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Desarrollo


CAPÍTULO XXV De algunos trances de armas que acaecieron en Apalache, y de la fertilidad de aquella provincia Pocos días después del mal lance de Diego de Soto y Diego Velázquez sucedió otro no mejor, y fue que dos portugueses, el uno llamado Simón Rodríguez, natural de la villa de Marván, y el otro Roque de Yelves, natural de Yelves, salieron en sus caballos fuera del pueblo a coger fruta verde, que la había en los montes cerca del pueblo, y, pudiéndola coger de encima de los caballos de las ramas bajas, no quisieron sino apearse y subir en los árboles y coger de las ramas altas por parecerles que era la mejor. Los indios, que no perdían ocasión que se les ofreciese para poder matar o herir a los castellanos, viendo los dos españoles portugueses subidos en los árboles, salieron a ellos. Roque de Yelves, que los vio primero que su compañero, dando arma, se echó del árbol abajo y fue corriendo a tomar su caballo. Un indio de los que iban tras él le tiró una flecha con un arpón de pedernal y le dio por las espaldas y le pasó a los pechos una cuarta de flecha, de que cayó en el suelo sin poderse levantar. A Simón Rodríguez no dejaron bajar del árbol sino que lo flecharon encima de él como si fuera alguna fiera encaramada y, atravesado con tres flechas de una parte a otra, lo derribaron muerto, y apenas hubo caído cuando le quitaron la cabeza, digo todo el casco en redondo (que no se sabe con qué maña lo quitan con grandísima facilidad), y lo llevaron para testimonio de su hecho.

A Roque de Yelves dejaron caído sin quitarle el casco porque el socorro de los españoles a caballo, por ser la distancia breve, iba tan cerca que no dio lugar a los indios a que se lo quitasen; el cual en pocas palabras contó el suceso y pidiendo confesión expiró luego. Los dos caballos de los portugueses, con el ruido y sobresalto de los indios, huyeron hacia el real; los españoles que iban al socorro los cobraron y hallaron que uno de ellos traía en una pospierna una gota de sangre, y lo llevaron a un albéitar que lo curase, el cual, habiendo visto que la herida no era mayor que la de una lanceta, dijo que no había allí qué curar; el día siguiente amaneció el caballo muerto. Los castellanos, sospechando hubiese sido herida de flecha, lo abrieron por la herida y, siguiendo la señal de ella por el largo del cuerpo, hallaron una flecha que, habiendo pasado todo el muslo y las tripas y asadura, estaba metida en lo hueco del pecho, que para salir al pretal no le faltaba por pasar cuatro dedos de carne. Los españoles quedaron admirados, pareciéndoles que una pelota de arcabuz no pudiera pasar tanto. Cuéntanse estas particularidades, aunque de poca importancia, porque acaecieron en este alojamiento, y por la ferocidad de ellas, que es de notar, y, porque es ya razón que concluyamos con las cosas acaecidas en el pueblo principal de Apalache, decimos en suma (porque contarlas todas sería cosa muy prolija), que los naturales de esta provincia, todo el tiempo que los españoles estuvieron invernando en su tierra, se mostraron muy belicosos y solícitos, y que tenían cuidado y diligencia de ofender a los castellanos sin perder ocasión ni lance, por pequeño que fuese, donde pudiesen herir o matar a los que del real se desmandaban, aunque fuese muy poco trecho.

Alonso de Carmona, en su Peregrinación, nota particularmente la ferocidad de los indios de la provincia de Apalache, de los cuales dice estas palabras que son sacadas a la letra: "Estos indios de Apalache son de gran estatura y muy valientes y animosos, porque como se vieron y pelearon con los pasados de Pánfilo de Narváez y les hicieron salir de la tierra, mal que les pesó, veníansenos cada día a las barbas y cada día teníamos refriegas con ellos, y, como no podían ganar nada con nosotros a causa de ser nuestro gobernador muy valiente, esforzado y experimentado en guerra de indios, acordaron de andarse por el monte en cuadrillas, y, como salían los españoles por leña y la cortaban en el monte, al sonido de la hacha acudían los indios y mataban los españoles y soltaban las cadenas de los indios que llevaban para traerla a cuestas y quitaban al español la corona, que era lo que ellos más preciaban, para traerla al brazo del arco con que peleaban, y, a las voces que daban y arma que decían, acudíamos luego y hallábamos hecho el mal recaudo, y así nos mataron a más de veinte soldados, y esto fue en muchas veces. Y acuérdome que un día salieron del real siete de a caballo a ranchear, que es buscar alguna comida y matar algún perrillo para comer, que en aquella tierra usábamos todos y nos teníamos por dichosos el día que nos cabía parte de alguno y aún no había faisanes que mejor nos supiesen, y andando buscando estas cosas toparon con cinco indios, los cuales los aguardaron con sus arcos y flechas e hicieron una raya en la tierra y les dijeron que no pasasen de allí porque morirían todos.

Y los españoles, como no saben de burlas, arremetieron con ellos, y los indios desembrazaron sus arcos y mataron dos caballos e hirieron otros dos y a un español hirieron malamente; y los españoles mataron uno de los indios y los demás escaparon por sus pies, porque verdaderamente son muy ligeros y no les estorban los aderezos de las ropas, antes les ayuda mucho el andar desnudos." Hasta aquí es de Alonso de Carmona. Sin la vigilancia contra los desmandados, la tenían también contra todo el ejército, inquietándolo con armas y rebatos que de día y de noche le daban, sin querer presentar batalla de gente junta en escuadrón formado sino con asechanzas, escondiéndose en las matas y montecillos por pequeños que fuesen y, donde menos se pensaba que pudiesen estar, de allí salían como salteadores a hacer el daño que podían. Y esto baste cuanto a la valentía y ferocidad de los naturales de la provincia de Apalache. De cuya fertilidad también hemos dicho que es mucha, porque es abundante de zara o maíz y otras muchas semillas de frisoles y calabaza (que en lengua del Perú llaman zapallu), y otras legumbres de diversas especies, sin las frutas que hallaron de las de España, como son ciruelas de todas maneras, nueces de tres suertes, que la una de ellas es toda aceite, bellota de encina y de roble en tanta cantidad que se queda caída a los pies de los árboles de un año para otro porque, como estos indios no tienen ganado manso que la coma, ni ellos la han menester, la dejan perder.

En conclusión, para que se vea la abundancia y fertilidad de la provincia de Apalache, decimos que todo el ejército de los españoles con los indios que llevaban de servicio, que por todos eran más de mil y quinientas personas y más de trescientos caballos, en cinco meses, y más, que estuvieron invernando en este alojamiento, se sustentaron con la comida que al principio recogieron, y, cuando la habían menester, la hallaban en los pueblos pequeños de la comarca en tanta cantidad que nunca se alejaron legua y media del pueblo principal para la traer. Sin esta fertilidad de la cosecha tiene la tierra muy buena disposición para criarse en ella toda suerte de ganados, porque tiene buenos montes y dehesas con buenas aguas, ciénagas y lagunas con mucha juncia y anea para ganado prieto que se cría muy bien con ella y comiéndola no han menester grano. Y esto baste para la relación de lo que hay en esta provincia y de sus buenas partes, que una de ellas es poderse criar en ella mucha seda por la abundancia que tiene de morales; tiene también mucho pescado y bueno. FIN DEL LIBRO SEGUNDO

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