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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO XXV Partida. --Llegada a Mérida. --Conocidos antiguos. --Jirafas. --Aspecto del horizonte político. --La gran cuestión de la revolución aún no decidida. --Nombramiento de diputados al Congreso Mexicano. --Ultimatum del general Santa Anna. --Discusiones. --Triste condición del Estado. --Causa de las convulsiones intestinas en las repúblicas hispanoamericanas. --Derechos del Estado. --Preparativos de partida. --Invasión de Yucatán. --Despedida de los amigos. --Embarque para La Habana. --Llegada a dicha ciudad. --Paseo. --La tumba de Cristóbal Colón. --Vuelta a la patria. --Conclusión de esta obra A las dos de la tarde montamos a caballo para irnos a Mérida, que distaba nueve leguas,y a donde no pensábamos llegar sino venida la noche, porque con nuestro triste pergeño después de tan largo viaje no teníamos deseo ninguno de hacer allí nuestra aparición a la luz del día; pero, avanzando sin calcular el paso de nuestros caballos, nos encontramos de improviso en los suburbios de la capital en aquella hora infortunada en que el excesivo calor obliga a los habitantes vestidos competentemente a sentarse a la puerta de la calle y a lo largo de las aceras para hablar de las noticias del día, y que por fuerza se habían de animar al ver un espectáculo tan singular como el que presentábamos en aquel lance. Dirigimos nuestra marcha por toda la prolongada extensión de la calle principal, arrojando el guante entre la larga hilera de ojos que nos contemplaba, sabedores como lo éramos de que ninguno de ellos miraba nuestra entrada como triunfal.

Al aproximarnos a la plaza mayor, un antiguo conocido nos saludó y acompañó a la casa de diligencias, establecimiento nuevo, que se había montado durante nuestra ausencia de la capital, y que se hallaba situado frente al convento de monjas en una de las más bellas y espaciosas casas de la ciudad, igual a un buen hotel de Italia. Al punto se nos dieron las mejores habitaciones y nos sentamos a la mesa a tomar té de China, que nosotros llamamos té simplemente, y pan francés, esto es, pan sin endulzar. Después de nuestro áspero viaje por los ranchos de los indios y por haciendas miserables, y enfermos frecuentemente, habíamos regresado a Mérida, logrando nuestro objeto más allá de lo que podía esperarse. Nuestra ruda tarea estaba concluida, y nuestra satisfacción apenas pudiera describirse. Mientras nos hallábamos alrededor de la mesa, escuchamos el agudo sonido de la campana del portero, seguido de la carrera precipitada del hostelero y sirvientes por los corredores, gritando todos "la diligencia, la diligencia", y en el momento escuchábamos el galope y relincho de los caballos que introducían en el patio el coche de posta, que venía de Campeche. Subieron los pasajeros, entre quienes con grande y viva satisfacción hallamos a nuestro amigo antiguo Mr. Fisher, aquel cosmopolita cuyas postreras huellas habíamos visto en la desolada isla de Cozumel. Otro pasajero, cuya voz había escuchado en el patio hablando inglés en medio de una confusa marcha de gentes que hablaban español y lengua maya, como si hablase solo consigo mismo, siéndole indiferente ser o no entendido, inmediatamente se me acercó como un conocido antiguo, diciéndome que yo había sido la causa de que viniese a Yucatán, y que me cobraría daños y perjuicios si salía mal de su empresa; pero en el instante comprendía que nada había que temer de aquella amenaza.

Mr. Clayton había causado ya acaso mayor sensación en el país, que ninguno otro de los extranjeros que lo habían visitado; había dominado completamente los sentimientos del pueblo de una manera tal, que ningún explorador podría disputarle, y se conservará la memoria de él mucho después de que nosotros hayamos sido olvidados. Mr. Clayton había llevado de los Estados Unidos una compañía entera de circo, con caballos manchados y un teatro portátil, conteniendo asientos para mil personas, picadores, payasos y monos, todo junto y reunido. Jamás se había visto en el país una cosa semejante, y con su presencia se eclipsaron nuestro daguerrotipo y nuestras prodigiosas curaciones de bizcos. En Campeche había conmovido a todos, y dejando allí a su compañía para explorar aquella excitación general y recoger los pesos, había ido a Mérida para hacer sus preparativos y arreglos. Y por cierto, que no era ésta la primera empresa en que se había metido Mr. Clayton. Él fue el primero que desde el cabo de Buena Esperanza introdujo las jirafas en los Estados Unidos; y los relatos de su incursión a mil quinientas millas al interior del Africa, de sus aventuras entre los cafres, de sus cacerías de leones, de su viva excitación cuando montado en un ligerísimo caballo derribó y aseguró su primera jirafa; todos esos relatos, decía yo, convertían nuestra exploración de las ruinas en un negocio verdaderamente cómodo y pacífico. Mr. Clayton llegó al Cabo con cuatro jirafas; pero dos de ellas murieron luego, y con las otras dos se embarcó para Nueva York, en donde contaba entregarlas a las partes interesadas; pero, por el gran cuidado que demandaba su conducción y manejo, le fue indispensable viajar con ellas, mientras se exhibían.

En uno de los estados del Oeste se encontró con una compañía ambulante de circo, que tomó empeño en seguir la misma línea de viaje para suscitar oposición. Las jirafas eran conmoventes, más importantes que los caballos, y se le hizo proposición de unir ambas compañías, haciéndosele el director de ambas, y la aceptó. Después compró todos los caballos, y se encontró de director de una compañía de circo ecuestre, con la cual atravesó todos los Estados Unidos; pero en el Canadá se le murió la última jirafa, y se quedó con una porción de caballos y una compañía de circo entre manos. Volvió a Nueva York, fletó un bergantín, y después de tocar y hacer exhibiciones en varias de las Islas Bermudas, se dirigió a Campeche, en donde fue recibido con tal entusiasmo, que, entre los beneficios que un especulador puede hacer a la humanidad, coloco yo como uno de los más importantes el de introducir en Yucatán una compañía de circo y equitación, persuadido de que éste puede ser el primer paso para que desaparezca de una vez el gusto popular de las luchas de toros. A la mañana siguiente anunciamos la venta de nuestros caballos y equipos, y salimos a visitar a nuestros amigos. Grandes cambios habían tenido lugar desde nuestra partida. En el exterior, el horizonte político aparecía tempestuoso. Se tenía noticia de muchas dificultades, de complicadas e inciertas negociaciones, y se temía una ruptura entre nuestro país y la Inglaterra. Sabíase igualmente el mal éxito de la expedición de Santa Fe, la captura y prisión de los ciudadanos americanos, y que Tejas y todo el valle de Mississippi estaban en armas para llevar la guerra a México.

También sobre Yucatán se levantaba una nube negra. El gobernador había perdido su popularidad. Todavía no estaba decidida la gran cuestión que abrió la revolución dos años antes. La independencia aún no se había declarado; por el contrario, durante nuestra ausencia había llegado de México un comisionado y negoció un convenio, sujeto a la ratificación del Gobierno Mexicano, para la reincorporación de Yucatán al resto de la república. Entre tanto, los electores habían sido invitados para nombrar diputados al Congreso Mexicano, como si el tratado hubiese sido aprobado; y al mismo tiempo se convocó la Legislatura a sesiones extraordinarias para que en caso de ser rechazado el convenio preparase los medios de resistencia contra una invasión. Las dos cámaras legislativas estaban reunidas entonces. Tres días después de nuestro regreso llegó a Sisal un buque trayendo a bordo un comisionado especial, portador del ultimatum de Santa Anna. Detúvosele un día en el puerto mientras el gobierno resolvía sobre la conveniencia de dejarle visitar la capital. Preparósele alojamiento en nuestro hotel; pero el Secretario de la Guerra le llevó a su casa so pretexto de librarlo de algún insulto o violencia del populacho, al cual se representaba como altamente excitado contra México, pero en realidad para evitar que se pusiese en comunicación con los partidarios de la reunión. Grandes disensiones habían estallado. La revolución había sido casi unánime, pero dos años de una casi independencia habían producido grandes cambios en el sentimiento público.

Los ricos se quejaban de los gastos ilegales, los comerciantes de haberse interrumpido su comercio con la clausura de los puertos mexicanos; y mientras que muchos preguntaban qué se había ganado en la separación, un fuerte partido independiente aparecía más ruidoso que nunca para romper el último eslabón que los unía a México. Yo estaba en el Senado cuando se leyó el ultimatum de Santa Anna. Una sonrisa de desprecio se dejó ver en los semblantes de los senadores, y sin embargo de que era patente que aquellos términos no se aceptarían, ni uno solo se levantó para pedir la declaración de la independencia; pero en las galerías se hizo la amenaza de proclamarla viva voce en la plaza y a la boca de los cañones el domingo inmediato. La situación del Estado era en extremo lamentable; aquello era un triste comentario sobre el gobierno republicano, y su carácter más melancólico era que esa situación no dimanaba de las masas ignorantes y sin educación. Los indios todos estaban tranquilos y, aunque condenados a pelear en los campos de batalla, nada sabían en lo relativo a las cuestiones que envolvería esa lucha. Yo estoy firmemente convencido de que las continuas y constantes convulsiones de las repúblicas hispano-américas, más que de otra causa, provienen de no ser reconocido o de ser violado aquel gran principio salvador que nosotros llamamos derechos de un Estado. El gobierno general propende constantemente a dominar sobre los Estados. Alejado por su posición, ignorante de las necesidades del pueblo, y poco mirado en acatar sus sentimientos, envía desde la capital comandantes militares, los coloca sobre las autoridades locales, y mina la fuerza del Estado agotándole sus recursos para mantener un poder fuerte y concentrado.

Tales fueron los motivos que armaron a Yucatán, y tal pudo haber sido también la condición de nuestra propia república, si no hubiese sido por la sanción del gran principio republicano de que los Estados son soberanos, y sagrados sus derechos. Mientras que las nubes iban acumulándose más y más, nosotros nos preparábamos a partir finalmente del país. Un buque estaba en Sisal próximo a hacerse a la vela; pero era un buque en el cual yo no hubiera deseado jamás volver a encontrarme a bordo, pues era aquel viejo Alejandro en que hicimos nuestro primer viaje desgraciado; pero en esta vez no había alternativa, y se nos dijo que, si perdíamos aquella oportunidad, no podía asegurarse cuándo se presentaría otra. Por indicación del gobernador dilatamos nuestra partida unos pocos días, mientras podía ponerse en comunicación con un amigo suyo de Campeche, quien deseaba ser curado por el Dr. Cabot y había estado dos meses y medio esperando nuestro regreso. Entre tanto el gobernador procuró la detención del buque. El domingo, 16 de mayo, por la mañana muy temprano enviamos al puerto nuestros equipajes, y en la tarde nos reunimos en un paseo por última vez. Todo el día habíamos estado recibiendo indicaciones de que se temía un pronunciamiento: un volcán estaba ardiendo; pero había la misma alegría, contento y belleza que antes, produciendo en nuestro espíritu la más placentera impresión, haciéndonos esperar que estas escenas durarían mucho y, sobre todo, que jamás se transformarían en escenas de sangre.

Pero, ¡ay! Antes de que estas páginas estuviesen concluidas, aquel país que habíamos contemplado como una pintura pacífica y en que habíamos encontrado tanta bondad ha sido destrozado por disensiones intestinas; el estruendo de la guerra civil se ha escuchado en sus llanuras; y un ejército hostil y exasperado ha puesto el pie sobre sus playas. Por la tarde nos dirigimos a la casa de doña Joaquina Cano para despedirnos de nuestros primeros, últimos y mejores amigos de Mérida, y a las diez de la noche salimos para Sisal. El martes 18 nos embarcamos para La Habana. El viejo Alejandro había sido mejorado en su velamen, pero no en sus comodidades. En efecto, éstas no podían ser peores, porque teniendo a bordo 11 pasajeros, entre los cuales había tres mujeres y dos chiquillos, todo anunciaba que nuestro viaje sería tan molesto y largo como el de marras; pero el capitán, uno de los que quedaron vivos en la batalla de Trafalgar, era el mismo excelente camarada de siempre. El día 2 de junio anclamos bajo el Castillo del Morro. Antes de obtener permiso de ir a tierra entró una barca, que al punto reconocimos como americana; y habiendo desembarcado, se nos dijo que era la Anna Luisa, capitán Clifford, perteneciente a la línea de paquetes de Veracruz, que venía a hacer aguada, y que el día siguiente daría la vela para Nueva York. La fiebre amarilla había comenzado ya sus estragos, ningún otro buque listo había en el puerto y estábamos determinados, si era posible, a trasladarnos a bordo; pero hubo una dificultad, que al principio pareció insuperable.

Según las reglas del puerto, los equipajes debían trasladarse a la aduana con un manifiesto circunstanciado de cada artículo, para ser examinados. Lo del manifiesto era absolutamente imposible, pues teníamos a bordo toda la variada colección que habíamos hecho en nuestro viaje sin llevar cuenta de los pormenores. Mas por la activa bondad de Mr. Calhoun, nuestro último cónsul, y por la cortesía de su excelencia el gobernador, obtuvimos un permiso especial para transbordar sin inspección todos nuestros efectos. El día siguiente lo ocupamos en los detalles de este negocio; y por la tarde nos dirigimos a un paseo, cuyo aspecto y estilo nos hizo olvidar por el momento la simple exhibición de Mérida. Ya de noche, a la luz de una sola bujía y con la cabeza descubierta estuvimos ante la losa de mármol que encierra los huesos de Cristóbal Colón. El día 4 nos embarcamos a bordo de la Anna Luisa, que estaba henchida de pasajeros, de españoles principalmente, que salían huyendo de las convulsiones de México; pero el capitán Clifford nos proporcionó mayor comodidad que la de costumbre, y encontramos a bordo todas las ventajas y conveniencias de los paquetes atlánticos. El día 17 llegamos a Nueva York. El lector y yo debemos separarnos otra vez, y, al expresar que nada hallará en estas páginas que pueda alterar la amistad que ha existido entre ambos hasta aquí, vuelvo a darle las gracias por su bondad y a despedirme de él.

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