mandó curar y hacer mucha honra. Pues ya he dado cuenta de todo lo acaecido en nuestra batalla, digamos ahora lo que más se hizo.
 
 
CapÍtulo CXXIII
 
Cómo después de desbaratado Narváez según y de la manera que he dicho, vinieron los indios de Chinanta que Cortés había enviado a llamar, y de otras cosas que pasaron
Ya he dicho en el capítulo que dello habla, que Cortés envió a decir a los pueblos de Chinanta, donde trajeron las lanzas e picas, que viniesen dos mil indios dellos con sus lanzas, que son mucho más largas que no las nuestras, para nos ayudar, e vinieron aquel mismo día y algo tarde, después de preso Narváez, y venían por capitanes los caciques de los mismos pueblos e uno de nuestros soldados, que se decía Barrientos, que había quedado en Chinanta para aquel efecto; y entraron en Cempoal con muy gran ordenanza, de dos en dos; y como traían las lanzas muy grandes y de buen cuerpo, y tienen en ellas unas braza de cuchilla de pedernales, que cortan tanto como navajas, según ya otras veces he dicho, y traía cada indio una rodela como pavesina, y con sus banderas tendidas, y con muchos plumajes y atambores y trompetillas, y entre cada lancero e lancero un flechero, y dando gritos y silbos decían: «Viva el rey, viva el rey, y Hernando Cortés en su real nombre»; y entraron bravosos, que era cosa de notar; y serían mil y quinientos, que parecían, de la manera y concierto que venían, que eran tres mil; y cuando los de Narváez los vieron se admiraron, e dicen que dijeron unos a otros que si aquella gente les tomara en medio o entraran con nosotros, qué tal que les pararan; y Cortés habló a los indios capitanes muy amorosamente, agradeciéndoles su venida y les dio cuentas de Castilla, y les mandó que luego se volviesen a sus pueblos, y que por el camino no hiciesen daño a otros pueblos, y tornó a enviar con ellos al mismo Barrientos.

Y quedarse ha aquí, y diré lo que más Cortés hizo.
 
 
CapÍtulo CXXIV
 
Como Cortés envió al puerto al capitán Francisco de Lugo. y en su compañía dos soldados que habían sido maestres de hacer navíos, para que luego trajese allí a Cempoal todos los maestres y pilotos de los navíos y flota de Narváez, y que les sacasen las velas y timones e agujas, porque no fuesen a dar mandado a la isla de Cuba a Diego Velázquez de lo acaecido, y cómo puso almirante de la mar
Pues acabado de desbaratar al Pánfilo de Narváez, e presos él y sus capitanes, e a todos los demás tomando sus armas, mandó Cortés al capitán Francisco de Lugo que fuese al puerto donde estaba la flota de Narváez, que eran diez y ocho navíos, y mandase venir allí a Cempoal a todos los pilotos y maestres de los navíos, y que les sacasen velas y timones e agujas, porque no fuesen a dar mandado a Cuba a Diego Velázquez; e que si no le quisiesen obedecer, que les echase presos; y llevó consigo el Francisco de Lugo dos de nuestros soldados, que habían sido hombres de la mar, para que le ayudasen; y también mandó Cortés que luego le enviasen a un Sancho de Barahona, que le tenía preso el Narváez con otros soldados. Este Barahona fue vecino de Guatemala, hombre rico; y acuérdome que cuando llegó ante Cortés, que venía muy doliente y flaco, y le mandó hacer honra. Volvamos a los maestres y pilotos, que luego vinieron a besar las manos al capitán Cortés, a los cuales tomó juramento que no saldrían de su mandado, e que le obedecerían en todo lo que les mandase; y luego les puso por almirante y capitán de la mar a un Pedro Caballero, que había sido maestre de un navío de los de Narváez; persona de quien Cortés se fió mucho, al cual dicen que le dio primero buenos tejuelos de oro; y a éste mandó que no dejase ir de aquel puerto ningún navío a parte ninguna, y mandó a todos los maestres y pilotos y marineros que todos le obedeciesen, y que si de Cuba enviase Diego Velázquez más navíos (porque tuvo aviso Cortés que estaban dos navíos para venir) que tuviese modo que a los capitanes que en él viniesen les echase presos, y les sacase el timón e velas y agujas, hasta que otra cosa en ello Cortés mandase.

Lo cual así lo hizo Pedro Caballero, como adelante diré. Y dejemos ya los navíos y el puerto seguro, y digamos lo que se concertó en nuestro real e los de Narváez; y es que luego se dio orden, que fuese a conquistar y poblar: a Juan Velázquez de León a lo de Pánuco; y para ello Cortés le señaló ciento y veinte soldados, los ciento habían de ser los de Narváez, y los veinte de los nuestros entremetidos porque tenían más experiencia en la guerra; y también a Diego de Ordás dio otra capitanía de otros ciento y veinte soldados para ir a poblar a lo de Guazacualco, y los ciento habían de ser de los de Narváez y los veinte de los nuevos, según y de la manera que a Juan Velázquez de León; y había de llevar otros dos navíos para desde el río de Guazacualco enviar a la isla de Jamaica por ganados de yeguas y becerros, puercos y ovejas, y gallinas de Castilla y cabras, para multiplicar la tierra, porque la provincia de Guazacualco era buena para ello. Pues para ir aquellos capitanes con sus soldados y llevar todas sus armas, Cortés se las mandó dar, y soltar todos los prisioneros capitanes de Narváez, excepto el Narváez y el Salvatierra, que decía que estaba malo del estómago. Pues para darles todas las armas, algunos de nuestros soldados les teníamos ya tomado caballos y espadas y otras cosas, y mandó Cortés que luego se las volviésemos, y sobre no dárselas hubo ciertas pláticas enojosas: y fueron, que dijimos los soldados, que las teníamos, muy claramente, que no se las queríamos dar, pues que en el real de Narváez pregonaron guerra contra nosotros a ropa franca, y con aquella intención venían a nos prender y tomar lo que teníamos, e que siendo nosotros tan grandes servidores de su majestad, nos llamaban traidores, e que no se las queríamos dar; y Cortés todavía porfiaba a que se las diésemos, e como era capitán general, húbose de hacer lo que mandó, que yo les di un caballo que tenía ya escondido, ensillado y enfrenado, y dos espadas y tres puñales y una adarga, y otros muchos de nuestros soldados dieron también otros caballos y armas; y como Alonso de Ávila era capitán y persona que osaba decir a Cortés qué cosas convenían, e juntamente con él el padre de la Merced, hablaron aparte a Cortés, y le dijeron que parecía que quería remedar a Alejandro Macedonio, que después que con sus soldados había hecho alguna gran hazaña, que más procuraba de honrar y hacer mercedes a los que vencía que no a sus capitanes y soldados, que eran los que lo vencían; y esto, que lo decían porque lo han visto en aquellos días que allí estábamos después de preso Narváez, que todas las joyas de oro que le presentaban los indios de aquellas comarcas y bastimentos daba a los capitanes de Narváez, e como si no nos conociera, así nos olvidaba; y que no era bien hecho, sino muy grande ingratitud, hubiéndole puesto en el estado en que estaba.

A esto respondió Cortés que todo cuanto tenía, ansí persona como bienes, era para nosotros, e que al presente no podía más sino con dádivas y palabras y ofrecimientos honrar a los de Narváez; porque, como son muchos, y nosotros pocos, no se levanten contra él y contra nosotros, y le matasen. A esto respondió el Alonso de Ávila, y le dijo ciertas palabras algo soberbias, de tal manera, que Cortés le dijo que quien no le quisiese seguir, que las mujeres han parido y paren en Castilla soldados; y el Alonso de Ávila dijo con palabras muy soberbias y sin acato que así era verdad: que soldados y capitanes e gobernadores, e que aquello merecíamos que dijese. Y como en aquella sazón estaba la cosa de arte que Cortés no podía hacer otra cosa sino callar, y con dádivas y ofertas le atrajo a sí; y como conoció de él ser muy atrevido, y tuvo siempre Cortés temor que por ventura un día o otro no hiciese alguna cosa en su daño, disimuló; y dende allí adelante siempre le enviaba a negocios de importancia, como fue a la isla de Santo Domingo, y después a España cuando enviamos la recámara y tesoro del gran Montezuma, que robó Juan Florin, gran corsario francés; lo cual diré en su tiempo y lugar. Y volvamos ahora al Narváez y a un negro que traía lleno de viruelas, que harto negro fue en la Nueva-España, que fue causa que se pegase e hinchiese toda la tierra dellas, de lo cual hubo gran mortandad; que, según decían los indios, jamás tal enfermedad tuvieron, y como no la conocían, lavábanse muchas veces, y a esta causa se murieron gran cantidad dellos.

Por manera que negra la ventura de Narváez, y más prieta la muerte de tanta gente sin ser cristianos. Dejemos ahora todo esto, y digamos cómo los vecinos de la Villa-Rica que habían quedado poblados, que no fueron a México, demandaron a Cortés las partes del oro que les cabía, y dijeron a Cortés que, puesto que allí les mandó quedar en aquel puerto y villa, que tan bien servían allí a Dios y al rey como los que fuimos a México, pues entendían en guardar la tierra y hacer la fortaleza, y algunos dellos se hallaron en lo de Almería, que aún no tenían sanas las heridas, y que todos los más se hallaron en la prisión de Narváez, y que les diesen sus partes; y viendo Cortés que era muy justo lo que decían, dijo que fuesen dos hombres principales vecinos de aquella villa con poder de todos, y que lo tenía apartado, y que se lo darían; y paréceme que les dijo que en Tlascala estaba guardado, que esto no me acuerdo bien; e así, luego despacharon de aquella villa dos vecinos por el oro y sus partes, y el principal se decía Juan de Alcántara «el viejo». Y dejemos de platicar en ello, y después diremos lo que sucedió al Alcántara y al otro; y digamos cómo la adversa fortuna vuelve de presto su rueda, que a grandes bonanzas y placeres siguen las tristezas; y es que en este instante vienen nuevas que México estaba alzado, y que Pedro de Alvarado está cercado en su fortaleza y aposento, y que le ponían fuego por todas partes en la misma fortaleza, y que le han muerto siete soldados, y que estaban otros muchos heridos; y enviaba a demandar socorros con mucha instancia y prisa; y esta nueva trajeron dos tlascaltecas sin carta ninguna, y luego vino una carta con otros tlascaltecas que envió el Pedro de Alvarado, en que decía lo mismo.

Y cuando aquella tan mala nueva oímos, sabe Dios cuánto nos pesó, y a grandes jornadas comenzamos a caminar para México, y quedó preso en la Villa-Rica el Narváez y el Salvatierra, y por teniente y capitán paréceme que quedó Rodrigo Rangel, que tuviese cargo de guardar al Narváez y de recoger muchos de los de Narváez que estaban enfermos. Y también en este instante, ya que queríamos partir, vinieron cuatro grandes principales que envió el gran Montezuma ante Cortés a quejarse del Pedro de Alvarado, y lo que dijeron llorando con muchas lágrimas de sus ojos fue, que Pedro de Alvarado salió de su aposento con todos los soldados que le dejó Cortés, y sin causa ninguna dio en sus principales y caciques, que estaban bailando y haciendo fiesta a sus ídolos Huichilobos y Tezcatepuca, con licencia que para ellos les dio el Pedro de Alvarado, e que mató e hirió muchos dellos, y que por se defender le mataron seis de sus soldados. Por manera que daban muchas quejas del Pedro de Alvarado; y Cortés les respondió a los mensajeros algo desabrido, e que él iría a México y pondría remedio en todo; y así, fueron con aquella respuesta a su gran Montezuma, y dicen la sintió por muy mala y hubo enojo della. Y asimismo luego despachó Cortés cartas para Pedro de Alvarado, en que le envió a decir que mirase que el Montezuma no se soltase, e que íbamos a grandes jornadas; y le hizo saber de la victoria que habíamos habido contra Narváez; lo cual ya sabía el gran Montezuma.

Y dejarlo he aquí, y diré lo que más adelante pasó.
 
 
CapÍtulo CXXV
 
Cómo fuimos a grandes jornadas, así Cortés con todos sus capitanes como todos los de Narváez, excepto Pánfilo de Narváez y Salvatierra, que quedaban presos
Como llegó la nueva referida cómo Pedro de Alvarado estaba cercado y México rebelado, cesaron las capitanías que habían de ir a poblar a Pánuco y a Guazacualco, que habían dado a Juan Velázquez de León y a Diego de Ordás, que no fue ninguno dellos, que todos fueron con nosotros; y Cortés habló a los de Narváez, que sintió que no irían con nosotros de buena voluntad a hacer aquel socorro, y les rogó que dejasen atrás enemistades pasadas por lo de Narváez, ofreciéndoles de hacerlos ricos y darles cargos; y pues venían a buscar la vida, y estaban en tierra, y enriquecerse, que ahora les venía lance; y tantas palabras les dijo, que todos a una se le ofrecieron que irían con nosotros; y si supieran las fuerzas de México, cierto está que no fuera ninguno. Y luego caminamos a muy grandes jornadas hasta llegar a Tlascala, donde supimos que hasta que Montezuma y sus capitanes habían sabido cómo habíamos desbaratado a Narváez, no dejaron de darle guerra a Pedro de Alvarado, y le habían ya muerto siete soldados y le quemaron los aposentos; y cuando supieron nuestra victoria cesaron de darle guerra; mas dijeron que estaban muy fatigados por falta de agua y bastimento, lo cual nunca se lo había mandado dar Montezuma; y esta nueva trajeron indios de Tlascala en aquella misma hora que hubimos llegado.

Y luego Cortés mandó hacer alarde de la gente que llevaba, y halló sobre mil y trescientos soldados, así de los nuestros como de los de Narváez, y sobre noventa y seis caballos y ochenta ballesteros y otros tantos escopeteros; con los cuales le pareció a Cortés que llevaba gente para poder entrar muy a su salvo en México; y demás desto, en Tlascala nos dieron los caciques dos mil hombres, indios de guerra; y luego fuimos a grandes jornadas hasta Tezcuco, que es una gran ciudad, y no se nos hizo honra ninguna en ella ni pareció ningún señor, sino todo muy remontado y de mal arte; y llegamos a México día de señor San Juan de junio de 1520 años, y no parecía por las calles caciques ni capitanes ni indios conocidos, sino todas las casas despobladas. Y como llegamos a los aposentos en que solíamos posar, el gran Montezuma salió al patio para hablar y abrazar a Cortés y darle el bien venido, y de la victoria con Narváez; y Cortés, como venía victorioso, no le quiso oír, y el Montezuma se entró en su aposento muy triste y pensativo. Pues ya aposentados cada uno de nosotros donde solíamos estar antes que saliésemos de México para ir a lo de Narváez, y los de Narváez en otros aposentos, e ya habíamos visto e hablado con el Pedro de Alvarado y los soldados que con él quedaron, y ellos nos daban cuenta de las guerras que los mexicanos les daban y trabajo en que les tenían puestos, y nosotros les dábamos relación de la victoria contra Narváez. Y dejaré esto, y diré cómo Cortés procuró saber qué fue la causa de se levantar México, porque bien entendido teníamos que a Montezuma le pesó dello, que si le pluguiera o fuera por su consejo, dijeron muchos soldados de los que se quedaron con Pedro de Alvarado en aquellos trances, que si Montezuma fuera en ello que a todos les mataran; y que el Montezuma los aplacaba que cesasen la guerra; y lo que contaba el Pedro de Alvarado a Cortés sobre el caso era, que por libertar los mexicanos al Montezuma, e porque su Huichilobos se lo mandó porque pusimos en su casa la imagen de nuestra señora la virgen santa María y la cruz.

Y mas dijo, que habían llegado muchos indios a quitar la santa imagen del altar donde la pusimos, y que no pudieron quitarla, y que los indios lo tuvieron a gran milagro, y que se lo dijeron al Montezuma, e que les mandó que la dejasen en el mismo lugar y altar, y que no curasen de hacer otra cosa; y así, la dejaron. Y más dijo el Pedro de Alvarado, que por lo que el Narváez les había enviado a decir al Montezuma, que le venía a soltar de las prisiones y a prendernos, y no salió verdad; y como Cortés había dicho al Montezuma que en teniendo navíos nos habíamos de ir a embarcar y salir de toda la tierra; e que no nos íbamos e que todo eran palabras, e que ahora habían visto venir muchos más teules; antes que todos los de Narváez y los nuestros tornásemos a entrar en México, que sería bien matar al Pedro de Alvarado y a sus soldados, y soltar al gran Montezuma, y después no quedar a vida ninguno de los nuestros e de los de Narváez, cuanto más que tuvieron por cierto que nos venciera el Narváez. Estas pláticas y descargo dio el Pedro de Alvarado a Cortés, y le tornó a decir Cortés que a qué causa les fue a dar guerra estando bailando y haciendo sus fiestas y bailes y sacrificios que hacían a su Huichilobos y a Tezcatepuca; y el Pedro de Alvarado dijo que luego le habían de venir a dar guerra, según el concierto que tenían entre ellos hecho; y todo lo demás que lo supo de un papa y de dos principales y de otros mexicanos; y Cortés le dijo: «Pues hanme dicho que os demandaron licencia para hacer el areito y bailes»; e dijo que así era verdad, e que fue por tomarles descuidados; e que porque temiesen y no viniesen a darle guerra, que por esto se adelantó a dar en ellos; y como aquello Cortés le oyó.

le dijo, muy enojado, que era muy mal hecho, y grande desatino y poca verdad; e que plugiera a Dios que el Montezuma se hubiera soltado, e que tal cosa no la oyera a sus oídos; y así le dejó, que no le habló más en ello. También yo quiero decir que decía el Pedro de Alvarado que, cuando peleaban los indios mexicanos con él, que dijeron muchos de ellos que una gran tecleciguata, que es gran señora, que era otra como la que estaba en su gran cu, les echaba tierra en los ojos y les cegaba, y que un gran teule que andaba en un caballo blanco, les hacía mucho más daño, y que, si por ellos no fuera, que les mataran a todos; e que aquello diz que se lo dijeron al gran Montezuma sus principales: y si aquello fue así grandísimos milagros son y de continuo hemos de dar gracias a Dios y a la virgen Santa María nuestra señora, su bendita madre, que en todo nos socorre y al bienaventurado señor Santiago. También dijo el mismo Pedro de Alvarado que cuando andaba con ellos en aquella guerra, que mandó poner a un tiro, que estaba cebado, fuego, el cual tenía una pelota y muchos perdigones, e que como venían muchos escuadrones de indios a le quemar los aposentos, que salió a pelear con ellos, e que mandó poner fuego al tiro, e que no salió, y que hizo una arremetida contra los escuadrones que le daban guerra, y cargaban muchos indios sobre él, e que venía retrayéndose a la fuerza y aposento, e que entonces sin poner fuego al tiro salió la pelota y los perdigones y mató muchos indios; y que si aquello no acaeciera, que los enemigos los mataran a todos, como en aquella vez le llevaron dos de sus soldados vivos.

Otra cosa dijo el Pedro de Alvarado, y esta sola cosa la dijeron otros soldados, que las demás pláticas solo el Pedro de Alvarado lo contaba; y es, que no tenía agua para beber, y cavaron en el patio, e hicieron un pozo y sacaron agua dulce, siendo todo salado también. Todo fue muchos bienes que nuestro señor Dios nos hacía. E a esto del agua digo yo que en México estaba una fuente que muchas veces y todas las más manaba agua algo dulce; que lo demás que dicen algunas personas, que el Pedro de Alvarado, por codicia de haber mucho oro y joyas de gran valor con que bailaban los indios, te fue a dar guerra, yo no lo creo ni nunca tal oí, ni es de creer que tal hiciese, puesto que lo dice el obispo fray Bartolomé de las Casas aquello y otras cosas que nunca pasaron; sino que verdaderamente dio en ellos por meterle temor, e que con aquellos males que les hizo tuviesen harto que curar y llorar en ellos, porque no le viniesen a dar guerra; y como dicen que quien acomete vence, y fue muy peor, según pareció. Y también supimos de mucha verdad que tal guerra nunca el Montezuma mandó dar, e que cuando combatían al Pedro de Alvarado, que el Montezuma les mandaba a los suyos que no lo hiciesen, y que le respondían que ya no era cosa de sufrir tenerle preso, y estando bailando irles a matar, como fueron; y que te habían de sacar de allí y matar a todos los teules que te defendían Estas cosas y otras sé decir que lo oí a personas de fe y que se hallaron con el Pedro de Alvarado cuando aquello pasé.

Y dejarlo he aquí, y diré la gran guerra que luego nos dieron, y es desta manera.
 
 
CapÍtulo CXXVI
 
Cómo nos dieron guerra en México, y los combates que nos daban, y otras cosas que pasamos
Como Cortés vio que en Tezcuco no nos habían hecho ningún recibimiento, ni aun dado de comer, sino mal y por mal cabo, y que no hallamos principales con quien hablar, y lo vio todo rematado y de mal arte, y venido a México lo mismo; y vio que no hacían tianguez, sino todo levantado, e oyó al Pedro de Alvarado de la manera y desconcierto con que les fue a dar guerra; y parece ser había dicho Cortés en el camino a los capitanes, alabándose de sí mismo, el gran acato y mando que tenía, e que por los pueblos e caminos le saldrían a recibir y hacer fiestas, y que en México mandaba tan absolutamente, así al gran Montezuma como a todos sus capitanes, e que le darían presentes de oro como solían; y viendo que todo estaba muy al contrario de sus pensamientos, que aun de comer no nos daban, estaba muy airado y soberbio con la mucha gente de españoles que traía, y muy triste y mohino; y en este instante envió el gran Montezuma dos de sus principales a rogar a nuestro Cortés que le fuese a ver, que le quería hablar, y la respuesta que le dio fue: «Vaya para perro, que aun tianguez no quiere hacer ni de comer nos manda dar»; y entonces, como aquello le oyeron a Cortés nuestros capitanes, que fue Juan Velázquez de León y Cristóbal de Olí y Alfonso de Ávila y Francisco de Lugo, dijeron: «Señor, temple su ira, y mire cuánto bien y honra nos ha hecho este rey destas tierras, que es tan bueno, que si por él no fuese ya fuéramos muertos y nos habrían comido, e mire que hasta las hijas le han dado».

Y como esto oyó Cortés, se indignó más de las palabras que le dijeron, como parecían de reprensión, e dijo: «¿Qué cumplimiento tengo yo de tener con un perro que se hacía con Narváez secretamente, e ahora veis que aun de comer no nos da?» Y dijeron nuestros capitanes: «Esto nos parece que debe hacer, y es buen consejo.» Y como Cortés tenía allí en México tantos españoles, así de los nuestros como de los de Narváez, no se le daba nada por cosa ninguna, e hablaba tan airado y descomedido. Por manera que tornó a hablar a los principales que dijesen a su señor Montezuma que luego mandase hacer tianguez y mercados; si no, que hará e que acontecerá; y los principales bien entendieron las palabras injuriosas que Cortés dijo de su señor, y aun también la reprensión que nuestros capitanes dieron a Cortés sobre ello; porque bien los conocían, que habían sido los que solían tener en guarda a su señor, y sabían que eran grandes servidores de su Montezuma, y según y de la manera que lo entendieron, se lo dijeron al Montezuma; y de enojo, o porque ya estaba concertado que nos diesen guerra, no tardó un cuarto de hora que vino un soldado a gran priesa muy mal herido, que venía de un pueblo que está junto a México, que se dice Tacuba, y traía unas indias que eran de Cortés, e la una hija de Montezuma, que parece ser las dejó a guardar allí al señor de Tacuba, que eran sus parientes del mismo señor, cuando fuimos a lo de Narváez. Y dijo aquel soldado que estaba toda la ciudad y camino por donde venía lleno de gente de guerra con todo género de armas, y que le quitaron las indias que traía y le dieron dos heridas, e que si no se les soltara, que le tenían ya asido para le meter en una canoa y llevarle a sacrificar, y habían deshecho una puente.

Y desque aquello oyó Cortés y algunos de nosotros, ciertamente nos pesó mucho; porque bien entendido teníamos los que solíamos batallar con indios, la mucha multitud que de ellos se suelen juntar, que por bien que peleásemos, y aunque más soldados trajésemos ahora, que habíamos de pasar gran riesgo de nuestras vidas, y hambres y trabajos, especialmente estando en tan fuerte ciudad. Pasemos adelante, y digamos que luego mandó a un capitán que se decía Diego de Ordás, que fuese con cuatrocientos soldados, y entre ellos, los más ballesteros y escopeteros y algunos de a caballo, e que mirase qué era aquello que decía el soldado que había venido herido y trajo las nuevas; e que si viese que sin guerra y ruido se pudiese apaciguar, lo pascificase; y como fue el Diego de Ordás de la manera que le fue mandado, con sus cuatrocientos soldados, aun no hubo bien llegado a media calle por donde iba, cuando le salen tantos escuadrones mexicanos de guerra y otros muchos que estaban en las azoteas, y les dieron tan grandes combates, que le mataron a las primeras arremetidas ocho soldados, y a todos los más hirieron, y al mismo Diego de Ordás le dieron tres heridas. Por manera que no pudo pasar un paso adelante, sino volverse poco a poco al aposento; y al retraer le mataron otro buen soldado, que se decía Lezcano, que con un montante había hecho cosas de muy esforzado varón; y en aquel instante si muchos escuadrones salieron al Diego de Ordás, muchos más vinieron a nuestros aposentos, y tiran tanta vara y piedra con hondas y flechas, que nos hirieron de aquella vez sobre cuarenta y seis de los nuestros, y doce murieron de las heridas.

Y estaban tantos guerreros sobre nosotros, que el Diego de Ordás, que se venía retrayendo, no podía llegar a los aposentos por la mucha guerra que le daban, unos por detrás y otros por delante y otros desde las azoteas. Pues quizá aprovechaban mucho nuestros tiros y escopetas, ni ballestas ni lanzas, ni estocadas que les dábamos, ni nuestro buen pelear; que, aunque les matábamos y heríamos muchos dellos, por las puntas de las picas y lanzas se nos metían; con todo esto, cerraban sus escuadrones y no perdían punto de su buen pelear, ni les podíamos apartar de nosotros. Y en fin, con los tiros y escopetas y ballestas, y el mal que les hacíamos de estocadas, tuvo lugar el Ordás de entrar en el aposento; que hasta entonces, aunque quería, no podía pasar, y con sus soldados bien heridos y veinte y tres menos, y todavía no cesaban muchos escuadrones de nos dar guerra y decirnos que éramos como mujeres, y nos llamaban bellacos y otros vituperios. Y aun no ha sido nada todo el daño que nos han hecho hasta ahora, a lo que después hicieron. Y es, que tuvieron tanto atrevimiento, que, unos dándonos guerra por una parte y otros por otra, entraron a ponernos fuego en nuestros aposentos, que no nos podíamos valer con el humo y fuego, hasta que se puso remedio en derrocar sobre él mucha tierra y atajar otras salas por donde venía el fuego, que verdaderamente allí dentro creyeron de nos quemar vivos; y duraron estos combates todo el día y aun la noche, y aun de noche estaban sobre nosotros tantos escuadrones, y tiraban varas y piedras y flechas a bulto y piedra perdida, que entonces estaban todos aquellos patios y suelos hechos parvas dellos.

Pues nosotros aquella noche en curar heridos, y en poner remedio en los portillos que habían hecho y en apercibirnos para otro día, en esto se pasó. Pues desque amaneció, acordó nuestro capitán que con todos los nuestros y los de Narváez saliésemos a pelear con ellos, y que llevásemos tiros y escopetas y ballestas, y procurásemos de los vencer, a lo menos que sintiesen más nuestras fuerzas y esfuerzo mejor que el día pasado. Y digo que si nosotros teníamos hecho aquel concierto, que los mexicanos tenían concertado lo mismo, y peleábamos muy bien; mas ellos estaban tan fuertes y tenían tantos escuadrones, que se mudaban de rato en rato, que aunque estuvieren allí diez mil Hectores troyanos y otros tantos Roldanes, no les pudieran matar. Porque saberlo ahora yo aquí decir cómo pasó, y vimos este tesón en el pelear, digo que no lo sé escribir; porque ni aprovechaban tiros ni escopetas ni ballestas, ni apechugar con ellos, ni matarles treinta ni cuarenta de cada vez que arremetíamos; que tan enteros y con más vigor, peleaban que al principio; y si algunas veces les íbamos ganando alguna poca de tierra o parte de calle, y hacían que se retraían, era para que les siguiésemos, por apartarnos de nuestra fuerza y aposento, para dar más a su salvo en nosotros, creyendo que no volveríamos con las vidas a los aposentos; porque al retraernos nos hacían mucho mal. Pues para pasar a quemarles las casas, ya he dicho en el capítulo que dello habla, que de casa a casa tenían una puente de madera elevadiza, alzábanla, y no podíamos pasar sino por agua muy honda.

Pues desde las azoteas, los cantos y piedras y varas no lo podíamos sufrir. Por manera que nos maltrataban y herían muchos de los nuestros, e no sé yo para qué lo escribo así tan tibiamente; porque unos tres o cuatro soldados que se habían hallado en Italia, que allí estaban con nosotros, juraron muchas veces a Dios que guerras tan bravosas jamás habían visto en algunas que se habían hallado entre cristianos, y contra la artillería del rey de Francia ni del Gran Turco, ni gente como aquellos indios con tanto ánimo cerrar los escuadrones vieron; y porque decían otras muchas cosas y causas que daban a ello, como adelante verán. Y quedarse ha aquí, y diré cómo con harto trabajo nos retrajimos a nuestros aposentos, y todavía muchos escuadrones de guerreros sobre nosotros con grandes gritos e silbos, y trompetillas y atambores, llamándonos de bellacos y para poco, que no sabíamos atenderles todo el día en batalla, sino volvernos retrayendo. Aquel día mataron diez o doce soldados, y todos volvimos bien heridos; y lo que pasó de la noche fue en concertar para que de ahí a dos días saliésemos todos los soldados cuantos sanos había en todo el real, y con cuatro ingenios a manera de torres, que se hicieron de madera bien recios, en que pudiesen ir debajo de cualquiera dellos veinte y cinco hombres; y llevaban sus ventanillas en ellos para ir los tiros, y también iban escopeteros y ballesteros; y junto con ellos habíamos de ir otros soldados escopeteros y ballesteros, y todos los demás de a caballo hacer algunas arremetidas.

Y hecho este concierto, como estuvimos aquel día que entendíamos en la obra y fortalecer muchos portillos que nos tenían hechos, no salimos a pelear aquel día; no sé cómo lo diga, los grandes escuadrones de guerreros que nos vinieron a los aposentos a dar guerra, no solamente por diez o doce partes, sino por más de veinte; porque en todo estábamos repartidos, y otros en muchas partes; y entre tanto que los adobábamos y fortalecíamos, como dicho tengo, otros muchos escuadrones procuraron entrarnos los aposentos a escala vista, que por tiros ni ballestas ni escopetas, ni por muchas arremetidas y estocadas les podían retraer. Pues lo que decían, que en aquel día no había de quedar ninguno de nosotros, y que habían de sacrificar a sus dioses nuestros corazones y sangre, y con las piernas y brazos, que bien tendrían para hacer hartazgas y fiestas; y que los cuerpos echarían a los tigres y leones y víboras y culebras que tienen encerrados, que se harten dellos: e que a aquel efecto ha dos días que mandaron que no les diesen de comer; y que el oro que teníamos, que habríamos mal gozo dél y de todas las mantas; y a los de Tlascala que con nosotros estaban les decían que les meterían en jaulas a engordar, y que poco a poco harían sus sacrificios con sus cuerpos. Y muy afectuosamente decían que les diésemos su gran señor Montezuma, y decían otras cosas; y de noche asimismo siempre silbos y voces, y rociadas de vara y piedra y flecha; y cuando amaneció, después de nos encomendar a Dios, salimos de nuestros aposentos con nuestras torres, que me parece a mí que en otras partes donde me he hallado en guerras en cosas que han sido menester, las llaman burros y mantas; y con los tiros y escopetas y ballestas delante, y los de a caballo haciendo algunas arremetidas; e como he dicho, aunque les matábamos muchos dellos, no aprovechaba cosa para les hacer volver las espaldas, sino que si siempre muy bravamente habían peleado los doce días pasados, muy más fuertes con mayores fuerzas y escuadrones estaban este día; y todavía determinamos que, aunque a todos costase la vida, de ir con nuestras torres e ingenios hasta el gran cu del Huichilobos.

No digo por extenso los grandes combates que en una casa fuerte nos dieron, ni diré cómo a los caballos los herían ni nos aprovechábamos dellos; porque, aunque arremetían a los escuadrones para romperlos, tirábanles tanta flecha y vara y piedra, que no se podían valer, por bien armados que estaban; y si los iban alcanzando, luego se dejaban caer los mexicanos a su salvo en las acequias y laguna, donde tenían hechos otros reparos para los de a caballo; y estaban otros muchos indios con sus lanzas muy largas para acabar de matarlos; así que no aprovechaba cosa ningún dellos. Pues apartarnos a quemar ni deshacer ninguna casa, era por demás; porque, como he dicho, están todas en el agua, y de casa a casa una puente levadiza; pasarla a nado era cosa muy peligrosa, porque desde las azoteas tiraban tanta piedra y cantos, que era cosa perdida ponernos en ello. Y demás desto, en algunas casas que les poníamos fuego tardaba una casa en se quemar un día entero, y no se podía pegar el fuego de una casa a otra, lo uno por estar apartadas la una de otra, el agua en medio, y lo otro por ser de azoteas; así que eran por demás nuestros trabajos en aventurar nuestras personas en aquello. Por manera que fuimos al gran cu de sus ídolos, y luego de repente suben en él más de cuatro mil mexicanos, sin otras capitanías que en ellos estaban, con grandes lanzas y piedra y vara, y se ponen en defensa, y nos resistieron la subida un buen rato, que no bastaban las torres ni los tiros ni ballestas ni escopetas, ni los de a caballo; porque, aunque querían arremeter los caballos, había unas losas muy grandes, empedrado todo el patio, que se iban a los caballos los pies y manos; y eran tan lisas, que caían; e como desde las gradas del alto cu nos defendían el paso, e a un lado e otro teníamos tantos contrarios, aunque nuestros tiros llevaban diez o quince dellos, e a estocadas y arremetidas matábamos otros muchos, cargaba tanta gente, que no les podíamos subir al alto cu, y con gran concierto tornamos a porfiar sin llevar las torres, porque ya estaban desbaratadas, y les subimos arriba.

Aquí se mostró Cortés muy varón, como siempre lo fue. ¡Oh qué pelear y fuerte batalla que aquí tuvimos! Era cosa de notar vernos a todos corriendo sangre y llenos de heridas, e más de cuarenta soldados muertos. E quiso nuestro señor que llegamos adonde solíamos tener la imagen de nuestra señora, y no la hallamos; que pareció, según supimos, que el gran Montezuma tenía o devoción en ella o miedo, y la mandó guardar, y pusimos fuego a sus ídolos, y se quemó un pedazo de la sala con los ídolos Huichilobos y Tezcatepuca. Entonces nos ayudaron muy bien los tlascaltecas. Pues ya hecho esto, estando que estábamos unos peleando y otros poniendo fuego, como dicho tengo, ver los papas que estaban en este gran cu y sobre tres o cuatro mil indios, todos principales; ya que nos bajábamos, cuál nos hacían venir rodando seis gradas y aun diez abajo, y hay tanto que decir de otros escuadrones que estaban en los pretiles y concavidades del gran cu, tirándonos tantas varas y flechas, que así a unos escuadrones como a los otros no podíamos hacer cara ni sustentarnos; acordamos, con mucho trabajo y riesgo de nuestras personas, de nos volver a nuestros aposentos, los castillos deshechos y todos heridos, y muertos cuarenta y seis, y los indios siempre apretándonos, y otros escuadrones por las espaldas, que a quien no nos vio, aunque aquí más claro lo diga, yo no lo sé significar; pues aún no digo lo que hicieron las escuadrones mexicanos, que estaban dando guerra en los aposentos en tanto que andábamo; fuera, y la gran porfía y tesón que ponían de les entrar a quemarlos.

En esta batalla prendimos dos papas principales, que Cortés nos mandó que los llevasen a buen recaudo. Muchas veces he visto pintada entre los mexicanos y tlascaltecas esta batalla y subida que hicimos en este gran cu; y tiénenlo por cosa muy heroica, que aunque nos pintan a todos nosotros muy heridos corriendo sangre, y muchos muertos en retratos que tienen dello hechos, en mucho lo tienen esto de poner fuego al cu y estar tanto guerrero guardándolo en los pretiles y concavidades, y otros muchos indios abajo en el suelo y patios llenos, y en los lados y otros muchos, y deshechas nuestras torres, cómo fue posible subirle. Dejemos de hablar dello, y digamos cómo con gran trabajo tornamos a los aposentos; y si mucha gente nos fueron siguiendo, y dando guerra, otros muchos estaban en los aposentos que ya les tenían derrocadas unas paredes para entrarles; y con nuestra llegada cesaron, mas no de manera que en todo lo que quedó del día dejaban de tirar vara y piedra y flecha, y en la noche grita y piedra y vara. Dejemos de su gran tesón y porfía que siempre a la continua tenían de estar sobre nosotros, como he dicho; e digamos que aquella noche se nos fue en curar heridos y enterrar los muertos, y en aderezar para salir otro día a pelear, y en poner fuerzas y mamparos a las paredes que habían derrocado e a otros portillos que habían hecho, y tomar consejo cómo y de qué manera podríamos pelear sin que recibiésemos tantos daños ni muertas; y en todo lo que platicamos no hallábamos remedio ninguno.

Pues también quiero decir las maldiciones que los de Narváez echaban a Cortés, y las palabras que decían, que renegaban dél y de la tierra, y aun de Diego Velázquez, que acá les envió; que bien pacíficos estaban en sus casas de la isla de Cuba; y estaban embelesados y sin sentido. Volvamos a nuestra plática, que fue acordado de demandarles paces para salir de México; y desque amaneció vienen muchos más escuadrones de guerreros, y muy de hecho nos cercan por todas partes los aposentos; y si mucha piedra y flecha tiraban de antes, mucho más espesas y con mayores alaridos y silbos vinieron este día; y otros escuadrones por otras partes procuraban de nos entrar, que no aprovechaban tiros ni escopetas, aunque les hacían harto mal. Y viendo todo esto, acordó Cortés que el gran Montezuma les hablase desde una azotea, y les dijesen que cesasen las guerras y que nos queríamos ir de su ciudad; y cuando al gran Montezuma se lo fueron a decir de parte de Cortés, dicen que dijo con gran dolor: «¿Qué quiere de mí ya Malinche? Que yo no deseo vivir ni oírle, pues en tal estado por su causa mi ventura me ha traído.» Y no quiso venir; y aun dicen que dijo que ya no le querían ver ni oír a él ni a sus falsas palabras ni promesas ni mentiras; y fue el padre de la Merced y Cristóbal de Olí, y le hablaron con mucho acato y palabras muy amorosas. Y díjoles el Montezuma: «Yo tengo creído que no aprovecharé cosa ninguna para que cese la guerra, porque ya tienen alzado otro señor, y han propuesto de no os dejar salir de aquí con la vida; y así, creo que todos vosotros habéis de morir en esta ciudad.

» Y volvamos a decir de los grandes combates que nos daban, que Montezuma se puso a un pretil de una azotea con muchos de nuestros soldados que le guardaban, y les comenzó a hablar a los suyos con palabras muy amorosas, que dejasen la guerra, que nos iríamos de México; y muchos principales mexicanos y capitanes bien le conocieron, y luego mandaron que callasen sus gentes y no tirasen varas ni piedras ni flechas, y cuatro dellos se allegaron en parte que Montezuma les podía hablar, y ellos a él, y llorando le dijeron: «¡Oh señor, e nuestro gran señor, y como nos pesa de todo vuestro mal y daño, y de vuestros hijos y parientes! Hacémoos saber que ya hemos levantado a un vuestro primo por señor»; y allí le nombró cómo se llamaba, que se decía Coadlabaca, señor de Iztapalapa; que no fue Guatemuz, el cual desde a dos meses fue señor. Y más dijeron, que la guerra que la habían de acabar, y que tenían prometido a sus ídolos de no lo dejar hasta que todos nosotros muriésemos; y que rogaban cada día a su Huichilobos y a Tezcatepuca que le guardase libre y sano de nuestro poder, e como saliese, como deseaban, que no lo dejarían de tener muy mejor que de antes por señor, y que les perdonase. Y no hubieron bien acabado el razonamiento, cuando en aquella sazón tiran tanta piedra y vara, que los nuestros le arrodelaban; y como vieron que entre tanto que hablaba con ellos no daban guerra, se descuidaron un momento del rodelar, y le dieron tres pedradas e un flechazo, una en la cabeza y otra en un brazo y otra en una pierna; y puesto que le rogaban que se curase y comiese, y le decían sobre ello buenas palabras, no quiso; antes cuando no nos catamos, vinieron a decir que era muerto.

Y Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados; e hombres hubo entre nosotros, de los que le conocíamos y tratábamos, que tan llorado fue como si fuera nuestro padre; y no nos hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era; y decían que había diez y siete años que reinaba, y que fue el mejor rey que en México había habido, y que por su persona había vencido tres desafíos que tuvo sobre las tierras que sojuzgó.
 
 
CapÍtulo CXXVII
 
Desque fue muerto el gran Montezuma, acordó Cortés de hacerlo saber a sus capitanes y principales que nos daban guerra, y lo que más sobre ello pasó
Pues como vimos a Montezuma que se había muerto, ya he dicho la tristeza que todos nosotros hubimos por ello, y aun al fraile de la Merced, que siempre estaba con él, se lo tuvimos a mal no le atraer a que se volviese cristiano; y él dio por descargo que no creyó que de aquellas heridas muriese, salvo que él debía de mandar que le pusiesen alguna cosa con que se pasmó. En fin de más razones, mandó Cortés a un papa e a un principal de los que estaban presos, que soltamos para que fuesen a decir al cacique que alzaron por señor, que se decía Coadlabaca, y a sus capitanes, cómo el gran Montezuma era muerto, y que ellos lo vieron morir, y de la manera que murió, y heridas que le dieron los suyos, y dijesen cómo a todos nos pesaba dello, y que lo enterrasen como gran rey que era, y que alzasen a su primo del Montezuma que con nosotros estaba, por rey, pues le pertenecía heredar, o a otros sus hijos; e que al que habían alzado por señor que no le venía de derecho, e que tratasen paces para salirnos de México: que si no lo hacían ahora que era muerto Montezuma, a quien teníamos respeto, y que por su causa no les destruíamos su ciudad, que saldríamos a darles guerra y quemarles todas las casas, y les haríamos mucho mal; y porque lo viesen cómo era muerto el Montezuma, mandó a seis mexicanos muy principales y los más papas que teníamos presos que lo sacasen a cuestas y lo entregasen a los capitanes mexicanos, y les dijesen lo que Montezuma mandó al tiempo que se quería morir, que aquellos que llevaron a cuestas se hallaron presentes a su muerte; y dijeron al Coadlabaca toda la verdad, cómo ellos propios le mataron de tres pedradas y un flechazo; y cuando así le vieron muerto, vimos que hicieron muy gran llanto, que bien oímos las gritas y aullidos que por él daban; y aun con todo esto no cesó la gran batería, que siempre nos daban, que era sobre nosotros, de vara y piedra y flecha, y luego la comenzaron muy mayor, y con gran braveza nos decían: «Ahora pagaréis muy de verdad la muerte de nuestro rey y el deshonor de nuestros ídolos; y las paces que nos enviáis a pedir, salid acá, y concertaremos cómo y de qué manera han de ser»; y decían tantas palabras sobre ello, y de otras cosas que ya no se me acuerda, y las dejaré aquí de decir y que ya tenían elegido buen rey, y que no era de corazón tan flaco, que le podáis engañar con palabras falsas, como fue al buen Montezuma; y del enterramiento, que no tuviesen cuidado, sino de nuestras vidas, que en dos días no quedarían ningunos de nosotros, para que tales cosas enviemos a decir; y con estas pláticas, muy grandes gritas y silbos, y rociadas de piedra, vara y flecha, y otros muchos escuadrones todavía procurando de poner fuego a muchas partes de nuestros aposentos; y como aquello vio Cortés y todos nosotros, acordamos que para otro día saliésemos del real, y diésemos guerra por otra parte, adonde había muchas cosas en tierra firme, y que hiciésemos todo el mal que pudiésemos, y fuésemos hacia la calzada, y que todos los de a caballo rompiesen con los escuadrones y los alanceasen o echasen en la laguna, y aunque les matasen los caballos; y esto se ordenó para ver si por ventura con el daño y muerte que les hiciésemos cesaría la guerra y se trataría alguna manera de paz para salir libres sin más muertes y daños.

Y puesto que otro día lo hicimos todos muy varonilmente, y matamos muchos contrarios y se quemaron obra de veinte casas, y fuimos hasta cerca de tierra firme, todo fue nonada para el gran daño y muertes de más de veinte soldados, y heridas que nos hicieron; y no pudimos ganarles ninguna puente, porque todas estaban medio quebradas, y cargaron muchos mexicanos sobre nosotros, y tenían puestas albarradas y mamparos en parte adonde conocían que podían alcanzar los caballos. Por manera que, si muchos trabajos teníamos hasta allí, muchos mayores tuvimos adelante. Y dejarlo he aquí, y volvamos a decir cómo acordamos de salir de México. En esta entrada y salida que hicimos con los de a caballo, que era un jueves, acuérdome que iba allí Sandoval y Lares el buen jinete, y Gonzalo Domínguez, Juan Velázquez de León y Francisco de Morla, y otros buenos hombres de a caballo de los nuestros; y de los de Narváez, asimismo iban otros buenos jinetes; mas estaban espantados y temerosos los de Narváez, como no se habían hallado en guerras de indios, como nosotros los de Cortés.
 
 
CapÍtulo CXXVIII
 
Cómo acordamos de nos ir huyendo de México, y lo que sobre ello se hizo
Como vimos que cada día iban menguando nuestras fuerzas, y las de los mexicanos crecían, y veíamos muchos de los nuestros muertos, y todos los más heridos; e que aunque peleábamos muy como varones, no los podíamos hacer retirar ni que se apartasen los muchos escuadrones que de día y de noche nos daban guerra, y la pólvora apocada, y la comida y agua por el consiguiente, y el gran Montezuma muerto, las paces que les enviamos a demandar no las quisieron aceptar; en fin, veíamos nuestras muertes a los ojos, y las puentes que estaban alzadas; y fue acordado por Cortés y por todos nuestros capitanes y soldados que de noche nos fuésemos, cuando viésemos que los escuadrones guerreros estuviesen más descuidados; y.

para más les descuidar, aquella tarde les enviamos a decir con un papa de los que estaban presos, que era muy principal entre ellos, y con otros prisioneros, que nos dejen ir en paz de ahí a ocho días, y que les daríamos todo el oro; y esto por descuidarlos y salirnos aquella noche. Y demás desto, estaba con nosotros un soldado que se decía Botello, al parecer muy hombre de bien y latino, y había estado en Roma, y decían que era nigromántico, otros decían que tenía «familiar», algunos le llamaban astrólogo; y este Botello había dicho cuatro días había que hallaba por sus suertes y astrologías que si aquella noche que venía no salíamos de México, y si más aguardábamos, que ningún soldado podría salir con la vida; y aun había dicho otras veces que Cortés había de tener muchos trabajos y había de ser desposeído de su ser y honra, y que después había dé volver a ser gran señor y de mucha renta; y decía muchas cosas deste arte. Dejemos al Botello, que después tornaré hablar en él, y diré cómo se dio luego orden que se hiciese de maderos y tablas muy recias una puente que llevásemos para poner en las puentes que tenían quebradas; y para ponerla y llevarla, y guardar el paso hasta que pasase todo el fardaje y los de a caballo y todo nuestro ejército, señalaron y mandaron a cuatrocientos indios tlascaltecas y ciento y cincuenta soldados; y para llevar el artillería señalaron doscientos y cincuenta indios tlascaltecas y cincuenta soldados; y para que fuesen en la delantera peleando señalaron a Gonzalo de Sandoval y a Francisco de Saucedo, el pulido, y a Francisco de Lugo y a Diego de Ordás e Andrés de Tapia; y todos estos capitanes, y otros ocho o nueve de los de Narváez, que aquí no nombro, y con ellos, para que les ayudasen, cien soldados mancebos sueltos; y para que fuesen entre medias del fardaje y naborías y prisioneros, y acudiesen a la parte que más conviniese de pelear, señalaron al mismo Cortés y a Alonso de Ávila, y a Cristóbal de Olí e a Bernardino Vázquez de Tapia, y a otros capitanes de los nuestros, que no me acuerdo ya sus nombres, con otros cincuenta soldados; y para la retaguardia señalaron a Juan Velázquez de León y a Pedro de Alvarado, con otros muchos de a caballo y más de cien soldados, y todos los más de los de Narváez; y para que llevasen a cargo los prisioneros y a doña Marina y a doña Luisa señalaron trescientos tlascaltecas y treinta soldados.

Pues hecho este concierto, ya era noche, y para sacar el oro y llevarlo y repartirlo, mandó Cortés a su camarero, que se decía Cristóbal de Guzmán, y a otros sus criados, que todo el oro y plata y joyas lo sacasen de su aposento a la sala con muchos indios de Tlascala, y mandó a los oficiales del rey, que eran en aquel tiempo Alonso de Ávila y Gonzalo Mejía, que pusiesen en cobro todo el oro de su majestad, y para que lo llevasen les dio siete caballos heridos y cojos y una yegua, y muchos indios tlascaltecas, que, según dijeron, fueron más de ochenta, y cargaron dello lo que más pudieron llevar, que estaba hecho todo lo más dello en barras muy anchas y grandes, como dicho tengo en el capítulo que dello habla, y quedaba mucho más oro en la sala hecho montones. Entonces Cortés llamó su secretario, que se decía Pedro Hernández, y a otros escribanos del rey, y dijo: «Dadrne por testimonio que no puedo más hacer sobre guardar este oro. Aquí tenemos en esta casa y sala sobre setecientos mil pesos por todo, y veis que no lo podemos pasar ni poner cobro más de lo puesto; los soldados que quisieren sacar dello, desde aquí se lo doy, como se ha de quedar aquí perdido entre estos perros»; y desque aquello oyeron, muchos soldados de los de Narváez y aun algunos de los nuestros cargaron dello. Yo digo que nunca tuve codicia del oro, sino procurar salvar la vida (porque la teníamos en gran peligro); mas no dejé de apañar de una petaquilla que allí estaba cuatro chalchihuites, que son piedras muy preciadas entre los indios, que de presto me eché entre los pechos entre las armas; y aun entonces Cortés mandó tomar la petaquilla con los chalchihuites que quedaban, para que la guardase su mayordomo; y aun los cuatro chalchihuites que yo tomé, si no me los hubiera echado entre los pechos, me los demandara Cortés; los cuales me fueron muy buenos para curar mis heridas y comer del valor dellos.

Volvamos a nuestro cuento: que desque supimos el concierto que Cortés había hecho de la manera que habíamos de salir y llevar la madera para las puentes, y como hacía algo escuro, que había neblina e llovizna, y era antes de media noche, comenzaron a traer la madera e puente, y ponerla en el lugar que había de estar, y a caminar el fardaje y artillería y muchos de a caballo, y los indios tlascaltecas con el oro; y después que se puso en la puente, y pasaron todos así como venían, y pasó Sandoval e muchos de a caballo, también pasó Cortés con sus compañeros de a caballo tras de los primeros, y otros muchos soldados. Y estando en esto, suenan los cornetas y gritas y silbos de los mexicanos, y decían en su lengua: «Taltelulco, Taltelulco, salid presto con vuestras canoas, que se van los teules; atajadlos en las puentes»; y cuando no me cato, vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros, y toda la laguna cuajada de canoas, que no nos podíamos valer, y muchos de nuestros soldados ya habían pasado. Y estando desta manera, carga tanta multitud de mexicanos a quitar la puente y a herir y matar a los nuestros que no se daban a manos unos a otros; y como la desdicha es mala, y en tales tiempos ocurre un mal sobre otro, como llovía, resbalaron dos caballos y se espantaron, y caen en la laguna, y la puente caída y quitada; y carga tanto guerrero mexicano para acabarla de quitar, que por bien que peleábamos, y matábamos muchos dellos, no se pudo aprovechar della.

Por manera que aquel paso y abertura de agua presto se hinchó de caballos muertos y de los caballeros cuyos eran (que no podían nadar, y mataban muchos dellos) y de los indios tlascaltecas e indias y naborías, y fardaje y petacas y artillería; y de otros muchos soldados que allí en el agua mataban y metían en las canoas, que era muy gran lástima de lo ver y oír, pues la grita y lloros y lástima que decían demandando socorro: «Ayúdame, que me ahoga»; otros, «Socorredme, que me matan»; otros demandando ayuda a nuestra señora Santa María y al señor Santiago; otros demandaban ayuda para subir al puente, y éstos eran ya que escapaban nadando, y asidos a muertos y a petacas para subir arriba, adonde estaba la puente; y algunos que habían subido, y pensaban que estaban libres de aquel peligro, había en las calzadas grandes escuadrones guerreros que los apañaban e amorrinaban con unas macanas, y otros que les flechaban y alanceaban. Pues quizá había algún concierto en la salida, como lo habíamos concertado, ¡maldito aquel!, porque Cortés y los capitanes y soldados que pasaron primero a caballo, por salvar sus vidas y llegar a tierra firme, aguijaron por las puentes y calzadas adelante, y no aguardaron unos a otros; y no lo erraron, porque los de a caballo no podían pelear en las calzadas; porque yendo por la calzada, ya que arremetían a los escuadrones mexicanos, echábanseles al agua, y de la una parte la laguna y de la otra azoteas, y por tierra les tiraban tanta flecha y vara y piedra, y con lanzas muy largas que habían hecho de las espadas que nos tomaron, como partesanas, mataban los caballos con ellas; y si arremetía alguno de a caballo y mataban algún indio, luego le mataban el caballo; y así, no se atrevían a correr por la calzada.

Pues vista cosa es que no podían pelear en el agua; y puestos sin escopetas ni ballestas y de noche, ¿qué podíamos hacer sino lo que hacíamos? Qué era que arremetiésemos treinta y cuarenta soldados que nos juntábamos, y dar algunas cuchilladas a los que nos venían a echar mano, y andar y pasar adelante, hasta salir de las calzadas; porque si aguardábamos los unos a los otros, no saliéramos ninguno con la vida, y si fuera de día, peor fuera; y aun los que escapamos fue que nuestro señor Dios fue servido darnos esfuerzos para ello; y para quien no lo vio aquella noche la multitud de guerreros que sobre nosotros estaban, y las canoas que de los nuestros arrebataban y llevaban a sacrificar, era cosa de espanto. Pues yendo que íbamos cincuenta soldados de los de Cortés y algunos de Narváez por nuestra calzada adelante, de cuando en cuando salían escuadrones mexicanos a nos echar manos. Acuérdome que nos decían: «¡Oh, oh, oh cuilones!», que quiere decir: Oh putos, ¿aún aquí quedáis vivos, que no os han muerto los tiacahuanes? Y como les acudimos con cuchilladas y estocadas, pasamos adelante; e yendo por la calzada cerca de tierra firme, cabe el pueblo de Tacuba, donde ya habían llegado Gonzalo de Sandoval y Cristóbal de Olí y Francisco de Saucedo «el pulido», y Gonzalo Domínguez, y Lares, y otros muchos de a caballo, y soldados de los que pasaron adelante antes que desamparasen la puente, según y de la manera que dicho tenga; e ya que llegábamos cerca oíamos voces que daba Cristóbal de Olí y Gonzalo de Sandoval y Francisco de Morla, y decían a Cortés, que iba adelante de todos: «Aguardad, señor capitán; que dicen estos soldados que vamos huyendo, y los dejamos morir en las puentes y calzadas a todos los que quedan atrás; tornémoslos a amparar y recoger; porque vienen algunos soldados muy heridos y dicen que los demás quedan todos muertos, y no salen ni vienen ningunos.

» Y la respuesta que dio Cortés, que los que habíamos salido de las calzadas era milagro; que si a las puentes volviesen, pocos escaparían con las vidas, ellos y los caballos; y todavía volvió el mismo Cortés y Cristóbal de Olí, y Alonso de Ávila y Gonzalo de Sandoval, y Francisco de Morla y Gonzalo Domínguez, con otros seis o siete de a caballo, y algunos soldados que no estaban heridos; mas no fueron mucho trecho, porque luego encontraron con Pedro de Alvarado bien herido, con una lanza en la mano, a pie, que la yegua alzana ya se la habían muerto, y traía consigo siete soldados, los tres de los nuestros y los cuatro de Narváez, también muy heridos, y ocho tlascaltecas, todos corriendo sangre de muchas heridas; y entre tanto volvió Cortés por la calzada con los capitanes y soldados que dicho tengo, reparamos en los patios junto a Tacuba, y ya habían venido a México, como está cerca, dando voces, y a dar mandado a Tacuba y a Escapuzalco y a Tenayuca para que nos saliesen al encuentro. Por manera que nos comenzaron a tirar vara y piedra y flecha, y con sus lanzas grandes, engastonadas en ellas de nuestras espadas que nos tomaron en este desbarate; y hacíamos algunas arremetidas, en que nos defendíamos dellos y les ofendíamos. Volvamos a Pedro de Alvarado, que, como Cortés y los demás capitanes y soldados le encontraron de aquella manera que he dicho, y como supieron que no venían más soldados, se les saltaron las lágrimas de los ojos; porque el Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León, con otros más de a caballo y más de cien soldados, habían quedado en la retaguardia; y preguntando Cortés por los demás, dijo que todos quedaban muertos, y con ellos el capitán Juan Velázquez de León y todos los más de a caballo que traía, así de los nuestros como de los de Narváez, y más de ciento y cincuenta soldados que traía; y dijo el Pedro que después que les mataron los caballos y la yegua, que se juntaron para se amparar obra de ochenta soldados, y que sobre los muertos y petacas y caballos que se ahogaron, pasaron la primera puente; en esto no se me acuerda bien si dijo que pasó sobre los muertos, y entonces no miramos lo que sobre ello dijo a Cortés, sino que allí en aquella puente le mataron a Juan Velázquez y más de doscientos compañeros que traía, que no les pudieron valer.

Y asimismo a esta otra puente, que les hizo Dios mucha merced en escapar con las vidas; y decía que todas las puentes y calzadas estaban llenas de guerreros. Dejemos esto, y diré que en la triste puente que dicen ahora que fue el salto del Alvarado, yo digo que en aquel tiempo ningún soldado se paró a verlo, si saltaba poco o mucho, que harto teníamos en mirar y salvar nuestras vidas, porque eran muchos los mexicanos que contra nosotros había; porque en aquella coyuntura no lo podíamos ver ni tener sentido en salto, si saltaba o pasaba poco o mucho; y así sería cuando el Pedro de Alvarado llegó a la puente, como él dijo a Cortés, que había pasado asido a petacas y caballos y cuerpos muertos, porque ya que quisiera saltar y sustentarse en la lanza en el agua, era muy honda, y no pudiera allegar al suelo con ella para poderse sustentar sobre ella; y demás desto, la abertura muy ancha y alta, que no la podría saltar por muy más suelto que era. También digo que no la podía saltar ni sobre la lanza ni de otra manera; porque después desde cerca de un año que volvimos a poner cerco ,a México y la ganamos, me hallé muchas veces en aquella puente peleando con escuadrones mexicanos, y tenían allí hechos reamparos y albarradas, que se llama ahora la puente del salto de Alvarado; y platicábamos muchos soldados sobre ello, y no hallábamos razón, ni soltura de un hombre que tal saltase. Dejemos este salto, y digamos que, como vieron nuestros capitanes que no acudían más soldados, y el Pedro de Alvarado dijo que todo quedaba lleno de guerreros, y es que ya que algunos quedasen rezagados, que en las puentes los matarían, volvamos a decir desto del salto de Alvarado: digo que para qué porfían algunas personas que no lo saben ni lo vieron, que fue cierto que la saltó el Pedro de Alvarado la noche que salimos huyendo, aquella puente y abertura del agua; otra vez digo que no la pudo saltar en ninguna manera; y para que claro se vea, hoy día está la puente; y la manera del altor del agua que solía venir y qué tan alta estaba la puente, y el agua muy honda, que no podía llegar al suelo con la lanza.

Y porque los lectores sepan que en México hubo un soldado que se decía fulano de Ocampo, que fue de los que vinieron con Garay, hombre muy plático, y se preciaba de hacer libelos infamatorios y otras cosas a manera de masepasquines; y puso en ciertos libelos a muchos de nuestros capitanes cosas feas que no son de decir no siendo verdad; y entre ellos, demás de otras cosas que dijo de Pedro de Alvarado, que había dejado morir a su compañero Juan Velázquez de León con más de doscientos soldados y los de a caballo que les dejamos en la retaguardia, y se escapó él, y por escaparse dio aquel gran salto, como suele decir el refrán: «Saltó, y escapó la vida.» Volvamos a nuestra materia: e porque los que estábamos ya en salvo en lo de Tacuba no nos acabásemos del todo de perder, e porque habían venido muchos mexicanos y los de Tacuba y Escapuzalco y Tenayuca y de otros pueblos comarcanos sobre nosotros, que a todos enviaron mensajeros desde México para que nos saliesen al encuentro en las puentes y calzadas, y desde los maizales nos hacían mucho daño, y mataron tres soldados que ya estaban heridos; acordamos lo más presto que pudiésemos salir de aquel pueblo y sus maizales, y con seis o siete tlascaltecas que sabían o atinaban el camino de Tlascala, sin ir por camino derecho nos guiaban con mucho concierto hasta que saliésemos a unas caserías que en un cerro estaban, y allí junto a un cu e adoratorio y como fortaleza, adonde reparamos; que quiero tornar a decir: que seguidos que íbamos de los mexicanos, y de las flechas y varas y piedras con sus hondas nos tiraban; y cómo nos cercaban, dando siempre en nosotros, es cosa de espantar; y como lo he dicho muchas veces, estoy harto de decirlo, los lectores no lo tengan por cosa de prolijidad, por causa que cada vez o cada rato que nos apretaban y herían y daban recia guerra, por fuerza tengo que tomar a decir de los escuadrones que nos seguían, y mataban muchos de nosotros.

Dejémoslo ya de traer tanto a la memoria, y digamos como nos defendíamos; en aquel cu y fortaleza nos albergamos, y se curaron los heridos, y con muchas lumbres que hicimos. Pues de comer no lo había, y en aquel cu y adoratorio, después de ganada la gran ciudad de México, hicimos una iglesia, que se dice nuestra señora de los Remedios, muy devota, e van ahora allí en romería y a tener novenas muchos vecinos y señoras de México. Dejemos esto, y volvamos a decir qué lástima era de ver curar y apretar con algunos paños de mantas nuestras heridas; y como se habían resfriado y estaban hinchadas, dolían. Pues más de llorar fue los caballos y esforzados soldados que faltaban; ¿qué es de Juan Velázquez de León, Francisco de Saucedo y Francisco de Morla, y un Lares el buen jinete, y otros muchos de los nuestros de Cortés? ¿Para qué cuento yo estos pocos? Porque para escribir los nombres de los muchos que de los nuestros faltaron, es no acabar tan presto. Pues de los de Narváez, todos los más en las puentes quedaron cargados de oro. Digamos ahora, ¿qué es de muchos tlascaltecas que iban cargados de barras de oro, y otros que nos ayudaban? Pues al astrólogo Botello no le aprovechó su astrología, que también allí murió con su caballo. Pasemos adelante y diré como se hallaron en una petaca deste Botello, después que estuvimos en salvo, unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos y señales, que decía en ellas: ¿Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios? Y decía en otras rayas y cifras más adelante: No morirás.

Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: Sí morirás. Y respondía la otra raya: No morirás. Y decía en otra parte: Si me han de matar también mi caballo. Decía adelante: Sí matarán. Y de esta manera tenía otras como cifras y a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras en aquellos papeles, que era como libro chico. Y también se halló en la petaca una natura como de hombre, de obra de un jeme hecha de baldres, ni más ni menos, al parecer, de natura de hombre, y tenía dentro como una borra de lana de tundidor. Volvamos a decir cómo quedaron muertos, así los hijos de Moctezuma como los prisioneros que traíamos, y el Cacamatzin y otros reyezuelos. Dejemos ya de contar tantos trabajos, y digamos cómo estábamos pensando en lo que por delante teníamos, y era que todos estábamos heridos, y no escaparon sino veinte y tres caballos. Pues los tiros y artillería y pólvora no sacamos ninguna; las ballestas fueron pocas, y ésas se remediaron luego, e hicimos saetas. Pues lo peor de todo era que no sabíamos la voluntad que habíamos de hallar en nuestros amigos los de Tlascala. Y demás desto, aquella noche (siempre cercados de mexicanos, y grita y vara y flecha, con hondas sobre nosotros) acordamos de nos salir de allí a media noche, y con los tlascaltecas, nuestros guías, por delante con muy gran concierto; llevábamos los muy heridos en el camino en medio, y los cojos con bordones, y algunos que no podían andar y estaban muy malos a ancas de caballos de los que iban cojos, que no eran para batallar, y los de a caballo sanos delante, y a un lado y a otro repartidos; y por este arte todos nosotros los que más sanos estábamos haciendo rostro y cara a los mexicanos, y los tlascaltecas que estaban heridos iban dentro en el cuerpo de nuestro escuadrón, y los demás que estaban sanos hacían cara juntamente con nosotros; porque los mexicanos nos iban siempre picando con grandes voces y gritos y silbos, diciendo: «Allá iréis donde no quede ninguno de vosotros a vida»; y no entendíamos a qué fin lo decían, según adelante verán.

Olvidado me he de escribir el contento que recibimos de ver viva a nuestra doña Marina y a doña Luisa, hija de Xicotenga, que las escaparon en las puentes unos tlascaltecas; y también a una mujer que se decía María de Estrada, que no teníamos otra mujer de Castilla, sino aquella, y los que las escaparon, y salieron primero de las puentes, fueron unos hijos de Xicotenga hermanos de la doña Luisa, y quedaron muertas todas las más naborías, que nos habían dado en Tlascala y en México. Y volvamos a decir cómo llegamos aquel día a un pueblo grande que se dice Gualtitán, el cual pueblo fue de Alonso de Ávila; y aunque nos daban grita y voces y tiraban piedra y vara y flecha, todo lo soportábamos. Y desde allí fuimos por unas caserías y pueblezuelos, y siempre los mexicanos siguiéndonos, y como se juntaban muchos, procuraban de nos matar, y nos comenzaban a cercar, y tiraban tanta piedra con hondas, y vara y flecha, que mataron a dos de nuestros soldados en un paso malo, que iban mancos, y también un caballo, e hirieron a muchos de los nuestros; y también nosotros a estocadas les matamos a algunos dellos, y los de a caballo a lanzadas les mataban, aunque pocos; y así, dormimos en aquellas casas, y allí comimos el caballo que mataron. Y otro día muy de mañana comenzamos a caminar con el concierto de antes, y aun mejor, y siempre la mitad de los de a caballo delante; y poco más de una legua, en un llano, ya que creímos ir en salvo, vuelven tres de los nuestros de a caballo, y dicen que están los campos llenos de guerreros mexicanos aguardándonos; y cuando lo oímos, bien que tuvimos temor, e grande, mas no para desmayar del todo, ni dejar de encontrarnos con ellos y pelear hasta morir; y allí reparamos un poco, y se dio orden cómo habían de entrar y salir los de a caballo a media rienda, y que no se parasen alancear, sino las lanzas por los rostros hasta romper sus escuadrones, y que todos los soldados, las estocadas que diésemos, que les pasásemos las entrañas, y que todos hiciésemos de manera que vengásemos muy bien nuestras muertes y heridas: por manera que, si Dios fuese servido, escapásemos con las vidas; y después de nos encomendar a Dios y a Santa María muy de corazón, e invocando el nombre de señor Santiago, desque vimos que nos comenzaban a cercar, de cinco en cinco de a caballo rompieron por ellos, y todos nosotros juntamente.

¡Oh qué cosa de ver era esta tan temerosa y rompida batalla, cómo andábamos pie con pie, y con qué furia los perros peleaban, y qué herir y matar hacían en nosotros con sus lanzas y macanas y espadas de dos manos! Y los de a caballo, como era el campo llano, cómo alanceaban a su placer, entrando y saliendo a media rienda; y aunque estaban heridos ellos y sus caballos, no dejaban de batallar muy como varones esforzados. Pues todos nosotros los que no teníamos caballos, parece ser que a todos se nos ponía esfuerzo doblado, que aunque estábamos heridos, y de refresco teníamos más heridas, no curábamos de las apretar, por no nos parar a ello, que no había lugar, sino con grandes ánimos apechugábamos a les dar de estocadas. Pues quiero decir cómo Cortés y Cristóbal de Olí, y Pedro de Alvarado, que tomó otro caballo de los de Narváez, porque su yegua se la habían muerto, como dicho tengo; y Gonzalo de Sandoval, cuál andaban de una parte a otra rompiendo escuadrones, aunque bien heridos; y las palabras que Cortés decía a los que andábamos envueltos con ellos, que la estocada y cuchillada que diésemos fuese en señores señalados; porque todos traían grandes penachos con oro y ricas armas y divisas. Pues oír cómo nos esforzaba el valiente y animoso Sandoval, y decía: «Ea, señores, que hoy es el día que hemos de vencer; tened esperanza en Dios que saldremos de aquí vivos; para algún buen fin nos guarda Dios». Y tornaré a decir los muchos de nuestros soldados que nos mataban y herían.

Y dejemos esto, y volvamos a Cortés y Cristóbal de Olí y Sandoval, y Pedro de Alvarado y Gonzalo Domínguez, y otros muchos que aquí no nombro; y todos los soldados poníamos grande ánimo para pelear; y esto, nuestro señor Jesucristo y nuestra señora la virgen Santa María nos lo ponía, y señor Santiago, que ciertamente nos ayudaba; y así lo certificó un capitán de Guatemuz, de los que se hallaron en la batalla. Y quiso Dios que allegó Cortés con los capitanes por mí nombrados en parte donde andaba el capitán general de los mexicanos con su bandera tendida, con ricas armas de oro y grandes penachos de argentería; y como lo vio Cortés al que llevaba la bandera, con otros muchos mexicanos, que todos traían grandes penachos de oro, dijo a Pedro de Alvarado y a Gonzalo de Sandoval y a Cristóbal de Olí y a los demás capitanes: «Ea, señores, rompamos con ellos.» Y encomendándose a Dios, arremetió Cortés y Cristóbal de Olí, y Sandoval y Alonso de Ávila y otros caballeros, y Cortés dio un encuentro con el caballo al capitán mexicano, que le hizo abatir su bandera, y los demás nuestros capitanes acabaron de romper el escuadrón, que eran muchos indios; y quien siguió al capitán que traía la bandera, que aun no había caído del encuentro que Cortés le dio, fue un Juan de Salamanca, natural de Ontiveros, con una buena yegua overa, que le acabó de matar y le quitó el rico penacho que traía, y se le dio a Cortés, diciendo que, pues él le encontró primero y le hizo abatir la bandera e hizo perder el brío, le daba el plumaje; mas dende a ciertos años su majestad se le dio por armas al Salamanca, y así las tienen en sus reposteros sus descendientes.

Volvamos a nuestra batalla, que nuestro señor Dios fue servido que, muerto aquel capitán que traía la bandera mexicana y otros muchos que allí murieron, aflojó su batallar de arte, que se iban retrayendo, y todos los de a caballo siguiéndoles y alcanzándoles. Pues a nosotros no nos dolían las heridas ni teníamos hambre ni sed, sino que parecía que no habíamos habido ni pasado ningún mal trabajo. Seguimos la victoria matando e hiriendo. Pues nuestros amigos los de Tlascala estaban hechos unos leones, y con sus espadas y montantes y otras armas que allí apañaron, hacíanlo muy bien y esforzadamente. Ya vueltos los de a caballo de seguir la victoria, todos dimos muchas gracias a Dios, que escapamos de tan gran multitud de gente; porque no se había visto ni hallado en todas las Indias, en batalla que se haya dado, tan gran número de guerreros juntos; porque allí estaba la flor de México y de Tezcuco y Saltocan, ya con pensamiento que de aquella vez no quedara roso ni velloso de nosotros. Pues qué armas tan ricas que traían, con tanto oro y penachos y divisas, y todos los más capitanes y personas principales, y allí junto donde fue esta reñida y nombrada y temerosa batalla para en estas partes (así se puede decir, pues Dios nos escapó con las vidas), había cerca un pueblo que se dice Otumba: la cual batalla tienen muy bien pintada, y en retratos entallada los mexicanos y tlascaltecas, entre otras muchas batallas que con los mexicanos hubimos hasta que ganamos a México.

Y tengan atención los curiosos lectores que esto leyeren, que quiero traer aquí a la memoria que cuando entramos al socorro de Pedro de Alvarado en México fuimos por todos sobre más de mil y trescientos soldados, con los de a caballo, que fueron noventa y siete, y ochenta ballesteros y otros tantos escopeteros, y más de dos mil tlascaltecas, y metimos mucha artillería; y fue nuestra entrada en México día de señor San Juan de junio de 1520 años, y fue nuestra salida huyendo a 10 del mes de julio del año siguiente, y fue esta nombrada batalla de Otumba a 14 del mes de julio. Digamos ahora, ya que escapamos de todos los trances por mí atrás dichos, quiero dar otra cuenta que tantos mataron, así en México, en puentes y calzadas, como en todos los reencuentros, y en esta de Otumba, y los que mataron por los caminos. Digo que en obra de cinco días fueron muertos y sacrificados sobre ochocientos y setenta soldados, con setenta y dos que mataron en un pueblo que se dice Tustepeque, y a cinco mujeres de Castilla; y estos que mataron en Tustepeque eran de los de Narváez, y mataron sobre mil y doscientos tlascaltecas. También quiero decir cómo en aquella sazón mataron a un Juan de Alcántara «el Viejo», con otros tres vecinos de la Villa-Rica, que venían por las partes del oro que les cabía; de lo cual tengo hecha relación en el capítulo que dello trata. Por manera que también perdieron las vidas y aun el oro; y si miramos en ello, todos comúnmente hubimos mal gozo de las partes del oro que nos dieron; y si de los de Narváez murieron muchos más que de los de Cortés en las puentes, fue por salir cargados de oro, que con el peso dello no podían salir ni andar.

Dejemos de hablar en esta materia, y digamos cómo íbamos muy alegres y comiendo unas calabazas que llaman ayotes, y comiendo y caminando hacia Tlascala; que por salir de aquellas poblaciones, por temor no se tornasen a juntar escuadrones mexicanos, que aun todavía nos daban grita en parte, que no podíamos ser señores dellos, y nos tiraban mucha piedra con hondas, y vara y flecha, hasta que fuimos a otras caserías y pueblo chico; porque estaba todo poblado de mexicanos, y allí estaba un buen cu y casa fuerte, donde reparamos aquella noche y nos curamos nuestras heridas, y estuvimos con más reposo; y aunque siempre teníamos escuadrones de mexicanos que nos seguían, mas ya no se osaban llegar; y aquellos que venían era como quien decía: «Allá iréis fuera de nuestra tierra.» Y desde aquella población y casi donde dormimos se parecían las sierrezuelas que están cabe Tlascala, y como las vimos, nos alegramos como si fueran nuestras casas. Pues: quizá sabíamos cierto que nos habían de ser leales o qué voluntad tendrían, o qué había acontecido a los que estaban poblados en la Villa-Rica, si eran muertos o vivos. Y Cortés nos dijo que, pues éramos pocos, que no quedamos sino cuatrocientos y cuarenta, con veinte caballos y doce ballesteros y siete escopeteros, y no teníamos pólvora, y todos heridos y cojos y mancos, que mirásemos bien cómo nuestro señor Jesucristo fue servido escaparnos con las vidas; por lo cual siempre le hemos de dar muchas gracias y loores, y que volvimos otra vez a disminuirnos en el número y copia de los soldados que con él pasamos desde Cuba, y que primero entramos en México, cuatrocientos y cincuenta soldados; y que nos rogaba que en Tlascala no les hiciésemos enojo, ni se les tomase ninguna cosa; y esto dio a entender a los de Narváez, porque no estaban acostumbrados a ser sujetos a capitanes en las guerras, como nosotros; y más dijo, que tenía esperanza en Dios que los hallaríamos buenos y leales; e que si otra cosa fuese, lo que Dios no permita, que nos han de tornar a andar los puños con corazones fuertes y brazos vigorosos, y que para eso fuésemos muy apercibidos, y nuestros corredores del campo adelante.

Llegamos a una fuente que estaba en una ladera, y allí estaban unas como cercas y reamparos de tiempos viejos, y dijeron nuestros amigos los tlascaltecas que allí partían términos entre los mexicanos y ellos; y de buen reposo nos paramos a lavar y a comer de la miseria que habíamos habido, y luego comenzamos a marchar, y fuimos a un pueblo de los tlascaltecas, que se dice Gualipar, donde nos recibieron y nos daban de comer; mas no tanto, que si no se lo pagábamos con algunas piecezuelas de oro y chalchihuites que llevábamos algunos de nosotros, no nos lo daban de balde; y allí estuvimos un día reposando, curando nuestras heridas, y ansimismo curamos los caballos. Pues cuando lo supieron en la cabecera de Tlascala, luego vino Mase-Escaci y principales, y todos los más sus vecinos, y Xicotenga el viejo, y Chichimecatecle y los de Guaxocingo; y como llegaron a aquel pueblo donde estábamos, fueron a abrazar a Cortés y a todos nuestros capitanes y soldados; y llorando algunos dellos, especial el Mase-Escaci y Xicotenga, y Chichimecatecle y Tecapaneca, dijeron a Cortés: «Oh Malinche, Malinche!, y cómo nos pesa de vuestro mal y de todos vuestros hermanos, y de los muchos de los nuestros que con vosotros han muerto; ya os lo habíamos dicho muchas veces, que no os fiaseis de gente mexicana, porque de un día a otro os habían de dar guerra; no me quisisteis creer: ya es hecho, al presente no se puede hacer más de curaros y daros de comer; en vuestras casas estáis, descansad, e iremos luego a nuestro pueblo y os aposentaremos; y no pienses Malinche, que habéis hecho poco en escapar con las vidas de aquella tan fuerte ciudad y sus puentes; e yo digo que si de antes os teníamos por muy esforzados, ahora os tenemos en mucho más.

Bien sé que lloran muchas mujeres e indios destos nuestros pueblos las muertes de sus hijos y maridos y hermanos y parientes; no te congojes por ello, y mucho debes a tus dioses, que te han aportado aquí, y salido de entre tanta multitud de guerreros que os esperaban para os matar. Yo quería ir en vuestra busca con treinta mil guerreros de los nuestros, y no pude salir, a causa que no estábamos juntos y los andaba juntando.» Cortés y todos nuestros capitanes y soldados los abrazamos, y les dijimos que se lo teníamos en merced, y Cortés les dio a todos los principales joyas de oro y piedras (que todavía se escaparon, cada cual soldado lo que pudo) y asimismo dimos algunos de nosotros a nuestros conocidos de lo que teníamos. Pues qué fiesta y alegría mostraron con doña Luisa y con doña Marina cuando las vieron en salvamento, y qué llorar, y qué tristeza tenían por los demás indios que no venían, que se quedaron muertos, en especial el Mase-Escaci por su hija doña Elvira, y lloraba la muerte de Juan Velázquez de León, a quien la dio. Y desta manera fuimos a la cabecera de Tlascala con todos los caciques, y a Cortés aposentaron en las casas de Mase-Escaci, y Xicotenga dio sus aposentos a Pedro de Alvarado, y allí nos curamos y tornamos a convalecer, y aun se murieron cuatro soldados de las heridas, y a otros soldados no se les habían sanado. Y dejarlo he aquí, y diré lo que más pasó.
 
 
CapÍtulo CXXIX
 
Cómo fuimos a la cabecera y mayor pueblo de Tlascala, y lo que allí pasamos
Pues corno había un día que estábamos en el pueblezuelo de Gualipar, y los caciques de Tlascala por mí nombrados nos hicieron aquellos ofrecimientos, que son dignos de no olvidar y de ser gratificados, y hechos en tal tiempo y coyuntura; y después que fuimos a la cabecera y pueblo mayor de Tlascala, nos aposentaron, como dicho tengo, parece ser que Cortés preguntó por el oro que habían traído allí, que eran cuarenta mil pesos; el cual oro fueron las partes de los vecinos que quedaban en la Villa-Rica; y dijo Mase-Escaci y Xicotenga «el Viejo» y un soldado de los nuestros (que se había allí quedado doliente, que no se halló en lo de México cuando nos desbarataron) que habían venido de la Villa-Rica un Juan de Alcántara y otros dos vecinos, e que le llevaron todo porque traían cartas de Cortés para que se lo diesen; la cual carta mostró el soldado, que había dejado en poder del Mase-Escaci cuando le dieron el oro; y preguntando cómo y cuándo y en qué tiempo lo llevó, y sabido que fue, por la cuenta de los días, cuando nos daban guerra los mexicanos, luego entendimos cómo en el camino habían muerto y tomado el oro, y Cortés hizo sentimiento por ello; y también estábamos con pena por no saber de los de la Villa-Rica, no hubiesen corrido algún desmán; y luego y en posta escribió con tres tlascaltecas, en que les hizo saber los grandes peligros que en México nos habíamos visto, y cómo y de qué manera escapamos con las vidas, y no se les dio relación de cuántos faltaban de los nuestros; y que mirasen que siempre estuviesen muy alerta y se velasen; y que si hubiese algunos soldados sanos se los enviasen (y que guardasen muy bien al Narváez y al Salvatierra), y si hubiese pólvora o ballestas: porque quería tornar a correr los rededores de México; y también escribió al capitán que quedó por guarda y capitán de la mar, que se decía Caballero, y que mirase no fuese ningún navío a Cuba ni Narváez se soltase; y que si viese que dos navíos de los de Narváez, que quedaban en el puerto, no estaban para navegar, que diese con ellos al través, y le enviase los marineros con todas las armas que tuviesen; y en posta fueron y volvieron los mensajeros, y trajeron cartas que no habían tenido guerras; que un Juan de Alcántara y los dos vecinos que enviaron por el oro, que los deben de haber muerto en el camino; y que bien supieron la guerra que en México nos dieron, porque «el cacique gordo» de Cempoal se lo había dicho; y asimismo escribió el almirante de la mar, que se decía Pedro Caballero, y dijeron que harían lo que Cortés les mandaba, e enviaría los soldados, e que el un navío estaba bueno, y que al otro daría al través y enviaría la gente, e que había pocos marineros, porque habían adolescido y se habían muerto, y que ahora escribían las respuestas de las cartas, y luego vinieron con el socorro que enviaban de la Villa-Rica, que fueron cuatro hombres con tres de la mar, que todos fueron siete, y venía por capitán dellos un soldado que se decía Lencero, cuya fue la venta que ahora dicen de Lencero.

Y cuando llegaron a Tlascala, como venían dolientes y flacos, muchas veces por nuestro pasatiempo y burlar ellos decíamos: «el socorro del Lencero»: que venían siete soldados, y los cinco llenos de bubas y los dos hinchados, con grandes barrigas. Dejemos burlas, y digamos lo que allí en Tlascala nos aconteció con Xicotenga «el mozo», y de su mala voluntad, el cual había sido capitán de toda Tlascala cuando nos dieron las guerras por mí otras veces dichas en el capítulo que dello habla. Y es el caso que, como se supo en aquella su ciudad que salimos huyendo de México y que nos habían muerto mucha copia de soldados, ansí de los nuestros como de los indios tlascaltecas que habían ido de Tlascala en nuestra compañía, y que veníamos a nos socorrer e amparar en aquella provincia, el Xicotenga «el mozo» andaba convocando a todos sus parientes y amigos, y a otros que sentía que eran de su parcialidad, y les decía que en una noche, o de día, cuando más aparejado tiempo viesen, que nos matasen, y que haría amistades con el señor de México (que en aquella sazón habían alzado por rey a uno que se decía Coadlabaca); y que demás desto, que en las mantas y ropa que habíamos dejado en Tlascala a guardar y el oro que ahora sacábamos de México tendrían que robar, y quedarían todos ricos con ello; lo cual alcanzó a saber el viejo Xicotenga, su padre, y se lo riñó, y le dijo que no le pasase tal por el pensamiento, que era mal hecho; y que si lo alcanzase a saber Mase-Escaci y Chichimecatecle, que por ventura le matarían, y al que en tal concierto fuese; y por más que el padre se lo riñó, no curaba de lo que le decía, y todavía entendía en su mal propósito; y vino a oídos de Chichimecatecle, que era su enemigo mortal del mozo Xicotenga, y lo dijo a Mase-Escaci, y acordaron entrar en acuerdo y como cabildo; sobre ello llamaron al Xicotenga «el viejo» y los caciques de Guaxocingo, y mandaron traer preso ante sí a Xicotenga «el mozo», y Mase-Escaci propuso un razonamiento delante de todos, y dijo que si se les acordaba o habían oído decir de más de cien años hasta entonces que en toda Tlascala habían estado tan prósperos y ricos como después que los teules vinieron a sus tierras, ni en todas sus provincias habían sido en tanto tenidos, y que tenían mucha ropa de algodón y oro, y comían sal, la que hasta allí no solían comer; y por do quiera que iban de sus tlascaltecas con los teules les hacían honra por su respeto, puesto que ahora les habían muerto en México muchos dellos; y que tengan en la memoria lo que sus antepasados les habían dicho muchos años atrás, que de adonde sale el sol habían de venir hombres que les habían de señorear; e que ¿a qué causa ahora andaba Xicotenga en aquellas traiciones y maldades, concertando de nos dar guerra y matarnos? Que era mal hecho, e que no podía dar ninguna disculpa de sus bellaquerías y maldades, que siempre tenía encerradas en su pecho; y ahora, que los veía venir de aquella manera desbaratados, que nos había de ayudar para en estando sanos volver sobre los pueblos de México sus enemigos, quería hacer aquella traición.

Y a estas palabras que el Mase-Escaci y su padre Xicotenga «el ciego» le dijeron, el Xicotenga «el mozo» respondió que era muy bien acordado lo que decía por tener paces con mexicanos, y dijo otras cosas que no pudieron sufrir; y luego se levantó el Mase-Escaci y el Chichimecatecle y el viejo de su padre, ciego como estaba, y tomaron al Xicotenga el mozo por los cabezones y de las mantas, y se las rompieron, y a empujones y con palabras injuriosas que le dijeron, le echaron de las gradas abajo donde estaba, y las mantas todas rompidas; y aun si por el padre no fuera, le querían matar, y a los demás que habían sido en su consejo echaron presos; y como estábamos allí retraídos, y no era tiempo de le castigar, no osó Cortés hablar más en ello. He traído esto aquí a la memoria para que vean de cuánta lealtad y buenos fueron los de Tlascala, y cuántos les debemos, y aun al buen viejo Xicotenga, que a su hijo dicen que le había mandado matar luego que supo sus tramas y traición. Dejemos esto, y digamos cómo había veinte y dos días que estábamos en aquel pueblo curándonos nuestras heridas y convaleciendo, y acordó Cortés que fuésemos a la provincia de Tepeaca, que estaba cerca, porque allí habían muerto muchos de nuestros soldados y de los de Narváez, que se venían a México, y en otros pueblos que están junto de Tepeaca, que se dice Cachula; y como Cortés lo dijo a nuestros capitanes, y apercibían a los soldados de Narváez para ir a la guerra, y como no eran tan acostumbrados a guerras y habían escapado de la rota de México y puentes y lo de Otumba, y no veían la hora de se volver a la isla de Cuba a sus indios e minas de oro, renegaban de Cortés y de sus conquistas, especial el Andrés de Duero, compañero de nuestro Cortés, (porque ya lo habrán entendido los curiosos lectores en dos veces que lo he declarado en los capítulos pasados, cómo y de qué manera fue la compañía) maldecían el oro que le había dado a él y a los demás capitanes, que todo se había perdido en las puentes, como habían visto las grandes guerras que nos daban, y con haber escapado con las vidas estaban muy contentos; y acordaron de decir a Cortés que no querían ir a Tepeaca ni a guerra ninguna, sino que se querían volver a sus casas; que bastaba lo que habían perdido en haber venido de Cuba; y Cortés les habló muy mansa y amorosamente, creyendo de los atraer para que fuesen con nosotros a lo de Tepeaca; y por más pláticas y reprensiones que les dio, no querían; y como vieron los de Narváez que con Cortés no aprovechaban sus palabras, le hicieron requerimiento en forma delante de un escribano del rey para que luego se fuese a la Villa-Rica, poniéndole por delante que no teníamos caballos ni escopetas ni ballestas ni pólvora, ni hilo para hacer cuerdas, ni almacén; que estábamos heridos, y que no habían quedado por todos nuestros soldados y los de Narváez sino cuatrocientos y cuarenta soldados; que los mexicanos nos tomarían todos los puertos y sierras y pasos; e que los navíos, si más aguardaban, se comerían de broma; y dijeron en el requerimiento otras muchas cosas.

Y cuando se le hubieron dado y leído el requerimiento a Cortés, si muchas palabras decían en él, muy muchas más contrariedades respondió; y además desto, todos los más de nosotros de los que habíamos pasado con Cortés le dijimos que mirase que no diese licencia a ninguno de los de Narváez ni a otras personas para volver a Cuba, sino que procurásemos todos de servir a Dios e al rey; e que esto era lo bueno , y no volverse a Cuba. Cuando Cortés hubo respondido al requerimiento, como vieron las personas que le estaban requiriendo que muchos de nosotros ayudábamos el intento de Cortés y que les estorbábamos sus grandes importunaciones que sobre ello le hablaban y requerían, con no más de que decíamos que no es servicio de Dios ni de su majestad que dejen desamparado su capitán en las guerras. En fin de muchas razones que pasaron, obedecieron para ir con nosotros a las entradas que se ofreciesen; mas fue que les prometió Cortés que en habiendo coyuntura los dejaría volver a su isla de Cuba; y no por aquesto dejaron de murmurar dél y de su conquista, que tan caro les había costado en dejar sus casas y reposo y haberse venido a meter adonde no estaban seguros de las vidas; y más decían, que si en otra guerra entrásemos con el poder de México, que no se podría excusar tarde o temprano de tenerla, que creían e tenían por cierto que no nos podríamos sustentar contra ellos en las batallas, según habían visto lo de México y puentes, y en la nombrada de Otumba; y más decían , que nuestro Cortés por mandar y siempre ser señor, Y nosotros los que con él pasábamos no tener que perder sino nuestras personas, asistíamos con él; y decían otros muchos desatinos, y todo se les disimulaba por el tiempo en que lo decían; mas no tardaron muchos meses que no les dio licencia para que se volviesen a sus casas; lo cual diré en su tiempo y sazón.

Y dejémoslo de repetir, y digamos de lo que dice el cronista Gómara, que yo estoy muy harto de declarar sus borrones, que dice que le informaron: las cuales informaciones no son así como él lo escribe; y por no me detener en todos los capítulos a tornarlos a recitar y traer a la memoria cómo y de qué manera pasó, lo he dejado de escribir; y ahora pareciéndome que en esto de este requerimiento que escribe que hicieron a Cortés no dice quiénes fueron los que lo hicieron, si eran de los nuestros o de los de Narváez, y en esto que escribe es por sublimar a Cortés y abatir a nosotros los que con él pasamos; y sepan que hemos tenido por cierto los conquistadores verdaderos que esto vemos escrito, que le debieron de granjear al Gómara con dádivas porque lo escribiese desta manera, porque en todas las batallas y reencuentros éramos los que sosteníamos a Cortés, y ahora nos aniquila en lo que dice este cronista que le requeríamos. También dice que decía Cortés en las respuestas del mismo requerimiento que para animarnos y esforzarnos que enviará a llamar a Juan Velázquez de León y al Diego de Ordás, que el uno dellos dijo estaba poblando en lo de Pánuco con trescientos soldados, y el otro en lo de Guazacualco con otros soldados, y no es ansí; porque luego que fuimos sobre México al socorro de Pedro de Alvarado, cesaron los conciertos que estaban hechos, que Juan Velázquez de León había de ir a lo de Pánuco y el Diego de Ordás a lo de Guazacualco, según más largamente lo tengo escrito en el capítulo pasado que sobre ello tengo hecha relación; porque estos dos capitanes fueron a México con nosotros al socorro de Pedro de Alvarado, y en aquella derrota el Juan Velázquez de León quedó muerto en las puentes, y el Diego de Ordás salió muy mal herido de tres heridas que le dieron en México, según ya lo tengo escrito cómo y cuándo y de qué arte pasó.

Por manera que el cronista Gómara, si como tiene buena retórica en lo que escribe, acertara a decir lo que pasó, muy bien fuera. También he estado mirando cuando dice en lo de la batalla de Otumba, que dice que si no fuera por la persona de Cortés que todos fuéramos vencidos, y que él solo fue el que la venció en el dar, como dio el encuentro al que traía el estandarte y seña de México. Ya he dicho, y lo torno ahora a decir, que a Cortés toda la honra se le debe, como bueno y esforzado capitán; mas sobre todo hemos de dar gracias a Dios, que él fue servido poner su divina misericordia, con que siempre nos ayudaba y sustentaba; y Cortés en tener tan esforzados y valerosos capitanes y valientes soldados como tenía; e después de Dios, nosotros le dábamos esfuerzo y rompíamos los escuadrones y le sustentábamos, para que con nuestra ayuda y de nuestros capitanes guerreasen de la manera que guerreamos, como en los capítulos pasados sobre ello dicho tengo; porque siempre andaban juntos con Cortés todos los capitanes por mí nombrados, y aun ahora los torno a nombrar, que fueron Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olí, Gonzalo de Sandoval, Francisco de Morla, Luis Marín, Francisco de Lugo y Gonzalo Domínguez, y otros muy buenos y valientes soldados que no alcanzábamos caballos; porque en aquel tiempo diez y seis caballos y yeguas fueron los que pasaron desde la isla de Cuba con Cortés, y no los había, aunque nos costaran a mil pesos; ¿y cómo el Gómara dice en su Historia que sólo la persona de Cortés fue el que venció lo de Otumba?, ¿por qué no declaró los heroicos hechos que estos nuestros capitanes y valerosos soldados hicimos en esta batalla? Así que, por estas causas tenemos por cierto que por ensalzar a Cortés le debieron de untar las manos, porque de nosotros no hace mención; si no, pregúnteselo a aquel muy esforzado soldado que se decía Cristóbal de Olea, cuántas veces se halló en ayudar a salvar la vida a Cortés, hasta que en las puentes cuando volvimos sobre México perdió la vida él y otros muchos soldados por le salvar.

Olvidádoseme había de otra vez que le salvó en lo de Suchimilco, que quedó mal herido el Olea; e para que bien se entienda esto que digo, uno fue Cristóbal de Olea y otro Cristóbal de Olí. También lo que dice el cronista en lo del encuentro con el caballo que dio al capitán mexicano y le hizo abatir la bandera, ansí es verdad; mas ya he dicho otra vez que un Juan de Salamanca, natural de la villa de Ontiveros, que después de ganado México fue alcalde mayor de Guazacualco, es el que le dio una lanzada y le mató y quitó el rico penacho que llevaba, y se le dio el Salamanca a Cortés; y su majestad, el tiempo andando, lo dio por armas al Salamanca; y esto he traído aquí a la memoria, no por dejar de ensalzar y tenerle en mucha estima a nuestro capitán Cortés; y débesele todo honor y prez e honra de todas las batallas e vencimientos hasta que ganamos esta Nueva-España, como se suele dar en Castilla a los muy nombrados capitanes, y como los romanos daban triunfos a Pompeyo y Julio César y a los Cipiones; más digno de loores es nuestro Cortés que no los romanos. También dice el mismo Gómara que Cortés mandó matar secretamente a Xicotenga «el mozo» en Tlascala por las traiciones que andaba concertando para nos matar, como antes he dicho. No pasa ansí como dice; que donde le mandó ahorcar fue en un pueblo junto a Tezcuco, como adelante diré sobre qué fue; y también dice este cronista que iban tantos millares de indios con nosotros a las entradas, que no tiene cuenta ni razón en tantos como pone; y también dice de las ciudades y pueblos y poblaciones que eran tantos millares de casas, no siendo la quinta parte; que si se suma todo lo que pone en su Historia, son más millones de hombres que en toda Castilla están poblados, y eso se le da poner mil que ochenta mil, y en esto se jacta, creyendo que va muy apacible su historia a los oyentes no diciendo lo que pasó; miren los curiosos lectores cuánto va de su historia a esta mi relación, en decir letra por letra lo acaecido, y no miren la retórica ni ornato; que ya cosa vista es que es más apacible que no ésta tan grosera mía; mas suple la verdad la falta de plática y corta retórica.

Dejemos ya de contar ni de traer a la memoria los borrones declarados, y cómo yo soy más obligado a decir la verdad de todo lo que pasa que no a lisonjas; y demás del daño que hizo con no ser bien informado, ha dado ocasión que el doctor Illescas y Pablo Jobio se sigan por sus palabras. Volvamos a nuestra historia, y digamos cómo acordamos ir sobre Tepeaca; y lo que pasó en la entrada diré adelante.
 
 
CapÍtulo CXXX
 
Cómo fuimos a la provincia de Tepeaca, y lo que en ella hicimos; y otras cosas que pasaron
Como Cortés había pedido a los caciques de Tlascala, ya otras veces por mí nombrados, cinco mil hombres de guerra para ir a correr y castigar los pueblos adonde habían muerto españoles, que era a Tepeaca y Cachula y Tecamachalco, que estaría de Tlascala seis o siete leguas, de muy entera voluntad tenían aparejados hasta cuatro mil indios; porque, si mucha voluntad teníamos nosotros de ir a aquellos pueblos, mucha más gana tenían el Mase. Escaci y Xicotenga, el viejo, porque les habían venido a robar unas estancias y tenían voluntad de enviar gente de guerra sobre ellos; y la causa fue esta: porque, como los mexicanos nos echaron de México, según y de la manera que dicho tengo en los capítulos pasados que sobre ello hablan, y supieron que en Tlascala nos habíamos recogido, y tuvieron por cierto que en estando sanos que habíamos de venir con el poder de Tlascala a correrles las tierras de los pueblos que más cercanos confinan con Tlascala; a este efecto enviaron a todas las provincias adonde sentían que habíamos de ir muchos escuadrones mexicanos de guerreros que estuviesen en guarda y guarniciones, y en Tepeaca estaba la mayor guarnición dellos.

Lo cual supo el Mase-Escaci y el Xicotenga, y aun se temían dellos. Pues ya que todos estábamos a punto, comenzamos a caminar; y en aquella jornada no llevamos artillería ni escopetas, porque todo quedó en las puentes; e ya que algunas escopetas escaparon, no teníamos pólvora; y fuimos con diez y siete de a caballo y seis ballestas y cuatrocientos y veinte soldados, los más de espada y rodela, y con obra de cuatro mil amigos de Tlascala y el bastimento para un día, porque las tierras adonde íbamos era muy poblado y bien abastecido de maíz y gallinas y perrillos de la tierra; y como lo teníamos de costumbre, nuestros corredores del campo adelante; y con muy buen concierto fuimos a dormir a obra de tres leguas de Tepeaca. E ya tenían alzado todo el fardaje de las estancias y población por donde pasamos, porque muy bien tuvieron noticia cómo íbamos a su pueblo; e porque ninguna cosa hiciésemos sino por buena orden y justificadamente, Cortés les envió a decir con seis indios de su pueblo de Tepeaca, que habíamos tomado en aquella estancia, que para aquel efecto los prendimos, e con cuatro de sus mujeres, cómo íbamos a su pueblo a saber e inquirir quién y cuántos se hallaron en la muerte de más de diez y ocho españoles que mataron sin causa ninguna, viniendo camino para México; y también veníamos a saber a qué causa tenían ahora nuevamente muchos escuadrones mexicanos, que con ellos habían ido a robar y saltear unas estancias de Tlascala, nuestros amigos; que les ruega que luego vengan de paz adonde estábamos para ser nuestros amigos, y que despidan de su pueblo a los mexicanos; si no, que iremos contra ellos como rebeldes y matadores y salteadores de caminos, y les castigaría a fuego y sangre y los daría por esclavos; y como fueron aquellos seis indios y cuatro mujeres del mismo pueblo, si muy fieras palabras les enviaron a decir, mucho más bravosa nos dieron la respuesta con los mismos seis indios y dos mexicanos que venían con ellos; porque muy bien conocido tenían de nosotros que a ningunos mensajeros que nos enviaban hacíamos ninguna demasía, sino antes darles algunas cuentas para atraerlos; y con estos que nos enviaron los de Tepeaca, fueron las palabras bravosas dichas por los capitanes mexicanos, como estaban victoriosos de lo de las puentes de México; y Cortés les mandó dar a cada mensajero una manta, y con ellos les tornó a requerir que viniesen a le ver y hablar y que no hubiesen miedo; e que pues ya los españoles que habían muerto no los podían dar vivos, que vengan ellos de paz y se les perdonará todos los muertos que mataron; y sobre ello se les escribió una carta; y aunque sabíamos que no la habían de entender, sino como veían papel de Castilla tenían por muy cierto que era cosa de mandamiento; y rogó a los dos mexicanos que venían con los de Tepeaca como mensajeros, que volviesen a traer la respuesta, y volvieron; y lo que dijeron era, que no pasásemos adelante y que nos volviésemos por donde veníamos, si no que otro día pensaban tener buenas hartazgas con nuestros cuerpos, mayores que las de México y sus puentes y la de Otumba; y como aquello vio Cortés comunicólo con todos nuestros capitanes y soldados, y fue acordado que se hiciese un auto por ante escribano que diese fe de todo lo pasado, y que se diesen por esclavos a todos los aliados de México que hubiesen muerto españoles, porque habiendo dado la obediencia a su majestad, se levantaron, y mataron sobre ochocientos y sesenta de los nuestros y sesenta caballos, y a los demás pueblos por salteadores de caminos y matadores de hombres; e hecho este auto, envióseles a hacer saber, amonestándolos y requiriendo con la paz; y ellos tornaron a decir que si luego no nos volvíamos, que saldrían a nos matar; y se apercibieron para ello, y nosotros lo mismo.

Otro día tuvimos en un llano una buena batalla con los mexicanos y tepeaqueños; y como el campo era labranzas de maíz e magüeyales, puesto que peleaban valerosamente los mexicanos, presto fueron desbaratados por los de a caballo, y los que no los teníamos no estábamos de espacio ¡pues ver a nuestros amigos de Tlascala tan animosos cómo peleaban con ellos y les siguieron el alcance! Allí hubo muertos de los mexicanos y de Tepeaca muchos, y de nuestros amigos de Tlascala tres, e hirieron dos caballos, el uno se murió, y también hirieron doce de nuestros soldados, mas no de suerte que peligró ninguno. Pues seguida la victoria, allegáronse muchas indias y muchachos que se tomaron por los campos y casas; que hombres no curábamos dellos, que los tlascaltecas los llevaban por esclavos. Pues como los de Tepeaca vieron que con el bravear que hacían los mexicanos que tenían en su pueblo y guarnición eran desbaratados, y ellos juntamente con ellos, acordaron que sin decirles cosa ninguna viniesen adonde estábamos; y los recibimos de paz y dieron la obediencia a su majestad, y echaron los mexicanos de sus casas, y nos fuimos nosotros al pueblo de Tepeaca, adonde se fundó una villa que se nombró la villa de Segura de la Frontera, porque estaba en el camino de la Villa-Rica, en una buena comarca de buenos pueblos sujetos a México, y había mucho maíz, y guardaban la raya nuestros amigos los de Tlascala; y allí se nombraron alcaldes y regidores, y se dio orden en cómo se corriese los rededores sujetos a México, en especial los pueblos adonde habían muerto españoles; y allí hicieron hacer el hierro con que se habían de herrar los que se tomaban por esclavos, que era una G.

que quiere decir guerra. Y desde la villa de Segura de la Frontera corrimos todos los rededores, que fue Cachula y Tecamachalco y el pueblo de las Guayaguas, y otros pueblos que no se me acuerda el nombre; y en lo de Cachula fue adonde habían muerto en los aposentos quince españoles; y en este de Cachula hubimos muchos esclavos: de manera que en obra de cuarenta días tuvimos aquellos pueblos pacíficos y castigados. Ya en aquella sazón habían alzado en México otro señor por rey, porque el señor que nos echó de México era fallecido de viruelas, y aquel señor que hicieron rey era un sobrino o pariente muy cercano del gran Montezuma, que se decía Guatemuz, mancebo de hasta veinte y cinco años, bien gentil hombre para ser indio, y muy esforzado; y se hizo temer de tal manera, que todos los suyos temblaban dél; y estaba casado con una hija de Montezuma, bien hermosa mujer para ser india; y como este Guatemuz, señor de México, supo cómo habíamos desbaratado los escuadrones de mexicanos que estaban en Tepeaca, y que habían dado la obediencia a su majestad del emperador Carlos V, y nos servían y daban de comer, y estábamos allí poblados; y temió que les correríamos lo de Guaxaca y otras provincias, y que a todos les atraeríamos a nuestra amistad, envió a sus mensajeros por todos los pueblos para que estuviesen muy alerta con todas sus armas, y a los caciques les daba joyas de oro, y a otros perdonaba los tributos; y sobre todo, mandaba ir muy grandes capitanes y guarniciones de gente de guerra para que mirasen no les entrásemos en sus tierras; y les enviaba a decir que peleasen muy reciamente con nosotros, no les acaeciese como en lo de Tepeaca e Cachula e Tecamachalco, que todos les habíamos hecho esclavos.

Y adonde más gente de guerra envió fue a Guacachula e Ozúcar que está de Tepeaca a donde estaba nuestra villa doce leguas. Para que bien se entiendan los hombres destos pueblos, un nombre es Cachula, otro nombre es Guacachula. Y dejaré de contar lo que en Guacachula se hizo, hasta su tiempo y lugar; y diré cómo en aquel tiempo e instante vinieron de la Villa-Rica mensajeros cómo había venido un navío de Cuba, y ciertos soldados en él.
 
 
CapÍtulo CXXXI
 
Cómo vino un navío de Cuba que enviaba Diego Velázquez, e venía en él por capitán. Pedro Barba, y la manera que el almirante que dejó nuestro Cortés por guarda de la mar tenía para los prender, y es desta manera
Pues como andábamos en aquella provincia de Tepeaca, castigando a los que fueron en la muerte de nuestros compañeros, que fueron diez y ocho los que mataron en aquellos pueblos, y atrayéndolos de paz, y de todos daban la obediencia a su majestad; vinieron cartas de la Villa-Rica cómo había venido un navío al puerto, y vino con él por capitán un hidalgo que se decía Pedro Barba, que era muy amigo de Cortés; y este Pedro Barba había estado por teniente del Diego Velázquez en la Habana, y traía trece soldados y un caballo y una yegua, porque el navío que traía era muy chico; y traía cartas para Pánfilo de Narváez, el capitán que Diego Velázquez había enviado contra nosotros, creyendo que estaba por él la Nueva-España, en que le enviaba a decir el Diego Velázquez que si acaso no había muerto a Cortés, que luego se le enviase preso a Cuba, para enviarle a Castilla: que así lo mandaba don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y arzobispo de Rosano, presidente de Indias, que luego fuese preso con otros de nuestros capitanes; porque el Diego Velázquez tenía por cierto que éramos desbaratados, o a lo menos que Narváez señoreaba la Nueva-España.

Pues como el Pedro Barba llegó al puerto con su navío y echó anclas, luego le fue a visitar y dar el bien venido el almirante de la mar que puso Cortés, el cual se decía Pedro Caballero o Juan Caballero, otras veces por mí nombrado, con un batel bien esquifado de marineros y armas encubiertas, y fue al navío de Pedro Barba; y después de hablar palabras de buen comedimiento: «qué tal viene vuestra merced», y quitar las gorras y abrazarse unos a otros, como se suele hacer, preguntó el Pedro Caballero por el señor Diego Velázquez, gobernador de Cuba, qué tal queda, y responde el Pedro Barba que bueno; y el Pedro Barba y los demás que consigo traían preguntan por el señor Pánfilo de Narváez, y cómo le va con Cortés; y responden que muy bien, e que Cortés anda huyendo y alzado con veinte de sus compañeros, e que Narváez está muy próspero e rico, y que la tierra es muy buena; y de plática en plática le dicen al Pedro Barba que allí junto estaba un pueblo, que desembarque e que se vayan a dormir y estar en él, que les traerán comida y lo que hubieren menester, que para solo aquello estaba señalado aquel pueblo; y tantas palabras les dicen, que en el batel y en otros que luego allí venían de los otros navíos que estaban surtos les sacaron en tierra, y cuando los vieron fuera del navío, y tenían copia de marineros junto con el almirante Pedro Caballero, dijeron al Pedro Barba: «Sed preso por el señor capitán Cortés, mi señor»; y así los prendieron, y quedaban espantados, y luego les sacaban del navío las velas y timón y agujas, y los enviaban adonde estábamos con Cortés en Tepeaca; por los cuales habíamos gran placer, con el socorro que venía en el mejor tiempo que podía ser; porque en aquellas entradas que he dicho que hacíamos, no eran tan en salvo, que muchos de nuestros soldados no quedábamos heridos, y otros adolecían del trabajo; porque, de sangre y polvo que estaba cuajado en las entrañas, no echábamos otra cosa del cuerpo y por la boca; como traíamos siempre las armas a cuestas, y no parar noches ni días; por manera que ya se habían muerto cinco de nuestros soldados de dolor de costado en obra de quince días.

También quiero decir que con este Pedro Barba vino un Francisco López, vecino y regidor que fue de Guatemala, y Cortés hacía mucha honra al Pedro Barba, y le hizo capitán de ballesteros, y dio nuevas que estaba otro navío chico en Cuba, que le quería enviar el Diego Velázquez con cazabe y bastimentos; el cual vino dende a ocho días, y venía en él por capitán un hidalgo natural de Medina del Campo, que se decía Rodrigo Morejón de Lobera, y traía consigo ocho soldados y seis ballestas y mucho hilo para cuerdas, e una yegua; y ni más ni menos que habían prendido al Pedro Barba, así hicieron a este Rodrigo de Morejón, y luego fueron a Segura de la Frontera, y con todos ellos nos alegramos, y Cortés les hacía mucha honra y les daba cargos; y gracias a Dios, ya nos íbamos fortaleciendo con soldados y ballestas y dos o tres caballos más. Y dejarlo he aquí, y volveré a decir lo que en Guacachula hacían los ejércitos mexicanos que estaban en frontera, y cómo los caciques de aquel pueblo vinieron secretamente a demandar favor a Cortés para echarlos de allí.
  
 
CapÍtulo CXXXII
 
Cómo los de Guacachula vinieron a demandar favor a Cortés sobre que los ejércitos mexicanos los trataban mal y los robaban, y lo que sobre ello se hizo
Ya he dicho que Guatemuz, señor que nuevamente era alzado por rey de México, enviaba grandes guarniciones a sus fronteras; en especial envió una muy poderosa y de mucha copia de guerreros a Guacachula, y otra a Ozúcar, que estaba dos o tres lenguas de Guacachula; porque bien temió que por allí le habíamos de correr las tierras y pueblos sujetos a México; y parece ser que, como envió tanta multitud de guerreros y como tenían nuevo señor, hacían muchos robos y fuerzas a los naturales de aquellos pueblos adonde estaban aposentados, y tantas, que no les podían sufrir los de aquella provincia, porque decían que les robaban las mantas y maíz y gallinas y joyas de oro, y sobre todo, las hijas y mujeres si eran hermosas, y que las forzaban delante de sus maridos y padres y parientes.

Como oyeron decir que los del pueblo de Cholula estaban todos muy de paz y sosegados después que los mexicanos no estaban en él, y ahora asimismo en lo de Tepeaca y Tecamachalco y Cachula, a esta causa vinieron cuatro principales muy secretamente de aquel pueblo, por mí otras veces nombrado, y dicen a Cortés que envíe teules y caballos a quitar aquellos robos y agravios que les hacían los mexicanos, e que todos los de aquel pueblo y otros comarcanos nos ayudarían para que matásemos a los escuadrones mexicanos; y de que Cortés lo oyó, luego propuso que fuese por capitán Cristóbal de Olí con todos los más de a caballo y ballesteros y con gran copia de tlascaltecas; porque con la ganancia que los de Tlascala habían llevado de Tepeaca, habían venido a nuestro real e villa muchos tlascaltecas; y nombró Cortés para ir con el Cristóbal de Olí a ciertos capitanes de los que habían venido con Narváez; por manera que llevaba en su compañía sobre trescientos soldados y todos los mejores caballos que teníamos. E yendo que iba con todos sus compañeros camino de aquella provincia, pareció ser que en el camino dijeron ciertos indios a los de Narváez cómo estaban todos los campos y casas llenas de gente de guerra de mexicanos, mucho más que los de Otumba, y que estaba allí con ellos el Guatemuz, señor de México; y tantas cosas dicen que les dijeron, que atemorizaron a los de Narváez; y como no tenían buena voluntad de ir a entradas ni ver guerras, sino volverse a su isla de Cuba, y como habían escapado de la de México y calzadas y puentes y la de Otumba, no se querían ver en otra como lo pasado; y sobre ello dijeron los de Narváez tantas cosas al Cristóbal de Olí, que no pasase adelante, sino que se volviese, y que mirase no fuese peor esta guerra que las pasadas, donde perdiesen las vidas; y tantos inconvenientes le dijeron, y dábanle a entender que si el Cristóbal de Olí quería ir, que fuese en buen hora, que muchos dellos no querían pasar adelante; de modo que, por muy esforzado que era el capitán que llevaban, aunque les decía que no era cosa volver, sino ir adelante, que buenos caballos llevaban y mucha gente, y que si volviesen un paso atrás que los indios los tendrían en poco, e que en tierra llana era, y que no quería volver, sino ir adelante; y para ello, de nuestros soldados de Cortés le ayudaban a decir que se volviese, y que en otras entradas y guerras peligrosas se habían visto, e que, gracias a Dios, habían tenido victoria, no aprovechó cosa ninguna con cuanto les decían; sino por vía de ruegos le trastornaron su seso, que volviesen y que desde Cholula escribiesen a Cortés sobre el caso; y así, se volvió; y de que Cortés lo supo, se enojó, y envió a Cristóbal de Olí otros dos ballesteros, y les escribió que se maravillaba de su buen esfuerzo y valentía, que por palabras de ninguno dejase de ir a una cosa señalada como aquella; y de que el Cristóbal de Olí vio la carta, hacía bramuras de enojo, y dijo a los que tal le aconsejaron que por su causa había caído en falta.

Y luego, sin más determinación, les mandó fuesen con él, e que el que no quisiese ir, que se volviese al real por cobarde, que Cortés le castigaría en llegando; y como iba hecho un bravo león de enojo con su gente camino de Guacachula, antes que llegasen con una legua, le salieron a decir los caciques de aquel pueblo la manera y arte que estaban los de Culúa, y cómo había de dar en ellos, y de qué manera había de ser ayudado; y como lo hubieron entendido, apercibió los de a caballo y ballesteros y soldados y, según y de la manera que tenían en el concierto, da en los de Culúa; y puesto que pelearon muy bien por un buen rato, y le hirieron ciertos soldados y mataron dos caballos e hirieron otros ocho en unas fuerzas y albarradas que estaban en aquel pueblo; en obra de una hora estaban ya puestos en huida todos los mexicanos; y dicen que nuestros tlascaltecas que lo hicieron muy varonilmente, que mataban y prendían muchos dellos, y como les ayudaban todos los de aquel pueblo y provincia, hicieron muy grande estrago en los mexicanos, que presto procuraron retraerse e hacerse fuertes en otro gran pueblo que se dice Ozúcar, donde estaban otras muy grandes guarniciones de mexicanos, y estaban en gran fortaleza; y quebraron una puente porque no pudiesen pasar caballos. Ni el Cristóbal de Olí; porque, como he dicho, andaba enojado, hecho un tigre, y no tardó mucho en aquel pueblo; que luego se fue a Ozúcar con todos los que le pudieron seguir, y con los amigos de Guacachula pasé el río y dio en los escuadrones mexicanos, que de presto los venció, y allí le mataron dos caballos, y a él le dieron dos heridas, y una en el muslo, y el caballo muy bien herido, y estuvo en Ozúcar dos días.

Y como todos los mexicanos fueron desbaratados, luego vinieron los caciques y señores de aquel pueblo y de otros comarcanos a demandar paz, y se dieron por vasallos de nuestro rey y señor; y como todo fue pacifico, se fue con todos sus soldados a nuestra villa de la Frontera. Y porque yo no fui en esta entrada, digo en esta relación que «dicen que pasó lo que he dicho»; y nuestro Cortés le salió a recibir, y todos nosotros, y hubimos mucho placer, y reíamos de cómo le habían convocado a que se volviese, y el Cristóbal de Olí también reía, y decía que mucho más cuidado tenían algunos de sus minas y de Cuba que no de las armas, y que juraba a Dios que no le acaeciese llevar consigo, si a otra entrada fuese, sino de los pobres soldados de los de Cortés, y no de los ricos que venían de Narváez, que querían mandar más que no él. Dejemos de platicar más desto, y digamos cómo el cronista Gómara dice en su Historia que por no entender bien el Cristóbal de Olí a los naguatatos e intérpretes se volvían del camino de Guacachula, creyendo que era trato doble contra nosotros; y no fue ansí como dice, sino que los más principales capitanes de los de Narváez, como les decían otros indios que estaban grandes escuadrones de mexicanos juntos y más que en lo de México y Otumba, y que con ellos estaba el señor de México, que se decía Guatemuz, que entonces le habían alzado por rey, y habían escapado de la Mazagatos, como dice el refrán, tuvieron gran temor de entrar en aquellas batallas, y por esta causa convocaron al Cristóbal de Olí que se volviese, y aunque todavía porfiaba de ir adelante, esta es la verdad.

Y también dice que fue el mismo Cortés a aquella guerra cuando el Cristóbal de Olí volvía; no fue ansí, que el mismo Cristóbal de Olí, maestre de campo, es el que fue, como dicho tengo. También dice dos veces que los que informaron a los de Narváez cómo estaban los muchos millares de indios juntos, que fueron los de Guaxocingo, cuando pasaban por aquel pueblo. También digo que se engañó, porque claro está que para ir desde Tepeaca a Cachula no habían de volver atrás por Guaxocingo, que era ir, como si estuviésemos ahora en Medina del Campo, y para ir a Salamanca tomar el camino por Valladolid; no es más lo uno en comparación de lo otro, así que muy desatinado anda el cronista. Y si todo lo que escribe de otras crónicas de España es de esta manera, yo las maldigo como cosa de patrañas y mentiras, puesto que por más lindo estilo lo diga. Y dejemos ya esta materia, y digamos lo que más en aquel instante aconteció, e fue que vino un navío al puerto del peñol del nombre feo, que se decía el tal de Bernal, junto a la Villa-Rica, que venía de lo de Pánuco, que era de los que enviaba Garay, y venía en él por capitán uno que se decía Camargo, y lo que pasó adelante diré.
  
 
CapÍtulo CXXXIII
 
Cómo aportó al peñol y puerto que está junto a la Villa-Rica un navío de los de Francisco Garay, que había enviado a poblar el río Pánuco, y lo que sobre ello más pasó
Estando que estábamos en Segura de la Frontera, de la manera que en mi relación habrán oído, vinieron cartas a Cortés cómo había aportado un navío de los que el Francisco de Garay había enviado a poblar a Pánuco, e que venía por capitán uno que se decía fulano Camargo, y traía sobre sesenta soldados, y todos dolientes y muy amarillos e hinchadas las barrigas, y que habían dicho que otro capitán que el Garay había enviado a poblar a Pánuco, que se decía fulano álvarez Pinedo, que los indios del Pánuco lo habían muerto, y a todos los soldados y caballos que había enviado a aquella provincia, y que los navíos se los habían quemado; y que este Camargo, viendo el mal suceso, se embarcó con los soldados que dicho tengo, y se vino a socorrer a aquel puerto, porque bien tenía noticia que estábamos poblados allí, y a causa que por sustentar las guerras con los indios no tenían qué comer, y venían muy flacos y amarillos e hinchados; y más dijeron, que el capitán Camargo había sido fraile dominico, e que había hecho profesión; los cuales soldados, con su capitán, se fueron luego su poco a poco a la villa de la Frontera, porque no podían andar a pie de flacos; y cuando Cortés los vio tan hinchados y amarillos, que no eran para pelear, harto teníamos que curar en ellos; al Carmargo hizo mucha honra y a todos los soldados, y tengo que el Camargo murió luego, que no me acuerdo bien qué se hizo, y también se murieron muchos soldados; y entonces por burlar les llamamos y pusimos por nombre los panciverdes, porque traían las colores de muertos y las barrigas muy hinchadas; y por no me detener en contar cada cosa en qué tiempo y lugar acontecían, pues eran todos los navíos que en aquel tiempo venían a la Villa-Rica del Garay, y puesto que se vinieron los unos de los otros un mes delanteros, hagamos cuenta que todos aportaron a aquel puerto, ahora sea un mes antes los unos que los otros; y esto digo Porque vino un Miguel Díaz de Auz, aragonés, por capitán de Francisco de Garay, el cual le enviaba para socorro al capitán fulano álvarez Pinedo, que creía que estaba en Pánuco; y como llegó al puerto del Pánuco, y no halló ni pelo de la armada de Garay, luego entendió por lo que vido que le habían muerto; porque al Miguel Díaz le dieron guerra, luego que llegó con un navío, los indios de aquella provincia, y por aquel efecto vino a aquel nuestro puerto y desembarcó sus soldados que eran más de cincuenta, y más siete caballos, y se fue luego para donde estábamos con Cortés; y este fue el mejor socorro y al mejor tiempo que le habíamos menester.

Y para que bien sepan quién fue este Miguel Díaz de Auz, digo yo que sirvió muy bien a su majestad en todo lo que se ofreció en las guerras y conquistas de la Nueva-España, y este fue el que trajo pleito, después de ganada la Nueva-España, con un cuñado de Cortés, que se decía Andrés de Barrios, natural de Sevilla que llamábamos «el danzador», sobre el pleito de la mitad de Mestitán. Y este Miguel de Auz fue el que en el real consejo de Indias, en el año de mil y quinientos y cuarenta y uno, dijo que unos daba favor e indios, por bien bailar y danzar, y otros les quitaba sus haciendas, porque habían bien servido a su majestad peleando; aqueste es el que dijo que por ser cuñado de Cortés le dio los indios que no merecía, estando comiendo en Sevilla buñuelos, y los dejaba de dar a quien su majestad mandaba; aqueste es el que claramente dijo otras cosas acerca de que no hacían justicia ni lo que su majestad los manda; e más dijo otras cosas que querían remedar al villano de nombre Abubio, de que se iban enojando los señores que mandaban en el real consejo de Indias, que era presidente el reverendísimo fray García de Loaysa, arzobispo que fue de Sevilla, e oidores el obispo de Lugo y el licenciado Gutierre Velázquez y el doctor Bernal Díaz de Luco y el doctor Beltrán. Volvamos a nuestro cuento: y entonces el Miguel Díaz de Auz, desque hubo hablado lo que quiso, tendió la capa en el suelo y puso la daga sobre el pecho, estando tendido en ella de espaldas, e dijo, vuestra alteza me mande degollar con esta daga, si no es verdad lo que digo; e si es verdad haced recta justicia.

Entonces el presidente le mandó levantar y dijo que no estaban allí para matar a ninguno, sino para hacer justicia, e que fue mal mirado en lo que dijo, y que se saliese fuera y que no dijese más desacatos, si no que le castigaría. Y lo que proveyeron sobre su pleito de Mestitán, que le den a parte de lo que rentare, que son más de dos mil y quinientos pesos de su parte, con tal que no entre en el pueblo por dos años, porque en lo que le acusaban era que había muerto ciertos indios en aquel pueblo y en otros que había tenido. Dejemos de hablar desto, y digamos que desde a pocos días que Miguel Díaz de Auz había venido a aquel puerto de la manera que dicho tengo, aportó luego otro navío que enviaba el mismo Garay en ayuda y socorro de su armada, creyendo que todos estaban buenos y sanos en el río de Pánuco, y venía en él por capitán un viejo que se decía Ramírez, e ya era hombre anciano, y a esta causa le llamamos Ramírez «el viejo», porque había en nuestro real dos Ramírez, y traía sobre cuarenta soldados y diez caballos e yeguas, y ballesteros y otras armas; y el Francisco de Garay no hacía sino echar un virote sobre otro en socorro de su armada, y en todo le socorría la buena fortuna a Cortés, y a nosotros era de gran ayuda; y todos estos de Garay que dicho tengo fueron a Tepeaca, adonde estábamos; y porque los soldados que traía Miguel Díaz de Auz venían muy recios y gordos, les pusimos por nombre «los de los lomos recios», y los que traía el viejo Ramírez traían unas armas de algodón de tanto gordor, que no las pasara ninguna flecha, y pensaban mucho, y pusímosles por nombre «los de las albardillas»; y cuando fueron los capitanes que dicho tengo delante de Cortés les hizo mucha honra.

Dejemos de contar de los socorros que teníamos de Garay, que fueron buenos, y digamos cómo Cortés envió a Gonzalo de Sandoval a una entrada a unos pueblos que se dizen Xalacingo y Zacatami.
  
 
CapÍtulo CXXXIV
 
Cómo envió Cortés a Gonzalo de Sandoval a pacificar los pueblos de Xalacingo y Zacatami, y llevó doscientos soldados y veinte de a caballo y doce ballesteros, y para que supiese que españoles mataron en ellos, y que mirase qué armas les habían tomado y qué tierra era, y les demandase el oro que robaron, y de lo que más en ello pasó
Como ya Cortés tenía copia de soldados y caballos y ballestas, e se iba fortaleciendo con los dos navichuelos que envió Diego Velázquez, y envió en ellos por capitanes a Pedro Barba y Rodrigo de Morejón de Lobera, y trajeron en ellos sobre veinte y cinco soldados, y dos caballos y una yegua, y luego vinieron los tres navíos de los de Garay, que fue el primero capitán que vino, Camargo, y el segundo Miguel Díaz de Auz, y el postrero Ramírez el viejo, y traían, entre todos estos capitanes que he nombrado, sobre ciento y veinte soldados, y diez y siete caballos e yeguas, e las yeguas eran de juego y de carrera. Y Cortés tuvo noticia de que en unos pueblos que se dicen Zacatami y Xalacingo, y en otros sus comarcanos, habían muerto muchos soldados de los de Narváez que venían camino de México, e asimismo que en aquellos pueblos habían muerto y robado el oro a un Juan de Alcántara e a otros dos vecinos de la Villa-Rica, que era lo que les había cabido de las partes a todos los vecinos que quedaban en la misma villa, según más largo lo he escrito en el capítulo que dello trata; y envió Cortés para hacer aquella entrada por capitán a Gonzalo de Sandoval, que era alguacil mayor, y muy esforzado y de buenos consejos, y llevó consigo doscientos soldados, todos los más de los nuestros de Cortés, y veinte de a caballo e doce ballesteros y buena copia de tlascaltecas; y antes que llegase a aquellos pueblos supo que estaban todos puestos en armas, y juntamente tenían consigo guarniciones de mexicanos, e que se habían muy bien fortalecido con albarradas y pertrechos: porque bien habían entendido que por las muertes de los españoles que habían muerto, que luego habíamos de ser contra ellos para los castigar, como a los de Tepeaca y Cachula y Tecamachalco; y Sandoval ordenó muy bien sus escuadrones y ballesteros, y mandó a los de a caballo como y de qué manera habían de ir y romper; y primero que entrasen en su tierra les envió mensajeros a decirles que viniesen de paz y que diesen el oro y armas que habían robado, e que la muerte de los españoles se les perdonaría.

Y a esto de les enviar mensajeros a decirles que viniesen de paz fueron tres o cuatro veces, y la respuesta que les enviaban: era que si allá iban, que como habían muerto e comido los teules que les demandaban, que ansí harían al capitán y a todos los que llevaba; por manera que no aprovechaban mensajes; y otra vez les tornó a enviar a decir que él les haría esclavos por traidores y salteadores de caminos y que se aparejasen a defender; y fue Sandoval con sus compañeros y les entró por dos partes; que puesto que peleaban muy bien todos los mexicanos y los naturales de aquellos pueblos, sin más referir lo que allí en aquellas batallas pasó, los desbarató; y fueron huyendo todos los mexicanos y caciques de aquellos pueblos, y siguió el alcance y se prendieron muchas gentes menudas; que de los indios no se curaban, por no tener qué guardar; y hallaron en unos cues de aquel pueblo muchos vestidos y armas y frenos de caballos y dos sillas, y otras muchas cosas de la jineta, que habían presentado a sus ídolos. Y acordó Sandoval de estar allí tres días, y vinieron los caciques de aquellos pueblos a pedir perdón y a dar la obediencia a su majestad cesárea; y Sandoval les dijo que diesen el oro que habían robado a los españoles que mataron e que luego les perdonaría; y respondieron que el oro, que los mexicanos lo hubieron y que lo enviaron al señor de México que entonces habían alzado por rey, y que no tenían ninguno; por manera que en cuanto el perdón, que fuesen adonde estaba el Malinche, e que él les hablaría e perdonaría; y ansí, se volvió con una buena presa de mujeres y muchachos, que echaron el hierro por esclavos.

Y Cortés se holgó mucho cuando le vio venir bueno y sano, puesto que traía cosa de ocho soldados mal heridos y tres caballos menos, y aun el Sandoval traía un flechazo. E yo no fui en esta entrada, que estaba muy malo de calenturas y echaba sangre por la boca; e gracias a Dios, estuve bueno porque me sangraron muchas veces. E como Gonzalo de Sandoval había dicho a los caciques de Xalacingo e Zacatami que viniesen a Cortés a demandar paces, no solamente vinieron aquellos pueblos solos, sino también otros muchos de la comarca, y todos dieron la obediencia a su majestad, y traían de comer a aquella villa adonde estábamos. E fue aquella entrada que hizo de mucho provecho, y se pacificó toda la tierra; y dende en adelante tenía Cortés tanta fama en todos los pueblos de la Nueva-España, lo uno de muy justificado y lo otro de muy esforzado, que a todos ponía temor, y muy mayor a Guatemuz, el señor y rey nuevamente alzado en México. Y tanta era la autoridad, ser y mando que había cobrado nuestro Cortés, que venían ante él pleitos de indios de lejas tierras, en especial sobre cosas de cacicazgos y señoríos; que, como en aquel tiempo anduvo la viruela tan común en la Nueva-España, fallecían muchos caciques; y sobre a quién le pertenecía el cacicazgo, y ser señor; y partir tierras o vasallos o bienes venían a nuestro Cortés, como a señor absoluto de toda la tierra, para que por su mano e autoridad alzase por señor a quien le pertenecía. Y en aquel tiempo vinieron del pueblo de Ozúcar y Guacachula, otras veces ya por mí nombrado; porque en Ozúcar estaba casada una parienta muy cercana de Montezuma con el señor de aquel pueblo, y tenían un hijo que decían era sobrino del Montezuma, e según parece, heredaba el señorío, e otros decían que le pertenecía a otro señor, y sobre ello tuvieron muy grandes diferencias, y vinieron a Cortés, y mandó que le heredase el pariente de Montezuma, y luego cumplieron su mandato; e ansí vinieron de otros muchos pueblos de a la redonda sobre pleitos, y a cada uno mandaba dar sus tierras y vasallos, según sentía por derecho que les pertenecía.

Y en aquella sazón también tuvo noticia Cortés que en un pueblo que estaba de allí seis leguas, que se decía Zocotlan, y le pusimos por nombre Castilblanco (como ya otras veces he dicho, dando la causa por qué se le puso este nombre), habían muerto nueve españoles, envió al mismo Gonzalo de Sandoval para que los castigase y los trajese de paz, y fue allá con treinta y cinco escopeteros, y muchos tlascaltecas, que siempre se mostraron muy aficionados y eran buenos guerreros. Y después de hechos sus requerimientos y protestaciones, que hubieron y les enviaron a decir otras muchas cosas de cumplimientos con cinco indios principales de Tepeaca, y si no venían que les daría guerra y haría esclavos. Y pareció ser estaban en aquel pueblo otros escuadrones de mexicanos en su guarda y amparo, y respondieron que señor tenían, que era Guatemuz; que no habían menester ni venir ni ir a llamado de otro señor; que si allá fuesen, que en el camino les hallarían, que no se les habían ahora fallecido las fuerzas menos que las tenían en México y puentes y calzadas, e que ya sabían a que tanto llegaban nuestras valentías. Y cuando aquello oyó Sandoval, puesta muy en orden su gente cómo había de pelear, y los de a caballo y escopeteros y ballesteros, mandó a los tlascaltecas que no se metiesen en los enemigos al principio, porque no estorbasen a los caballos y porque no corriesen peligro, o hiriesen algunos dellos con las ballestas y escopetas o los atropellasen con los caballos, hasta haber rompido los escuadrones, y cuando los hubiesen desbaratado, que prendiesen a los mexicanos y siguiesen el alcance; y luego comenzó a caminar hacia el pueblo, y salen al camino y encuentro dos escuadrones de guerreros junto a unas fuerzas y barrancas, y allí estuvieron fuertes un rato; y con las ballestas y escopetas les hacían mucho mal, por manera que tuvo Sandoval lugar de pasar aquella fuerza e albarradas con los caballos; y aunque le hirieron nueve caballos, y uno murió, y también le hirieron cuatro soldados, como se vio fuera del mal paso e tuvo lugar por donde corriesen los caballos, y aunque no era buena tierra ni llano, que había muchas piedras, da tras los escuadrones, rompiendo por ellos, que los llevó hasta el mismo pueblo, adonde estaba un gran patio, y allí tenían otra fuerza y unos cues, adonde se tornaron a hacer fuertes; y puesto que peleaban muy bravosamente, todavía los venció, y mató hasta siete indios, porque estaban en malos pasos; y los tlascaltecas no habían menester mandarles que siguiesen el alcance, que con la ganancia, como eran guerreros, ellos tenían el cargo, especialmente como sus tierras no estaban lejos de aquel pueblo.

Allí se hubieron muchas mujeres y gente menuda, y estuvo allí el Gonzalo de Sandoval dos días, y envió a llamar los caciques de aquel pueblo con unos principales de Tepeaca que iban en su compañía, y vinieron, y demandaron perdón de la muerte de los españoles; y Sandoval les dijo que si daban las ropas y hacienda que robaron de los que mataron, que se les perdonaría, y respondieron que todo lo habían quemado y que no tenían ninguna cosa, y que los que mataron, que los más dellos habían ya comido, y que cinco teules enviaron vivos a Guatemuz, su señor, y que ya habían pagado la pena con los que ahora les habían muerto en el campo y en el pueblo; que les perdonase, que llevarían muy bien de comer y abastecerían la villa donde estaba Malinche. Y como el Gonzalo de Sandoval vio que no se podía hacer más, les perdonó, y allí se ofrecieron de servir bien en lo que les mandasen; y con este recaudo se fue a la villa, y fue bien recibido de Cortés y de todos los del real. Donde dejaré de hablar más en ello, y digamos cómo se herraron todos los esclavos que se habían habido en aquellos pueblos y provincia, y lo que sobre ello se hizo.
 
 
CapÍtulo CXXXV
 
Cómo se recogieron todas las mujeres y esclavos de todo nuestro real que habíamos habido en aquello de Tepeaca y Cachula, Tecamachalco y en Castilblanco y en sus tierras, para que se herrasen con el hierro en nombre de su majestad, y lo que sobre ello pasó
Como Gonzalo de Sandoval hubo llegado a la villa de Segura de la Frontera, de hacer aquellas entradas que ya he dicho, y en aquella provincia todos los teníamos ya pacíficos, y no teníamos por entonces dónde ir a entrar, porque todos los pueblos de los rededores habían dado la obediencia a su majestad, acordó Cortés, con los oficiales del rey, que se herrasen las piezas y esclavos que se habían habido, para sacar su quinto, después que se hubiese primero sacado el de su majestad, y para ello mandé dar pregones en el real e villa que todos los soldados llevásemos a una casa que estaba señalada para aquel efecto a herrar todas las piezas que tuviesen recogidas, y dieron de plazo aquel día que se pregonó y otro; y todos ocurrimos con todas las indias, muchachas y muchachos que habíamos habido; que de hombres de edad no nos curábamos dello, que eran malos de guardar, y no habíamos menester su servicio, teniendo a nuestros amigos los tlascaltecas.

Pues ya juntas todas las piezas, y hecho el hierro, que era una G como ésta, que quería decir guerra, cuando no nos catamos, apartan el real quinto, y luego sacan otro quinto para Cortés; y demás desto, la noche antes, cuando metimos las piezas, como he dicho, en aquella casa, habían ya escondido y tomado las mejores indias, que no pareció allí ninguna buena, y al tiempo del repartir dábannos las viejas y ruines; y sobre esto hubo muy grandes murmuraciones contra Cortés y de los que mandaban hurtar y esconder las buenas indias; y de tal manera se lo dijeron al mismo Cortés soldados de los de Narváez, que juraban a Dios que no habían visto tal, haber dos reyes en la tierra de nuestro rey y señor y sacar dos quintos; y uno de los soldados que se lo dijeron fue un Juan Bono de Quejo; y más dijo, que no estarían en tal tierra, y que lo harían saber en Castilla a su majestad y a los de su real consejo de Indias. Y también dijo a Cortés otro soldado muy claramente que no bastó repartir el oro que se había habido en México de la manera que lo repartió, y que cuando estaba repartiendo las partes decía que eran trescientos mil pesos los que se habían allegado, y que cuando salimos huyendo de México mandó tomar por testimonio que quedaban más de setecientos mil, y que ahora el pobre soldado que había echado los bofes y estaba lleno de heridas por haber una buena india, y les habían dado enaguas y camisas, había tomado y escondido las tales indias, y que cuando dieron el pregón para que se llevasen a herrar, que creyeron que a cada soldado volverían sus piezas y que apreciarían qué tantos pesos valían, y que como las apreciasen pagasen el quinto a su majestad, y que no habría más quinto para Cortés; y decían otras murmuraciones peores que estas.

Y como Cortés aquello vio, con palabras algo blandas dijo que juraba en su conciencia, (que aquesto tenía costumbre de jurar) que de allí adelante no sería ni se haría de aquella manera, sino que buenas o malas indias, sacarlas al almoneda, y la buena que se vendería por tal, y la que no lo fuese por menos precio, y de aquella manera no tendrían que reñir con él. Y puesto que allí en Tepeaca no se hicieron más esclavos, mas después en lo de Tezcuco casi fue desta manera, como adelante diré. Y dejaré de hablar en esta materia, y digamos otra cosa casi peor que esto de los esclavos, y es que ya he dicho en el capítulo que dello habla, cuando la triste noche que salimos de México huyendo, como quedaban en la sala donde posaba Cortés muchas barras de oro perdido, que no lo podían sacar, más de lo que cargaron en la yegua y caballos y muchos tlascaltecas, y lo que hurtaron los amigos y otros soldados que cargaron dello; y como lo demás se quedaba perdido en poder de los mexicanos, Cortés dijo delante de un escribano del rey que cualquiera que quisiese sacar oro de lo que allí quedaba, que se lo llevase mucho en buena hora por suyo, como se había de perder; y muchos soldados de los de Narváez cargaron dello, y asimismo algunos de los nuestros, y por sacarlo perdieron muchos dellos las vidas, y los que escaparon con la presa que traían, habían estado en gran riesgo de morir y salieron llenos de heridas. Y como en nuestro real y villa de Segura de la Frontera, que así se llamaba, alcanzó Cortés a saber que había muchas barras de oro, y que andaban en el juego, y como dice el refrán que «el oro y amores son malos de encubrir», mandó dar un pregón, so graves penas, que traigan a manifestar el oro que sacaron, y que les dará la tercia parte dello, y si no lo traen, que se lo tomará todo; y muchos soldados de los que lo tenían no lo quisieron dar, y a algunos se lo tomó Cortés como prestado, y más por fuerza que por grado; y como todos los más capitanes tenían oro, y aun los oficiales del rey muy mejor, que hicieron sacos dello, se calló lo del pregón, que no se habló en ello; mas pareció muy mal esto que mandó Cortés.

Dejémoslo ya de más declarar, y digamos cómo todos los más capitanes y personas principales de los que pasaron con Narváez demandaron licencia a Cortés para se volver a Cuba, y Cortés se la dio, y lo que más acaeció.
 
 
CapÍtulo CXXXVI
 
Cómo demandaron licencia a Cortés los capitanes y personas más principales de los que Narváez había traído en su compañía para se volver a la isla de Cuba, y Cortés se la dio y se fueron. Y de cómo despachó Cortés embajadores para Castilla y para Santo Domingo y Jamaica, y lo que sobre cada cosa acaeció
Como vieron los capitanes de Narváez que ya teníamos socorros, así de los que vinieron de Cuba como los de Jamaica que había enviado Francisco de Garay para su armada, según lo tengo declarado en el capítulo que dello habla, y vieron que los pueblos de la provincia de Tepeaca estaban pacíficos, después de muchas palabras que a Cortés dijeron, con grandes ofertas y ruegos le suplicaron que les diese licencia para se volver a la isla de Cuba, pues se lo había prometido, y luego Cortés se la dio, y les prometió que si volvía a ganar la Nueva-España y ciudad de México, que al Andrés de Duero, su compañero, que le daría mucho más oro que le había de antes dado; y así hizo otras ofertas a los demás capitanes, en especial a Agustín Bermúdez, y les mandó dar matalotaje que en aquella sazón había, que era maíz y perrillos salados y algunas gallinas, y un navío de los mejores, y escribió Cortés a su mujer Catalina Juárez la Marcaida y a Juan Núñez, su cuñado, que en aquella sazón vivía en la isla de Cuba, y les envió ciertas barras y joyas de oro, y les hizo saber todas las desgracias y trabajos que nos habían acaecido, y cómo nos echaron de México.

Dejemos esto, y digamos las personas que pidieron la licencia para se volver a Cuba, que todavía iban ricos, y fueron Andrés de Duero y Agustín Bermúdez, y Juan Bono de Quejo y Bernardino de Quesada, y Francisco Velázquez «el corcovado», pariente del Diego Velázquez el gobernador de Cuba, y Gonzalo Carrasco el que vive en la Puebla, que después se volvió a esta Nueva-España, y un Melchor de Velasco, que fue vecino de Guatemala, y un Jiménez que vive en Guajaca, que fue por sus hijos, y el comendador León de Cervantes, que fue por sus hijas, que después de ganado México las casó muy honradamente: y se fue uno que se decía Maldonado, natural de Medellín, que estaba doliente; no digo Maldonado el que fue marido de doña María del Rincón, ni por Maldonado «el ancho», ni otro Maldonado que se decía álvaro Maldonado «el fiero», que fue casado con una señora que se decía María Arias; y también se fue un Vargas, vecino de la Trinidad, que le llamaban en Cuba, Vargas «el galán»; no digo el Vargas que fue suegro de Cristóbal Lobo, vecino que fue de Guatemala; y se fue un soldado de los de Cortés, que se decía Cárdenas, piloto; aquel Cárdenas fue el que dijo a un su compañero, ¿qué cómo podíamos reposar los soldados teniendo dos reyes en esta Nueva-España? Este fue a quien Cortés dio trescientos pesos para que se fuese con su mujer e hijos. Y por excusar prolijidad de ponerlos todos por memoria, se fueron otros muchos que no me acuerdo bien sus nombres; y cuando Cortés les dio la licencia, dijimos que para qué se la daba, pues que éramos pocos los que quedábamos; y respondió que por excusar escándalos e importunaciones, y que ya veíamos que para la guerra algunos de los que se volvían a Cuba no lo eran, y que «valía más estar solos que mal acompañados», y para los despachar del puerto envió Cortés a Pedro de Alvarado; y en habiéndolos embarcado, le mandó que se volviese luego a la villa.

Y digamos ahora que también envió a Castilla a Diego de Ordás y a Alonso de Mendoza, natural de Medellín o de Cáceres, con ciertos recaudos de Cortés, que yo no sé otros que se llevase nuestros, ni nos dio parte de cosa de los negocios que enviaba a tratar con su majestad, ni lo que pasó en Castilla yo no lo alcancé a saber, salvo que a boca llena decía el obispo de Burgos delante del Diego de Ordás que así Cortés como todos los soldados que pasamos con él éramos malos y traidores, puesto que el Ordás sé cierto respondía muy bien por todos nosotros; y entonces le dieron al Ordás una encomienda de señor Santiago, y por armas el volcán que está entre Guaxocingo y cerca de Cholula; y lo que negoció adelante lo diré, según lo supimos por carta. Dejemos esto aparte, y diré cómo Cortés envió a Alonso de Ávila, que era capitán y contador desta Nueva-España, y juntamente con él envió otro hidalgo que se decía Francisco álvarez Chico, que era hombre que entendía de negocios; y mandó que fuesen con otro navío para la isla de Santo Domingo, a hacer relación de todo lo acaecido a la real audiencia que en ella residía, y a los frailes jerónimos que estaban por gobernadores de todas las islas, que tuviesen por bueno lo que habíamos hecho en las conquistas y el desbarate de Narváez, y cómo había hecho esclavos en los pueblos que habían muerto españoles y se habían quitado de la obediencia que habían dado a nuestro rey y señor, y que así se entendía hacer en todos los demás pueblos que fueron de la liga y nombre de mexicanos; y que suplicaba que hiciese relación dello en Castilla a nuestro gran emperador, y tuviese en la memoria los grandes servicios que siempre le hacíamos, y que por su intercesión y de la real audiencia fuésemos favorecidos con justicia contra la mala voluntad y obras que contra nosotros trataba el obispo de Burgos y arzobispo de Rosano; y también envió otro navío a la isla de Jamaica por caballos e yeguas, y el capitán que con él fue se decía fulano de Solís, que después de ganado México le llamamos Solís «el de la huerta», yerno de uno que se decía el bachiller Ortega.

Bien sé que dirán algunos curiosos lectores que sin dineros cómo enviaba al Diego de Ordás a negocios a Castilla; pues está claro que para Castilla y para otras partes son menester dineros; y que asimismo envió a Alonso de Ávila y a Francisco álvarez Chico a Santo Domingo a negocios, y a la isla de Jamaica por caballos e yeguas. A esto digo que, como al salir de México salimos huyendo la noche por mí muchas veces referida, que, como quedaban en la sala muchas barras de oro perdido en un montón, que todos los más soldados apañaban dello, en especial los de a caballo, y los de Narváez mucho mejor, y los oficiales de su majestad que lo tenían en poder y cargo llevaron los fardos hechos. Y demás desto, cuando se cargaron de oro más de ochenta indios tlascaltecas por mandado de Cortés, y fueron los primeros que salieron en las puentes, vista cosa era que salvarían muchas cargas dello, que no se perdería todo en la calzada; y como nosotros los pobres soldados que no teníamos mando, sino ser mandados, en aquella sazón procurábamos de salvar nuestras vidas, y después, de curar nuestras heridas, a esta causa no mirábamos en el oro, si salieron muchas cargas dello en las puentes o no, ni se nos daba mucho por ello; y Cortés con algunos de nuestros capitanes lo procuraron de haber de algunos de los tlascaltecas que lo sacaron, y tuvimos sospecha que los cuarenta mil pesos de las partes de los de la Villa-Rica, que también lo hubo y hechó fama que lo habían robado; y con ello envió a Castilla a los negocios de su persona y a comprar caballos, y a la isla de Santo Domingo a la audiencia real: porque en aquel tiempo todos se callaban con las barras de oro que tenían, aunque más pregones habían dado.

Dejemos esto, y digamos como ya estaban de paz todos los pueblos comarcanos de Tepeaca, acordó Cortés que quedase en una villa de Segura de la Frontera por capitán un Francisco de Orozco con obra de veinte soldados que estaban heridos y dolientes; y con todos los más de nuestro ejército fuimos a Tlascala, y se dio orden que se cortase madera para hacer trece bergantines para ir otra vez sobre México; porque hallábamos por muy cierto que para la laguna, sin bergantines no la podíamos señorear ni podíamos dar guerra, ni entrar otra vez por las calzadas en aquella gran ciudad sino con gran riesgo de nuestras vidas. Y el que fue maestro de cortar la madera y dar el gálibo y cuenta y razón cómo habían de ser veleros y ligeros para aquel efecto, y los hizo, fue un Martín López, que ciertamente, además de ser un buen soldado, en todas las guerras sirvió muy bien a su majestad; en esto de los bergantines trabajó en ellos como fuerte varón; y me parece que si por dicha no viniera en nuestra compañía de los primeros, como vino, que hasta enviar por otro maestro a Castilla se pasara mucho tiempo, o no viniera ninguno, según el estorbo que nos ponía el obispo de Burgos. Volveré a nuestra materia, e digamos ahora que cuando llegamos a Tlascala ya era fallecido de viruelas nuestro gran amigo y muy leal vasallo de su majestad Mase-Escaci, de la cual muerte nos pesó a todos; y Cortés lo sintió tanto, como él decía, como si fuera su padre, y se puso luto de mantas negras, y asimismo muchos de nuestros capitanes y soldados; y a sus hijos y parientes del Mase-Escaci Cortés y todos nosotros les hacíamos mucha honra; y porque en Tlascala había diferencias sobre el mando y cacicazgo, señaló y mandó que lo fuese un su hijo legítimo del Mase-Escaci, porque así se lo había mandado su padre antes que muriese; y aun dijo a sus hijos y parientes que mirasen que no saliesen del mandado de Malinche y de sus hermanos, porque ciertamente éramos los que habíamos de señorear estas tierras, y les dio otros muchos buenos consejos.

Dejemos ya de contar del Mase-Escaci, pues ya es muerto, y digamos de Xicotenga «el viejo» y de Chichimecatecle y de todos los demás caciques de Tlascala, que se ofrecieron de servir a Cortés, así en cortar la madera para los bergantines como para todo lo demás que les quisiesen mandar en la guerra contra mexicanos, e Cortés los abrazó con mucho amor y les dio gracias por ello, especialmente a Xicotenga «el viejo» y a Chichimecatecle; y luego procuró que se volviese cristiano, y el buen viejo de Xicotenga de buena voluntad dijo que lo quería ser, y con la mayor fiesta que en aquella sazón se pudo hacer, en Tlascala le bautizó el padre de la Merced, y le puso nombre de Lorenzo de Vargas. Volvamos a decir de nuestros bergantines, que el Martín López se dio tanta priesa en cortar la madera, con la gran ayuda de los indios que le ayudaban, que en pocos días la tenía ya cortada toda, y señalada su cuenta en cada madero para qué parte y lugar había de ser, según tienen sus señales los oficiales, maestros y carpinteros de ribera; y también le ayudaba otro buen soldado que se decía Andrés Núñez, e un viejo carpintero que estaba cojo de una herida, que se decía Ramírez «el viejo»; y luego despachó Cortés a la Villa-Rica por mucho hierro y clavazón de los navíos que dimos al través, y por áncoras y velas e jarcias y cables y estopa, y por todo aparejo de hacer navíos, y mandó venir todos los herreros que había, y a un Hernando de Aguilar, que era medio herrero, que ayudaba a machar; y porque en aquel tiempo había en nuestro real tres hombres que se decían Aguilar, llamamos a este Hernando de Aguilar «maja-hierro»; y envió por capitán a la Villa-Rica, por los aparejos que he dicho, para mandarlo traer, a un Santa Cruz, burgalés, regidor que después fue de México, persona muy buen soldado y diligente; y hasta las calderas para hacer brea, y todo cuanto de antes habían sacado de los navíos, trajo con más de mil indios, que todos los pueblos de aquellas provincias, enemigos de mexicanos, luego se los daban para traer las cargas.

Pues como no teníamos pez para brear, ni aun los indios lo sabían hacer, mandó Cortés a cuatro hombres de la mar, que sabían de aquel oficio, que en unos pinares cerca de Guaxocingo, que los hay buenos, fuesen hacer la pez. Pasemos adelante, puesto que no va muy a propósito de la materia en que estaba hablando, que me han preguntado ciertos caballeros curiosos, que conocían muy bien a Alonso de Ávila, que cómo, siendo capitán y muy esforzado, y era contador de la Nueva-España, y siendo belicoso y de su inclinación más para guerra que no ir a solicitar negocios con los frailes jerónimos que estaban por gobernadores de todas las islas, ¿por qué causa le envió Cortés, teniendo otros hombres que estaban más acostumbrados a negocios, como era un Alonso de Grado o un Juan de Cáceres «el rico», y otros que me nombraron? A esto digo que Cortés le envió al Alonso de Ávila porque sintió dél ser muy varón, y porque osaría responder por nosotros conforme a justicia; y también le envió por causa que, como el Alonso de Ávila había tenido diferencias con otros capitanes, y tenía gran atrevimiento de decir a Cortés cualquiera cosa que vela que convenía decirle, y por excusar ruidos y por dar la capitanía que tenía a Andrés de Tapia, y la contaduría a Alonso de Grado, como luego se la dio, por estas razones le envié. Volvamos a nuestra relación: pues viendo Cortés que ya era cortada la madera para los bergantines, y se habían ido a Cuba las personas por mí nombradas, que eran de los de Narváez, que los teníamos por sobrehuesos, especialmente poniendo temores que siempre nos ponían, que no seríamos bastantes para resistir el gran poder de mexicanos, cuando oían que decíamos que habíamos de ir a poner cerco sobre México.

Y libre de aquellos temores, acordó Cortés que fuésemos con todos nuestros soldados a Tezcuco, sobre ello hubo grandes y muchos acuerdos; porque unos soldados decían que era mejor sitio y acequias y zanjas para hacer los bergantines, en Ayocingo, junto a Chalco, que no en la zanja y estero de Tezcuco; y otros porfiaban que mejor sería en Tezcuco, por estar en parte y sitio y cerca de muchos pueblos; y que teniendo aquella ciudad por nosotros, desde allí haríamos entradas en las tierras comarcanas de México; y puestos en aquella ciudad, tomaríamos el mejor parecer como sucediesen las cosas. Pues ya que estaba acordado lo por mí dicho, viene nueva y cartas, que trajeron tres soldados, de cómo había venido a la Villa-Rica un navío de Castilla y de las islas de Canaria, de buen porte, cargado de muchas ballestas y tres caballos, e muchas mercaderías, escopetas, pólvora e hilo de ballestas, y otras armas; y venía por señor de la mercadería y navío un Juan de Burgos, y por maestre un Francisco Medel, y venían trece soldados; y con aquella nueva nos alegramos en gran manera, y si de antes que supiésemos del navío nos dábamos priesa en la partida para Tezcuco, mucho más nos dimos entonces, porque luego le envió Cortés a comprar todas las armas y pólvora y todo lo más que traía, y aun el mismo Juan de Burgos y el Medel y todos los pasajeros que traía se vinieron luego para donde estábamos; con los cuales recibimos contento, viendo tan buen socorro y en tal tiempo.

Acuérdome que entonces vino un Juan del Espinar, vecino que fue de Guatemala, persona que fue muy rico; y también vino un Sagredo, tío de una mujer que se decía «la Sagreda», que estaba en Cuba, naturales de la villa de Medellín; también vino un vizcaíno que se decía Monjaraz, tío que decía ser de Andrés de Monjaraz y Gregorio de Monjaraz, soldados que estaban con nosotros, y padre de una mujer que después vino a México, que se decía «la Monjaraza», muy hermosa mujer. He traído aquí esto a la memoria por lo que adelante diré, y es que jamás fue el Monjaraz a guerra ninguna ni entrada con nosotros, porque andaba doliente en aquel tiempo; e ya que estaba muy bueno y sano, e presumía de muy valiente soldado, cuando teníamos puesto cerco a México, dijo el Monjaraz que quería ir a ver cómo batallábamos con los mexicanos; porque no tenía a los mexicanos ni a otros indios por valientes; y fue, y se subió en un alto cu, como torrecilla, y nunca supimos cómo ni de qué manera le mataron indios en aquel mismo día. Y muchas personas dijeron, que le habían conocido en la isla de Santo Domingo, que fue permisión divina que muriese aquella muerte, porque había muerto a su mujer, muy honrada y buena y hermosa, sin culpa ninguna, y que buscó testigos falsos que juraron que le hacían maleficio. Quiero dejar ya de contar cosas pasadas, y digamos cómo fuimos a la ciudad de Tezcuco, y lo que más pasó.
 
 
CapÍtulo CXXXVII
 
Cómo caminamos con todo nuestro ejército camino de la ciudad de Tezcuco, y lo que en el camino nos avino, y otras cosas que pasaron
Como Cortés vio tan buena prevención, así de escopetas y pólvora y ballestas y caballos, y conoció de todos nosotros, así capitanes como soldados, el gran deseo que teníamos de estar ya sobre la gran ciudad de México, acordó de hablar a los caciques de Tlascala para que le diesen diez mil indios de guerra que fuesen con nostros aquella jornada hasta Tezcuco, que es una de las mayores ciudades que hay en toda la Nueva-España, después de México; y como se lo demandó y les hizo un buen parlamento sobre ello, luego Xicotenga, el viejo (que en aquella sazón se había vuelto cristiano y se llamó don Lorenzo de Vargas, como dicho tengo) dijo que le placía de buena voluntad, no solamente diez mil hombres, sino muchos más si los quería llevar, y que iría por capitán dellos otro cacique muy esforzado e nuestro gran amigo que se decía Chichimecatecle, y Cortés le dio las gracias por ello; y después de hecho nuestro alarde, que ya no me acuerdo bien qué tanta copia éramos, así de soldados como de los demás, un día después de la pascua de Navidad del año 1520 años comenzamos a caminar con mucho concierto, como lo teníamos de costumbre; fuimos a dormir a un pueblo sujeto de Tezcuco, y los del mismo pueblo nos dieron lo que habíamos menester; de allí adelante, era tierra de mexicanos, e íbamos más recatados, nuestra artillería puesta en mucho concierto, y ballesteros y escopeteros, y siempre cuatro corredores del campo a caballo, y otros cuatro soldados de espada y rodela muy sueltos, juntamente con los de a caballo para ver los pasos si estaban para pasar caballos, porque en el camino tuvimos aviso que estaba embarazado de aquel día un mal paso, y la sierra con árboles cortados, porque bien tuvieron noticia en México y en Tezcuco cómo caminábamos hacia su ciudad, y aquel día no hallamos estorbo ninguno y fuimos a dormir al pie de la sierra, que serían tres leguas, y aquella noche tuvimos buen frío, y con nuestras rondas y espías y velas y corredores del campo la pasamos; y cuando amaneció comenzamos a subir un puertezuelo y unos malos pasos como barrancas, y estaba cortada la sierra, por donde no podíamos pasar, y puesta mucha madera y pinos en el camino; y como llevábamos tantos amigos tlascaltecas, de presto se desembarazó; y con mucho concierto caminamos con una capitanía de escopetas y ballestas delante, y con nuestros amigos cortando y apartando árboles para poder pasar los caballos, hasta que subimos la sierra, y aun bajamos un poco abajo adonde se descubría la laguna de México y sus grandes ciudades pobladas en el agua; y cuando la vimos dimos muchas gracias a Dios, que nos la tornó a dejar ver.

Entonces nos acordamos de nuestro desbarate pasado, de cuando nos echaron de México, y prometimos, si Dios fuese servido de darnos mejor suceso en esta guerra, de ser otros hombres en el trato y modo de cercarla; y luego bajamos la sierra, donde vimos grandes ahumadas que hacían, así lo de Tezcuco como los de los pueblos sujetos; e andando más adelante, topamos con un buen escuadrón de gente, guerreros de México y de Tezcuco, que nos aguardaban a un mal paso, que era un arcabuezo como quebrada algo honda, donde estaba una puente de madera, y corría un buen golpe de agua; mas luego desbaratamos los escuadrones y pasamos muy a nuestro salvo. Pues oír la grita que nos daban desde las estancias y barrancas, no hacían otra cosa, y era en parte que no podían correr caballos, y nuestros amigos los tlascaltecas les apañaban gallinas, y lo que podían robarles no les dejaban, puesto que Cortés les mandaba que si no diesen guerra, que no se la diesen; y los tlascaltecas decían que si estuvieran de buenos corazones y de paz, que no salieran al camino a darnos guerra, como estaban al paso de las barrancas y puente para no nos dejar pasar. Volvamos a nuestra materia, y digamos cómo fuimos a dormir a un pueblo sujeto de Tezcuco, y estaba despoblado, y puestas nuestras velas y rondas y escuchas y corredores del campo, y estuvimos aquella noche con cuidado no diesen en nosotros muchos escuadrones de mexicanos guerreros que estaban aguardándonos en unos malos pasos; de lo cual tuvimos aviso porque se prendieron cinco mexicanos en la puente primera que dicho tengo, y aquellos dijeron lo que pasaba de los escuadrones, y según después supimos, no se atrevieron a darnos guerra ni a más aguardar; porque, según pareció, entre los mexicanos y los de Tezcuco tuvieron diferencias y bandos; y también, como aun no estaban muy sanos de las viruelas, que fue dolencia que en toda la tierra dio y cundió, y como habían sabido cómo en lo de Guachadla e Ozúcar, y en Tepeaca y Xalacingo y Castilblanco todas las guarniciones mexicanas habíamos desbaratado; y asimismo corría fama, y así lo creían, que iban con nosotros en nuestra compañía todo el poder de Tlascala y Guaxocingo, acordaron de no nos aguardar; y todo esto nuestro señor Jesucristo lo encaminaba.

Y desque amaneció, puestos todos nosotros en gran concierto, así artillería como escopetas y ballestas, y los corredores del campo adelante descubriendo tierra, comenzamos a caminar hacia Tezcuco, que sería de allí de donde dormimos obra de dos leguas; e aun no habíamos andado media legua cuando vimos volver nuestros corredores del campo muy alegres, y dijeron a Cortés que venían hasta diez indios, y que traían unas señas y veletas de oro, y que no traían armas ningunas, y que en todas las caserías y estancias por donde pasaban no les daban grita ni voces como habían dado el día antes: antes, al parecer, todo estaba de paz; y Cortés y todos nuestros capitanes y soldados nos alegramos, y luego mandó Cortés reparar, hasta que llegaron siete indios principales, naturales de Tezcuco, y traían una bandera de oro en una lanza larga, y antes que llegasen abajaron su bandera y se humillaron, que es señal de paz; y cuando llegaron ante Cortés, estando doña Marina e Jerónimo de Aguilar, nuestras lenguas, delante, dijeron: «Malinche, Cocoyoacin, nuestro señor y señor de Tezcuco, te envía a rogar que le quieras recibir a tu amistad, y te está esperando de paz en su ciudad de Tezcuco, y en señal dello recibe esta bandera de oro; y que te pide por merced que mandes a todos los tlascaltecas y a tus hermanos que no les hagan mal en su tierra, y que te vayas a aposentar en su ciudad, y él te dará lo que hubieres menester»; y más dijeron, que los escuadrones que allí estaban en las barrancas y pasos malos, que no eran de Tezcuco, sino mexicanos, que los enviaba Guatemuz.

Y cuando Cortés oyó aquellas paces holgó mucho dellas, y asimismo todos nosotros, e abrazó a los mensajeros, en especial a tres dellos, que eran parientes del buen Montezuma, y los conocíamos todos los más soldados, que habían sido sus capitanes; y considerada la embajada, luego mandó Cortés llamar los capitanes tlascaltecas, y les mandó muy afectuosamente que no hiciesen mal ninguno ni les tomasen cosa ninguna en toda la tierra, porque estaban de paz: y así lo hacían como se lo mandé; mas comida no se les defendía si era solamente maíz e frísoles, y aun gallinas y perrillos, que había muchos en todas las casas, llenas dello; y entonces Cortés tomó consejo con nuestros capitanes, y a todos les pareció que aquel pedir de paz y de aquella manera que era fingido: porque si fueran verdaderas no vinieran tan arrebatadamente, y aun trajeran bastimento; y con todo esto, recibió Cortés la bandera, que valía hasta ochenta pesos, y dio muchas gracias a los mensajeros; y les dijo que no tenían por costumbre de hacer mal ni daño a ningunos vasallos de su majestad: antes les favorecía y miraba por ellos; y que si guardaban las paces que decían, que les favorecería contra los mexicanos, y que ya había mandado a los tlascaltecas que no hiciesen daño en su tierra, como habían visto, y que así lo cumplirían; y que bien sabía que en aquella ciudad mataron sobre cuarenta españoles nuestros hermanos cuando salimos de México, y sobre doscientos tlascaltecas, y que robaron muchas cargas de oro y otros despojos que dellos hubieron; que ruega a su señor Cocoyoacin e a todos los demás caciques y capitanes de Tezcuco que le den el oro y ropa; y que la muerte de los españoles, que pues ya no tenía remedio, que no se les pediría.

Y respondieron aquellos mensajeros que ellos lo dirían a su señor así como se lo mandaba; mas que el que los mandó matar fue el que en aquel tiempo alzaron en México por señor después de muerto Montezuma, que se decía Coadlabaca, e hubo todo el despojo, y le llevaron a México todos los más teules, y que luego los sacrificaron a su Huichilobos; y como Cortés vio aquella respuesta, por no los resabiar ni atemorizar, no les replicó en ello sino que fuesen con Dios, y quedó uno dellos en nuestra compañía; y luego nos fuimos a unos arrabales de Tezcuco, que se decían Guatinchan o Guaxultlan, que ya se me olvidó el nombre, y allí nos dieron bien de comer y todo lo que hubimos menester, y aun derribamos unos ídolos que estaban en unos aposentos donde posábamos, y otro día de mañana fuimos a la ciudad de Tezcuco, y en todas las calles ni casas no veíamos mujeres ni muchachos ni niños, sino todos los indios como asombrados y como gente que estaba de guerra, y fuímonos a aposentar a unos aposentos y salas grandes, y luego mandó Cortés llamar a nuestros capitanes y todos los más soldados, y nos dijo que no saliésemos de unos patios grandes que allí había, y que estuviésemos muy apercibidos, porque no le parecía que estaba aquella ciudad pacífica, hasta ver cómo y de qué manera estaba, y mandó al Pedro de Alvarado y a Cristóbal de Olí e a otros soldados, y a mí con ellos, que subiésemos al gran cu, que era bien alto, y llevásemos hasta veinte escopeteros para nuestra guarda, y que mirásemos desde el alto cu la laguna y la ciudad, porque bien se parecía toda; y vimos que todos los moradores de aquellas poblaciones se iban con sus haciendas y hatos e hijos y mujeres, unos a los montes y otros a los carrizales que hay en la laguna, que toda iba cuajada de canoas, dellas grandes y otras chicas; y como Cortés lo supo, quiso prender al señor de Tezcuco que envió la bandera de oro, y cuando le fueron a llamar ciertos papas que envió Cortés por mensajeros, ya estaba puesto en cobro, que él fue el primero que se fue huyendo a México, y fueron con él otros muchos principales.

Y así se pasó aquella noche, que tuvimos grande recaudo de velas y rondas y espías, y otro día muy de mañana mandó llamar Cortés a todos los más principales indios que había en Tezcuco; porque, como es gran ciudad, había otros muchos señores, partes contrarias del cacique que se fue huyendo, con quien tenían debates y diferencias sobre el mando y reino de aquella ciudad; y venidos ante Cortés, informando dellos cómo y de qué manera y desde qué tiempo acá señoreaba el Cocoyoacin, dijeron que por codicia de reinar había muerto malamente a su hermano mayor, que se decía Cuxcuxca, con favor que para ello le dio el señor de México, que ya he dicho se decía Coadlabaca, el cual fue el que nos dio la guerra cuando salimos huyendo después de muerto Montezuma; e que allí había otros señores (a quien venía el reino de Tezcuco más justamente que no al que lo tenía), que era un mancebo que luego en aquella sazón se volvió cristiano con mucha solemnidad, y se llamó don Hernando Cortés, porque fue su padrino nuestro capitán. E aqueste mancebo dijeron que era hijo legítimo del señor y rey de Tezcuco, que se decía su padre Nezabalpintzintli; y luego sin más dilaciones, con grandes fiestas Y regocijos de todo Tezcuco, le alzaron por rey y señor natural, con todas las ceremonias que a los tales reyes solían hacer, e con mucha paz y en amor de todos sus vasallos y otros pueblos comarcanos, e mandaba muy absolutamente y era obedecido; y para mejor le industriar en las cosas de nuestra santa fe y ponerle en toda policía, y para que deprendiese nuestra lengua, mandó Cortés que tuviese por ayos a Antonio de Villareal, marido que fue de una señora hermosa que se dijo Isabel de Ojeda, e a un bachiller que se decía Escobar; y puso por capitán de Tezcuco, para que viese y defendiese que no contrastase con el don Fernando ningún mexicano, a un buen soldado que se decía Pedro Sánchez Farfán, marido que fue de la buena y honrada mujer María de Estrada.

Dejemos de contar su gran servicio de aqueste cacique, y digamos cuán amado y obedecido fue de los suyos, y digamos cómo Cortés le demandó que diese mucha copia de indios trabajadores para ensanchar y abrir más las acequias y zanjas por donde habíamos de sacar los bergantines a la laguna de que estuviesen acabados y puestos a punto para ir a la vela; y se le dio a entender al mismo don Fernando y a otros sus principales a qué fin y efecto se habían de hacer, y cómo y de qué manera habíamos de poner cerco a México, y para todo ello se ofreció con todo su poder y vasallos, que no solamente aquello que le mandaba, sino que enviaría mensajeros a otros pueblos comarcanos para que se diesen por vasallos de su majestad y tomasen nuestra amistad y voz contra México. Y todo esto concertado, después de nos haber aposentado muy bien, y cada capitanía por sí, y señalados los puestos y lugares donde habíamos de acudir si hubiese rebato de mexicanos: porque estábamos a guarda la raya de su laguna, porque de cuando en cuando enviaba Guatemuz grandes piraguas y canoas con muchos guerreros, y venían a ver si nos tomaban descuidados; y en aquella sazón vinieron de paz ciertos pueblos sujetos a Tezcuco, a demandar perdón y paz si en algo habían errado en las guerras pasadas, y habían sido en la muerte de los españoles; los cuales se decían Guatinchan; y Cortés les habló a todos muy amorosamente y les perdonó. Quiero decir que no había día ninguno que dejasen de andar en la obra y zanja y acequia de siete a ocho mil indios, y la abrían y ensanchaban muy bien, que podían nadar por ella navíos de gran porte.

Y en aquella sazón, como teníamos en nuestra compañía sobre siete mil tlascaltecas, y estaban deseos de ganar honra y de guerrear contra mexicanos, acordó Cortés, pues que tan fieles compañeros teníamos, que fuésemos a entrar y dar una vista a un pueblo que se dice Iztapalapa, el cual pueblo fue por donde habíamos pasado la primera vez que vinimos para México, y el señor dél fue el que alzaron por rey en México después de la muerte del gran Montezuma, que ya he dicho otras veces que se decía Coadlabaca; y de aqueste pueblo, según supimos, recibíamos mucho daño, porque eran muy contrarios contra Chalco y Tamanalco y Mecameca y Chimaloacan, que querían venir a tener nuestra amistad, y ellos lo estorbaban; y como había ya doce días que estábamos en Tezcuco sin hacer cosa que de contar sea, fuimos a aquella entrada de Iztapalapa.
 
 
CapÍtulo CXXXVIII
 
Cómo fuimos a Iztapalapa con Cortés, y llevó en su compañía a Cristóbal de Olí y a Pedro de Alvarado, y quedó Gonzalo de Sandoval por guarda de Tezcuco, y lo que nos acaeció en la toma de aquel pueblo
Pues como había doce días que estábamos en Tezcuco, y teníamos los tlascaltecas, por mí ya otra vez nombrados, que estaban con nosotros, y porque tuviesen qué comer, porque para tantos como eran no se lo podían dar abastadamente los de Tezcuco, y porque no recibiesen pesadumbre dello; y también porque estaban deseosos de guerrear con mexicanos, y se vengar por los muchos tlascaltecas que en las derrotas pasadas les habían muerto y sacrificado, acordó Cortés que él por capitán general, y con Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olí, y con trece de a caballo y veinte ballesteros y seis escopeteros y doscientos y veinte soldados, y con nuestros amigos de Tlascala y con otros veinte principales de Tezcuco que nos dio don Hernando, cacique mayor de Tezcuco, y estos sabíamos que eran sus primos y parientes del mismo cacique y enemigos de Guatemuz, que ya le habían alzado por rey en México; fuésemos camino de Iztapalapa, que estará de Tezcuco obra de cuatro leguas (ya he dicho otra vez, en el capítulo que dello trata, que estaban más de la mitad de las casas edificadas en el agua y la mitad en tierra firme); e yendo nuestro camino con mucho concierto, como lo teníamos de costumbre, como los mexicanos siempre tenían velas y guarniciones y guerreros contra nosotros, que sabían que íbamos a dar guerra a algunos de sus pueblos para luego les socorrer, así lo hicieron saber a los de Iztapalapa para que se apercibiesen, y les enviaron sobre ocho mil mexicanos de socorro.

Por manera que en tierra firme aguardaron como buenos guerreros, así los mexicanos que fueron en su ayuda como los pueblos de Iztapalapa, y pelearon un buen rato muy valerosamente con nosotros; mas los de a caballo rompieron por ellos, y con las ballestas y escopetas y todos nuestros amigos los tlascaltecas, que se metían en ellos como perros rabiosos, de presto dejaron el campo y se metieron en su Pueblo; y esto fue sobre cosa pensada y con un ardid que entre ellos tenían acordado, que fuera harto dañoso para nosotros si de presto no saliéramos de aquel pueblo; y fue desta manera, que hicieron que huyeron, y se metieron en canoas en el agua y en las casas que estaban en el agua, y dellos en unos carrizales; y como ya era noche oscura, nos dejan aposentar en tierra firme sin hacer ruido ni muestra de guerra; y con el despojo que habíamos habido e la victoria estábamos contentos; y estando de aquella manera, puesto que teníamos velas, espías y rondas, y aun corredores del campo en tierra firme; cuando no nos catamos vino tanta agua por todo el pueblo, que si los principales que llevábamos de Tezcuco no dieran voces, y nos avisaran que saliésemos presto de las casas, todos quedáramos ahogados; porque soltaron dos acequias de agua y abrieron una calzada, con que de presto se hinchó todo de agua. Y los tlascaltecas nuestros amigos, como no son acostumbrados a ríos caudalosos ni sabían nadar, quedaron muertos dos dellos; y nosotros, con gran riesgo de nuestras personas, todos bien mojados, y la pólvora perdida, salimos sin hato; y como estábamos de aquella manera y con mucho frío, y sin cenar, pasamos mala noche; y lo peor de todo era la burla y grita que nos daban los de Iztapalapa y los mexicanos desde sus casas y canoas.

Pues otra cosa peor nos avino, que como en México sabían el concierto que tenían hecho de nos anegar con haber rompido la calzada y acequias, estaban esperando en tierra y en la laguna muchos batallones de guerreros, y cuando amaneció nos dan tanta guerra, que harto teníamos que nos sustentar contra ellos, no nos desbaratasen; e mataron dos soldados y un caballo, e hirieron otros muchos, así de nuestros soldados como tlascaltecas, y poco a poco aflojaron en la guerra, y nos volvimos a Tezcuco medio afrentados de la burla y ardid de echarnos el agua; y también como no ganamos mucha reputación en la batalla postrera que nos dieron, porque no había pólvora; mas todavía quedaron temerosos, y tuvimos bien en qué entender en enterrar e quemar muertos y curar heridos y en reparar sus casas. Donde lo dejaré, y diré cómo vinieron de paz a Tezcuco otros pueblos, y lo que más se hizo.
 
CapÍtulo CXXXIX
 
Cómo vinieron tres pueblos comarcanos a Tezcuco a demandar paces y perdón de las guerras pasadas y muertes de españoles, y los descargos que daban sobre ello, y cómo fue Gonzalo de Sandoval a Chalco y Tamanalco en su socorro contra mexicanos, y lo que más pasó
Habiendo dos días que estábamos en Tezcuco de vuelta de la entrada de Iztapalapa, vinieron a Cortés tres pueblos de paz a demandar perdón de las guerras pasadas y de muertes de españoles que mataron, y los descargos que daban era que el señor de México que alzaron después de la muerte del gran Montezuma, el cual se decía Coadlabaca, que por su mandato salieron a dar guerra con los demás de sus vasallos; y que si algunos teules mataron y prendieron y robaron, que el mismo señor les mandó que así lo hiciesen; y los teules, que se los llevaron a México para sacrificar, y también les llevaron el oro y caballos y ropa; y que ahora, que piden perdón por ello, y que por esta causa que no tienen culpa ninguna, por ser mandados y apremiados por fuerza para que lo hiciesen; y los pueblos que digo que en aquella sazón vinieron se decían Tepetezcuco y Otumba: el nombre del otro pueblo no me acuerdo; mas sé decir que en este de Otumba fue la nombrada batalla que nos dieron cuando salimos huyendo de México, adonde estuvieron juntos los mayores escuadrones de guerreros que ha habido en toda la Nueva-España contra nosotros, adonde creyeron que no escapáramos con las vidas, según más largo lo tengo escrito en los capítulos pasados que dello hablan; y como aquellos pueblos se hallaban culpados y habían visto que habíamos ido a lo de Iztapalapa, y no les fue muy bien con nuestra ida, y aunque nos quisieron anegar con el agua y esperaron dos batallas campales con muchos escuadrones mexicanos; en fin, por no se hallar en otras como las pasadas, vinieron a demandar paces antes que fuésemos a sus pueblos a castigarlos; y Cortés, viendo que no estaba en tiempo de hacer otra cosa, les perdonó, puesto que les dio grandes reprensiones sobre ello, y se obligaron con palabras de muchos ofrecimientos de siempre ser contra mexicanos y de ser vasallos de su majestad y de nos servir: y así lo hicieron.

Dejemos de hablar destos pueblos, y digamos cómo vinieron luego en aquella sazón a demandar paces y nuestra amistad los de un pueblo que está en la laguna, que se dice Mezquique, que por otra parte le llamábamos Venezuela; y estos, según pareció, jamás estuvieron bien con mexicanos, y los querían mal de corazón; y Cortés y todos nosotros tuvimos en mucho la venida deste pueblo, por estar dentro en la laguna, por tenerlos por amigos, y con ellos creíamos que habían de convocar a sus comarcanos que también estaban poblados en la laguna, y Cortés se lo agradeció mucho, y con ofrecimientos y palabras blandas los despidió. Pues estando que estábamos desta manera, vinieron a decir a Cortés cómo venían grandes escuadrones de mexicanos sobre los cuatro pueblos que primero habían venido a nuestra amistad, que se decían Gautinchan o Huaxultlan; de los otros dos pueblos no se me acuerda el nombre; y dijeron a Cortés que no osarían esperar en sus casas, e que se querían ir a los montes, o venirse a Tezcuco, adonde estábamos; y tantas cosas le dijeron a Cortés para que les fuese a socorrer, que luego apercibió veinte de a caballo y doscientos soldados y trece ballesteros y diez escopeteros, y llevó en su compañía a Pedro de Alvarado y a Cristóbal de Olí, que era maese de campo, y fuimos a los pueblos que vinieron a Cortés a dar tantas quejas (como dicho tengo, que estarían de Tezcuco obra de dos leguas); y según pareció, era verdad que los mexicanos los enviaban a amenazar que les habían de destruir y darles guerra porque habían tomado nuestra amistad; mas sobre lo que más los amenazaban y tenían contiendas, era por unas grandes labores de tierras de maizales que estaban ya para coger, cerca de la laguna, donde los de Tezcuco y aquellos pueblos abastecían nuestro real: y los mexicanos por tomarles el maíz, porque decían que era suyo: y aquella vega de los maizales tenían por costumbre aquellos cuatro pueblos de los sembrar y beneficiar para los papas de los ídolos mexicanos: y sobre esto destos maizales se habían muerto los unos a los otros muchos indios; y como aquello entendió Cortés, después de les decir que no hubiesen miedo y que se estuviesen en sus casas, les mandó que cuando hubiesen de ir a coger el maíz, así para su mantenimiento como para abastecer nuestro real, que enviaría para ello un capitán con muchos de a caballo y soldados para en guarda de los que fuesen a traer el maíz; y con aquello que Cortés les dijo quedaron muy contentos, y nos volvimos a Tezcuco.

Y dende en adelante, cuando había necesidad en nuestro real de maíz, apercibíamos a los tamemes de todos aquellos pueblos, e con nuestros amigos los de Tlascala y con diez de a caballo y cien soldados, con algunos ballesteros y escopeteros, íbamos por el maíz. Y esto digo porque yo fui dos veces por ello, y la una tuvimos una buena escaramuza con grandes escuadrones de mexicanos que habían venido en más de mil canoas aguardándonos en los maizales, y como llevábamos amigos, puesto que los mexicanos pelearon muy como varones, los hicimos embarcar en sus canoas, y allí mataron unos de nuestros soldados e hirieron doce; y asimismo hirieron muchos tlascaltecas, y ellos no se fueron alabando, que allí quedaron tendidos quince o veinte, y otros cinco que llevamos presos. Dejemos de hablar desto, y digamos cómo otro día tuvimos nueva cómo querían venir de paz los de Chalco y Tamanalco y sus sujetos, y por causa de las guarniciones mexicanas que estaban en sus pueblos, no les daban lugar a ello, y les hacían mucho daño en su tierra, y les tomaban las mujeres, y más si eran hermosas, y delante de sus padres o madres o maridos tenían acceso con ellas; y asimismo, como estaba en Tlascala cortada la madera y puesta a punto para hacer los bergantines, y se pasaba el tiempo sin la traer a Tezcuco, sentíamos mucha pena dello todos los más soldados. Y demás desto, vienen del pueblo de Venezuela, que se decía Mesquique, y de otros pueblos nuestros amigos a decir a Cortés que los mexicanos les daban guerra porque han tomado nuestra amistad; y también nuestros amigos los tlascaltecas, como tenían ya junta cierta ropilla y sal, y otras cosas de despojos e oro, y querían algunos dellos volverse a su tierra, no osaban, por no tener camino seguro.

Pues viendo Cortés que para socorrer a unos pueblos de los que le demandaban socorro, e ir a ayudar a los de Chalco para que viniesen a nuestra amistad, no podía dar recaudo a unos ni a otros, porque allí en Tezcuco había menester «estar siempre la barba sobre el hombro» y muy alerta, lo que acordó fue, que todo se dejase atrás, y la primera cosa que se hiciese fuese ir a Chalco y Tamanalco, y para ello envió a Gonzalo Sandoval y a Francisco de Lugo, con quince de a caballo y doscientos soldados, y con escopeteros y ballesteros y nuestros amigos de Tlascala, e que procurase de romper y deshacer en todas maneras a las guarniciones mexicanas, y que se fuesen de Chalco y Tamanalco, porque estuviese el camino de Tlascala muy desembarazado y pudiesen ir y venir a la Villa-Rica sin tener contradicción de los guerreros mexicanos. Y luego como esto fue concertado, muy secretamente con indios de Tezcuco se lo hizo saber a los de Chalco para que estuviesen muy apercibidos, para dar de día y de noche en las guarniciones de mexicanos; y los de Chalco, que no esperaban otra cosa, se apercibieron muy bien; y como el Gonzalo de Sandoval iba con su ejército, parecióle que era bien dejar en la retaguardia cinco de a caballo y otros tantos ballesteros, con todos los demás tlascaltecas que iban cargados de los despojos que habían habido; y como los mexicanos siempre tenían puestas velas y espías, y sabían cómo los nuestros iban camino de Chalco, tenían aparejados nuevamente, sin los que estaban en Chalco en guarnición, muchos escuadrones de guerreros que dieron en la rezaga, donde iban los tlascaltecas con su hato, y los trataron mal, que no los pudieron resistir los cinco de a caballo y ballesteros, porque los dos ballesteros quedaron muertos y los demás heridos.

De manera que, aunque el Gonzalo de Sandoval muy presto volvió sobre ellos y los desbarató, y. mató siete mexicanos, como estaba la laguna cerca, se le acogieron a las canoas en que habían venido, porque todas aquellas tierras están muy pobladas de los sujetos de México. Y cuando los hubo puesto en huida, e vio que los cinco de a caballo que había dejado con los ballesteros y escopeteros en la retaguardia, eran dos de los ballesteros muertos, y estaban los demás heridos, ellos y sus caballos; y aun con haber visto todo esto, nos dejó de decirles a los demás que dejaron en su defensa que habían sido para poco en no haber podido resistir a los enemigos, y defender sus personas y de nuestros amigos, y estaba muy enojado dellos, porque eran de los nuevamente venidos de Castilla, y les dijo que bien le parecía que no sabían que cosa era guerra; y luego puso en salvo todos los indios que Tlascala con su ropa; y también despachó unas cartas que envió Cortés a la Villa-Rica, en que en ellas envió a decir al capitán que en ella quedó todo lo acaecido acerca de nuestras conquistas y el pensamiento que tenía de poner cerco a México y que siempre estuviesen con mucho cuidado velándose; y que si había algunos soldados que estuviesen en disposición para tomar armas, que se los enviase a Tlascala, y que allí no pasasen hasta estar los caminos más seguros, porque corrían riesgo; y despachados los mensajeros, y los tlascaltecas puestos en su tierra, volvió Sandoval para Chalco, que era muy cerca de allí, y con gran concierto sus corredores del campo adelante; porque bien entendió que en todos aquellos pueblos y caserías por donde iba, que había de tener rebato de mexicanos; e yendo por su camino, cerca de Chalco vio venir muchos escuadrones mexicanos contra él, y en un campo llano, puesto que había grandes labranzas de maizales y megüeyes, que es de donde sacan el vino que ellas beben, le dieron una buena refriega de vara y flecha, y piedras con hondas, y con lanzas largas para matar a los caballos.

De manera que Sandoval cunda vio tanto guerrero contra sí, esforzando a los suyos, rompió por ellos dos veces, y con las escopetas y ballestas y con pocos amigos que le habían quedado los desbarató; y puesto que le hirieron cinco soldados y seis caballos y muchos amigos, mas tal priesa les dio, y con tanta furia, que le pagaron muy bien el mal que primero le habían hecho; y como lo supieron los de Chalco, que estaba cerca, le salieron a recibir a Sandoval al camino, y le hicieron mucha honra y fiesta; y en aquella derrota se prendieron ocho mexicanos, y los tres personas muy principales. Pues hecho esto, otro día dijo el Sandoval que se quería volver a Tezcuco, y los de Chalco le dijeron que querían ir con él para ver y hablar a Malinche, y llevar consigo dos hijos del señor de aquella provincia, que había pocos días que era fallecido de viruelas, y que antes que muriese, que había encomendado a todos sus principales y viejos que llevasen sus hijos para verse con el capitán, y que por su mano fuesen señores de Chalco; y que todos procurasen de ser sujetos al gran rey de los teules, porque ciertamente sus antepasados les habían dicho que habían de señorear aquellas tierras hombres que venían con barbas de hacia donde sale el sol, y que por las cosas que han visto éramos nosotros; y luego se fue el Sandoval con todo su ejército a Tezcuco, y llevó en su compañía los hijos del señor y los demás principales y los ocho prisioneros mexicanos, y cuando Cortés supo su venida se alegró en gran manera; y después de le haber dado cuenta el Sandoval de su viaje y cómo venían aquellos señores de Chalco, se fue a su aposento; y los caciques se fueron luego ante Cortés, y después de haber hecho grande acato, le dijeron la voluntad que traían de ser vasallos de su majestad y según y de la manera que el padre de aquellos mancebos se lo había mandado, y para que por su mano les hiciese señores; y cuando hubieron dicho su razonamiento, le presentaron en joyas ricas obra de doscientos pesos de oro.

Y como el capitán Cortés lo hubo muy bien entendido por nuestras lenguas doña Marina e Jerónimo de Aguilar, les mostró mucho amor y les abrazó, y dio por su mano el señorío de Chalco al hermano mayor, con más de la mitad de los pueblos sus sujetos; y todo lo de Tamanalco y Chimaloacan dio al hermano menor, con Ayocinco y otros pueblos sujetos. Y después de haber pasado otras muchas razones de Cortés a los principales viejos y con los caciques nuevamente elegidos, le dijeron que se querían volver a su tierra, y que en todo servirían a su majestad, y a nosotros en su real nombre, contra mexicanos, e que con aquella voluntad habían estado siempre, e que por causa de las guarniciones mexicanas que habían estado en su provincia no han venido antes de ahora a dar la obediencia; y también dieron nuevas a Cortés que dos españoles que había enviado a aquella provincia por maíz antes que nos echasen de México, que porque los culúas no los matasen, que los pusieron en salvo una noche en Guaxocingo nuestros amigos, y que allí salvaron las vidas, lo cual ya lo sabíamos días había, porque el uno dellos era el que se fue a Tlascala; y Cortés se lo agradeció mucho, y les rogó que esperasen allí dos días, porque había de enviar un capitán por la madera y tablazón a Tlascala, y los llevaría en su compañía y les pondría en su tierra, porque los mexicanos no les saliesen al camino; y ellos fueron muy contentos y se lo agradecieron mucho. Y dejemos de hablar en esto, y diré cómo Cortés acordó de enviar a México aquellos ocho prisioneros que prendió Sandoval en aquella derrota de Chalco, a decir al señor que entonces habían alzado por rey, que se decía Guatemuz, que deseaba mucho que no fuesen causa de su perdición ni de aquella tan gran ciudad, y que viniesen de paz, y que les perdonaría la muerte y daños que en ella nos hicieron, y que no se les demandaría cosa ninguna; y que las guerras, que a los principios son buenas de comenzar, y que al cabo se destruirían; y que bien sabíamos de las albarradas e pertrechos, almacenes de varas y flechas y lanzas y macanas e piedras rollizas, y todos los géneros de guerra que a la continua están haciendo y aparejando, que para qué es gastar el tiempo en balde en hacerlo, y que para qué quiere que mueran todos los suyos y la ciudad se destruya; y que mire el gran poder de nuestro señor Dios, que es en el que creemos y adoramos, que él siempre nos ayuda; e que también mire que todos los pueblos sus comarcanos tenemos de nuestro bando, pues los tlascaltecas no desean sino la misma guerra por vengarse de las traiciones y muertes de sus naturales que les han hecho, y que dejen las armas y vengan de paz, y les prometió de hacer siempre mucho honra; y les dijo doña Marina e Aguilar otras muchas buenas razones y consejos sobre el caso; y fueron ante el Guatemuz aquellos ocho indios nuestros mensajeros; mas no quiso hacer cuenta dellos el Guatemuz ni enviar respuesta ninguna, sino hacer albarradas y pertrechos, y enviar por todas sus provincias que si algunos de nosotros tomasen desmandados que se los trajesen a México para sacrificar, y que cuando los enviase a llamar, que luego viniesen con sus armas; y les envió a quitar y perdonar muchos tributos y aun a prometer grandes promesas.

Dejemos de hablar en los aderezos de guerra que en México se hacían, y digamos cómo volvieron otra vez muchos indios de los pueblos de Guatinchan o Guaxutlan descalabrados de los mexicanos porque habían tomado nuestra amistad, y por la contienda de los maizales que solían sembrar para los papas mexicanos en el tiempo que les servían, como otras veces he dicho en el capítulo que dello habla; y como estaban cerca de la laguna de México, cada semana les venían a dar guerra, y aun llevaron ciertos indios presos México; y como aquello vio Cortés, acordó de ir otra vez por su persona y con cien soldados y veinte de a caballo y doce escopeteros y ballesteros; y tuvo buenas espías, para cuando sintiesen venir los escuadrones mexicanos, que se lo viniesen a decir; y como estaba de Tezcuco aun no dos leguas, un miércoles por la mañana amaneció adonde estaban los escuadrones mexicanos, y pelearon ellos de manera que presto los rompió, y se metieron en la laguna en sus canoas, y allí se mataron cuatro mexicanos y se prendieron otros tres, y se volvió Cortés con su gente a Tezcuco; y dende en adelante no vinieron más los culúas sobre aquellos pueblos. Y dejemos esto, y digamos cómo Cortés envió a Gonzalo de Sandoval a Tlascala por la madera y tablazón de los bergantines, y lo que más en el camino hizo. 
 
CapÍtulo CXL
 
Cómo fue Gonzalo de Sandoval a Tlascala por la madera de los bergantines, y lo que más en el camino hizo en un pueblo que le pusimos por nombre el Pueblo-Morisco
Como siempre estábamos en grande deseo de tener ya los bergantines acabados y vernos ya en el cerco de México, y no perder ningún tiempo en balde, mandó nuestro capitán Cortés que luego fuese Gonzalo de Sandoval por la madera, y que llevase consigo doscientos soldados y veinte escopeteros y ballesteros y quince de a caballo, y buena copia de tlascaltecas y veinte principales de Tezcuco, y llevase en su compañía a los mancebos de Chalco y a los viejos, y los pusiesen en salvo en sus pueblos; e antes que partiesen hizo amistades entre los tlascaltecas y los de Chalco; porque, como los de Chalco solían ser del bando y confederados de los mexicanos, y cuando iban a la guerra los mexicanos sobre Tlascala llevaban en su compañía a los de la provincia de Chalco para que les ayudasen, por estar en aquella comarca, desde entonces se tenían mala voluntad y se trataban como enemigos; mas como he dicho, Cortés los hizo amigos allí en Tezcuco, de manera que siempre entre ellos hubo gran amistad, y se favorecieron de allí adelante los unos de los otros.

Y también mandó Cortés a Gonzalo de Sandoval que cuando tuviesen puestos en su tierra los de Chalco, que fuesen a un pueblo que allí cerca estaba en el camino, que en nuestra lengua le pusimos por nombre el Pueblo-Morisco, que era sujeto a Tezcuco; porque en aquel pueblo habían muerto cuarenta y tantos soldados de los de Narváez y aun de los nuestros y muchos tlascaltecas, y robado tres cargas de oro cuando nos echaron de México; y los soldados que mataron eran que venían de la Veracruz a México cuando íbamos en el socorro de Pedro de Alvarado; y Cortés le encargó al Sandoval que no dejase aquel pueblo sin buen castigo, puesto que más merecían los de Tezcuco, porque ellos fueron los agresores y capitanes de aquel daño, como en aquel tiempo eran muy hermanos en armas con la gran ciudad de México; y porque en aquella sazón no se podía hacer otra cosa, se dejó de castigar en Tezcuco.. Y volvamos a nuestra plática, y es que Gonzalo de Sandoval hizo lo que el capitán le mandó, así en ir a la provincia de Chalco, que poco se rodeaba, y dejar allí a los dos mancebos señores della, y fue al, Pueblo-Morisco, y antes que llegasen los nuestros ya sabían por sus espías cómo iban sobre ellos, y desamparan el pueblo y se van huyendo a los montes, y el Sandoval los siguió, y mató tres o cuatro porque hubo mancilla dellos; mas hubiéronse mujeres y mozas, e prendió cuatro principales, y el Sandoval los halagó a los cuatro que prendió, y les dijo que cómo habían muerto tantos españoles.

Y dijeron que los de Tezcuco y de México los mataron en una celada que les pusieron en una cuesta por donde no podían pasar sino uno a uno, porque era muy angosto el camino; y que allí cargaron sobre ellos gran copia de mexicanos y de Tezcuco, y que entonces los prendieron y mataron, y que los de Tezcuco los llevaron a su ciudad, y los repartieron con los mexicanos (y esto que les fue mandado, y que no pudieron hacer otra cosa); y que aquello que hicieron, que fue en venganza del señor de Tezcuco, que se decía Cacamatzin, que Cortés tuvo preso y se había muerto en las puentes. Hallóse allí en aquel pueblo mucha sangre de los españoles que mataron, por las paredes, que habían rociado con ella a sus ídolos; y también se halló dos caras que habían desollado, y adobado los cueros como pellejos de guantes, y las tenían con sus barbas puestas y ofrecidas en unos de sus altares; y asimismo se halló cuatro cueros de caballos curtidos, muy bien aderezados, que tenían sus pelos y con sus herraduras, colgados y ofrecidos a sus ídolos en el su cu mayor; y halláronse muchos vestidos de los españoles que habían muerto, colgados y ofrecidos a los mismos ídolos; y también se halló en un mármol de una casa, adonde los tuvieron presos, escrito con carbones: «Aquí estuvo preso en sin ventura de Juan Yuste, con otros muchos que traía en mi compañía.» Este Juan Yuste era un hidalgo de los de a caballo que allí mataron, y de las personas de calidad que Narváez había traído; de todo lo cual el Sandoval y todos sus soldados hubieron mancilla y les pesó; mas ¿qué remedio había ya que hacer sino usar de piedad con los de aquel pueblo, pues se fueron huyendo y no aguardaron, y llevaron sus mujeres e hijos, y algunas mujeres que se prendían lloraban por sus maridos y padres? Y viendo esto el Sandoval, a cuatro principales que prendió y a todas las mujeres las soltó, y envió a llamar a los del pueblo, los cuales vinieron y le demandaron perdón, y dieron la obediencia a su majestad y prometieron de ser siempre contra mexicanos y servirnos muy bien; y preguntados por el oro que robaron a los tlascaltecas cuando por allí pasaron, dijeron que otros habían tomado las cargas dello, y que los mexicanos y los señores de Tezcuco se lo llevaron, porque dijeron que aquel oro había ido de Montezuma, y que lo había tomado de sus templos y se lo dio a Malinche, que lo tenía preso.

Dejemos de hablar desto, y digamos cómo fue Sandoval camino de Tlascala, y junto a la cabecera del pueblo mayor, donde residían los caciques, topó con toda la madera y tablazón de los bergantines, que la traían a cuestas sobre ocho mil indios, y venían otros tantos a la retaguardia dellos con sus armas y penachos, y otros dos mil para remudar las cargas que traían el bastimento; y venían por capitanes de todos los tlascaltecas Chichimecatecle, que ya he dicho otras veces en los capítulos pasados que dello hablan, que era indio muy principal y esforzado; y también venían otros dos principales, que se decían Teulepile y Teutical, y otros caciques y principales, y a todos los traía a cargo Martín López, que era el maestro que cortó la madera y dio la cuenta para las tablazones, y venían otros españoles que no me acuerdo sus nombres; y cuando Sandoval los vio venir de aquella manera hubo mucho placer por ver que le habían quitado aquel cuidado, porque creyó que estuviera en Tlascala algunos días detenido, esperando a salir con toda la madera y tablazón; y así como venían, con el mismo concierto fueron dos días caminando, hasta que entraron en tierra de mexicanos, y les daban gritos desde las estancias y barrancas, y en partes que no les podían hacer mal ninguno los nuestros con caballos ni escopetas; entonces dijo el Martín López, que lo traía todo a cargo que sería bien que fuesen con otro recaudo que hasta entonces venían, porque los tlascaltecas le habían dicho que temían aquellos caminos no saliesen de repente los grandes poderes de México y les desbaratasen, como iban cargados y embarazados con la madera y bastimentos; y luego mandó Sandoval repartir los de a caballo y ballesteros y escopeteros, que fuesen unos en la delantera y los demás en los lados; y mandó a Chichimecatecle que iba por capitán delante de todos los tlascaltecas, que se quedase detrás para ir en la retaguardia juntamente con el Gonzalo de Sandoval, de lo cual se afrentó aquel cacique, creyendo que no le tenían por esforzado; y tantas cosas le dijeron sobre aquel caso, que lo hubo por bueno viendo que el Sandoval quedaba juntamente con él, y le dieron a entender que siempre los mexicanos daban en el fardaje, que quedaba atrás; y como lo hubo bien entendido, abrazó al Sandoval y dijo que le hacían honra en aquello.

Dejemos de hablar en esto, y digamos que en otros dos días de camino llegaron a Tezcuco, y antes que entrasen en aquella ciudad se pusieron muy buenas mantas y penachos, y con atambores y cornetas, puestos en ordenanza, caminaron, y no quebraron el hilo en más de medio día que iban entrando y dando voces y silbos y diciendo: «Viva, viva el emperador, nuestro señor, y Castilla, Castilla, y Tlascala, Tlascala.» Y llegaron a Tezcuco, y Cortés y ciertos capitanes les salieron a recibir, con grandes ofrecimientos que Cortés hizo a Chichimecatecle y a todos los capitanes que traía; e las piezas de maderos y tablazones y todo lo demás perteneciente a los bergantines se puso cerca de las zanjas y esteros donde se habían de labrar; y desde allí adelante tanta priesa se daba en hacer trece bergantines el Martín López, que fue el maestro de los hacer, con otros españoles que les ayudaban, que se decían Andrés Núñez y un viejo que se decía Ramírez, que estaba cojo de una herida, y un Diego Hernández, aserrador, y ciertos carpinteros y dos herreros con sus fraguas, y un Hernando de Aguilar, que les ayudaba a machar; todos se dieron gran priesa hasta que los bergantines estuvieron armados y no faltó sino calafetearlos y ponerles los mástiles y jarcias y velas. Pues ya hecho esto, quiero decir el gran recaudo que teníamos en nuestro real de espías y escuchas y guarda para los bergantines, porque estaban junto a la laguna, y los mexicanos procuraron tres veces de les poner fuego, y aun prendimos quince indios de los que lo venían a poner, de quien se supo muy largamente todo lo que en México hacían y concertaba Guatemuz; y era, que por vía ninguna habían de hacer paces, sino morir todos peleando o quitarnos a todos las vidas.

Quiero tornar a decir los llamamientos y mensajeros en todos los pueblos sujetos a México, y cómo les perdonaba el tributo y el trabajar, que de día y de noche trabajaban de hacer cavas y ahondar los pasos de las puentes y hacer albarradas muy fuertes, y poner a punto sus varas y toraderas, y hacer unas lanzas muy largas para montar los caballos, engastadas en ellas de las espadas que nos tomaron la noche del desbarate, y poner a punto sus hondas con piedras rollizas, y espadas de a dos manos, y otras mayores que espadas, como macanas, y todo género de guerra. Dejemos esta materia, y volvamos a decir de nuestra zanja y acequia, por donde habían de salir los bergantines a la gran laguna, que estaba ya muy ancha y honda, que podían nadar por ella navíos de razonable porte; porque, como otras veces he dicho, siempre andaban en la obra ocho mil indios trabajadores. Dejemos esto, y digamos cómo nuestro Cortés fue a una entrada de Saltocan.
 
 
CapÍtulo CXLI
 
Cómo nuestro capitán Cortés fue a una entrada al pueblo de Saltocan, que está en la ciudad de México obra de seis leguas, puesto y poblado en la laguna, y dende allí a otros pueblos; y lo que en el camino pasó diré adelante
Como habían venido allá a Tezcuco sobre quince mil tlasclatecas con la madera de los bergantines, y había cinco días que estaban en aquella ciudad sin hacer cosa que de contar sea, y no tenían mantenimientos, antes les faltaban; y como el capitán de los tlascaltecas era muy esforzado y orgulloso, que ya he dicho otras veces que se decía Chichimecatecle, dijo a Cortés que quería ir a hacer algún servicio a nuestro gran emperador y batallar contra mexicanos, ansí por mostrar sus fuerzas y buena voluntad para con nosotros, como para vengarse de las muertes y robos que habían hecho a sus hermanos y vasallos, ansí en México como en sus tierras; y que le pedía por merced que ordenase y mandase a qué parte podrían ir que fuesen nuestros enemigos; y Cortés les dijo que les tenía en mucho su buen deseo, y que otro día quería ir a un pueblo que se dice Saltocan, que está de aquella ciudad cinco leguas, mas que están fundadas las casas en el agua de la laguna, e que había entrada para él por tierra; el cual pueblo había enviado a llamar de paz días había tres veces, y no quiso venir, y que les tornó a enviar mensajeros nuevamente con los de Tepetezcuco y de Otumba, que eran sus vecinos, y que en lugar de venir de paz, no quisieron, antes trataron mal a los mensajeros y descalabraron dellos, y la respuesta que dieron fue, que si allá íbamos, que no tenían menos fuerza y fortaleza que México; que fuesen cuando quisiesen, que en el campo les hallaríamos; e que habían tenido aquella respuesta de sus ídolos que allí nos matarían, y que les aconsejaron los ídolos que esta respuesta diesen; y a esta causa Cortés se apercibió para ir él en persona a aquella entrada, y mandó a doscientos y cincuenta soldados que fuesen en su compañía, y treinta de a caballo, y llevó consigo a Pedro de Alvarado y a Cristóbal de Olí y muchos ballesteros y escopeteros, y a todos los tlascaltecas, y una capitanía de hombres de guerra de Tezcuco, y los más dellos principales; y dejó en guardia de Tezcuco a Gonzalo de Sandoval, para que mirase mucho por los bergantines y real, no diesen una noche en él; porque ya he dicho que siempre habíamos de «estar la barba sobre el hombro», lo uno por estar tan a la raya de México, y lo otro por estar en tan gran ciudad como era Tezcuco, y todos los vecinos de aquella ciudad eran parientes y amigos de mexicanos; y mandó al Sandoval y a Martín López, maestro de hacer los bergantines, que dentro de quince días los tuviesen muy a punto para echar al agua y navegar en ellos, y se partió de Tezcuco para hacer aquella entrada.

Después de haber oído misa, salió con su ejército, e yendo su camino, no muy lejos de Saltocan encontró con unos grandes escuadrones de mexicanos, que le estaban aguardando en parte porque creyeron aprovecharse de nuestros españoles y matar los caballos; mas Cortés marchó con los de a caballo, y él juntamente con ellos; y después de haber disparado las escopetas y ballestas, rompieron por ellos y mataron algunos de los mexicanos, porque luego se acogieron a los montes y a partes que los de a caballo no los pudieron seguir; mas nuestros amigos los tlascaltecas prendieron y mataron obra de treinta; y aquella noche fue Cortés a dormir a unas caserías, y estuvo muy sobre aviso con sus corredores de campo y velas y rondas y espías, porque estaba entre grandes poblaciones; y supo que Guatemuz, señor de México, había enviado muchos escuadrones de gente de guerra a Saltocan para les ayudar, los cuales fueron en canoas por unos hondos esteros; y otro día de mañana junto al pueblo comenzaron los mexicanos y los de Saltocan a pelear con los nuestros, y tirábanles mucha vara y flecha, y piedras con hondas desde las acequias donde estaban, e hirieron a diez de nuestros soldados y muchos de los amigos tlascaltecas, y ningún mal les podían hacer los de a caballo, porque no podían correr ni pasar los esteros, que estaban todos llenos de agua, y el camino y calzada que solían tener, por donde entraban por tierra en el pueblo, de pocos días le habían deshecho y le abrieron a mano, y la ahondaron de manera que estaba hecho acequia y lleno de agua, y por esta causa los nuestros no podían en ninguna manera entrarles en el pueblo ni hacer daño ninguno; y puesto que los escopeteros y ballesteros tiraban a los que andaban en canoas, traíanlas tan bien armadas de talabardones de madera, e detrás de los talabardones, guardábanse bien; y nuestros soldados, viendo que no aprovechaba cosa ninguna y no podían atinar el camino y calzada que de antes tenían en el pueblo, porque todo lo hallaban lleno de agua, renegaban del pueblo y aun de la venida sin provecho, y aun medio corridos de cómo los mexicanos y los del pueblo les daban grande grita y les llamaban de mujeres, e que Malinche era otra mujer, y que no era esforzado sino para engañarlos con palabras y mentiras; y en este instante dos indios de los que allí venían con los nuestros, que eran de Tepetezcuco, que estaban muy mal con los de Saltocan, dijeron a un nuestro soldado, que había tres días que vieron, cómo abrían la calzada y la cavaron y la hicieron zanja, y echaron de otra acequia el agua por ella, y que no muy lejos adelante está por abrir e iba camino al pueblo.

Y cuando nuestros soldados lo hubieron entendido, y por donde los indios les señalaron, se ponen en gran concierto los ballesteros y escopeteros, unos armando y otros soltando, y esto poco a poco, y no todos a la par, y el agua a vuelapié, y a otras partes a más de la cinta, pasan todos nuestros soldados, y muchos amigos siguiéndolos, y Cortés con los de a caballo aguardándolos en tierra firme, haciéndoles espaldas, porque temió no viniesen otra vez los escuadrones de México y diesen en la rezaga; y cuando pasaban las acequias los nuestros, como dicho tengo, los contrarios daban en ellos como a terrero, y hirieron muchos; mas, como iban deseosos de llegar a la calzada que estaba por abrir, todavía pasan adelante, hasta que dieron en ella por tierra sin agua, y vanse al pueblo; y en fin de más razones, tal mano les dieron, que les mataron muchos mexicanos, y lo pagaron muy bien, e la burla que dellos hacían; donde hubieron mucha ropa de algodón y oro y otros despojos; y como estaban poblados en la laguna, de presto se meten los mexicanos y los naturales del pueblo en sus canoas con todo el hato que pudieron llevar, y se van a México; y los nuestros, de que los vieron despoblados, quemaron algunas casas, y no osaron dormir en él por estar en el agua, y se vinieron donde estaba el capitán Cortés aguardándolos; y allí en aquel pueblo se hubieron muy buenas indias, y los tlascaltecas salieron ricos con mantas, sal y oro y otros despojos, y luego se fueron a dormir a unas caserías que serían una legua de Saltocan, y allí se curaron, y un soldado murió dende a pocos días de un flechazo que Q dieron por la garganta; y luego se pusieron velas y corredores del campo, y hubo buen recaudo, porque todas aquellas tierras estaban muy pobladas de culúas; y otro día fueron camino de un gran pueblo que se dice Gualtitan, e yendo por el camino, los de aquellas poblaciones y otros muchos mexicanos que con ellos se juntaban, les daban muy grande grita y voces, diciéndoles vituperios, y era en parte que no podían correr los caballos ni se les podía hacer ningún daño, porque estaban entre acequias; y desta manera llegaron a aquella población, y estaba despoblado de aquel mismo día y alzado el hato, y en aquella noche durmieron allí con grandes velas y rondas; y otro día fueron camino de un gran pueblo que se dice Tenayuca, y este pueblo le solíamos llamar la primera vez que entramos en México el pueblo «de las Sierpes», porque en el adoratorio mayor que tenían hallamos dos grandes bultos de sierpes de malas figuras, que eran sus ídolos en quien adoraban.

Dejemos esto, y digamos del camino y es que este pueblo hallaron despoblado como el pasado, que todos los indios naturales dellos se habían juntado en otro pueblo que estaba más adelante; y desde allí fue a otro pueblo que se dice Escapuzalco, que sería del uno al otro una legua, y asimismo estaba despoblado. Este Escapuzalco era donde labraban el oro e plata al gran Montezuma, y solíamosle llamar el pueblo «de los Plateros»; y desde aquel pueblo fue a otro, que ya he dicho que se dice Tacuba, que es obra de media legua el uno del otro. En este pueblo fue donde reparamos la triste noche cuando salimos de México desbaratados, y en él nos mataron ciertos soldados, según dicho tengo en el capítulo pasado que dello habla; y tornemos a nuestra plática; que antes que nuestro ejército llegase al pueblo, estaban en campo aguardando a Cortés muchos escuadrones de todos aquellos pueblos por donde había pasado, y los de Tacuba y de mexicanos, porque México está muy cerca dél, y todos juntos comenzaron a dar en los nuestros, de manera que tuvo harto nuestro capitán de romper en ellos con los de a caballo; y andaban tan juntos los unos con los otros, que nuestros soldados a buenas cuchilladas los hicieron retraer; y como era noche, durmieron en el pueblo con buenas velas y escuchas; y otro día de mañana, si muchos mexicanos habían estado juntos, muchos más se juntaron aquel día, y con gran concierto venían a darnos guerra, de tal manera, que herían algunos soldados; mas todavía los nuestros los hicieron retraer en sus casas y fortaleza, de manera que tuvieron tiempo de les entrar en Tacuba y quemarles muchas casas y meterles a sacomano; y como aquello supieron en México, ordenaron de salir más escuadrones de su ciudad a pelear con Cortés, y concertaron que cuando peleasen con él, que hiciesen que volvían huyendo hacia México, y que poco a poco metiesen a nuestro ejército en su calzada, y que cuando los tuviesen dentro, haciendo como que se retraían de miedo; e ansí como lo concertaron lo hicieron, y Cortés, creyendo que llevaba victoria, los mandó seguir hasta una puente; y cuando los mexicanos sintieron que tenían ya metido a Cortés en el garlito pasada la puente, vuelve sobre él tanta multitud de indios, que unos por tierra, otros con canoas y otros en las azoteas, le dan tal mano, que le ponen en tan gran aprieto, que estuvo la cosa de arte, que creyó ser perdido e desbaratado; porque a una puente donde había llegado cargaron tan de golpe sobre él, que ni poco ni mucho se podía valer; e un alférez que llevaba una bandera, por sostener el gran ímpetu de los contrarios le hirieron muy malamente y cayó con su bandera desde la puente abajo en el agua, y estuvo en ventura de no se ahogar, y aun le tenían ya asido los mexicanos para le meter en unas canoas, y él fue tan esforzado, que se escapó con su bandera; y en aquella refriega mataron cinco soldados, e hirieron muchos de los nuestros; y Cortés, viendo el gran atrevimiento y mala consideración que había hecho en haber entrado en la calzada de la manera que he dicho, y sintió cómo los mexicanos le habían cebado, luego mandó que todos se retrajesen; y con el mejor concierto que pudo, y no vueltas las espaldas, sino los rostros a los contrarios, pie contra pie, como quien hace represas, y los ballesteros y escopeteros unos armados y otros tirando, y los de a caballo haciendo algunas arremetidas, mas eran muy pocas, porque luego les herían los caballos; y desta manera se escapó Cortés aquella vez del poder de México, y cuando se vio en tierra firme dio muchas gracias a Dios.

Allí en aquella calzada y puente fue donde un Pedro de Ircio, muchas veces por mí nombrado, dijo al alférez que cayó con la bandera en la laguna, que se decía Juan Volante, por le afrentar (que no estaba bien con él por amores de una mujer que vino de cuando lo de Narváez) le dijo que había crucificado al hijo y quería ahogar la madre, porque la bandera que traía el Volante era figurada la imagen de nuestra señora la virgen Santa María. Y no tuvo razón de decir aquella palabra porque el alférez era un hidalgo y hombre muy esforzado, y como tal se mostró aquella vez y otras muchas; y al Pedro de Ircio no le fue muy bien de su mala voluntad que tenía contra Juan Volante, el tiempo andando. Dejemos a Pedro de Ircio, y digamos que en cinco días que allí en lo de Tacuba estuvo Cortés tuvo batalla y reencuentros con los mexicanos y sus aliados; y desde allí dio la vuelta para Tezcuco, y por el camino que había venido se volvió, y le daban grita los mexicanos, creyendo que volvía huyendo, y una sospecharon lo cierto, que con gran temor volvió; y les esperaban en partes que querían ganar honra con él y matarle los caballos, y le echaban celadas; y como aquello vio, les echó una en que les mató e hirió muchos de los contrarios, e a Cortés entonces le mataron dos caballos e un soldado, y con esto no le siguieron más; e a buenas jornadas llegó a un pueblo sujeto a Tezcuco, que se dice Aculman, que estará de Tezcuco dos leguas y media; y como lo supimos cómo había allí llegado, salimos con Gonzalo de Sandoval a le ver y recibir, acompañado de muchos caballeros y soldados y de los caciques de Tezcuco, especial de don Hernando, principal de aquella ciudad; y en las vistas nos alegramos mucho, porque había más de quince días que no habíamos sabido de Cortés ni de cosa que le hubiese acaecido; y después de haber dado el bien venido y haberle hablado algunas cosas que convenían sobre lo militar, nos volvimos a Tezcuco aquella tarde, porque no osábamos dejar el real sin buen recaudo; y nuestro Cortés se quedó en aquel pueblo hasta otro día, que llegó a Tezcuco; y los tlascaltecas, como ya estaban ricos y venían cargados de despojos, demandaron licencia para irse a su tierra, y Cortés se la dio; y fueron por parte que los mexicanos no tuvieron espías sobre ellos, y salvaron sus haciendas.

Y a cabo de cuatro días que nuestro capitán reposaba y estaba dando priesa en hacer los bergantines, vinieron unos pueblos de la costa del norte a demandar paces y darse por vasallos de su majestad; los cuales pueblos se llaman Tuzapan y Mascalcingo e Nautlan, y otros pueblezuelos de aquellas comarcas, y trajeron un presente de oro y ropa de algodón; y cuando llegaron delante de Cortés, con gran acato, después de haber dado su presente, dijeron que le pedían por merced que les admitiese su amistad, y que querían ser vasallos del rey de Castilla, y dijeron que cuando los mexicanos mataron sus teules en lo de Almería, y era capitán dellos Quezalpopoca, que ya habíamos quemado por justicia, que todos aquellos pueblos que allí venían fueron e ayudar a los teules; y después que Cortés les hubo oído, puesto que entendía que habían sido con los mexicanos en la muerte de Juan de Escalante y los seis soldados que le mataron en lo de Almería, según he dicho en el capítulo que dello habla, les mostró mucha voluntad, y recibió el presente, y por vasallos del emperador nuestro señor, y no les demandó cuenta sobre lo acaecido ni se lo trajo a la memoria, porque no estaba en tiempo de hacer otra cosa; y con buenas palabras y ofrecimientos los despachó. Y en este instante vinieron a Cortés otros pueblos de los que se habían dado por nuestros amigos a demandar favor contra mexicanos, y decían que les fuésemos a ayudar, porque venían contra ellos grandes escuadrones, y les habían entrado en su tierra y llevado presos muchos de sus indios, y a otros habían descalabrado.

Y también en aquella sazón vinieron los de Chalco y Tamanalco, y dijeron que si luego no les socorrían que serían perdidos, porque estaban sobre ellos muchas guarniciones de sus enemigos; y tantas lástimas decían, que traían en un paño de manta de henequén pintado al natural los escuadrones que sobre ellos venían, que Cortés no sabía qué se decir ni qué responderles, ni dar remedio a los unos ni a los otros; porque había visto que estábamos muchos de nuestros soldados heridos y dolientes, y se habían muerto ocho de dolor de costado y de echar sangre cuajada, revuelta con lodo, por la boca y narices; y era del quebrantamiento de las armas que siempre traíamos a cuestas, e de que a la continua íbamos a las entradas, y de polvo que en ellas tragábamos; y demás desto, viendo que se habían muerto tres o cuatro soldados de heridas, que nunca parábamos de ir a entrar, unos venidos y otros vueltos. La respuesta que les dio a los primeros pueblos fue que les halagó y dijo que iría presto a les ayudar, y que entre tanto que iba, que se ayudasen de otros pueblos sus vecinos, y que esperasen en campo a los mexicanos, y que todos juntos les diesen guerra, e que si los mexicanos viesen que les mostraban cara y ponían fuerzas contra ellos, que temerían, e que ya no tenían tantos poderes los mexicanos para les dar guerra como solían, porque tenían muchos contrarios; y tantas palabras les dijo con nuestras lenguas, e les esforzó, que reposaron algo sus corazones, y no tanto, que luego demandaron cartas para dos pueblos sus comarcanos, nuestros amigos, para que les fuesen a ayudar.

Las cartas en aquel tiempo no las entendían; más bien sabían que entre nosotros se tenía por cosa cierta que cuando se enviaban eran como mandamientos o señales que les mandaban algunas cosas de calidad; e con ellas se fueron muy contentos, y las mostraron a sus amigos y los llamaron; y como nuestro Cortés se lo mandó, aguardaron en el campo a los mexicanos y tuvieron con ellos una batalla, y con ayuda de nuestros amigos sus vecinos, a quienes dieron la carta, no les fue mal en la pelea. Volvamos a los de Chalco: que viendo nuestro Cortés que era cosa muy importante para nosotros que aquella provincia estuviese desembarazada de gentes de Culúa; porque, como he dicho otra vez, por allí habían de ir y venir a la Villa-Rica de la Veracruz e a Tlascala, y habíamos de mantener nuestro real de ella, porque es tierra de mucho maíz, luego mandó a Gonzalo de Sandoval, que era alguacil mayor, que se aparejase para otro día de mañana ir a Chalco, y le mandó dar veinte de a caballo y doscientos soldados, y doce ballesteros y diez escopeteros, y los tlascaltecas que había en nuestro real, que eran muy pocos, porque, como dicho habemos en este capítulo, todos los más se habían ido a su tierra cargados de despojos, y también llevó una capitanía de los de Tezcuco, y en su compañía al capitán Luis Marín, que era su muy íntimo amigo; y quedamos en guarda de aquella ciudad y bergantines Cortés e Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olí con los demás soldados.

Y antes que Gonzalo Sandoval vaya para Chalco, como está acordado, quiero aquí decir cómo, estando escribiendo en esta relación todo lo acaecido a Cortés desta entrada en Saltocan, acaso estaban presentes dos hidalgos muy curiosos que habían leído la Historia de Gómara, y me dijeron que tres cosas se me olvidaban de escribir, que tenía escrito el cronista Gómara de la misma entrada que hizo Cortés; y la una era que dio Cortés vista a México con trece bergantines, y peleó muy bien con el gran poder de Guatemuz, con sus grandes canoas y piraguas en la laguna; la otra era que cuando Cortes entró en la calzada de México que tuvo plática con los señores y caciques mexicanos, y les dijo que les quitaría el bastimento y se morirían de hambre; y la otra fue que Cortés no quiso decir a los de Tezcuco que había de ir a Saltocan, porque no le diesen aviso. Yo respondí a los mismos hidalgos que me lo dijeron, que en aquella sazón los bergantines no estaban acabados de hacer, e que ¿cómo podía llevar por tierra bergantines ni por la laguna los caballos ni tanta gente? Que es cosa de reír ver lo que escribe; y que cuando entró en la calzada de Tacuba, como dicho habemos, que harto tuvo Cortés en escapar él y su ejército, que estuvo medio desbaratado; y en aquella sazón no habíamos puesto cerco a México, para vedarles los mantenimientos, ni tenían hambre, y eran señores de todos sus vasallos; y lo que pasó muchos días adelante, cuando los teníamos en grande aprieto, pone ahora el Gómara; y en lo que se dice que se apartó Cortés por otro camino para ir a Saltocan, no lo supiesen los de Tezcuco, digo que por fuerza fueron por sus pueblos y tierras de Tezcuco porque por allí era el camino, y no otro; y en lo que escribe va muy errado, y a lo que yo he sentido, no tiene él la culpa, sino el que le informó, que por sublimar mucho más le dio tal relación de lo que escribe para ensalzar a quien por ventura le dio dineros por ello, y ensalzó sus cosas, y no se declaren nuestros heroicos hechos, le daban aquellas relaciones; y esta era la verdad; y como lo hubieron bien entendido los mismos que me lo dijeron, y vieron claro lo que les dije ser así, se convencieron. Y dejemos esta plática, y tornemos al capitán Gonzalo de Sandoval, que partió de Tezcuco después de haber oído misa, y fue a amanecer cerca de Chalco; y lo que pasó diré adelante.
 

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