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Datos principales


Desarrollo


Capítulo XXIII Del modo que el Ynga guardaba en la guerra Por haber tratado, en el capítulo precedente, de las ordenanzas y estatutos que dejó Pachacuti Ynga a estos indios y entre ellos puesto, las que en la guerra guardaban, no será fuera de propósito tratar ahora del modo y traza que tenían en hacer la guerra los indios enemigos de provincias extrañas, y a los sujetos que se les revelaban y negaban el vasallaje, y cómo juntaban para este efecto los soldados señalados de las provincias, porque también en esto, como negocio tan sustancial para el gobierno y aumento de su monarquía, tuvieron especialísimo cuidado en prevenir lo necesario, y disponerlo en tiempo para las ocasiones que se ofreciesen cuando, por insolencia o atrevimiento de sus vecinos, se les hacía algún daño o correría, talándoles las chácaras y destruyendo los sembrados, o metiéndose por fuerza en los los mojones y términos de las tierras del Ynga, o cautivándole algunos vasallos suyos. Primero usaban, aunque no siempre, prevenir al Señor o curaca que había hecho o consentido se hiciese el agravio, lo castigase y enmendase, para que así se conservase entre ellos la paz y, no lo haciendo, el Ynga llamaba a Consejo a los cuatro orejones principales de su corte y, habiendo comunicado con ellos su intención y aprobada, hacía junta de todos los capitanes que había en el Cuzco, que hubiesen seguido las guerras y conquistas, y mandaba le llamasen el capitán general, o su teniente, que asistían en la frontera donde pensaba mover la guerra.

Con él venían algunos capitanes y hombres prácticos que sabían los secretos de la provincia, los fuertes, ríos, cerros, valles, entradas y salidas de los bosques, y las manidas y asientos donde los enemigos se podían fortalecer y amparar, y ocultarse para emboscadas, y tuviesen noticia de los mantenimientos y lugares donde los había juntos. A estos capitanes les proponía lo que pensaba hacer para que, conforme a ello, le diesen consejo, y como se podría hacer la guerra más seguramente y concluirse más presto, y lo que era necesario para ello. Estos capitanes lo conferían entre sí y, habido acuerdo, cada uno daba su parecer y decía el modo que se había de guardar. De todo lo que le aconsejaban sacaba lo que mejor y más conveniente se juzgaba, y daba por sus quipos la orden que en todo se había de tener en el empezar la guerra, y proseguirla y acabarla, y la gente que para ello se había de juntar, y las partes y lugares por donde se había de entrar, y donde se había de reparar. Hacia nombramiento de capitán general al indio de más valor y más práctico que había entre sus deudos, y le daba las insignias y con él por acompañados, que le asistiesen y aconsejasen, otros dos orejones principales, y algunas veces dábales unas andas ricas, y vestidos del Ynga, y mujer de las coyas o ñustas principales, para honrarle y animarle. Luego despachaba mensajeros a todas las provincias, de donde se había de sacar gente, a prevenirla, y a los capitanes de las provincias, que se aparejasen los soldados y los bastimentos necesarios, y las demás cosas con que acudían en tiempo de guerra.

En sabiéndose en cada provincia la determinación del Ynga, luego los gobernadores y capitanes hacían reseña de la gente que había en ella señalada para la guerra, y miraban las armas que tenía cada uno, conforme a lo que se había inclinado y ejercitado desde niño, y si alguno estaba falto de armas, lo castigaban con gran rigor; y de toda la gente de milicia escogían los más valientes y de mejor disposición, y más sufridores de trabajos, y que se hubiesen hallado en otras guerras y, con ellos, mezclaban algunos bisoños y soldados nuevos, para que se empezasen a hacer a las armas, como dicen. Visto el número que de la provincia salía, les señalaban indios mancebetes de diez y ocho a veinte y cinco años, que fuesen con ellos y les ayudasen a llevar los mantenimientos y comidas y vestidos y el bagaje, que acá decimos. Dábanles ojotas y otras cosas que habían menester y, con una increíble brevedad, los despachaban tan presto, que aun no se había ordenado, cuando estaba puesto en ejecución y, así, en brevísimo tiempo se juntaban numerosísimos ejércitos. Los capitanes tenían sus banderas y, en ellas, las señales por donde eran conocidos diferentes, y cuando entraban en la batalla era la primera y más notable la del capitán general, y la más preferida en todas las ocasiones de guerra. No daba el Ynga sueldo ni paga a los soldados, porque jamás la usó, ni ellos tuvieron moneda jamás, sino exentábalos y dábales muchos privilegios, sin estar obligados a acudir a servicios personales en parte ninguna, ni a labor de puentes, caminos ni minas y, al tiempo que iban a las guerras, señalábales el mantenimiento ordinario, y dábales vestidos muy cumplidamente.

Acabada la conquista hacíales mil mercedes y honrábalos, dándoles las mujeres que ellos querían y mostraban, y con esto acudían con grandísima puntualidad y amor a la guerra, y cada cual presumía adelantarse en ella y hacer mayores muestras de su valentía. Si se les acababan los bastimentos en cualquier lugar que llegaban, se los daban de los depósitos del Ynga, que había en toda la tierra para este efecto, y para repartir en tiempo de hambre a los pobres, y así no podían los soldados padecer necesidad alguna, sino siempre tenían lo necesario, abundantemente. Las armas que usaban los indios eran lanzas tostadas, hechas de palma, que son fuertes y ponzoñosas, arcos y flechas, dardos arrojadizos, macanas hechas de palma y hondas, champis, que tienen en la punta una como estrella de cobre fortísima, y rodelas y también morriones tejidos, que eran muy ricos y defendían un golpe de espada. Para tocar alarma usaban de unos atambores a modo de atabales, y los palotes eran hechos de plata y los remates, con que herían, redondos. Tenían unos caracoles que suenan mucho, y los hacían retumbar y con cabazos grandes y de caracoles y ostiones, y aun flautas de huesos de venados. Al pelear se embijaban, para parecer más fieros y terribles a los contrarios. Al tiempo que se había de dar la batalla, el capitán general ordenaba los escuadrones, conforme a la disposición de la tierra, unas veces poniendo los de lanza juntos y los honderos aparte, y cada género de armas diferentemente; otras veces los mezclaban unos con otros, como pedía la ocasión y los enemigos con quien peleaban, y ya que estaban a punto, el general les hacía una plática poniéndoles delante las victorias habidas y lo mucho que enojarían al Ynga si no venciesen, y el premio que esperaban y la honra y despojos que alcanzarían venciendo.

Luego, con los instrumentos que tenían, hacían la señal de arremeter al primer escuadrón, lo cual ellos al instante ejecutaban, con un alarido y estruendo terrible, con que hundían el mundo. Si el lugar donde se peleaba era capaz, embestían siempre todos juntos, dejando siempre un escuadrón de socorro, y si no poco a poco. Si la batalla se vencía, gozaban los despojos como podían, sin que a nadie se quitase nada de lo que ganaba de vestidos y armas, sólo los cautivos se reservaban para el triunfo y lo que el Ynga ordenase, el cual, sabida la victoria, enviaba grandes regalos de vestidos, andas y mujeres al general y a los que con él se habían señalado. Si se perdía y era por culpa del general, removíale del oficio y enviaba otro, o si no iba él en persona. Cuando el Ynga salía personalmente a la guerra, entonces se hacía llamamiento general de todas las provincias y nadie se quedaba, ni rehusaba el ir con él. Dejaba en el Cuzco señalado gobernador, que siempre era hermano suyo, o muy cercano pariente, y continuaba la guerra sin descansar, hasta conquistar la provincia, y concluido sacaba la gente más dispuesta, y de mejor talle, para el Triunfo, llevábase el señor o capitán de la provincia conquistada. Dejaba sus guarniciones bastantes y sacaba gran parte de la gente vencida, y trasplantábala a otras provincias apartadas, y de semejante temple y calidad, para que mejor se conservasen y multiplicasen, y allí les daba tierras abundantemente con que viviesen. El Ynga volvíase al Cuzco con la mayor parte de su ejército, y entraba triunfando, por el modo y orden que dijimos en la vida de Huascar Ynga, cuando metieron el cuerpo de Huaina Capac, su padre, que vino de Quito, que fue el más famoso y solemne triunfo que hasta allí había habido. Solía el Ynga, cuando enviaba a la guerra o iba él en persona, llevar la imagen del Sol y del trueno, y otras estatuas e ídolos, como para su defensa y amparo, y con ellas deshacer la fuerza de las huacas e ídolos de sus enemigos, y arruinarlas y destruirlas, como vimos que Huaina Capac llevó la figura del Sol y otras en su vida, cuando fue a la conquista de Tomebamba y Cayampis.

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