Compartir


Datos principales


Desarrollo


CapÍtulo XCV
Cómo el Almirante entró con sus navíos en el río de Belén y determinó edificar allí un pueblo, y dejar en él al Adelantado, su hermano
Entramos en el río de Belén con la nave Capitana y la Vizcaína, el lunes 9 de Enero, y al instante vinieron los indios a cambiar las cosas que tenían, especialmente pescado, que a ciertos tiempos entra en aquel río, del mar, lo que parece increíble a quien no lo vea; allí trocaron algún poco de oro, por alfileres; lo que valía más, lo daban por unas cuentas, o por cascabeles. El día siguiente entraron los otros dos navíos que no habían entrado antes, pues por haber poca agua en la boca, les fue preciso esperar la creciente, aunque no sube allí el mar, en la mayor marea, sino media braza. Como Veragua tenía mucha fama de minas y grandes riquezas, al tercer día de nuestro arribo, el Adelantado fue con las barcas al mar, para entrar por el río e ir hasta el pueblo del Quibio, que así llaman los indios a sus reyes. Este, sabida la venida del Adelantado fue con sus canoas por el río abajo, a recibirle; se trataron ambos con mucha cortesía y amistad, dando el uno al otro las cosas que más estimaban, y habiendo estado un gran rato en conversación, se retiró cada uno a los suyos, con gran quietud y paz.
El día siguiente fue el Quibio a los navíos a visitar al Almirante, y habiendo estado más de una hora en conversación, el Almirante le dio algunas cosas, los suyos rescataron algún oro por cascabeles, y se volvió sin ceremonia alguna por el camino que había ido.

Estando nosotros muy contentos y seguros, el martes a 24 de Enero, de repente creció el río de Belén tanto que: sin poder evitarlo ni echar los cables a tierra, dio la violencia del agua a la Capitana con tanta fuerza que rompió una de sus dos anclas, y la echó con tanto ímpetu sobre la nave Gallega, que estaba a su popa, que del golpe le rompió la contramesana; luego, abordándose la una con la otra, corrían con tanta furia de aquí para allá que estuvieron en peligro de perecer con toda la armada.
Pensaron algunos que la causa de esta marejada fuesen las grandes y continuas lluvias que hubo el invierno en aquella tierra, sin que cesasen ni un día; pero, si esto fuera así, habría la creciente engrosado poco a poco, y no vendría de repente con tanta vehemencia; por lo cual se sospechaba que fuese algún gran turbión que descargó sobre los montes de Veragua que llamó de San Cristóbal el Almirante, porque la cumbre del más alto entraba en la región del aire donde se engendran los cambios, por lo que, en su altura, no se ven nubes, sino que están más bajas; quien lo viere dirá que es una ermita, y está, por lo menos, a veinte leguas de tierra adentro, en medio de montañas cubiertas de árboles; allí creímos haberse originado esta crecida, la cual hizo tanto daño, que el menor peligro fue que, si bien podíamos con la creciente salir al ancho mar, que estaba media milla distante, era tan cruel la tormenta que andaba en él, que pronto nos hubiera hecho pedazos al salir por la desembocadura.

Esta tormenta duró tantos días que no pudimos asegurar y amarrar bien los navíos; se rompían las olas con tanta furia contra la boca del río, que no podían las barcas salir de él a correr la costa, reconocer la tierra para saber dónde estaban las minas, y elegir el mejor sitio para edificar un pueblo; porque tenía determinado el Almirante dejar aquí al Adelantado con la mayor parte de la gente, para que poblasen y sujetasen aquella tierra, hasta que él fuese a Castilla, para enviarles socorro de gente y bastimentos.
Con este designio, habiendo abonanzado el tiempo, lunes, a 6 de Febrero, envió al Adelantado, por mar, con 68 hombres, a la boca del río Veragua, que distaba de Belén una legua al Occidente, y navegaron por el río arriba, otra legua y media, hasta el pueblo del Cacique, donde estuvieron un día, informándose del camino de las minas. El miércoles siguiente anduvieron cuatro leguas y media, y fueron a dormir cerca de un río que pasaron cuarenta y tres veces; el día siguiente caminaron legua y media hacia las minas, que les enseñaron los indios que había dado por guías el Rey Quibio; a cabo de dos horas, después que llegaron, cada uno cogió oro, entre las raíces de los árboles, que son altísimos en aquel país y llegan al cielo. Estimóse mucho esta muestra porque ninguno de los que iban llevaba ingenios para sacar el oro, ni vez alguna lo habían cogido. Como su viaje no era más que para informarse de las minas, se volvieron muy alegres aquel día, a dormir a Veragua, y el siguiente, a los navíos.

Es verdad, como se supo después, que estas minas no eran las de Veragua, que están más cercanas, sino de Urirá, que es un pueblo de enemigos, y porque tenían guerra con los de Veragua, para darles enojo, mandó el Quibio que fuesen guiados allí los cristianos, y también para que éstos codiciasen ir a las minas de Urirá y dejasen las de Veragua.
  
CapÍtulo XCVI
Cómo el Adelantado visitó algunos pueblos de la provincia y las cosas y costumbres de los indios de aquella tierra
El jueves, a 16 de Febrero del año referido de 1503, salió el Adelantado con cincuenta y nueve personas y con una barca por mar con catorce; el día siguiente, por la mañana, llegaron al río Urirá, que dista siete leguas del de Belén, hacia Occidente; a una legua del pueblo le fue a recibir el cacique, con veinte indios, le presentó muchas cosas de las que comen, y se trocaron algunos espejos de oro. Mientras estaban allí el cacique y sus principales, no cesaban de meterse en la boca una hierba seca, y de mascarla; a veces tomaban también cierto polvo, que llevaban juntamente con la hierba seca, lo cual parece mucha barbarie. Después de estar allí un rato, los indios y los cristianos fueron al pueblo, donde había mucha gente que los salió a recibir; señaláronles una casa donde se alojasen, y presentándoles muchas cosas de comer. De allí a poco vino el cacique de Dururi, que es otro pueblo vecino, con muchos indios, los cuales también traían algunos espejos para trocarlos; y de éstos y de aquéllos entendieron que en la tierra adentro había muchos caciques que tenían gran abundancia de oro, y de gente armada como nosotros.

Al día siguiente mandó el Adelantado que la mayor parte de la gente se volviese por tierra a los navíos, y siguió su viaje, con treinta hombres, hacia Zobraba, donde había más de seis leguas de maizales, que son como los campos de trigo; desde aquí fue a Cateba, que es otro pueblo; en ambos tuvo buena acogida, y le dieron bastimentos, rescatando aún algunos espejos de oro, los que, según hemos dicho, son como patenas de cáliz, unos mayores y otros menores, de doce ducados de peso, unos más y otros menos; traénlos al cuello, colgados de una cuerdecilla, como nosotros el Agnus Dei u otra reliquia.
Como entonces el Adelantado se había alejado mucho de los navíos, sin haber hallado por toda aquella costa puerto alguno, ni río más grande que el de Belén, para edificar una población, se volvió por el mismo camino, a 24 de Febrero, con muchos ducados de oro, ganados en rescates. Tan luego como llegó, comenzó con diligencia a disponer su mansión, y, para esto, en cuadrillas de diez, o de menos, como lo acordaban quienes hablan de quedar, que eran en total ochenta, comenzaron a edificar casas, a distancia de un tiro de lombarda de la boca del río, pasada una cala que está a mano derecha, entrando por el río, en cuya boca se levanta un montecillo. A más de las casas, que eran de madera, cubiertas de hojas de palmas, que nacen en la playa, se hizo también otra casa grande que sirviese de tienda y alhóndiga, en la que se puso mucha pólvora, artillería, bastimentos y otras cosas para el sustento de los pobladores, las más necesarias, como vino, bizcocho, aceite, vinagre, quesos y muchas legumbres, porque no había allí otra cosa que comer.

Estas cosas dejaban aquí como en parte más segura que en la nave Gallega, que la reservaba el Adelantado para valerse de ella en mar y tierra, con todos los aparejos de redes y anzuelos y otras cosas útiles a la pesca, porque, según hemos dicho, hay en aquella región muchos peces en todos los ríos, a los cuales, y a la orilla del mar, van en ciertos tiempos del año, como de paso, ciertas especies de aquéllos, de los que toda la gente del país se alimenta más que de carne, pues aunque hay allí algunas especies de animales, no bastan al ordinario sustento de los indios. Las costumbres de estos indios son, generalmente, parecidas a los de la Española e islas vecinas; pero, los de Veragua y del contorno, cuando hablan uno con otro, se ponen de espaldas, y cuando comen, mascan siempre cierta hierba, lo que juzgamos debe ser causa de tener los dientes gastados y podridos. Su comida es pescado, que pescan con redes y con anzuelos de hueso, que los hacen de las conchas de las tortugas, cortándolas con hilo de cabuya; lo mismo hacen en las otras islas. Tenían otro modo para pescar algunos peces tan pequeños como los que más, llamados Titi en la Española; éstos acuden a ciertos tiempos, con las lluvias, a las orillas, donde son tan perseguidos de los peces mayores, que se ven obligados a subir a la superficie del agua, en la que los pescan los indios con esterillas y con redes muy chicas; así cogen cuantos quieren, y los envuelven en hojas de árboles, del mismo modo que conservan los drogueros sus confecciones; tostados luego, en el horno, se conservan por largo tiempo.

También acostumbran pescar sardinas, de modo análogo al que hemos dicho en otras pescas, pues la sardina huye, en ocasiones, de los peces grandes, con tanta velocidad y miedo, que saltan a la playa seca dos o tres pasos; de modo que el único trabajo es tomarlas, como a los otros peces. Pescan también de otro modo las sardinas; en las canoas, desde la popa a la proa, pon en un seto de hojas de palma, de tres brazas de alto; navegando por el río, hacen mucho ruido y dan con los remos en el bordo, porque las sardinas, para salvarse del pez que las persigue, saltan por la canoa, dan en el seto y caen dentro; y así toman cuantas quieren. Los jureles, los sábalos y aun las lizas van también allí a su tiempo, como también otros géneros de peces, y es cosa maravillosa ver, cómo al tiempo que éstos pasan por aquellos ríos, toman tan gran cantidad, que conservan mucho tiempo tostada. Tienen también para su alimento mucho maíz, que es cierto grano que nace como el mijo, con una espiga o panocha, de que hacen vino tinto, y blanco, como la cerveza de Inglaterra; allí echan lo que les parece, según lo que más les agrada, y sale de buen sabor, semejante al vino raspante. Hacen otro vino de unos árboles que parecen palmas, y yo creo que son especie de éstas, aunque son lisos como los otros árboles y tienen en el tronco muchas espinas tan largas como las del puerco espín. De la médula de estas palmas, que son como palmitos, apretándola y exprimiéndola, sacan el zumo de que hacen el vino, y cociéndolo con agua y con sus especias, lo tienen por muy bueno y preciado.

También hacen otro vino del mismo fruto que hemos dicho que se halló en la isla de Guadalupe, que es semejante a una piña gruesa, y la planta se siembra en campos anchos, con un gran pimpollo que sale encima de la misma piña, como sucede en los tallos de la lechuga; esta planta dura tres o cuatro años, dando siempre fruto. Hacen también vino de varias suertes de frutas, especialmente de una que nace en árboles altísimos, tan grandes como cedros; cada una tiene dos, tres y cuatro huesos, a modo de nueces, aunque no redondo, sino como el ajo, o la castaña; la corteza de ese fruto es como la de la granada, y se parece a ella cuando está quitado del árbol, aunque no tiene coronilla; su sabor es como de durazno, o pera muy buena; de éstas unas son mejores que otras, como sucede en las demás frutas; también las hay en las islas Antillas, y los indios las llaman Mameyes.
  
CapÍtulo XCVII
Cómo para seguridad del pueblo de los cristianos fue preso el Quibio, con muchos indios principales, y cómo huyó por negligencia de los que le guardaban
Ya estaban en orden todas las cosas de la población, en la que había diez o doce casas cubiertas de paja, y el Almirante dispuesto para ir a Castilla, cuando el río, que antes, por la soberbia de las aguas, nos había puesto en gran peligro, ahora nos puso en mayor, por falta de ellas, pues habiendo cesado ya las lluvias de Enero, con el buen tiempo, se cerró la boca del río con arena, de modo que cuando entramos en él, tenía cuatro brazas de agua, que era muy poca para la que se necesitaba; cuando quisimos salir, tenía media braza; con esto, quedamos encerrados y sin remedio alguno, porque era imposible sacar los navíos por la arena; y aun cuando hubiéramos tenido máquinas para hacerlo, no estaba el mar tan tranquilo que con la menor ola que llegase a la orilla, no hiciese pedazos los navíos, especialmente los nuestros, que ya parecían panales, agujereados todos por la broma.

Entonces, nos encomendamos a Dios, pidiéndole nos diese lluvia, como antes le habíamos pedido tiempo sereno, porque sabíamos que lloviendo, llevaría más agua el río y se abriría la boca, como suele suceder en aquellos ríos. Súpose, al mismo tiempo, por medio del intérprete, que el Quibio, .cacique de Veragua, tenía deliberado de venir secretamente a poner fuego a las casas y matar a los cristianos, porque a todos los indios pesaba mucho que poblasen en aquel río. Y pareció que para castigo suyo, y escarmiento y temor de los comarcanos, era bien prendello con todos sus principales, y traellos a Castilla, y que su pueblo quedase en servicio de los cristianos. Para hacerlo así fue el Adelantado con setenta y cuatro hombres al pueblo de Veragua, el día 30 de Marzo de 1503; y aunque llamóle pueblo, es de advertir que en aquella tierra no hay casas juntas, pues viven como los de Vizcaya, separados los unos de los otros.
Cuando el Quibio supo que se acercaba el Adelantado, le mandó a decir que no fuese a su casa, que estaba en una colina sobre el río Veragua; para que no se huyese de miedo, acordó el Adelantado ir a ella con solo cinco hombres, dejando orden a los demás que fuesen a la zaga, de dos, en dos, separados unos de otros, y que en oyendo disparar un arcabuz, rodeasen la casa de manera que nadie se escapase.
Habiéndose acercado el Adelantado a la casa, le envió otro recado el Quibio, diciéndole que no entrase en ella, que él saldría a hablarle, aunque estaba herido de una flecha; esto lo hacen así para que no vean sus mujeres, porque son celosísimos; por ello salió hasta la puerta, y se sentó allí, diciendo que llegase sólo el Adelantado, el cual lo hizo así.

Habiendo llegado el Adelantado al cacique, le preguntó por su enfermedad y otras cosas de la tierra, por medio de un indio que llevaba, que habíamos cogido más de tres meses antes, cerca de allí, y andaba con nosotros familiar y voluntariamente; el cual tenía entonces gran miedo, por el amor que nos profesaba, sabiendo que el Quibio deseaba mucho matar a los cristianos, y como no conocía aún nuestras fuerzas, creía se podría salir con ello fácilmente, por la multitud de gente que había en la provincia. Pero el Adelantado se cuidaba poco de este miedo, y fingiendo querer ver dónde tenía el cacique la herida, le cogió de un brazo. Y como ambos eran de gran fuerza, el Adelantado hizo tan buena presa que le sujetó hasta que llegaron los cuatro; hecho esto, mandó disparar el arcabuz y corrieron todos los cristianos de la emboscada en torno a la casa, donde había cincuenta personas grandes y pequeñas, de que se prendió la mayor parte, sin haber herido a ninguno; porque viendo a su rey preso, no quisieron ponerse en defensa. Había entre éstos algunos hijos y mujeres del Quibio, y otros indios principales, que prometían grandes riquezas, diciendo que en un bosque cercano había un gran tesoro, y que todo lo darían por su rescate; pero no satisfecho el Adelantado con aquella promesa, determinó que, antes que se juntasen los del contorno, el Quibio fuese enviado preso a la nave juntamente con su mujer e hijos y los indios principales; él quedóse con la mayor parte de la gente, para ir contra los vasallos y parientes que habían huido.

Después, tratando con los capitanes y la gente de más honra, acerca de a quién se debía encomendar aquella gente para que la llevase hasta la boca del río, se la entregó a Juan Sánchez de Cádiz, piloto y hombre muy estimado, porque se ofreció a conducirlos, llevando al cacique atado de pies y manos; advirtiéndole que tuviese cuidado de que no se escapase; respondió que le pelasen las barbas si se le huía. Tomóle a su cuidado y partió con él, río abajo de Veragua; estando a media legua de la boca, empezó el Quibio a lamentarse mucho de llevar atadas tan fuertemente las manos, de manera que movió a piedad a Juan Sánchez, y le desató del banco de la barca donde iba sujeto, teniéndole sujeto con la cuerda. De allí a poco, viéndole el Quibio algo distraído, se echó al agua, y Juan Sánchez, no pudiendo hacer fuerza con la cuerda, la dejó, por no caer también al río. Llegada la noche, con el ruido de los que andaban en la barca, no pudieron ver ni oír dónde había tomado tierra; de modo que no supieron más noticia de él, como si fuese un peñón que había caído en el agua. Para que no sucediese lo mismo con los otros cautivos, siguieron su camino las naves, con bastante vergüenza de su descuido e inadvertencia. El día siguiente, que fue primero de abril, viendo el Adelantado que la tierra era montuosa, llena de árboles, y que allí no había pueblo ordenado, sino una casa en un collado y otra en otro, y que sería muy dificultoso ir de una parte a otra, acordó volverse a los navíos con su gente, sin que ninguno de ellos fuese muerto o herido, y presentó al Almirante los despojos habidos en la casa del Quibio, que valdrían 300 ducados en espejos, aguilillas y canutillos de oro que se ponen engarzados en los brazos y alrededor de las piernas, y tiras de oro con que, a modo de corona, se rodean la cabeza; todo lo cual, sacado el quinto para los Reyes Católicos, se dividió y repartió entre los que habían ido a la empresa; al Adelantado, en señal de su victoria, se le dio una corona de las ya mencionadas.

 
 CapÍtulo XCVIII
Cómo habiendo salido el Almirante para Castilla asaltó Quibio el pueblo de los cristianos, en cuyo combate hubo muchos muertos y heridos
Estando a la sazón proveídas las cosas pertenecientes al mantenimiento del pueblo, y hechas las provisiones y ordenanzas que para su gobierno había dispuesto el Almirante, quiso Dios mandar tanta lluvia que creció mucho el río, de modo que volvió a abrirse la boca; por lo que resolvió el Almirante partir luego a la Española con tres navíos, para enviar de allí socorro con la mayor diligencia. Así, esperando bonanza y calma, porque el mar no rompiese ni batiese la boca del río, salimos con los dichos navíos, yendo las barcas delante, de remolque; pero ninguno salió tan limpio que no arrastrase la quilla por el fondo, que si no fuese de arena movible, hasta en la bonanza hubiesen peligrado. Hecho esto, muy luego, todos llevamos, con gran presteza, dentro de las naos, lo que habíamos sacado para aligerarlas al tiempo de la salida; y esperando de este modo, ya salidos a la dilatada costa, a una legua de la boca. del río, el tiempo de navegar, quiso Dios milagrosamente que hubiese motivo para enviar la barca de la Capitana a tierra, tanto por agua como por otras cosas necesarias, para que con la pérdida de éstas se salvaran los que estaban en tierra y en el mar. Fue el caso que los indios y el Quibio, viendo que por estar los navíos fuera no podían dar socorro a los que quedaban en la fortaleza, al punto mismo que llegó la barca a tierra, asaltaron el pueblo de los cristianos, no habiendo sido descubiertos por lo espeso del bosque; tan luego como estuvieron a diez pasos de la casa, les asaltaron, dando fuertes gritos, tirando lanzas a cuantos veían, y a las casas, que por ser cubiertas con hojas de palmas, las pasaban fácilmente de un lado al otro, y alguna vez herían a los que estaban dentro; de modo que habiendo cogido de improviso a los nuestros, y muy ajenos de esta sorpresa, hirieron a cuatro o cinco, antes de ponerse en orden para resistir.

El Adelantado, que era hombre de gran corazón, se opuso a los enemigos con una lanza, animando a los suyos, y embistió animosamente a los indios, con siete u ocho que le seguían, de modo que les hicieron retirarse hasta el bosque, que como hemos dicho, estaba cercano a las casas. Desde allí hicieron de nuevo algunas escaramuzas los indios, tirando sus azagayas, y retirándose después, como en el juego de cañas hacen los españoles, hasta que acudiendo muchos cristianos, fueron los indios castigados con el corte de las espadas, y por un perro que los perseguía fieramente, con lo que se pusieron en fuga, dejando muerto un cristiano y siete heridos, entre ellos al Adelantado con una lanzada en el pecho. De este peligro se resguardaron bien dos cristianos, cuyo caso, por contar el ingenio de uno, que era italiano, lombardo, y la gravedad del otro, que era castellano, se debe contar, y fue así: El lombardo, llamado Sebastián, huyendo furiosamente a esconderse en una casa, le dijo Diego Méndez, de quien se hará mención más adelante: «Vuelve, vuelve atrás, Sebastián; ¿dónde vas?»; a quien respondió: «Déjame ir, diablo, que voy a poner en salvo mi Persona». El español era el capitán Diego Tristán, a quien el Almirante había enviado con la barca a tierra, el cual no salió fuera con su gente, aunque estaba en el río, cerca de donde era la contienda; habiéndole preguntado algunos, y reprendido otros, por qué no salía en ayuda de los cristianos, respondió que lo hacía para evitar que los cristianos de tierra, llenos de miedo, entrasen en la barca, si se acercaba con ella y pereciesen todos; porque, perdida la barca, el Almirante correría después peligro en el mar; y por esto no quería hacer más de lo que se le había mandado, que era cargar agua y leña; a lo menos, hasta que viese que los nuestros tenían más necesidad de su socorro.

Queriendo cumplir el encargo de tomar agua, para luego dar al Almirante cuenta de lo que pasaba, determinó ir por el río arriba a tomarla, hasta donde no se mezclase la dulce con la amarga, aunque algunos le intimaron que no hiciese aquel viaje, por el gran peligro que había con los indios y sus canoas; a que respondió que no temía aquel riesgo; que para esto había ido, y le había mandado el Almirante; así continuó su camino el río arriba, que es muy profundo, y muy cerrado de ambas partes, pobladas de árboles que llegan hasta el agua, y tan espesos que apenas es posible bajar a tierra, salvo en algunos parajes donde terminan las sendas de los pescadores, y donde ellos esconden sus canoas.
Tan luego como los indios le vieron casi una legua más arriba del pueblo, salieron de lo más boscoso de ambas orillas con sus barcas o canoas, y con grandes alaridos embistieron por todas partes, tocando cuernos, con atrevimiento y mucha ventaja; porque siendo sus canoas ligerísimas, que un solo indio basta para gobernarlas y guiarlas adonde quieren, especialmente las que son chicas y de pescadores, venían en cada una tres o cuatro indios: uno bogaba y los otros arrojaban lanzas y dardos, contra los de la barca; llamo dardos y lanzas a sus varas, por el tamaño que tienen, si bien no llevan hierro, sino espinas o dientes de pez.
No habiendo en nuestra barca sino siete u ocho hombres que bogaban, y el capitán con solos dos o tres soldados, no podían resguardarse de las muchas lanzas que les tiraban, con lo que tuvieron que dejar los remos, y tomar las rodelas; pero era tanta la muchedumbre de indios que llovía de todas partes, que arrimándose con las canoas, y retirándose cuando les parecía, con destreza, hirieron la mayor parte de los cristianos, y especialmente al capitán, al que dieron muchas heridas, y aunque estuvo siempre firme, animando a los suyos, no le sirvió de nada, porque le tenían sitiado por todas partes, sin poderse mover ni valerse de los mosquetes; hasta que, al fin, le hirieron en un ojo con una lanza, de cuya herida cayó muerto de repente; todos los otros tuvieron el mismo fin, excepto un tonelero de Sevilla, llamado Juan de Noya, cuya buena suerte quiso que en medio de la contienda cayese al agua; nadando por debajo, salió a la orilla sin que nadie le viese, y por entre la espesura de los árboles llegó a la población a dar nuevas del suceso, de que se espantaron mucho los nuestros, quienes, viéndose tan pocos, heridos la mayor parte, algunos de los compañeros muertos, y estar el Almirante en el mar, sin barca, a riesgo de no poder volver a sitio de donde pudiese enviar socorros, determinaron no quedarse donde se hallaban; así, al instante, sin obediencia, ni orden alguna, hubiéranse ido de allí, si no lo impidiese la boca del río, que con el mal tiempo se había vuelto a cerrar, de modo que no sólo no podía salir por ella el navío que les había quedado, pero ni una barca, porque el mar lo rompía todo; ni siquiera una persona que pudiese dar aviso al Almirante de lo que les había sucedido.

Este no corría menos riesgo en el mar donde estaba surto, por ser playa, no tener barca y contar con tan poca gente, por la que le habían muerto; de modo que, él y todos nosotros estábamos en el mismo trabajo y confusión que los del pueblo, quienes, por el desastre del combate pasado, y por venir el río abajo los muertos, llenos de heridas, seguidos de los cuervos de aquel país, que venían sobre ellos graznando y volando, lo tomaban todo por agüero desdichado, y estaban con miedo de tener el mismo fin que los otros; mayormente, viendo que los indios estaban muy soberbios con la victoria, y no los dejaban sosegar un instante, por la mala disposición del pueblo. Es cierto que todos hubiéramos quedado maltrechos si no se tomara la buena resolución de ir a una gran playa, despejada, a la parte oriental del río, donde se fabricó un baluarte con los toneles y otras cosas que tenían, plantando la artillería en lugares convenientes, y así se defendían, porque los indios no se atrevían a salir del bosque, por el daño que recibían de las pelotas.
 
 CapÍtulo XCIX
Cómo huyeron los indios que estaban presos en las naves, y el Almirante supo de la derrota de los de tierra
Mientras sucedían en tierra estas cosas, pasaron diez días, los cuales estuvo el Almirante con gran desvelo y sospecha de lo que hubiese acaecido, esperando de hora en hora que sosegase el tiempo para enviar la otra barca a saber el motivo de la tardanza de la primera; pero siéndonos contraria en toda la fortuna, no quiso que supiésemos los unos de los otros, y aun por aumentar el trabajo, sucedió que los hijos y parientes del Quibio, que teníamos presos en la nave Bermuda para traerlos a Castilla, pudieron libertarse del modo siguiente: Por la noche los metían debajo de cubierta, y por estar la escotilla tan alta que los presos no podían llegar a ella, se olvidaron los guardas de cerrarla por la parte de arriba, con cadenas, porque allí encima dormían algunos marineros; esto motivó el que procurasen huir los indios; para ello recogieron poco a poco todos los cantos del lastre, los pusieron debajo de la escotilla, haciendo un gran montón, y luego, todos juntos subidos en él, empujando con las espaldas, abrieron una noche, a viva fuerza, la escotilla, derribando los que dormían encima; y saliendo fuera, prontamente, algunos de los principales indios se echaron al agua; mas, por haber concurrido la gente al ruido, no pudieron hacerlo muchos otros.

Habiendo luego cerrado la escotilla los marineros con la cadena, hicieron mejor la guardia; por lo que, desesperados los que no se habían podido escapar con sus compañeros, amanecieron ahorcados con las cuerdas que pudieron haber; estaban colgados con los pies y las rodillas en el suelo y en el lastre de la nave, pues no había tanta altura que pudieran levantarse más; de modo que todos los presos de aquel navío huyeron o se mataron, «que aunque la falta de aquellos muertos e idos no hiciese en los navíos mucho daño, parecía que, demás de acrecentarse las desdichas podría a los de tierra recrecerse, que porque quizá el cacique o señor Quibia, por razón de haber sus hijos, holgara de tomar paz con los cristianos, y viendo que no había prenda por quien temer, les haría más cruda guerra».
Hallándonos con tantos daños y desgracias muy atribulados y a discreción de las amarras con que estábamos surtos, sin saber nada de los de tierra, no faltó quien se atreviese a decir, que, pues aquellos indios, para salvar solamente la vida, se habían arriesgado a echarse al mar, a más de una legua de distancia de tierra, ellos por salvarse a si mismos y a tanta gente, se arriesgarían a tomar tierra nadando, si con la barca que quedaba, que era de la nave Bermuda, los llevaban hasta donde las olas no rompían. Sólo había aquella barca, porque la barca de la Vizcaína, ya hemos dicho que se perdió en el combate, y en todos los tres navíos no había más que la referida, para sus necesidades.

Viendo el Almirante el buen ánimo de estos marineros, convino en que ejecutasen su ofrecimiento, y la mencionada barca los llevó hasta un tiro de arcabuz de tierra, en parte a la que no podían arrimarse fuera de riesgo, a causa lo recio de las olas que rompían contra la playa; desde aquí se echó al agua Pedro de Ledesma, piloto de Sevilla, y con buen ánimo, ya encima, ya debajo de las olas, llegó finalmente a tierra, donde supo el estado de les nuestros, y oyó decir, a todos, unánimes, que de ningún modo querían quedar vendidos y sin remedio, como estaban, suplicando al Almirante que no se fuera sin recogerlos, porque dejarlos era tanto como condenarlos a muerte, y más entonces que, con las sediciones entre ellos no obedecían al Adelantado, ni a los capitanes, y que todo su estudio y aplicación era ponerse en orden para, cuando abonanzase, tomar alguna canoa y embarcarse; pues con una barca sola que les había quedado no podían hacer esto cómodamente; y que si el Almirante no los acogía en la nave que le había quedado, procurarían salvar las vidas y ponerse al arbitrio de la fortuna antes que estar a la discreción de la muerte que aquellos indios, como crueles carneceros, quisiesen darles. Con esta respuesta volvió Pedro de Ledesma a la barca que le esperaba, y de allí a los navíos, donde contó al Almirante lo que sucedía.
 
 CapÍtulo C
Cómo el Almirante recogió la gente que había dejado en Belén, y después navegamos a Jamaica
Luego que supo el Almirante la derrota, el alboroto y la desesperación de aquella gente, resolvió esperarlos, a fin de recogerlos, aunque no sin gran peligro, porque tenía sus navíos en la playa, sin reparo alguno, ni esperanza de salvarse, si el tiempo empeoraba; pero quiso Nuestro Señor que, al cabo de ocho días que estuvo allí, abonanzó el tiempo, de modo que con su barca y con grandes canoas bien dispuestas, y atadas una con otra para que no se volcasen, comenzaron a recoger su hacienda; cada uno procuró no ser el último, y se dieron tanta prisa, que en dos días no dejaron en tierra sino el casco del navío, que, a causa de la broma, no podía navegar.

Así, con gran alegría de vernos todos juntos, nos hicimos a la vela, llevando el rumbo de Levante, la costa arriba de aquella tierra; pues, aunque a todos los pilotos parecía que tomando la vía del Norte podíamos volver a Santo Domingo, sólo el Almirante y el Adelantado, su hermano, conocían que era necesario ir un buen trecho por la costa arriba, antes de atravesar el mar que hay entre la Tierra Firme y la Española, lo que tenía muy descontenta a la gente, pareciéndoles que el Almirante quería volverse a Castilla por camino derecho, sin navíos, ni bastimentos suficientes al viaje. Pero, como él sabía mejor lo que convenía, seguimos nuestro viaje hasta llegar a Portobelo, donde nos vimos precisados a dejar la nave Vizcaína, por la mucha agua que hacía, y porque todo su plan estaba deshecho y roto por la broma. Siguiendo la costa subimos hasta que pasamos más allá del puerto del Retrete, y de una tierra que tenía cercanas muchas islillas, a las que llamó el Almirante las Barbas, bien que los indios y los pilotos llaman a todo aquel contorno, del Cacique Pocorosa. Desde aquí, pasando más adelante, al extremo que vimos de la Tierra Firme, llamó Mármol, que distaba diez leguas de las Barbas.
Después, el lunes, primero de Mayo de 1503, tomamos la vía del Norte con vientos y corrientes de la banda de Levante, porque procurábamos siempre navegar con el viento que podíamos. Aunque todos los pilotos decían que ya habríamos pasado al Oriente de las islas de los Caribes, sin embargo, el Almirante temía no poder llegar a la Española, y esto se verificó; porque el miércoles, 10 del mismo mes de Mayo, dimos vista a dos islas muy pequeñas y bajas, llenas de tortugas, de las cuales estaba tan lleno todo aquel mar, que parecían escollos, por lo que se dio a estas islas el nombre de las Tortugas; pasando de largo la vía del Norte, el viernes siguiente, por la tarde, a treinta leguas más adelante arribamos al Jardín de la Reina, que es una muchedumbre de isletas situadas al Mediodía de la isla de Cuba.

Estuvimos surtos en este paraje, diez leguas de Cuba, con bastante hambre y trabajos, porque no teníamos que comer mas que bizcocho y un poco de aceite y vinagre, fatigados de día y de noche, para sacar el agua con tres bombas, porque los navíos se> iban a fondo por los muchos agujeros que les había hecho la broma. Estando allí sobrevino de noche una gran tempestad en la que, no pudiendo la Bermuda mantenerse con sus anclas, cargó sobre nuestra nave y rompió toda la proa, aunque no quedó ella sana del todo, porque perdió casi toda la popa, hasta cerca de la limeta; con gran trabajo, por la mucha agua y viento, quiso Dios que se apartasen una de otra, y echadas al mar todas las anclas y las gúmenas que teníamos, nada bastó para afirmar la nave, sino el áncora de esperanza, cuyo cable hallamos al amanecer tan cortado, que sólo pendía de una cuerdecilla, de suerte que si hubiese durado una hora más la noche, hubiese acabado de cortarse, mayormente siendo aquel sitio áspero y lleno de escollos, que no podíamos menos de dar en algunos que teníamos por popa; no obstante, quiso Dios librarnos, como nos había librado de otros muchos peligros.
Partiendo de aquí con bastante fatiga, fuimos a un pueblo de indios en la costa de Cuba, llamado Macaca, donde habiendo tomado algún refresco, partimos a Jamaica, porque los vientos de Levante y las grandes corrientes que van al Poniente, no nos dejaban ir a la Española, mayormente estando los navíos tan agujereados como hemos dicho, por lo que, ni de día, ni de noche dejábamos de trabajar en sacar el agua con tres bombas, de las que, si se rompía alguna, era preciso que, mientras se aderezaba, supliesen las calderas el oficio de aquélla.

A pesar de esto, la noche antes, víspera de San Juan, creció el agua tanto en nuestra nave, que no había medio de vencerla, porque llegaba casi hasta la cubierta; con grandísima fatiga nos mantuvimos así, hasta que, venido el día, llegamos a un puerto de Jamaica, llamado Puerto Bueno; y aunque lo es para reparar los navíos, no tenía agua para poderla coger, ni pueblo alguno alrededor. Pero, remediando esto lo mejor que pudimos, pasado el día de San Juan fuimos a otro puerto más hacia Oriente, llamado Santa Gloria, lleno de peñas; y habiendo entrado en él, no pudiendo sostenerse más los navíos, los encallamos en tierra, lo mejor que pudimos, acomodando uno junto a otro, a lo largo, bordo con bordo, y con muchos puntales a una y otra parte, los pusimos tan fijos, que no se podían mover; así, se llenaron de agua casi hasta la cubierta, sobre la cual, en los castillos de popa y de proa, se arreglaron cámaras donde pudiera la gente alojarse, con intento de hacernos allí fuertes, si los indios quisieran causarnos algún daño, pues, en aquel tiempo, la isla no estaba aún poblada, ni sujeta a los cristianos.
  
CapÍtulo CI
Cómo el Almirante envió con canoas, desde Jamaica a la Española, a dar aviso de que estaba allí perdido con su gente
Estando fortalecidos los navíos de este modo, a un tiro de ballesta de la tierra, los indios, que eran buena y doméstica gente, luego llevaron éstos, en canoas, a vendernos sus cosas y bastimentos, por el deseo que tenían de adquirir las nuestras.

Para que en el mercado no hubiese disputa alguna entre los cristianos y ellos, y unos tomasen más de lo que habían menester, y a otros faltase lo necesario, nombró el Almirante dos personas que tuviesen cuenta de las compras y rescates de cuanto llevaron los indios, y que todos los días lo dividiesen por suertes entre la gente del navío. Porque entonces no teníamos en las naves cosa alguna con que sustentarnos, pues nos habíamos comido la mayor parte de las provisiones; el resto se había podrido, y no poco, perdido al tiempo de embarcar en el río de Belén, donde, con la prisa y la gana de salir, no se había podido recoger todo lo que se quería.
Para socorrernos de vituallas, quiso nuestro Señor llevarnos a aquella isla, abundante de bastimentos, y muy poblada de indios, deseosos de rescatar con nosotros, por lo que venían de todas partes a traernos cuanto tenían. Por esto, y para que los cristianos no se desbandasen por la isla, quiso el Almirante fortificarse en el mar, y no habitar en tierra; porque siendo nosotros, por naturaleza, descomedidos, ningún castigo ni precepto bastarían a tener tan quieta la gente que no fuese a correr los lugares y casas de los indios, para quitarles lo que habían adquirido, y también ofendiesen a sus hijos y mujeres, de donde nacerían muchas contiendas y tumultos, y resultaría hacerlos enemigos; de quitarles por fuerza los bastimentos, se padecería entre nosotros gran necesidad y trabajo. No sucedió así, porque la gente residía en las naves, de donde nadie podía salir sin licencia y dejando su nombre anotado; esto satisfizo tanto a los indios, que por cosas de poquísimo valor nos llevaban cuanto necesitábamos, porque si traían una o dos hutias, que son animales como conejos, les dábamos en recompensa un cabo de agujeta; si traían hogazas del pan que llamaban cazabe, hecho de raíces de hierba ralladas, se les daban dos o tres cuentas de vidrio verdes o coloradas; si traían alguna cosa de más calidad, se les daba un cascabel, y tal vez al Rey y a sus caciques, un espejillo, algún bonete colorado, o unas tijeras, para dejarlos contentos; con este orden de rescates estaba la gente muy abastecida de cuanto necesitaba, y los indios, sin enojo de nuestra compañía y vecindad.

Pero siendo necesario buscar modo para volver a Castilla, juntó el Almirante a los capitanes y otros hombres de su mayor estimación, para tratar con ellos la manera de salir de aquella prisión, y que a lo menos, volviésemos a la Española, porque permanecer allí con esperanza de que algún navío arribase, resultaría inútil; querer fabricar allí una nave, imposible, porque no tenían instrumentos, ni maestranza que bastase para cosa buena, si no era con mucho tiempo, o hacer algo que no sirviese para navegar, según los vientos y las corrientes que reinan entre aquellas islas y van al Occidente. Antes se perdería el tiempo y se procuraría nuestra ruina, en lugar de impedirla. Después de muchas consultas, determinó el Almirante enviar a la Española a decir que se había perdido en aquella isla y que le enviasen un navío con municiones y bastimentos. Para esto eligió a dos personas de quien se fiaba mucho, y que lo ejecutarían con gran fidelidad y con grande valor; digo con gran valor, porque parecía temerario el paso de una isla a otra, e imposible hacerle en canoas, como era necesario, porque son barcas de un madero cavado, como queda dicho, y hechas de modo que, cuando están muy cargadas, no salen una cuarta sobre el agua; a más era obligado que, para aquel paso, fuesen medianas, pues si fueran chicas, serían muy peligrosas; y si grandes, no servirían, por su peso, a un viaje largo, ni habrían podido hacer el que se deseaba. Escogidas, en fin, dos canoas a propósito para lo que queríamos, mandó el Almirante, en Julio de 1503, que fuese en una de ellas Diego Méndez de Segura, escribano mayor de la Armada, con seis cristianos, y diez indios que bogasen; en la otra envió a Bartolomé Fiesco, gentil hombre genovés, con otra tanta compañía, para que luego que Diego Méndez estuviese en la Española, siguiese derecho su camino a Santo Domingo, que distaba de donde estábamos casi 250 leguas; que volviese Fiesco a traer noticia de que el otro había pasado en salvo, y no estuviésemos con dudas y temores de si le habría sucedido alguna desgracia, la cual debía temerse mucho, considerada, como hemos dicho, la poca resistencia de una canoa en cualquiera alteración de mar, y especialmente yendo en ella cristianos; porque de ir indios solos, no se corría peligro tan grande, pues son tan diestros, que, aunque se les anegue la canoa en medio del mar, la vuelven a tomar, nadando, y se meten en ella.

Pero, como la honra y la necesidad hacen emprender los mayores peligros, tomaron los referidos su camino por la costa abajo de la dicha isla de Jamaica, navegando hacia Oriente, hasta que llegaron a la punta Oriental de la isla, que llaman los indios Aoamaquique, por un cacique de aquella provincia nombrado así, que dista treinta y tres leguas de Maima, que era el lugar donde nosotros estábamos fortificados. Como para atravesar de una isla a otra era menester navegar 250 leguas sin haber en el camino, sino una isleta o escollo que dista ocho leguas de la Española, fue necesario, para pasar aquel mar semejantes bajeles, que esperasen una gran calma, la que plugo a Dios que viniese en breve. Habiendo metido cada indio en las canoas su calabaza de agua, algunas especias de que usan y cazabe, y entrados en ella los cristianos con sus rodelas, espadas y bastimentos que necesitaban, se echaron al mar; el Adelantado, que había ido con ellos hasta el Cabo de Jamaica, para evitar que los indios de la isla les impidiesen el viaje en algún modo, os perdió de vista, y volvió poco a poco a los navíos, exhortando, de camino, a la gente del país, para que recibiese nuestra amistad y comunicación.
 
CapÍtulo CII
Cómo los Porras, con gran parte de la gente, se rebelaron contra el Almirante diciendo que se iban a Castilla
Partidas las canoas a la Española, empezó a enfermar la gente que quedaba en los navíos, así de los grandes trabajos que habían padecido en el camino, como por la mudanza de alimentos; pues entonces ya no comían nada de Castilla, ni bebían vino, ni tenían más carne que la de algunas hutias que de cuando en cuando podían rescatar de modo que pareciendo a los que estaban sanos, áspera vida, por estar tan largo tiempo encerrados, murmuraban entre ellos diciendo que el Almirante no quería volver a España porque los Reyes le habían desterrado; que menos podía ir a la Española, donde, al venir de Castilla, se le había prohibido la entrada; que los enviados en las canoas, iba a España para tratar los negocios de aquél, y no para que trajesen navíos ni otro socorro, y que en tanto que negociaban con los Reyes Católicos, quería él estar allí, cumpliendo su destierro; porque si fuese de otro modo, ya habría vuelto Bartolomé Fiesco, como era público que había de volver.

Demás de esto, no tenían certidumbre de que Fiesco y Diego Méndez no se hubiesen ahogado en el tránsito, y si fuera así, jamás tendrían socorro ni remedio, si ellos no se disponían a procurarlo por sí mismos; pues el Almirante no se hallaba dispuesto a ponerse en tal camino, por las referidas causas, y por la gota que padecía en todos sus miembros, que apenas podía moverse de la cama, lejos de poder meterse en el trabajo y peligro de pasar en canoas a la Española. Por esto, debían resolverse con ánimo determinado, pues se hallaban sanos, antes de caer enfermos como los demás, que el Almirante no se lo podría impedir, y pasados a la Española, serían recibidos tanto mejor cuanto en mayor peligro le hubiesen dejado, por el odio y la enemistad que le tenía el Comendador de Lares, entonces Gobernador de la isla; que idos a Castilla, tendrían allí al Obispo D. Juan de Fonseca, que les favorecería, y aun al Tesorero Morales, quien tenía por concubina una hermana de los hermanos Porras, que eran las cabezas de la conjuración en las naves; lo que más incitaba a todos era el tener por hecho cierto que serían muy bien acogidos de los Reyes Católicos, delante de los cuales atribuirían siempre la culpa al Almirante, como había sucedido en las revueltas de la Española con Roldán; de modo que los Reyes le prenderían para quitarle todo lo que aún tenía, lejos de obligarse a cumplir lo que habían capitulado con él.
Con estas cosas y otras razones que se daban unos a otros, y con esperanza en la sedición de los hermanos Porras, uno de los cuales era Capitán de la nao Bermuda, y el otro Contador de la Armada, firmaron la conjuración cuarenta y ocho, recibiendo a Porras por Capitán; y para el día y hora que habían convenido cada uno se proveyó de lo más necesario.

Estando ya los rebeldes en orden y armados, a 2 de enero, por la mañana subió a la popa del navío donde estaba el Almirante el Capitán Francisco de Porras, y le dijo: «Señor, ¿qué significa el que no queráis ir a Castilla, y que os agrade tenernos aquí a todos perdidos?», a que el Almirante, oyendo tan arrogantes palabras, y tan fuera de la manera con que solía hablarle, sospechó lo que podía ser, y le respondió con gran disimulación y sosiego, que no hallaba modo de poder pasar hasta que los idos en las canoas le enviasen navío en que navegar; que más que ninguno deseaba la ida, por su bien particular y el común de todos aquellos de quien debía dar cuenta; pero que si le parecía otra cosa, como en otras ocasiones habían ido los Capitanes y los hombres principales que estaban allí, a exponer lo que sentían, entonces y cuantas más veces fuese necesario, los juntaría, para que de nuevo se tratase de este negocio. A lo que replicó Porras no haber ya tiempo para tantas palabras, sino que se embarcase luego, o quedase con Dios. Y con esto, volviéndole la espalda, repitió en voces altas: «¡Yo me voy a Castilla con los que quieran seguirme!» A cuyo tiempo, todos sus secuaces que estaban presentes, empezaron a gritar fuertemente, diciendo: «¡Queremos ir contigo, queremos ir contigo!», y saltando unos por una parte, y otros por otra, ocuparon los castillos y las gavias, con las armas en la mano, sin orden, ni juicio, gritando unos, ¡muera!; otros, ¡a Castilla, a Castilla!, y otros, señor Capitán, ¿qué haremos? Aunque el Almirante estaba en la cama tan postrado de la gota, que no podía tenerse en pie, no pudo menos de levantarse para ir cojeando al alboroto; pero tres o cuatro de los más honrados servidores suyos se abrazaron a él, para que los rebeldes no le matasen y le volvieron con gran trabajo a la cama.

Después fueron al Adelantado, que se había opuesto con ánimo valeroso, con una lanza en la mano y, quitándosela por fuerza, le llevaron con su hermano, rogando al Capitán Porras que se fuese con Dios, y que no hiciese tan malas obras que tocasen a todos, pues bastaba que no hubiese impedimento, ni resistencia, para su partida; porque, si sobrevenía la muerte del Almirante, sólo podía esperarse un gran castigo, sin esperanza de sacar utilidad alguna. Sosegado un poco el tumulto, tomaron los conjurados diez canoas, que estaban atadas al bordo de los navíos, las cuales el Almirante había hecho buscar y comprar en la isla, tanto para privar de ellas a los indios, a fin de que no las utilizasen contra los cristianos, como para aprovecharlas en cosas necesarias. Embarcáronse en éstas con tanta alegría como si hubieran entrado en algún puerto de Castilla; por lo cual, otros muchos que ignoraban la traición, desesperados de ver que se quedaban, como creían, abandonados, yéndose la mayor parte, y los más sanos con sus haciendas, entraron con ellos en las canoas, con tantas lágrimas y dolor de los pocos fieles servidores que se quedaban con el Almirante, y de muchos enfermos que había, que todos imaginaban quedar para siempre perdidos y sin alivio alguno. Es cierto que si toda la gente hubiera estado sana, no habrían quedado veinte hombres con el Almirante, el cual salió a confortar a los suyos con las mejores palabras que le dieron el tiempo y el estado de sus cosas.

Los rebeldes, con su Capitán Francisco Porras, siguieron en las canoas el camino de la punta de Levante, por donde habían atravesado Diego Méndez y Fiesco a la Española; en todas partes por donde pasaban hacían mil injurias a los indios, quitándoles por fuerza los bastimentos, y todo lo que más les agradaba, diciéndoles que fuesen al Almirante, que se lo pagaría, y que si no lo pagase, les daban licencia para que le matasen o hiciesen lo que les pareciese más conveniente; porque no sólo le aborrecían los cristianos, más él era la causa de todo el mal de los indios en la isla Española, y que lo mismo haría con ellos, si no lo remediaban con su muerte, pues con dicho designio se quedaba a poblar en aquella isla.
Caminando de este modo hasta la punta oriental de Jamaica, al principio con buen tiempo y calma, emprendieron el paso a la Española, llevando consigo algunos indios que bogasen. Pero como los vientos eran poco seguros, y las canoas muy cargadas, navegaban poco; no estando aún a cuatro leguas de tierra, se volvió el viento contrario, lo que les causó tan gran miedo que determinaron volverse a Jamaica. Como no estaban diestros en gobernar canoas, entró un poco de agua sobre la borda y tomaron por remedio aligerarlas, arrojando al mar cuanto llevaban, sin dejar más que las armas, y comida bastante para volver; arreciando el viento y pareciéndoles correr algún riesgo, para aligerarlas más, determinaron echar a los indios en el mar, como lo ejecutaron con algunos; a otros que, fiados en saber nadar, se habían echado al mar, por temor de la muerte, cuando ya muy cansados se llegaban al bordo de las canoas para respirar un poco, les cortaban las manos y les hacían otras heridas; así mataron diez y ocho, no dejando vivos sino algunos que gobernasen las canoas, porque ellos no sabían hacerlo.

Y es bien cierto que si la necesidad que tenían de los indios no les contuviese, habrían del todo puesto en efecto la crueldad mayor que se puede pensar, no dejando ninguno de éstos vivo, en premio de haberlos sacado con engaños y ruegos para servirse de ellos en tan importante viaje.
Llegados a tierra hubo diversos pareceres; porque unos decían que era mejor ir a Cuba; pues desde allí donde estaban, podían tomar los vientos levantes y las corrientes a medio lado, y pasando así con prontitud y sin trabajo podían atravesar a la Española, de una tierra en otra, no sabiendo que estaban a distancia de diez y siete leguas; otros decían era mejor volver a los navíos y hacer la paz con el Almirante, o quitarle por fuerza lo que le había quedado de armas y rescates; otros fueron de opinión que antes que se intentase alguna cosa de estas, se esperase allí alguna bonanza o calma, para intentar de nuevo aquel paso; lo cual tuvieron por mejor, y permanecieron en aquel pueblo de Aoamaquique, más de un mes, esperando el viento y destruyendo la tierra. Venida la calma, volvieron a embarcarse otras dos veces, pero sin efecto, porque los vientos les eran contrarios. Por lo cual, desesperados de lograr este pasaje, de pueblo en pueblo, se fueron hacia Poniente, muy disgustados, sin canoas y sin consuelo alguno, comiendo a veces lo primero que hallaban, y otras, tomándolo a discreción, según el poder y la resistencia que hacían los caciques por donde pasaban.
 
CapÍtulo CIII
De lo que hizo el Almirante después que los rebeldes partieron a la Española, y de su ingenio para valerse de un eclipse
Volviendo ahora a lo que hizo el Almirante después que salieron los rebeldes, digo que procuró que a los enfermos que habían quedado con él, se les diese cuanto necesitaban para su restablecimiento; y que los indios fuesen tan bien tratados, que no dejasen de traer las vituallas que nos traían, con amistad y deseo de nuestros rescates; en lo que se puso tanta diligencia, y se atendió de tal modo, que en breve sanaron los cristianos, y los indios continuaron algunos días proveyéndonos con abundancia.

Pero, como son gente de poco trabajo para cultivar campos grandes, y consumíamos nosotros en un día más que ellos comen en veinte, habiéndoles faltado entonces el afán de nuestros rescates, que ya estimaban en poco, siguiendo casi el parecer de los conjurados, pues veían tan gran parte de los cristianos contra nosotros, no cuidaban de traernos las vituallas que necesitábamos, por lo que nos vimos en sumo trabajo, pues si queríamos tomarlo por fuerza, era necesario que saliésemos todos a pelear, dejando al Almirante, que estaba gravemente enfermo de su gota, a gran riesgo en los navíos; y esperar a que de voluntad nos proveyesen era padecer más miseria, y darles diez veces más que se les daba al principio, pues sabían muy bien hacer su negocio, pareciéndoles que tenían muy segura su ventaja; por lo que no sabíamos qué partido tomar.
Pero como Dios nunca olvida a quien se le encomienda, como lo hacía el Almirante, le advirtió el recurso que debía emplear para estar proveído de todo y fue éste:
Acordóse de que al tercer día había de haber un eclipse de luna, al comienzo de la noche, y mandó que un indio de la Española que estaba con nosotros llamase a los indios principales de la provincia, diciendo que quería hablar con ellos en una fiesta que había determinado hacerles. Habiendo llegado el día antes del eclipse los caciques, les dijo por el intérprete, que nosotros éramos cristianos y creíamos en Dios, que habita en el cielo y nos tiene por súbditos, el cual cuida de los buenos y castiga a los malos, y que habiendo visto la rebelión de los cristianos, no les había dejado pasar a la Española, como pasaron Diego Méndez y Fiesco, y habían padecido los peligros y trabajos que eran notorios en la isla; que igualmente, en lo que tocaba a los indios, viendo Dios el poco cuidado que tenían de traer bastimentos, por nuestra paga y rescate, estaba irritado contra ellos, y tenía resuelto enviarles una grandísima hambre y peste.

Como ellos quizá no le darían crédito, quería mostrarles una evidente señal de esto, en el cielo, para que más claramente conociesen el castigo que les vendría de su mano. Por tanto, que estuviesen aquella noche con gran atención al salir la luna, y la verían aparecer llena de ira, inflamada, denotando el mal que quería Dios enviarles. Acabado el razonamiento se fueron los indios, unos con miedo, y otros creyendo sería cosa vana.
Pero comenzando el eclipse al salir la luna, cuanto más ésta subía, aquél se aumentaba, y como tenían grande atención a ello los indios, les causó tan enorme asombro y miedo, que con fuertes alaridos y gritos iban corriendo, de todas partes, a los navíos, cargados de vituallas, suplicando al Almirante rogase a Dios con fervor para que no ejecutase su ira contra ellos, prometiendo que en adelante le traerían con suma diligencia todo cuanto necesitase. El Almirante les dijo quería hablar un poco con su Dios; se encerró en tanto que el eclipse crecía y los indios gritaban que les ayudase. Cuando el Almirante vio acabarse la creciente del eclipse, y que pronto volvería a disminuir, salió de su cámara diciendo que ya había suplicado a su Dios, y hecho oración por ellos; que le había prometido en nombre de los indios, que serían buenos en adelante y tratarían bien a los cristianos, llevándoles bastimentos y las cosas necesarias; que Dios los perdonaba, y en señal del perdón, verían que se pasaba la ira y encendimiento de la luna.

Como el efecto correspondía a sus palabras, los indios daban muchos gracias al Almirante, alababan a su Dios, y así estuvieron hasta que pasó el eclipse. De allí en adelante tuvieron gran cuidado de proveerles de cuanto necesitaban, alabando continuamente al Dios de los cristianos; porque los eclipses que habían visto alguna otra vez, imaginaban que sucedían en gran daño suyo, y no sabiendo su causa, ni que fuese cosa que ha de suceder a ciertos tiempos, ni creyendo que nadie pudiera saber en la tierra lo que pasaba en el cielo tenían por certísimo que el Dios de los cristianos se lo había revelado al Almirante.
 
 CapÍtulo CIV
Cómo entre los que habían quedado con el Almirante se levantó otra conjuración, la que se apaciguó con la venida de una carabela de la isla Española
Habiendo pasado ocho meses después que salieron Diego Méndez y Bartolomé Fiesco, sin que hubiese nuevas de ellos, estaba la gente del Almirante con mucha inquietud, y, sospechando lo peor, decían algunos que el mar los había anegado; quienes afirmaban que los indios de la Española los habrían muerto, y otros, que habrían perecido en el camino, de enfermedades y trabajos; porque desde la punta más vecina a Jamaica hasta Santo Domingo, donde tenían que ir en busca de socorro, había más de cien leguas, de montes asperísimos, por tierra, y de mala navegación el mar, por las muchas corrientes y vientos contrarios que reinan siempre en aquella costa.

Para aumentar más esta presunción, alegaban que algunos indios habían visto un navío trastornado y llevado con la furia de las corrientes por la costa de Jamaica abajo, lo que fácilmente habían divulgado los rebeldes, para quitar del todo la esperanza de alivio a los que estaban con el Almirante. Así que, teniendo éstos por cierto que no podía llegar socorro alguno, un maestre llamado Bernal, boticario valenciano, y otros dos compañeros llamados Zamora y Villatoro, con la mayor parte de los que habían quedado enfermos, hicieron secretamente otra conjuración, para ejecutar lo mismo que los primeros. Pero viendo Nuestro Señor el gran riesgo en que estaba el Almirante con esta segunda sedición, quiso remediarlo con la venida de un carabelón enviado por el Gobernador de la Española. Llegó este bajel cierto día, por la tarde, cerca de los navíos, que estaban encallados, y su Capitán, llamado Diego de Escobar, fue en su barca a visitar al Almirante, diciéndole que el Comendador de Lares, Gobernador de la Española, se le encomendaba mucho, y porque no podía enviarle presto un navío que bastase para llevar toda aquella gente, le había enviado a visitar en su nombre; presentóle un barril de vino y medio puerco salado, volvióse a la carabela y, sin tomar cartas de ninguno, salió aquella noche.
Muy consolada la gente con esta venida, disimuló la trama urdida, aunque se maravillaron y sospecharon mal de la presteza y secreto con que retornó el carabelón, creyendo fácilmente que el Comendador Mayor no quería que el Almirante pasase a la Española; el cual, advertido de esto, les decía que él lo había dispuesto así, porque no quería partir de allí sin llevarlos a todos juntos, para lo que no bastaba aquella carabela, ni quería que de su estada se siguiesen otras pláticas e inconvenientes, por obra de los rebeldes.

Mas la verdad era que el Comendador Mayor temía y sospechaba que, vuelto el Almirante a Castilla, le restituirían los Reyes Católicos su gobierno y él tendría que dejarlo; por esto no quiso proveer oportunamente todo lo que se le pedía, para que el Almirante pasase a la Española, y había enviado aquella carabela, de espía, para saber, con disimulo, el estado del Almirante, y de qué modo se podía lograr que del todo se perdiese. Conoció esto el Almirante por lo sucedido a Diego Méndez, que envió relación de su viaje, con el carabelón, y había sido de esta manera.
  
CapÍtulo CV
Cómo se supo lo acontecido en su viaje a Diego Méndez y a Fiesco
Salidos Diego Méndez y Fiesco, de Jamaica, en sus canoas, aquel día tuvieron buen tiempo de calma, con el que navegaron hasta la tarde, esforzando y animando a los indios a bogar con las palas de que usan en lugar de remos; por ser muy recio el calor, para refrescarse y aliviarse, de cuando en cuando se arrojaban al mar, a nadar un poco; luego volvían frescos al remo. Navegando de este modo, a ras del agua, al ponerse el sol perdieron de vista la tierra; de noche se renovaba la mitad de los indios y de los cristianos, para bogar y hacer guarda, no fuese que los indios cometiesen alguna traición; navegaron toda aquella noche sin parar, de modo que a la venida del día estaban todos muy cansados; pero animando cada uno de los Capitanes a los suyos, y manejando ellos mismos alguna vez los remos, tomaron alimento para recobrar las fuerzas y el vigor, después de la mala noche pasada, y volvieron a su trabajo, no viendo más que agua y cielo.

Era esto bastante para afligirles mucho, y de ellos podíamos decir lo que de Tántalo, que teniendo el agua sólo un palmo distante de la boca, no podía apagar la sed, como sucedía a los nuestros, que estuvieron en grandísimo trabajo por esto, a causa del mal gobierno de los indios, que con el gran calor del día y de la noche pasada, se habían bebido todo el agua, sin mirar adelante. El trabajo y la calma del mar eran insoportables; cuanto más se levantaba el sol, en el día segundo de su partida, tanto más crecía el calor y la sed de todos: de manera que al mediodía les faltaban del todo las fuerzas, y como en tales tiempos el cuidado y vigilancia del Capitán deben suplir la falta de medios, hallaron dos barriles de agua, por su buena suerte los Capitanes; y socorriendo con dos gotillas a los indios, los sostuvieron hasta el fresco de la tarde, alentándolos y asegurándoles que presto llegarían a una isleta llamada Navaza, que estaba en su viaje a ocho leguas distante de la Española. Porque demás de la gran fatiga de la sed, y haber bogado dos días y una noche, tenían turbado el ánimo, por imaginar que habían errado el camino, porque, según su cuenta, habían navegado entonces veinte leguas, y a su parecer debían haber visto dicha isla.
Pero lo cierto es que les engañaba la fatiga y flojedad que tenían; porque bogando muy bien una barca o canoa, no puede hacer en un día y una noche más viaje que diez leguas, y porque las aguas desde Jamaica a la Española son contrarias a este viaje, que siempre parece más largo al que pasa mayores trabajos de manera que, venida la tarde, habiendo echado al mar uno que había muerto de sed, estando otros tendidos en el suelo de la canoa se hallaron tan atribulados de espíritu, tan débiles y sin fuerzas, que apenas adelantaban.

Así, poco a poco, tomando alguna vez agua del mar, para refrescar la boca, que podemos decir que fue remedio usado por Nuestro Señor cuando dijo: «tengo sed», siguieron como podían, hasta que llegó la segunda noche, sin que hubiesen visto tierra.
Pero como eran enviados por el que Dios quería salvar, les hizo merced, en ocasión tan angustiosa, de que Diego Méndez viese que salía la luna encima de tierra, pues la cubría una isleta, a modo de eclipse; de otro modo no hubieran podido verla, porque era muy pequeña, y en atención a la hora. Confortándolos Méndez con esta alegría, y mostrándoles la tierra, les dio mucho ánimo, y habiéndoles repartido, para mitigar la sed, una poca agua del barril, bogaron de modo que a la mañana siguiente se hallaron sobre la isla que según hemos dicho, distaba ocho leguas de la Española, y era llamada Navaza.
Hallaron que ésta era toda de piedra viva, de media legua de circuito. Desembarcados donde mejor pudieron, dieron muchas gracias a Dios por tal socorro, y porque no había en ella agua dulce viva, ni árbol alguno, sino peñascos, anduvieron de peña en peña, recogiendo con calabazas el agua llovediza que hallaban, de la que Dios les dio tanta abundancia, que fue bastante para llenar los vientres y los vasos; aunque los más prudentes advirtieron a los otros que bebiesen con moderación, llevados por la sed, bebieron sin tino algunos indios, y se murieron allí; otros, enfermaron de grave dolencia.

Habiendo descansado aquel día hasta la tarde, recreándose y comiendo lo que hallaban en la orilla del mar, porque Diego Méndez había llevado consigo los utensilios de sacar lumbre, con mucha alegría de estar a la vista de la Española, para que no les viniese algún mal tiempo, dispusieron acabar el viaje. Así, al caer el sol, con el fresco de la tarde, se encaminaron hacia el Cabo de San Miguel, que es el más próximo a la Española, y llegaron a la mañana del día siguiente, que era el cuarto desde que habían salido de Jamaica.
Luego que descansaron allí dos días, Bartolomé Fiesco, que era caballero, aguijado por su honor, quiso volver con la canoa, como se lo había ordenado el Almirante; pero, como los marineros y los indios estaban muy fatigados, e indispuestos por el trabajo y por el agua de mar que habían bebido, que les parecía haberlos sacado Dios del vientre de una ballena, ninguno hubo que quisiera volver. Pero Diego Méndez, que tenía más prisa, había salido ya con su canoa, por la costa arriba de la Española, aunque padecía cuartanas por el trabajo que había sufrido en mar y en tierra, Con esta compañía, y la fatiga de ir por montes y malos caminos, llegó a Xaraguá, provincia que está en el Occidente de la Española, donde a la sazón estaba el Gobernador, quien mostró alegrarse de su venida, bien que luego se detuvo mucho en despacharle, por las causas dichas arriba. Al fin, después de mucha porfía, consiguióse que diese a Diego Méndez licencia para ir a Santo Domingo, a fin de comprar y aderezar un navío, con las rentas y el dinero que allí tenía el Almirante.

Puesta en punto y aparejada esta nave fue enviada a Jamaica, a fines de mayo de 1504, y tomó el camino de España, según la orden que había dado el Almirante, para que diese relación a los Reyes Católicos de lo acontecido en su viaje.
  
CapÍtulo CVI
Cómo los rebeldes volvieron contra el Almirante, y no quisieron entrar en ajuste alguno
Volviendo al Almirante, que, con sus compañeros, estaba consolado por la relación de Diego Méndez, y la venida del carabelón, con esperanza y certidumbre de la salvación de todos, creyó conveniente hacer saber a los rebeldes todo lo acaecido, para que, dejando sus recelos, volviesen a la obediencia. A tal fin, con dos hombres de autoridad que eran amigos de los rebeldes, sabiendo que éstos no creerían la llegada de la carabela, o la disimularían, les envió la mitad del puerco que el Capitán de ésta le había presentado. Llegados ambos adonde estaba su Capitán Porras con aquellos de quienes más fiaba, salió éste a su encuentro a fin de que no incitasen y persuadiesen a la gente para que se arrepintiesen del delito cometido, imaginando, como era verdad, que el Almirante les enviaría un perdón general. Mas no pudo contener a los suyos tanto que no supiesen las nuevas; la venida de la carabela; también, de la salud y buen estado de los que tenía consigo el Almirante, y de las ofertas que le hacían. Por ello, después de muchas juntas que tuvieron, a las que concurrían los principales, fue su resolución que no querían fiarse del salvoconducto y perdón que el Almirante les enviaba, sino que voluntariamente se irían de la isla con quietud, si el Almirante prometiese darles un navío, en caso de llegar dos, y si no viniese más de uno, la mitad; en tanto, como hablan perdido sus haciendas y rescates en el mar, que partiese con elles lo que tenía.

A esto respondieron los mensajeros, que no eran condiciones razonables; los rebeldes contestaron que pues esto no se les concedía a buenas, que ellos lo tomarían por fuerza, a discreción suya. Con esto, despidieron a los enviados, echando a mala parte las ofertas del Almirante, diciendo a sus secuaces, que era hombre cruel y vengativo, y que si bien ellos no tenían miedo, pues el Almirante no se atreverla a causarles algún daño, por el favor que tenían en la corte, sin embargo era de temer que quisiese tomar venganza de los otros, so color y con nombre de castigo; que por esto, Roldán y sus amigos, no se habían fiado de él, ni de sus ofertas en la Española, y les había salido bien, habiendo sido tan afortunados, que le enviaron con grillos a Castilla; y ellos no tenían menos causa y esperanza de hacerlo. Para que no hubiese alguna mudanza,:por la venida de la carabela con las nuevas de Diego Méndez, daban a entender a todos, que la carabela venida no era verdadera, sino fingida y fabricada por nigromancia, porque el Almirante sabía mucho de tal arte, pues era inverosímil que si realmente fuese carabela, no hubiese tratado más la gente que venía en ella, con la del Almirante, ni que desapareciese tan presto; más bien era razonable que, si fuese carabela, se hubiesen embarcado en ella el Almirante, su hermano y su hijo. Con estas y otras semejantes palabras dirigidas al mismo propósito, volvieron a confirmarse en su rebeldía, y muy luego determinaron ir a los navíos, tomar por fuerza lo que hallasen, y hacer presioneros al Almirante.

  
CapÍtulo CVII
Cómo llegados los rebeldes cerca de los navíos, salió el Adelantado a darles batalla, y los venció, prendiendo a su Capitán Porras
Perseverando los rebeldes en su mal ánimo y propósito, llegaron hasta un cuarto de legua de los navíos, a un pueblo de indios llamado Maima, donde después edificaron los cristianos una ciudad llamada Sevilla. Sabida por el Almirante la intención con que iban, resolvió enviar contra ellos al Adelantado su hermano, para que con buenas palabras los redujese a sano juicio y arrepentimiento, pero con compañía bastante para que si quisiesen ofenderle, bastase para resistirles. Con esta determinación sacó el Adelantado cincuenta hombres, bien armados, dispuestos a pelear en cualquier caso y con presto ánimo. Habiendo llegado éstos, por una colina, a un tiro de ballesta del pueblo donde estaban los rebeldes, enviaron a los dos que habían ido con la embajada, para que volviesen a requerirles con la paz, y el jefe de los rebeldes se abocara con ellos pacíficamente. Pero, como no eran menos los levantiscos, ni inferiores en fuerza, por ser casi todos marineros, se persuadieron de que los que venían con el Adelantado eran gente cobarde, que no se atraería a darles batalla, por lo cual no quisieron que llegasen los mensajeros para hablarles. Antes, con las espadas desnudas, y las lanzas, hechos un escuadrón, empezaron a dar gritos diciendo: «¡Mata, mata!», y embistieron al escuadrón del Adelantado, habiendo antes jurado seis de los conjurados, tenidos por los más valientes, de no apartarse uno de otro, sino ir contra la persona del Adelantado, porque muerto éste, no había que hacer cuenta de los demás.

Pero, quiso Dios que todo sucediese al contrario, porque fueron tan bien recibidos, que al primer encuentro cayeron en tierra cinco o seis, la mayor parte de los que venían contra el Adelantado, el cual dio sobre los enemigos de tal suerte, que al poco tiempo fue muerto José Sánchez de Cádiz, al que se le huyó Quibio, y un Juan Barba, que fue el primero a quien yo vi sacar la espada en tiempo de su rebeldía; otros muchos quedaron en tierra mal heridos, y preso el Capitán Francisco de Porras. Viéndose tan maltrechos, como gente vil y rebelde, volvieron las espaldas y huyendo a más no poder; quería el Adelantado seguir el alcance, pero algunos de los principales le detuvieron, diciéndole que era bueno el castigo, pero no con tanta severidad, no fuese que por matar muchos, quizá los indios acordasen caer sobre los vencedores, pues ya se les veía todos armados, esperando el suceso del combate, sin arrimarse a una ni a otra de las partes. Tenido como bueno este consejo, recogió su gente el Adelantado, y se volvió a los navíos con el Capitán y otros presos; allí fue recibido del Almirante su hermano y de los otros que habían quedado con él, dando muchas gracias a Dios de tanta victoria; procedida de su mano, en que los soberbios y los malos, aunque eran más fuertes, habían recibido su castigo y perdido el orgullo, sin que de nuestra parte hubiese herido alguno, si no es el Adelantado, en una mano, y un maestresala del Almirante, que murió de una pequeña lanzada en un costado.

Volviendo a los rebeldes, digo que Pedro de Ledesma (aquel piloto de quien dijimos que había ido con Vicente Yáñez, a Honduras, y que fue a tierra, nadando, en Belén) cayó allí por unas peñas, y estuvo escondido aquel día y el siguiente, hasta la tarde, sin saber nadie de él, ni auxiliarle, más que los indios, que maravillados e ignorando cómo cortaban nuestras espadas, le abrían con las flechas las heridas, de las cuales tenía una en la cabeza, que se le veían los sesos; otra en un hombro que lo tenía abierto y colgando todo el brazo; otra en un muslo, cortado, hasta el hueso de la canilla; otra en un pie, como si le hubieran cortado una soleta desde el carcañal a los dedos. Con todos estos daños, cuando le enfadaban los indios, les decía: «Dejadme, porque si me levanto, os haré... », y con estas amenazas huían los indios de miedo. Habiéndose sabido esto en los navíos, fue llevado a una casa de paja, cerca de ellos, donde los mosquitos y la humedad bastarían a matarlo. En lugar de la trementina que era necesaria, le quemaban con aceite las heridas, que eran tantas, de más de las que hemos referido, que juraba el cirujano que en los primeros ocho días que le curó, siempre hallaba nuevas heridas; por último sanó; murió el Maestresala, de quien no se temía este fin. El día siguiente, que era lunes, 20 de Mayo, todos los que habían huido enviaron un memorial al Almirante, suplicándole humildemente que usase con ellos de misericordia, porque estaban arrepentidos de lo que habían hecho, y querían volver a su obediencia.

Concediólo así el Almirante y dio un perdón general, a condición de que el Capitán quedase preso como lo estaba, para que no diese causa de nuevo tumulto. Como en las naves no habrían estado cómodos y tranquilos, y no faltarían palabras desagradables, de personas vulgares que con ligereza fomentan rumores y renuevan las injurias olviddades o disimuladas, de donde luego proceden nuevas cuestiones y alborotos, y además, porque sería difícil que se pudiese alojar cómodamente tanta gente en los navíos y proveerla de vituallas, cuando éstas ya no bastaban para pocos, acordó mandar con ellos un Capitán, por mercancías de rescate, para que yendo por la isla, los mantuviera en justicia, en tanto que llegaban los navios que se esperaban.
  
CapÍtulo CVIII
Y último. Cómo el Almirante pasó a la Española, y de allí a Castilla, donde fue a Nuestro Señor servido de llevarle a su Santa Gloria en Valladolid
Reducidos a obediencia los cristianos y los indios, tuvieron éstos cuidado de proveerlos con rescates, en que pasaron algunos días y se cumplió un año que habíamos ido a Jamaica. En este tiempo llegó una nave que había comprado Diego Méndez, y bastecido en Santo Domingo, con dinero del Almirante, en la que nos embarcamos, amigos y enemigos. A 28 de Junio nos hicimos a la vela, navegando con bastante trabajo, por ser de continuo muy contrarias las corrientes y los vientos, que como hemos dicho lo son siempre al volver de Jamaica a Santo Domingo, en cuyo puerto entramos con mucho deseo de descansar, a 13 de Agosto de 1504, donde el Gobernador hizo gran recibimiento al Almirante y le dio su casa para alojarse; pero como si ésta fuese la paz del escorpión, de otra parte dio libertad a Porras, que había sido cabeza de la rebelión; procuró castigar a los que intervinieron en su prisión, y quiso juzgar otras cosas y delitos que sólo tocaban a los Reyes Católicos, por haber éstos mandado al Almirante por Capitán general de su Armada.

Hacía el Gobernador cumplimientos al Almirante, con falsa risa y simulación, en su presencia. Esto duró hasta que se compuso nuestro navío, y alquiló una nave en que se embarcaron el Almirante, sus parientes y criados; la mayor parte de la otra gente se quedó en la Española.
Haciéndonos a la vela a 12 de Septiembre, salimos por el río a dos leguas en el mar, donde se rompió el árbol del navío hasta la cubierta, por esto el Almirante lo hizo volver atrás, y seguimos con la nao nuestro camino hacia Castilla; en el cual, habiendo tenido buen tiempo hasta casi al tercio del Océano, nos embistió tan terrible tempestad, que puso a la nave en grande riesgo. Al día siguiente, sábado, 19 de Octubre, habiendo ya bonanza y estando descansados, se quebró el árbol mayor en cuatro pedazos; pero, el valor del Adelantado, y el ingenio del Almirante, que se hallaba entonces en la cama postrado de la gota, hallaron remedio, haciendo un árbol más chico de una pequeña entena, y asegurando la mitad del quebrado con cuerdas y madera de los castillos de popa y de proa, los cuales deshicimos. En otra tempestad se nos rompió la contramesana. Al fin, quiso Dios que navegásemos unas setecientas leguas, al cabo de las cuales llegamos al puerto de San Lúcar de Barrameda; de allí fuimos a Sevilla, donde descansó algo el Almirante de los trabajos que había padecido. Después, en el mes de Mayo de 1505, fue a la corte del Rey Católico, porque ya el año antes había pasado a mejor vida la gloriosa Reina doña Isabel, de lo que el Almirante mostró dolerse grandemente, pues era la que le mantenía y favorecía, habiendo hallado siempre al Rey algo seco y contrario a sus negocios, Esto se vio más claro en la acogida que le hizo, pues aunque en la apariencia le recibió con buen semblante y fingió volver a ponerle en su estado, tenía voluntad de quitárselo totalmente, si no lo hubiese impedido la vergüenza, que, según hemos dicho, tiene gran fuerza en los ánimos nobles.

Su Alteza misma y la Serenísima Reina le enviaron cuando partió al mencionado viaje; pero, dando entonces las Indias y sus cosas muestras de lo que habían de ser, y viendo el Rey Católico la mucha parte que en ellas tenía el Almirante, en virtud de lo capitulado con él, intentaba quedarse con el absoluto dominio de las Indias, y proveer a su voluntad los oficios que tocaban al Almirante, por lo que empezó a proponerle nuevos capítulos de recompensa, a lo que no dio lugar Dios, porque entonces el Serenísimo Rey Felipe I, vino a reinar a España, y al tiempo que el Rey Católico salió de Valladolid a recibirle, el Almirante quedó muy agravado de gota, y del dolor de verse caído de su estado; agravado también con otros males, dio su alma a Dios, el día de su Ascensión, a 20 de Mayo, de MDVI, en la villa de Valladolid, habiendo recibido, con mucha devoción, todos los sacramentos de la Iglesia y dicho estas últimas palabras: in manus tuas, domine, commendo spiritum meum. El cual, por su alta misericordia y bondad, tenemos por cierto que le recibió en su gloria Ad quam nos cum eo perducat. Amén.
Su cuerpo fue llevado después a Sevilla, y enterrado en la iglesia mayor de aquella ciudad con pompa fúnebre; de orden del Rey Católico, para perpetua fama de sus memorables hechos y descubrimiento de las Indias, se puso un epitafio en lengua española, que decía:
A Castilla y a León
Nuevo Mundo dio Colón.
Palabras verdaderamente dignas de gran consideración y de agradecimiento, porque ni en antiguos ni modernos, se lee de ninguno que haya hecho esto, por lo que habrá memoria eterna en el mundo de que fue el primer descubridor de las Indias Occidentales; como también que después, en la Tierra Firme, donde estuvo, Hernando Cortés y Francisco Pizarro, han hallado muchas otras provincias y reinos grandísimos, pues Cortés descubrió la provincia del Yucatán, llamada Nueva España, con la ciudad de México, poseída entonces del Gran Montezuma, Emperador de aquellas tierras. Pizarro halló el reino del Perú, que es grandísimo y lleno de innumerables riquezas, poseído por el gran Rey Atabalipa; de cuyas provincias y reinos se traen a España, todos los años, muchos navíos cargados de oro, plata, brasil, grana, azúcar y otras muchas cosas de gran valor, además de perlas y otras piedras preciosas, por las que España y sus príncipes florecen hoy con abundancia de riquezas.
LAUS DEO
 

Obras relacionadas


No hay contenido actualmente en Obras relacionadas con el contexto

Contenidos relacionados