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Datos principales


Desarrollo


Claroscuro del Barroco Destaca en El carnero, al hilo de la narración de los acontecimientos locales, más o menos anecdóticos, una serie de reflexiones morales y religiosas sobre temas típicos de la época en que fue escrita la obra, y que no se explican solamente por la intención del autor de contrarrestar los vicios y males que relata con dictámenes moralizadores que le evitaran roces y enfrentamientos con las autoridades oficiales. Se trata, en general, de consideraciones que tienen una intención ejemplarizadora y que deben situarse dentro del conocido claroscuro barroco, en el que se dan unidos el primor y la fineza espirituales y el desgarro y la chabacanería de lo popular. Contraste, en el caso de El carnero, con los lances del amor lujurioso y los crímenes que relata. De tales lances amorosos no están exentos, como es natural, quienes ostentan altos cargos: Las plazas de virreyes, gobernadores, presidentes y oidores no impiden pasiones amorosas, porque aquéllas las da el rey y éstas naturaleza, que tienen más amplia jurisdicción (cap. XXI). Entre las reflexiones aludidas, anoto, en primer lugar, la dedicada por Rodríguez Freyle al amor mundano y la lujuria. En el relato o cuento o historielas del capítulo XVIII sobre los amores de doña Luisa Tafur --casada con Francisco Vela -- con don Diego de Fuenmayor, en los que ayudaban a aquélla su hermano don Francisco Tafur y el maestro Alonso Núñez, éstos pagan con su vida el asesinato de Vela. Tal final lleva al autor a apostillar: Porque éste es el pago del amor mundano.

Y añade: La lujuria es una incitación y aguijón cruel de maldades, que jamás consiente en sí quietud; de noche hierve y de día suspira y anhela. Lujuria es un apetito desordenado de deleites deshonestos, que engendra ceguedad en el entendimiento y quita el uso de la razón y hace a los hombres bestias. Otro tema es el de los celos --el mayor monstruo los celos, asunto calderoniano--, que Rodríguez Freyle toca en los capítulos XIII y XIX de su libro. La esposa del fiscal Orozco entendió el mal latín de su marido, con lo cual tenían malas comidas y peores cenas, porque es rabioso el mal de los celos; por lo menos, hay opiniones que se engendraron en el infierno. Salieron de muy buena parte para que no ardan, abrasen y quemen. Los celos son un secreto fuego que el corazón en sí mismo enciende, con que poco a poco se va consumiendo hasta acabar la vida. Es tan rabioso el mal de los celos, que no puede en algún pecho, por discreto que sea, estar de alguna manera encubierto. Así, la fiscala dio cuenta de sus celos al visitador, el cual la consoló y le prometió el remedio para su quietud en que la despidió algo consolada, si acaso celos admiten consuelo (cap. XIII). Y páginas adelante, el autor insiste: Los celos son un eterno desasosiego, una inquietud perpetua, un mal que no acaba con menos que muerte, y un tormento que basta la muerte dura. El hombre generoso y que es señor de su entendimiento ha de considerar a su mujer de tanto valor, que ni aun por la imaginación le pasara ofenderte; y él se ha de tener en tanta estima, que sólo su ser le baga seguro de semejante ofensa y afrenta.

Lo que se saca de tener celos es que si es mentira, nunca sale de aquel engaño, antes va en él consumiendo siempre; y si es verdad, después le pesa de haberlo visto, y que será más estarse en dubda (cap. XIX). Sobre la virtud y el vicio, Rodríguez Freyle escribe con brevedad, pero con galanura de estilo y todo un rosario de imágenes. El hombre --dice-- con la virtud se hace más que hombre; y con el vicio, menos que hombre. La virtud es un alcázar que nunca se toma, río que no le vadean, mar que no se navega, fuego que nunca se mata, tesoro que siempre se torna, atalaya que no se engaña, camino que no se siente y fama que nunca perece (cap. XX). Y a la maledicencia también dedica el autor su párrafo moralizante. Tanto es mayor --escribe-- el temor cuanto fuere más fuerte la causa. El bravo animal es un toro, espantosa la serpiente, fiero un león y monstruoso el rinoceronte; todo vive sujeto al hombre, que lo rinde y vence. Un solo miedo halló, el más alto de cuerpo, el más invencible y espantoso de todos, y es la lengua del maldicente murmurador, que siendo aguda saeta, quema con brasas de fuego la herida; y contra ella no hay reparo, no tiene su golpe defensa, ni lo pueden ser fuerzas humanas. Y pues no las hay corte el murmurador como quisiere, que él se cansará o se dormirá. Muchos daños nacen de la lengua, y muchas vidas ha quitado. La muerte y la vida están en manos de la lengua, como dice el sabio, aunque el primer lugar tiene la voluntad de Dios, sin la cual no hay muerte ni vida.

Muchos ejemplos podría traer para en prueba de lo que voy diciendo; pero sírvanos sólo uno, y sea el de aquel mancebo amalequita que le trajo la nueva a David de la muerte de Saúl, que su propia lengua fue causa de que le quitasen la vida (cap. XV). Otro tema propio de toda una corriente de escritores de la época y que echaba sus raíces en la Edad Media es el del ataque de la riqueza material, a los bienes temporales. Así, tras afirmar que sólo el licenciado jerónimo Lebrón, Gobernador, y el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, Presidente, salieron del Nuevo Reino sin zozobras y disgustos, y después de hacer una leve reflexión sobre la malicia humana y la afición de los hombres a buscar solamente sus intereses materiales, por pequeños que sean, Rodríguez Freyle escribe: ¡Oh bienes temporales, que sois a los que os tienen una hipocresía con que los aventáis y ponéis hinchados, dándoles una sed perpetúa de beber y más beber, y nunca se hartan! Y como ni permanecéis con el sufrido, ni agradáis al congojoso, ni dais poder al Reino, ni a las dignidades honra, ni con la fama gloria, ni placer en los deleites; y siendo tan poco vuestro poder, ¡cómo arrestamos el nuestro por alcanzaros, y cómo si os alcanzamos no sabemos usar de vosotros! Antes por el mesmo caso que sois de algunos más poseídos, mayores cautelas hacemos y más fuertes lazos armamos contra nuestros prójimos. Por llevaros adelante con mayor crecimiento, despreciamos la carne, la naturaleza y a Dios Nuestro Señor, por preciarnos de vosotros.

Como se ve, esas ideas se mantienen dentro de la línea ascética tradicional de desprecio y denigración de la riqueza material. Pero el autor se apunta también, más concretamente, a la doctrina de fray Antonio de Guevara en Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, como se advierte con claridad en el párrafo siguiente: Dichoso aquel que lejos de negocios, con un mediano estado, se recoge quieto y sosegado, cuyo sustento tiene seguro en los frutos de la tierra y su cultura, porque ella como madre piadosa le produce y no espera suspenso alcanzar su remedio de manos de los hombres tiranos y avarientos. Pero el tema del menosprecio de la riqueza le resultaba tan grato a Rodríguez Freyle, que por ello insiste: Aquel príncipe llevó una mortaja, y este rey lleva otra mortaja, de todos los tesoros que tuvieron en esta vida. Lector, ¿qué llevaron sus antepasados de todo lo que tuvieron en esta vida? Paréceme que me respondes que solamente una mortaja. Por manera que a todos no les duran más las riquezas, bienes y tesoros, que basta la sepultura. Las riquezas son para bien y para mal; y como los hombres se inclinan más al mal que al bien, por esto las riquezas son ocasión de muchos males, principalmente de soberbia, presunción, ambición, estima de sí mismos, menosprecio de todos Y olvido de Dios (cap. XXI). En una obra como El carnero no podía faltar tampoco, en la razón de la época en que está escrita, alguna consideración sobre la muerte. El autor, como ya he dicho, extrae frecuentemente de los hechos que narra consecuencias morales, o hace reflexiones sobre los casos que relata.

Así, ésta acerca de la muerte con otro y de la de los que están en la cárcel: De buena gana desea morir juntamente con otro el que sabe sin duda que ha de morir; a los que están encerrados y presos les crece el atrevimiento con la desesperación, y como no tienen esperanza, toma atrevimiento el temor (cap. XII). Ocho capítulos después, refiriéndose a la cambiante fortuna del doctor de Espinosa Saravia, Rodríguez Freyle saca esta conclusión: Por manera que placeres, gustos y pesares acabaron con la muerte. La muerte es fin y descanso de los trabajos. Ninguna cosa grande se hace bien de la primera vez; y pues tan grande como es morir, y tan necesario el bien morir, muramos muchas veces en la vida, por que acertemos a morir aquella vez en la muerte. Como de la memoria de la muerte procede evitar pecados, ansí del olvido de ella procede cometerlos (cap. XX). Pero si todos los datos anteriores fueran insuficientes para demostrar la mentalidad barroca de Rodríguez Freyle, hay una prueba más que la confirma. Me refiero a la idea típicamente barroca del mundo como teatro o representación. El calderoniano gran teatro del mundo aparece, en efecto, en El carnero, cuando, tras referirse a los Presidentes y Gobernadores que fueron a Nueva Granada, el autor escribe: Y para que se entienda mejor esta representación del mundo, es necesario que salgan todas las personas al tablado, porque entiendo que es obra que ha de haber qué ver en ella, según el camino que lleva (cap. XX).

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