En que continuando la materia de las fábricas de España se proponen otras provid

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En que continuando la materia de las fábricas de España se proponen otras providencias que podrían tomarse para el fomento de aquellas Decíamos hablando de la industria que ni es posible a la nación fabricar todo lo que necesita para sí y para sus Américas, ni menos criar las materias de que ha de servirse para sus fábricas: que el término de la Península es demasiado reducido para cosechar y fabricar a un tiempo lo que se consume en los dos reinos; que su clima no es propio para todo género de labores; que muchas de ellas son tan inherentes a ciertos terrenos, que no se han podido imitar en ningún otro; que era de grande inconveniente tener ociosos a los extranjeros y no permitirles que nos vendan sus maniobras, ni dejarles que nos compren nuestros frutos; y por último que es muy visible la falta de operarios para cubrir con sus labores la salida de 20 millones de pesos que necesitamos todos los años en ropas de seda, lana, lino, jarcia, suela, quinquillería, cristal, y obras de punto para nuestro gasto y el de América. En este artículo de la población hemos inmorado más que en otro alguno porque son inútiles todas las medidas que se tomen mientras escaseen los operarios; y para el aumento de éstos, hemos propuesto seis pensamientos: 1.° restringir el comercio a la antigua forma y cerrar el paso a indias con las precauciones más escrupulosas; 2.° conferir los empleos posibles a vecinos de las Américas; 3.° favorecer la cría de frutos de ésta poblando la campaña de Montevideo; 4.

° hacer una leva general en indias de casados y de solteros emigrados sin licencia; 5.° equilibrar las clases del Estado de modo que ninguno crezca ni se disminuya más de lo que conviene a su provecho; y por último poner en libertad los matrimonios de los hijos de familias. Estos seis pensamientos nos parecen los más a propósito para conseguir la repoblación de España, que es el cimiento de las fábricas; pero todavía nos ocurren otros dos, de igual eficacia para el fin que deseamos. Uno de éstos sería quitar de la Coruña las banderas de reclutas que tiene allí el Regimiento Fijo de Buenos Aires. Ya hemos dicho que esta práctica nos despoja todos los años de 60 ó 70 mozos los más robustos para el trabajo y los más idóneos para el matrimonio; pero siendo preciso reemplazar aquel regimiento ocurrimos a esta necesidad por medio de un juzgado de policía que cele continuamente los ociosos y vagamundos para destinarlos a las armas. En ninguna parte más que en Indias se debe usar de este arbitrio ni acopiará mayor número de hombres. Una gran parte del vecindario de Buenos Aires y Montevideo, se compone de vagos, de gente ociosa, o de desertores. De ellos se podría reemplazar el Regimiento Fijo y levantar dos más si fuere necesario. Para perseguir a esta gente y limpiar de semejante peste las ciudades de aquella América sería oportuno confiar esta obra al Oidor Juez de Casados, franqueándole los auxilios necesarios, y relevándolo de la asistencia al Tribunal en los días que no se lo permitiese este destino.

Encargado este ministro de remitir a España los que pasaron sin licencia y de aplicar los vagos a las armas, sobrarían fabricantes, acá y regimientos allá, y al año de practicarse esta inquisición quedarían ociosos los juzgados porque dejarían de ir polizones, y se aplicarían a oficio los mal entretenidos. Otro arbitrio de repoblar nuestra Península sería atraer los americanos por medio de regimientos y de colegios que se erigiesen para su acomodo privativamente. Acabamos de ver que la piedad del Rey ha levantado una 2.? Compañía de Guardias Españolas de Corps y un colegio en Granada con este importante objeto. Es admirable esta providencia, y deben ampliarse los medios de convocar a la Metrópoli. Todos los criollos que apetezcan dejar su patria hasta que nos recobremos de nuestras pérdidas, y venga a su equilibrio la población de ambos hemisferios. No sería difícil en la América meridional, especialmente en Lima encontrar sujetos que se hiciesen cargo de levantar y uniformar a su costa un regimiento veterano para pasar a servir en el Ejército de España. Si se pusiesen en Indias banderas de recluta para los regimientos de la Corona y se galantease a los mozos con algún socorro, o se les ofreciese alguna distinción, no dudamos que se alistasen muchos ya criollos ya europeos. Ni hay que temer que la extracción de gente que hagamos para España perjudique a la población de aquella América, porque arreglada la campaña, excederán los entrantes a los salientes, y conferidos a los criollos los empleos posibles de su patria, y removido el impedimento de la Real Pragmática de 23 de marzo de 76, se animarán a contraer matrimonio y multiplicarán su especie sobre el número de los que salgan para España; y por muchos que vengan a la Península siempre han de quedar allá muchos más.

En que se proponen las fábricas que deben fomentarse en España con preferencia La última providencia que se debe tomar para afianzar el entable de nuestras fábricas es la de dar fomento a aquellas que no admiten competencia en su especie, o que por experiencia consta poder labrar de igual bondad y costo que en las provincias extranjeras. Aplicar toda la atención a las manufacturas que tenemos por inimitables, y olvidarnos de las que poseemos perfectamente, es perder lo cierto por lo dudoso, o por lo imposible. Anteponer la fábrica de lo que sólo puede imitarse por medio de unos gastos que no se han de sacar en la venta, a lo que podemos labrar con ganancia conocida, es arruinar al fabricante. Y supuesto que los lienzos finos, los brocados, la galonería de oro y plata, los mues, las gasas, los antolases, los encajes, las blondas, los abanicos, las cintas, las medias, los sombreros, la pedrería, etc. son obras a cuya imitación no hemos podido arribar o que no lo conseguimos a los mismos precios que el extranjero será prudencia cargar la aplicación sobre los ramos de comercio que nos son fáciles y conocidos. De este género son tantos los que podemos escoger para nuestros operarios que no nos han de alcanzar éstos si los queremos fomentar todos. Tales son las fábricas de lona y jarcia, las de brea y alquitrán, la de toda especie de corambre y curtidumbre, la de cristales, las armas blancas y de fuego, la de balas, municiones y pertrechos, las fornituras de nuestros regimientos, la de alfileres y peines, la de paños de segunda, la de estameñas, y las de lonas y lienzos de estopa y cáñamo, la de clavazón y el herraje, la broncería, el papel, la cera, las carnes saladas, el aceite de ballena, la sidra, la cerveza, el aguardiente, la resolis y otros semejantes que ocupan mucha gente, tienen grande consumo y nos extraen muchos millones de pesos todos los años.

En ninguno de estos ramos de comercio cabe competencia de mucha sustancia; o si cabe, podemos llegar con facilidad a la imitación de los que mejor lo ejecuten. Son también unas manufacturas que hemos citado, que no requieren grandes fondos ni portentosas máquinas para ponerse por obra y llevarse a su perfección. Sólo necesitan de fomento; y aunque para esto contribuye mucho la rebaja de derechos reales, o la absoluta libertad que les ha concedido S.M. por el Reglamento del Libre Comercio en su embarque a Indias, bien experimentado tenemos que no ha bastado este recurso para darles incremento y que tampoco ha sido suficiente a este fin la extinción de los derechos de palmeo y tonelada, ni al acercar y aumentar buques de comercio, ni el abolir la tarifa de los fletes y dejar libre este comercio; luego es una verdad indisputable que se necesita de alguna otra providencia más inmediata para el fomento de estas manufacturas. Nosotros nos persuadimos que la más eficaz a este intento sería la de prohibir el paso a Indias a estos efectos, siendo extranjeros. Este arbitrio consta del reglamento de libre comercio, haberse tomado ya en favor de las medias y birretes de seda, los sombreros de menos que castor, las cintas de seda, oro y plata; las cotonías de hilo y algodón, pero por desgracia han recaído estas prohibiciones sobre efectos que no han podido imitarse en España, y de esto ha resultado que los que se han fabricado por nosotros no han tenido buen despacho, y los de los extranjeros han doblado su estimación y su consumo.

Este desorden ha traído dos males: uno, que se nos haya extraído fuera del reino más cantidad de plata que antes de la prohibición: otro, que así la plata, como el efecto de su procedente, han salido y han entrado sin pagar derechos. El mismo reglamento de libre comercio deja paso franco a unos renglones de manufactura extranjera que si los prohibiese no habría quien los codiciase, y tendrían salida todos los que se labrasen en España. De esta clase son la almagra, el alquitrán, la brea, el alumbre, el arroz, el atún, el azarcón, botellas vacías, las bujías, candados, cajas, cajetas y cuerdas de instrumentos, cañones de escribir, la carne salada, cera blanca, cola, drogas y medicamentos, esmeriles, espejos, espadas, espadines, espuelas, fideos, frascos, frasqueras, habichuelas, alambre, etc. Quizás no hay un renglón en todos los de este largo catálogo que no pueda darlo la nación en toda la porción necesaria a Indias y España y tan bueno como el extranjero. Por tanto, si éstos fuesen los prohibidos de pasar a Indias siendo extranjeros habrían tenido sus fábricas mucho incremento en España porque ninguno se expondría a las penas de contrabando por comerciar arroz, cola, botellas, hojas de España, habichuelas, candados, alumbre, frascos, frasqueras, teniéndolos de fábrica española; y la necesidad de estos efectos estimularía el comercio y al artesanado a buscarlos, y a fabricarlos en la cantidad necesaria a España y las Indias. Pero siendo éstos permitidos, y los otros prohibidos, sucede que se despachan con preferencia los extranjeros de la clase de los lícitos y de la de los ilícitos; los unos porque siempre son más baratos, y más curiosos, y los otros porque son incomparablemente mejores.

Entre los renglones extranjeros permitidos de llevar a Indias hay algunos que no debían dejarse embarcar aún siendo de cría o fábrica de España. Tales son el arroz, la harina, las menestras, la cola, los peines, la brea, el alquitrán, las drogas medicinales, la carne salada y otros. De estos efectos debía hacerse en las Indias un comercio activo con España, y prohibirse el pasivo; y luego que se hubiese entablado aquél, debía la España hacer el mismo comercio con la Europa y excluir a los extranjeros de que viniesen a nuestros puertos con semejantes frutos. La América meridional, no sólo puede criar para su consumo y para el nuestro el arroz, la harina, las menestras, etc., sino que tiene para ello la proporción que no logra ningún país de Europa. Para la cría del arroz no es mejor el reino de Valencia que la campaña de Montevideo, porque toda ella es terreno húmedo, pantanoso y quebrado de ríos y arroyos. Para la cosecha de granos y menestras quizás no hay en todo Europa suelo más fecundo; sobre que nos remitimos a lo dicho hablando de los diezmos; y si los correos de Buenos Aires empezasen a conducir carga de harina para el abasto de los presidios y hospitales crecería en breve este comercio con mucho provecho de la nación en ambos hemisferios. La fábrica de la cola debía ser privativa a Montevideo y Buenos Aires exclusivamente. Este efecto se hace de las garras o desperdicios de los cueros, y de ellos van cargados los barcos catalanes sin más costo que alzarlos del suelo; y trasladarlos a Cataluña los retornan convertidos en cola.

Lo mismo decimos de los peines, tinteros, hornillas, cucharas, tenedores, y demás obras de asta, éstas cubrían el campo hasta la época del comercio libre, y desde esta fecha se ha levantado de ellas un ramo de comercio. Para facilitar su transporte a España a menos costa y sin riesgo de que apolillen la carga de cueros, se ha discurrido partir en tres trozos cada asta, abrir a fuego el trozo, reducirlas a planchuelas y encajonarlas; con lo que ha crecido tanto esta industria, que contribuye derechos a la Real Hacienda que da provecho al ganadero, pues se vende hoy a 20 pesos el millar de astas en bruto. El hueso se aprovecha también en peines, hornillas, alfileres y en una palabra no hay cosa inútil en el toro a excepción de la sangre, y no lo sería si quisiesen hacer de ella azul de Prusia. Las plantas medicinales se dan en aquella América por todo el campo sin que se cultiven y sin que se les haga caso. La brea, el alquitrán y la carne salada son tres especies que debían estar en el mismo pie que está la cascarilla, la azúcar, el cacao, el añil, y sus semejantes pues del mismo modo que toda la Europa se abastece de estos efectos por nuestra mano, debía surtirse de alquitrán, brea, y carne salada. Todas las potencias marítimas podían venir a nuestros puertos a cargar de estas tres especies y acabarse el comercio activo que hacen con España. Estos ramos podían ser tan privativos de la nación como lo son los cueros. Nuestros buques podrían salir vacíos de Cádiz a buscar carga de estas especies a Montevideo y ganarían más en este comercio que en el día con todo de devengar dos fletes.

Ni la Holanda, ni la Inglaterra podrían dar más barato que nosotros estos tres renglones; y fomentarían de tal modo nuestro comercio, y Marina que excederíamos muy pronto a aquellas dos naciones, con todo de ser tan respetables sus flotas y armamentos. Los ingleses salen a 3.000 leguas de su domicilio a buscar por el mar del sur las ballenas, y el espermacete para volver a Londres el aceite de que han de hacer el alquitrán las Provincias Anceáticas. Se remontan los ingleses en esta navegación hasta la altura del Cabo de Hornos sin temor al escorbuto de que ha sido y está siendo víctima la España desde que se descubrió este viaje. Ellos resisten a los fríos inmensos de aquella región se exponen a caer bajo una banca de nieve, que ha hecho zozobrar armas de un buque español; se arriesgan a ser sumergidos en aquel océano al tiempo de la inmersión de la ballena, se acomodan a sufrir la intolerable hediondez del aceite frito y se sujetan a estar en el mar 10 y 12 meses que se necesitan para esta expedición sin hacer escala en parte alguna, alimentándose de unos víveres desubstanciados o corrompidos. A costa de todas estas incomodidades y desembolsos se adquiere el aceite de ballena; y aunque después de estos trabajos y peligros no pesquen más que dos o tres ballenatos costean la expedición y hallan ganancia competente. Nosotros tenemos las ballenas tan a la mano en el Puerto de Maldonado, que se pueden harponear a pie firme desde los barcos que están fondeados en aquella bahía.

Estos animales avisan de su cercanía por medio de una expulsión de agua que arrojan a lo alto, y por este aviso se puede salir tras ella luego que se les oye con sólo tener prevenidas unas lanchas o canoas de competente esquife para esta operación; y enclavada la ballena se conduce a la playa y se fríe en el campo en sitio ventilado donde no incomode su hedor. Con tener media docena de buenos harponeros en Maldonado que salgan al mar en otras tantas lanchas, está hecho el mayor gasto de esta negociación; el gasto de freír la ballena es de muy poco momento; la leña abunda en los montes inmediatos; la carne necesita de un caballo el que compra dos reales de ella para poderla conducir a su casa; el pan es excusado y sale poco; el alumbre de sebo es muy barato, y si se quiere de la mesma ballena vale menos; las casas son pajizas; los salarios son de 8 a 10 pesos, los barcos menores para conducir a Montevideo el aceite, están de sobra; a falta de ellos abundan las carretas de bueyes; el camino es llano; la distancia, 30 leguas; y por último enfrente de Maldonado está la isla de Lobos, cubierta de estos anfibios que dan materia con su piel a otro ramo de comercio. ¿Mas quién podrá persuadirse que habitando el centro de esta tierra y la anchura de estos mares, no hemos hecho un barril de aceite para comercio en casi 300 años? Pero no es esto lo raro: lo que admira sobre todo es, que habiéndose levantado ahora años una compañía marítima en Vizcaya para la pesca de la ballena auxiliada y sostenida por la Real Hacienda, sólo ha hecho dos remesas de aceite y esto con mil demoras y dificultades, después de haber perdido dos o tres embarcaciones en el puerto.

Aunque la América meridional carece de pinares cuya resina es uno de los ingredientes que entran en la composición de la brea y del alquitrán pudiera haberlos si se plantasen, pero con trasladar a España el aceite se hacía el mismo comercio y podrían establecerse las fábricas de ambas especies en los reinos de Aragón y Cataluña donde las hubo ya a principios de este siglo, y particularmente en los montes de Tortosa, a las orillas del Ebro que son abundantísimas de pinos, y esta sola negociación dejaría en España grande cantidad de dinero que hoy pasa al norte en pago de estos efectos; y fabricándolo abundante de modo que tuviese para su gasto y para vender a otras naciones sería inmensa su ganancia. El ramo de las carnes saladas podría ser tan privativo de España por medio de los vecinos de Montevideo y Buenos Aires, que sin necesidad de prohibir la entrada de la del norte, vendría a quedar excluida enteramente; y sería fácil que llegásemos en breve tiempo al caso de que las mismas provincias del norte, que hoy nos abastecen se proveyesen de este efecto en nuestros puertos. Toda la carne de toro y de novillo que se desuella en los campos de aquellas dos ciudades para el comercio de los cueros queda tendida por el suelo a merced de los perros. La salazón de esta carne es obra muy sencilla y acomodada a hombres de cualquier edad y especie. Su costo consiste en el precio de la sal, y ésta se conduce a Montevideo de la costa de Patagones sin más valor que el trabajo de alzarla y embarcarla, lo que hace que se venda por mayor en aquel puerto a.

.. pesos la arroba; y empleándose... en cada una de carne se puede dar éste en América a 10 reales de plata con moderada ganancia del estanciero, porque al paso que éste sala carne, hace otros cuatro comercios que son el del cuero, el del sebo, el de la grasa y el del charque; y hace cinco, si tiene quien le compre las astas; con que con poco que gane en la salazón de una carne que había de quedar tendida por el campo emprende gustoso este comercio. El flete de esta carne para La Habana se ha estado haciendo desde Montevideo por 12 hasta 16 reales de plata cada quintal, viaje redondo, y pudiéndose hacer para España por este mismo flete, vendría a salir la arroba puesta en Europa inclusa la comisión, el barril, el embarco, almacén y demás gastos menores, a 2 pesos y dado que le costase 50 reales de vellón y que la vendiese a 60 ganaba un 20 por 100. Los consumidores de España vendrían a ganar otro 20 por 100 en plata, y un 25 a lo menos especie, porque la del norte se vende regularmente a con una tercera o cuarta parte del hueso, y la de América es toda pulpa como ya dijimos en otro lugar. El Estado lucraría el ahorro de la plata que extrae de España esta negociación; y lograría el provecho de la que dejaría de salir cambiando la carne sobrante, de su consumo por otros frutos extranjeros. Conduciéndose 20 quintales a España todos los años a precio de 60 reales la arroba, entraban a la Península 180 pesos; y de ellos llevaría 40 al gremio de navieros y los 140000 restantes se compartirían entre hacendados, toneleros, lancheros, peones, etc.

y con la ventaja que hace la carne salada de América a la de Europa se solicitaría con preferencia, y cada año se aumentaría su consumo; y en los cinco ramos de aceite de ballena, harina, carne salada, cueros y pieles de lobo se podría hacer un comercio de millones que no se dejan calcular. Las fábricas de lonas, lonetas y jarcias de que están en posesión la Holanda, la Suiza y otras potencias del Báltico, tenemos en nuestra mano el quitárselas en aquella parte que nos traerá vender a España. E1 cáñamo es una cosecha conocida que se da abundante en la mayor parte de la península a precios muy cómodos. El alquitrán para el servicio de cables y jarcia, podemos tenerlo de nuestra propia cosecha; y la fábrica de lona y jarcia nos es conocida y practicada. En Puerto Real las ha habido de jarcia, y en el reino de Galicia de lona y jarcia, y unas y otras han salido de tan buena calidad como la extranjera, y a precio equitativo. En el reino de Chile se coge muy buen cáñamo, y en Valparaíso y Quillota se trabaja mucha jarcia que se consume en los barcos del tráfico de Lima. En los campos de Montevideo no se coge porque no se siembra, pero si se sembrara, como la tierra es aparente para toda clase de frutos, se daría abundantísimo; y costando la manutención tan poco, como ya hemos dicho sería fácil entablar allí la siembra y la fábrica de ambas especies. Pero que sea en América o sea en España es cosa de poco momento. Lo que importa sobremanera es dar principio a uno y otro, y prohibir enseguida el embarque de todos los efectos extranjeros que dejamos citados, y los demás de que seamos capaces con la misma perfección que ellos; compensándoles la exclusión de estas especies con la rehabilitación de las medias y gorros de seda, los listones, las colonias, los sombreros, etc.

Ello es, que ni lo debemos querer todo, ni querer lo que no nos es concedido, ni dejar de querer lo que nos es posible. Estas tres máximas deben dar el norte de nuestras fábricas, y de todos nuestros proyectos. Quererlo todo es imposible y muy arriesgado. Querer lo que no sabemos manejar, es arruinarnos y suplantar al extranjero; y no querer lo que nos es posible, fácil y necesario, es demasiada indolencia. Hemos visto que fabricar de todo lo que otros fabrican, y en la cantidad necesaria a nuestro consumo, es un imposible físico, y principio fecundo de una guerra general; que fabricar medias, sombreros, cinterías, cotonías, y otros efectos, al costo y primor que Inglaterra y Francia, nos está negado; y que fabricar lonas, jarcias, brea, alquitrán, cola, corambre, cristales, papel, armas, fornituras, carne salada y mil otras especies, es posible, fácil, útil y aún necesario en la actual constitución. Luego sin mucho estudio hemos de conocer que ni esto se nos debe traer de fuera, ni nosotros meternos en fabricar lo otro. Todas las naciones comerciantes observan este sistema. La Francia labra tisues y toda clase de tejidos de seda; fabrica sombreros, medias, paños, bretañas, ruanes, creas, batistas, etc. Inglaterra no conoce estos efectos en sus fábricas, y emplea su industria en bayetas, anascotes, chamelotes, sargas, sempiternas, duroix, y toda especie de quinquillería, herramientas e instrumentos de cirugía y matemática. La Holanda emplea el lino en tejidos más ordinarios como platillas, bramantes, morles, gantes, caserillos, etc.

Del cáñamo hace lonas, y lonetas de la lana hace ricos carros, y medios carros de oro, lamparillas y camelotes de lila. La Flandes teje rasolisos, mues y grodetudes. La Ginebra hace galones, puntas y esterillas de plata y oro. Ni la Italia ha emprendido jamás hacer paños, ni la Francia bayetas, ni la Inglaterra brocados, ni la Holanda tafetanes, ni la Flandes herramientas. Cada nación ha cultivado la industria que ha reconocido propia a su clima y al talento de sus habitantes; y si alguna de ellas ha aspirado a imitar lo que otra fabrica peculiarmente bien presto ha tenido que arrepentirse y desistir del intento. Nosotros no hemos sido más felices en estas tentativas; y todo lo que tardamos en desengañarnos y abandonar ciertas fábricas a los extranjeros, tardaremos en extinguir el contrabando. Este ilícito trato crece visiblemente con las prohibiciones que se imponen a nuestros efectos cuando recaen éstas sobre manufacturas extranjeras; a nuestros conocimientos, o de inferior gusto a las extranjeras; y éstas logran mayor despacho. Consultemos la experiencia y ella descubrirá la verdad. Búsquense en América medias de seda, listonería, cintería, sombreros, cotonías, papel pintado, hilos finos, pañuelos, etc. de fábrica extranjera y sin embargo de estar prohibidos estos efectos en Indias se encontrarán en todos los almacenes y tiendas. Indáguese el consumo, y se hallará que es incomparable con el que tienen estos mismos efectos siendo de fábrica española.

Cotéjense los precios, y resultará que es mayor el de aquellos de que hay más venta. Procúrense vinos y aguardientes extranjeros, indianas de algodón, azúcar de Holanda, cerveza, herraje, cintas de hilo, encerados, esterlines, gorros de lana, galonería falsa, etc. y no se hallarán en indias estos efectos de fábrica extranjera. Estos y aquéllos están prohibidos de embarcarse, y los unos abundan sobremanera, y los otros no se encuentran. La causa de esta diferencia consiste, en que nuestros vinos y aguardientes son mejores y más baratos que los extranjeros. Que las indianas de algodón de Barcelona son excelentes; que nuestra azúcar es bastante buena y menos cara que la de Holanda; y por último que la cerveza, el herraje, las cintas de hilo, los encerados, los esterlines, los gorros de lana y la galonería falsa, son renglones que se trabajan en España de la misma calidad y precios que fuera del reino con poca diferencia. Por tanto, no tenemos motivo de desearlos de fábrica extranjera, y no apeteciéndolos el consumidor, no se arriesga el comerciante a embarcarlo de contrabando. Pero como las medias, los listones, las cintas, los sombreros, las cotonías, los papeles pintados, el hilo fino y los pañuelos no igualan con mucho a los extranjeros ni la calidad, ni en el precio, se desean con ansia, se pagan bien, y este interés cohecha a los expendedores y fomenta el contrabando. En una palabra el traer prohibidos unos efectos que no los tenga semejantes la nación trae el perjuicio de que pierda S.

M. los derechos que percibiría a su entrada y a su salida si no estuviesen vedados, y que no se consiga el facilitar el despacho de los géneros nacionales, que fue el fin de la prohibición; de donde resulta que la Real Hacienda pierde, que la nación no gana y que el extranjero lo embolsa todo. La infalible certidumbre de estas tres consecuencias nos pone en estado de desear con anhelo que se alcen enteramente las prohibiciones de efectos que dejamos citados y que se trasladen éstas a los renglones de fábrica española que hemos referido. Pero por cuanto no aplicándose nuestros artesanos a fabricar con abundancia las obras que pretendemos ver prohibidas, suplirán la falta las extranjeras y queda en pie el mismo inconveniente, es indispensable que nuestro ministerio empeñe su autoridad en dar fomento a estas mismas fábricas para que cubran el consumo anual; que se tomen las medidas necesarias para que en el caso de no alcanzar a ésto las fábricas actuales se levanten las suficientes; que todas tengan a mano las primeras materias a precios acomodados; que los jornales de los oficiales sean de calidad que ni dejen de alcanzarles para el sustento, ni excedan de lo justo. Este celo es el eje que da el movimiento a toda esta máquina, y nada es más fácil que este examen a los intendentes de provincia. La autoridad que reúnen estos ministros a los conocimientos de que están poseídos siempre todos los ramos de industria municipal de sus territorios, les da hecha la averiguación y allanados los obstáculos que se opongan a la obra.

Poco será lo que se deniegue a sus diligencias, insinuándose con un poco de agrado en los que han de ejecutar el proyecto. Cualquiera persona de más de mediana esfera hace un honor de que el jefe lo ocupa en lo que puede complacerlo. Basta las más veces el entender que se puede congratular al superior para darnos priesa en hacerle aquel obsequio; y no es raro en el mundo que los hombres prevengan y se anticipen con la ejecución a los deseos de benefactores. Enterados los intendentes de que en el desempeño de esta diligencia hacen un servicio positivo al soberano, sobrarán los encarecimientos para hacerles manejar con celo y sagacidad este encargo; y el honor en éstos y la subordinación y el interés en los otros, ejecutará a todos al cumplimiento de lo que se apetece. Estos dos medios nos parecen ser los únicos de desterrar para siempre el contrabando de las Américas. Luego que puedan comerciarse en ellas francamente las manufacturas extranjeras que hoy son prohibidas, y que estén surtidos nuestros almacenes de las que debemos reservarnos privativamente sobran los resguardos y las guardias en mucha parte; y mientras no se entable este sistema abundará el contrabando aunque se tripliquen los celadores. Hablamos de experiencia; y aunque abundan los sucesos que acreditan que son inútiles las precauciones de los fraudes para que no se nos introduzcan de fuera lo que no tenemos semejante, referiremos un hecho que prueba, por mil, ser más conveniente alzar las prohibiciones de los efectos dichos, que aumentar la guardias y ministros.

Por el mes de febrero de 1793 se presentó en el puerto de Montevideo la fragata de guerra francesa El Dragón de 500 toneladas de porte procedente de las islas de Mauricio al mando del Teniente de navío D. Alexandro Duelos, con pasaporte y cartas credenciales del comandante de aquellas islas para el virrey de Buenos Aires. Luego que dio fondo en Montevideo pasó a su bordo el Teniente de Comandante Don Manuel Cipriano de Melo por orden del Gobernador de la plaza Don Antonio Olaguer Feliu, a hacerla la visita acostumbrada. Examinó a Duelos en la forma ordinaria, y lo primero que le dijo fue que venía en lastre y que su arribo se dirigía a comprar trigo para el abasto de las islas que padecían una hambre absoluta. Con esta noticia procedió el gobernador a mandar custodiar el buque haciendo poner tropa a su bordo al cargo de un oficial, dos ministros del Resguardo, y la zumaca de rentas a la popa de la fragata con otros dos dependientes con orden de que nada entrase ni saliese de aquella hasta nueva providencia del virrey. Averigúose después que el buque conducía carga de mercaderías bajo el pretexto de ignorarla al pago del trigo, en seguridad de unas letras de cambio que traía Duclos sobre París en lugar de dinero; y con esta noticia procedió el Gobernador a la aprehensión de la carga y por medio del comandante del resguardo, del administrador de la aduana y del ayudante de la plaza la hizo conducir con tropa a un almacén de los del fuerte en que habita el mismo gobernador y la encerró debajo de cinco llaves que recogieron el gobernador, el comandante de artillería, el administrador, el del resguardo, y el capitán de la fragata.

Así guardadas las mercaderías se corrió un expediente en el Gobierno de Buenos Aires, acerca de si se le había de dar o no a Duclos el trigo que pedía, y resuelto que no podía dársele otro que el preciso para rancho se comunicó la orden al Gobernador de que luego que hubiese embarcado Duclos el trigo que se le permitía hiciese volver a bordo las mercaderías depositadas. De hecho se abrió el almacén depositario, y bajo la intervención del administrador, comandante, ayudante de plaza y escribano, se trasladó a bordo toda la carga que existía en el almacén manteniendo siempre en la fragata la tropa, los guardas y la zumaca con las mismas órdenes: y de esta forma se concluyó la carga de los efectos el día 5 de junio a la sazón de tener ya a su bordo la fragata la harina, el rancho y aguada, y de estar pronto a zarpar sus anclas. Debía salir a la mar por esta regla el siguiente día 6; pero ya fuese porque Duclos había extraviado parte de su carga sin haber cobrado su valor o ya porque la tenía contratada toda, o ya, porque no lograra sus ideas si no la dejaba vendida, pasó el día 6 y los restantes hasta el 17 y la fragata se mantuvo anclada al pretexto de un nuevo recurso que hizo Duclos al Virrey. El 17, por la tarde dio fondo en Montevideo el correo de España con la noticia de estar declarada en nuestra corte la guerra con la Francia; en cuya vista pasó el Gobernador a bordo de la fragata francesa y le mandó sacar el timón cerrando con barras y candados las bocas de escotillas, y sellándolas con lacre, manteniendo siempre la tropa y ministros, y haciendo custodiar los costados de la embarcación con rondas de guardas que cruzaban la bahía toda la noche celando que no se hiciese ningún desembarco y reconociendo los botes o lanchas que intentasen hacer algún movimiento.

Avisado de todo el Virrey de Buenos Aires, aprobó al Gobernador que hubiese tomado el timón a la fragata, y le mandó que recogiese de nuevo toda su carga y la hiciese encerrar en el almacén de la real fortaleza. El día 28 de junio por la tarde pasó el Gobernador con su ayudante, con el administrador de la Aduana, el comandante del resguardo, el capitán Duclos y el escribano de Real Hacienda, a bordo del francés a dar principio al inventario de la carga; y no creerá el que no lo hubiese visto que jamás se ha hecho a ningún hombre una burla semejante. Abriéronse las bocas de escotilla, bajó el escribano a la bodega a hacer arriba la carga, y fue mandando baúles vacíos hasta el número de 38 o 40, que fue lo único que se halló en toda la fragata, a excepción del rancho y de unas botellas de rapé. En un baúl se halló un carnero muerto, en otro arena, en otro un poco de jarcia, y los demás vacíos. Ni la tropa, ni el comandante, ni el administrador, ni los guardas supieron dar razón de la carga y Duclos se contentó con dar por toda respuesta en el alcázar de su fragata que lo habían robado, y se concluyó la diligencia. Después de muchos días principió el Gobernador una sumaria en descubrimiento de los autores y cómplices de este contrabando, y mejor recapacitado Duclos inventó el refugio de decir que él no había traído carga alguna en su fragata, y que si tenía dicho lo contrario, había sido por dejar en prenda aquellos baúles vacíos que se hallaron a su bordo, en el caso de que los vendedores del trigo no le quisieren admitir las letras de cambio que llevaba para su pago; y con este miserable artificio o ridículo invento, tan burlesco como el del robo, quedó Duclos y toda su oficialidad paseándose por Montevideo.

La sumaria que actuó el Gobernador constó de más de 40 testigos de gente de tropa, resguardo y comercio, pero por desgracia ningún testigo supo cómo ni cuando se desembarcó este contrabando; y todos los vecinos, que habían sido testigos, lo sabían con puntualidad, y que valía al pie de fábrica de 100 a 150 pesos de plata. Poco después se supo en toda la ciudad lo que contenía la carga, porque principiaron a verse por las tiendas, por las calles, y en servicio de los vecinos, tantas cosas nunca vistas, de fábrica francesa y chinesca, prohibidas de ir por España y venderse a precios tan moderados, que cuando no se supiese de público su origen, había muy poco que adivinar para aceptarlo. A la novedad de este escándalo determinó el Virrey emprender una nueva averiguación en el mismo Montevideo cometiéndola al brigadier Don Miguel de Texada, Coronel del Regimiento Fijo de Buenos Aires, la que principió a actuar por el mes de noviembre; pero siempre firmes los delincuentes en la religión del secreto, no adelantó Texada cosa alguna sobre lo hecho por el Gobernador, con lo cual vino a quedar civilmente ignorado un delito el más notorio que tenía tantos testigos como vecinos, y tantos cómplices cuantos compradores. Hemos citado este ejemplar entre infinitos que podíamos apuntar, por más escandaloso que ninguno y porque en él perdió S.M. no sólo los derechos reales sino el principal en virtud de corresponderle el cargamento de este buque por razón de presa hecha en justa guerra; y también para que se vea que el mejor resguardo de los puertos de Indias es quitar la materia del contrabando, habilitando para el comercio aquellos efectos que siempre y por siempre ha de desear la nación y los ha de adquirir a cualquier costa.

Dilatar el rigor de las leyes prohibitorias de comercio hasta imponer a sus transgresores la pena ordinaria de muerte, es curar un mal con otro mayor; y si no ha de tener efecto esta providencia porque no se pretenda otra cosa que conminar al vasallo para que se aterre con el miedo de la pena en breve vendrá a despreciarse, y continuará el desorden en su misma fuerza. Este es el éxito que han tenido semejantes penas en cuantas ocasiones se han impuesto; y para prueba de esta verdad daremos a la letra lo que escribe don Jerónimo de Ustariz al capítulo 17 de su Teorica y práctica de comercio. "Es constante que la extracción de oro y plata no se impide con pragmáticas y leyes penales, pues aunque algunas del reino incluyen pena de la vida y de la hacienda, con cuyo rigor amenazan las prohibiciones, no se observan ni se pueden observar en España ni en otros reinos, sobre semejantes asuntos, como lo acredita la experiencia de siglos enteros, en cuyo dilatado tiempo ha habido también grandes y muy vigilantes reyes, y celosos ministros que han hecho muchos esfuerzos, para su puntual observancia, y no se ha logrado; lo primero porque es imposible poner puertas al campo en tan dilatadas costas, y fronteras cuyo ámbito pasa de 600 leguas y lo segundo, porque aunque en todas las costas y fronteras se pusiesen guardas y centinelas de vista de día y de noche, repartidos de cien en cien pasos o más próximos, viéndose unos a otros y mudándose cada hora a usanza de ejércitos no sería difícil sobornar a algunos y aún a muchos de ellos para ejecutar las extracciones, como hoy sucede con los guardas de la Real Hacienda y se experimentó en los de 1722 y 1723 con los soldados y paisanos empleados al resguardo de la sanidad; cuya vigilancia, cuando no se burlaba con la maligna destreza, se sobornaba muchas veces con el interés, aunque no podía ser muy crecido, respecto al valor moderado de las cargas que se introducían de azúcar, cacao y otras mercaderías de menor estimación que el dinero aunque la entrada de éstos y otros géneros estaba prohibida también con pena de la vida y de confiscación, cuya pena saben con experiencia que es una ley dura en el amago, y blanda en el impulso pues no la ven practicar.

Además de que es de grande dificultad descubrir y convencer a los contraventores; y pues que en siete u ocho siglos no se ha podido conseguir su observancia con la severidad de las leyes muchas veces repetidas y renovadas, no debemos esperar que se logre su cumplimiento en nuestra era sino buscando otros medios más naturales eficaces y seguros, como lo son la buena disposición de los comercios y no pragmáticas, prohibiciones ni guardas, porque siendo muy débil esta providencia, no nos hemos de fiar de ella.. A vista pues del poco fruto que han producido las mayores penas, en el discurso de ocho siglos para exterminar el contrabando, podremos creer que no nos hemos engañado en la opinión de que no son los guardias ni los soldados los que alejan el contrabando de nuestras costas, sino las buenas disposiciones del Gobernador; y pues se debería elegir nuestro pensamiento aún cuando nos trajese algún daño, recibiría mayor realce a presencia del ningún perjuicio que nos origina el permitir el comercio de unos géneros a cambio de prohibir el de otros que se hallan permitidos, y esto no por razón que la de no sernos posible imitar los prohibidos; con que si no vamos a perder cosa alguna en aquel cambio, vamos a conseguir que no haya contrabando parece que no se puede encontrar un medio más provechoso al erario y al comercio que el de permitirle negociar en medias, cintas, y cotonías, y prohibir que lo haga el extranjero en brea, alquitrán, carne salada, etc.

Aunque la confiscación de bienes, por ser pena inferior a la de muerte parece que se podría imponer con menor embarazo y ser más oportuna para la extinción del contrabando, hemos visto que del mismo modo se contraviene una que otra. La ley de la confiscación es una de las más antiguas de nuestros códigos y de todas las naciones, y nunca ha precavido el contrabando. Nosotros tenemos una ordenanza en el artículo 18 del Reglamento de Comercio Libre, que condena al contrabandista del comercio de Indias en la confiscación de cuanto le perteneciere en los buques y sus cargazones, en la pena de cinco años de presidio en uno de los de África, y en la de quedar privado para siempre de hacer el comercio de Indias; y sin embargo de estas formidables penas, no sólo florece el contrabando, sino que se hace a cara descubierta. En Lima vimos un caso, que por ruidoso y singular, y por haber acontecido entre españoles del comercio de Cádiz y del Perú, lo vamos a referir aquí, apoyando en él la última prueba de la inoficiosidad de las penas para ciertos delitos; y fue, que entraron en Lima el año de 87 que por el mes de junio pasaban de dos mil de docenas las que se hallaban detenidas en la aduana por su administrador. Hízose un expediente separado sobre la partida de medias de cada interesado, y llegaron a 40 o más los procesos que se habían escrito a mediados del año; y viendo que cada barco que llegaba de España ofrecía materia para otros tantos procesos, se formó uno general para tratar a la vez de la averiguación de este asombroso contrabando y del castigo de sus autores.

Corrió este expediente sus debidos trámites y substanciado en forma con audiencia del fiscal de Real Hacienda recayó sentencia del superintendente general, declarando haber caído en comiso las dos mil y más docenas de medias, y eximiendo por equidad de esta pena las facturas y a sus dueños de la de presidio y privación de oficio. Levantó el grito todo el comercio, y después de apelar los comerciantes en particular para la junta Superior de Real Hacienda salió el Consulado a la defensa, querellándose de la sentencia y coadyuvando la pretensión de aquellos individuos. Sustanciose de nuevo la segunda instancia por el fiscal. La resolución de S.M. justificó la del fiscal a quien siguió la junta pues su Real Piedad tuvo a bien el aprobarla, y quedó así hecha regla la decisión de un caso particular para todos sus semejantes. Lo mismo se sirvió ejecutar S.M. en el comiso muy considerable de plata de piña que se aprehendió en Potosí a mediados de este siglo, cuyo caso se tuvo presente, y se alegó por parte del Consulado para la determinación del expediente de las medias; y lo mismo habrá de hacerse siempre que se trate de castigar un fraude general o muy cuantioso, según dijimos que lo había practicado el Señor don Felipe III con el plantío de viñas de América. Por donde se puede venir a conocer que ni la pena de muerte por exorbitante y circunspecta, ni la de confiscación por ruinosa en particular, y perjudicial en común, ha tenido uso en los casos ocurrentes; y con esto ha venido a quedar el contrabando sin el correspondiente castigo, o ha recaído solamente en uno u otro contraventor de que no ha sacado ejemplar el público.

De resultas de esta impunidad gira el contrabando por la misma derrota que el comercio lícito, y abundando en Indias ambos efectos, no medra la manufactura española, y el Rey pierde sus derechos. Resulta de esto que todo el comercio hace el contrabando; el que es de mala conciencia por codicia, y el que la tiene buena, por no perder su capital. Este mal es uno de los más terribles que ocasiona el demasiado contrabando, porque siendo uno de sus efectos destruir con audiencia del mismo fiscal; y con lo que expuso por escrito y de palabra y alegaron los abogados del comercio, se vio el expediente por el mes de noviembre del dicho año y se revocó el auto del superintendente bajo de ciertas condiciones y calidades, que propuso el fiscal en su respuesta. No constaba de los expedientes con la debida claridad que las medias fueran extranjeras positivamente, porque uno de los peritos declararon que lo eran, y otros que no. Los vistas de la aduana lo afirmaban, y los comerciantes nombrados por parte de la renta lo negaban pero si fuera lícito juzgar por ciencia privada, las medias se habrían dado por decomiso en la Junta de Apelaciones, no habiendo otros inconvenientes, porque en lo extrajudicial ninguno dudaba que eran de Nimes todas ellas. Al fin las dio la junta por libres; y si no había de arruinar el comercio de España y Lima era forzoso absolver y consultar a S.M. aún cuando tuviese certeza legal de que eran extranjeros porque en las circunstancias de pasar de dos millones de pesos el valor de las medias y facturas que debían confiscarse, y de llegar a 80 o más individuos los comprendidos en esta negociación, a quienes según la ordenanza se debía condenar a presidio por cinco años, y privar para siempre del comercio, era conforme a derecho que no se podía extender la ley a un caso original no previsto por el legislador y en que este mismo venía a sentir parte de la pena.

Por éste y otros que propuso el fiscal en su citada respuesta tuvo la junta por indispensable la consulta al Soberano, entregando en el ínterin los cargamentos a sus respectivos consignatarios bajo de las fianzas, pagos y gravámenes propuestos al comercio honrado que negocia por el camino de las aduanas, es preciso que deje el comercio, o que haga lo que hacen los demás; con lo que hecho el delito trato común entre los negociantes, pocos o quizás, ninguno hacen reflexión al pecado que envuelve el fraude de usurpar al Rey lo que es del Rey; y por esta regla ni se teme a la pena temporal que no se ejecuta, ni a la espiritual que no se conoce. Si hemos probado estos asertos, será innegable a todo buen político, que conviene variar la administración de nuestro comercio y que esta variación debe consistir no en aumentar de guardas o celadores ni en darles premio o castigo, sino en aniquilar la materia del contrabando. Traídos al comercio los efectos extranjeros de actual prohibición, puede aminorarse el número infinito de guardas y ministros que se emplean en los puertos de España y América en que se desperdicia mucho dinero, y se pueden acrecentar los derechos a los géneros de nueva permisión hasta la suma que pagaban antes del comercio libre, dado caso que éste subsista, y no se reviva el Real Proyecto del año de 20; y en vez de un solo 3 por ciento que satisfacen hoy las medias extranjeras que se introducen con nombre de españolas, pagarán un 18; y extrayéndose más plata y más frutos de indias adeudarán mayores derechos y más cantidad de fletes con que el Rey perderá menos y ganará más, entrará más metal en España, vendrán más frutos con que hacer el cambio, y apenas habrá noticia del contrabando.

Dadas estas providencias era necesario remover un inconveniente para que los efectos de fábrica de América no quedasen sin salida por falta de buque, como sucede con frecuencia en Montevideo; porque con ocasión de la abundante carga de cueros que se acopia en aquel puerto, que es la de mejor flete y menos perjudicial a la embarcación, se excusan los capitanes de traer los efectos de cría de aquel suelo, con lo que aplicados los comerciantes y los labradores a sólo el ramo de los cueros, tienen inundada la España de este efecto, y abandonados enteramente los de harina, carne, sebo, etc. Esto lo hemos visto muchas veces, y más de una hemos oído a los mismos vecinos que dejan de embarcar harinas para España porque los capitanes o no quieren llevarlas o les piden precios excesivos; y como prohibidos de comerciar los efectos extranjeros que hemos citado, era indispensable desatar las trabas a su navegación para que corriesen por todas partes, sería preciso dar disposición para que los frutos de Montevideo tuviesen buque pronto en que navegar a España. Destinar a este flete los correos en vez de el de cueros que conducen a su regreso, sería buena providencia; pero porque los correos fenecen sus viajes en La Coruña, y las ciudades de Cádiz y Málaga son más frecuentadas de buques extranjeros, convendría que hubiese comercio directo con estos dos puertos. Para esto se podría tomar el expediente de que cada embarcación de comercio reservase un cierto número de toneladas para cargar de frutos de fábrica o cría de América, que no fuesen cueros con calidad de que para no traer aquéllos había de tener expreso permiso del juez de arribadas de Montevideo, hecha averiguación de no haber en aquel puerto carga alguna de aquella especia. Lo mismo se conseguiría prohibiendo más extracción de cueros que la de medio millón cada año pues congregándose en Montevideo buques suficientes para más de un millón todos los años, los mismos capitanes serían agentes de los cosecheros, y fabricantes para que les cargasen frutos. De ambos modos se lograría la extracción de éstos, y se adelantaría darle más estimación a los cueros, que a causa de su extremada y nunca vista abundancia.

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