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Desarrollo


CAPITULO XVIII Que trata del modo que tenían de enterrar a los muertos, y de otras ceremonias Habiendo tratado de estas costumbres, trataremos del modo de sus entierros. Cuando algún cacique o señor moría, le ponían en sus andas asentado y muy ataviado y el rostro descubierto con sus orejeras y bezotes de oro, plata o de esmeraldas o de otro género de piedras preciosas, y muy compuesto y afeitado, sus cabellos muy puestos en orden, como si fuese vivo. Y si era rey lo mismo, excepto que le ponían la corona real, a manera de mitra. Y por este orden le llevaban en unas andas de mucha riqueza y plumería y, llevándolo en sus hombros los más principales de la República, lo llevaban hasta una gran foguera que estaba hecha, acompañado de sus hijos y mujer, lamentando su fin y acabamiento, e iban otros pregoneros de la República pregonando sus grandes hechos y hazañas, trayendo a la memoria sus grandes trofeos, Allí, públicamente, le echaban en la foguera y con él se arrojaban sus criados y criadas y los que le querían seguir y acompañar hasta la muerte. Allí llevaban grandes comidas y bebidas para el pasaje de la otra vida de descansos. Después de quemado, recogían sus cenizas y las guardaban amasadas con sangre humana y les hacían estatuas e imágenes para memoria y recordación de quien fue. Otros, aunque eran señores, eran llevados con la misma solemnidad y pompa, y no los quemaban, sino que los enterraban en bóvedas y sepulturas que les hacían. Allí, se enterraban vivas con ellos doncellas y criados, enanos y corcovados, y otras cosas que el tal señor mucho amaba y con muchedumbre de matalotaje y comida para aquella jornada que se hacía para la otra vida.

Este error usaban pobres y ricos y cada uno se enterraba según su cualidad. Después de este entierro iban a la casa del difunto, en la cual hacían grandes fiestas y comidas muy espléndidas, y grandes bailes y cantares, y gastaban sus haciendas después de muertos en veinte o treinta días en comidas y bebidas, cuya costumbre en muchas partes de esta tierra ha quedado muy arraigada. Lo mismo se hace en los casamientos, pues gastan todas las parentelas cuanto tienen en esta forma: que cuando se celebraba un casamiento, de parte del desposado toda su parentela ofrecía (cada uno lo que tenía) para ajuar y casamiento para la desposada: joyas oro o plata, esclavos y esclavas, hilo y algodón, cacao, cofres de madera y de diferentes cosas, esteras según su usanza; de parte de la desposada ofrecían ropas muy ricas labradas, mantas para el desposado, esclavos y mucha plumería. Por manera que con estos presentes había que gastar grandes tiempos y, después de esto, daban grandes y muy espléndidas y suntuosas comidas y bebidas de grandes diversidades de extrañezas, de aves, venados y otras cazas de montería, que sería detenernos mucho tratar de estas menudencias. Duraban estas fiestas muchos días en juegos, bailes y pasatiempos, según la calidad de las personas que se casaban y contraían estos matrimonios. Estos mismos ritos tenían cuando paría una mujer de alguna persona grave y de cuenta, pues que ansí como se sabía haber parido, a la hora venían todas las parentelas de la una parte y otra y todos traían presentes de ropa, de aves, de cualquiera cosa que tenían.

Si era varón el recién nacido, entraba el saludador y decíale que fuese bien nacido y venido al mundo a padecer trabajos y adversidades, y ahí le traía a la memoria los hechos de sus antepasados y decíale que recibiese aquel mísero presente para se criase y holgase en su infancia, y a este tiempo le ofrecía de las cosas que le traía. Acabado esto, respondíale un viejo, que para esto estaba dedicado, dándole las gracias de todo. Luego, lo llevaban a su asiento. Allí, le daban de comer y beber y a toda la parentela que había traído, que para todos había, y en esto se tenía particular cuenta. Duraba esta ceremonia más de cuarenta o cincuenta días hasta que la parida se levantaba. Lo mismo hacían con las hijas hembras, aunque con más solemnidad se celebraba el nacimiento de los hijos. El padre del que nacía era obligado a hacer saber a sus amigos cómo le había nacido un hijo o hija, y a los que no les avisaban, pariente o amigo, no acudían a la visita ni a la fiesta, y se tenían por afrentados y se corrían de ello. Este mismo rito se tenía cuando uno acababa de labrar una casa y nuevamente se entraba a vivir en ella, porque decían que cuando se entraba a habitar en las casas recién acabadas, si antes no las encomendaban al dios de las casas, que gozaban poco de ellas los que las habitaban y que se morían. Por este respeto, al tiempo que las acababan y queriéndolas habitar, aquel día hacían grandes bailes y banquetes y convidaban gran copia de gentes conforme a la calidad de la persona que hacía la fiesta.

Por esta orden se guardaba este rito desde el mayor hasta el menor y duraban las fiestas siete u ocho días. Este mismo modo de engaño tenían cuando nuevamente probaban los nuevos vinos. Antes que los dueños usasen de ellos convidaban gran muchedumbre de gentes a ello, porque el Dios Baco no les fuese contrario y que en sus borracheras les favoreciese en que no les sucediesen algunos desastres. Con estos engaños servían al demonio a banderas desplegadas, diciendo que con hacer esto los dioses habrían piedad de ellos en todas las cosas que se hacían y obraban en la tierra; que ellos no habían de ser guiados por su voluntad, sin primero invocar a los dioses de cada cosa, porque no se haría nada sin voluntad de ellos, y ellos, como dioses y señores supremos, habían de enviar a la tierra lo que les fuese conveniente para los hombres del mundo y a las cosas en ella creadas. Entendieron que no había sido creado el mundo, sino que acaso ello se estaba hecho y llamaban al dios del mundo y de la tierra, Tlaltecuhtli. Lo mismo tuvieron que los cielos no fueron creados, sino que eran sin principio. No tuvieron conocimiento de los cuatro elementos ni de los movimientos celestes. Cargábanse los naturales como bestias. Y esta costumbre de cargarse fue muy antigua y servían personalmente a sus mayores sin paga ninguna y sin más interés que los tuviesen debajo de su amparo. Ya dejamos tratado cómo antes que gozasen de los frutos pagaban primicia de ellos a los templos, de lo cual comían los templarios y de ello se sustentaban.

En las ceremonias, ritos y supersticiones que hacían en las cazas generales de los tiempos del estío del año, y aún disimuladamente las hacen el día de hoy los otomíes, era en esta manera: cuando hacen grandes secas y esterilidad en la tierra, hacen llamamiento general en algunos montes conocidos para un día señalado y reunen muchedumbre de gentes para cazar que llevan muchos arcos, flechas, redes y otros instrumentos de caza, para lo cual se juntaban dos o tres mil indios, e iban por su orden echando sus redes y cercos hasta que topaban con la caza de venados o jabalíes u otro cualquier género de animal indoméstico y, alcanzado, con gran ceremonia y solemnidad le sacaban el corazón y luego la panza, y si en ella le hallaban yerbas verdes o algún grano de maíz o frijol nacido dentro del buche (porque el demonio siempre lo procuraba, para hacerse adorar de estas gentes por estas apariencias), decían que aquel año había de ser abundantísimo de panes y que no habría hambre y si le hallaban el vientre con yerbas secas, decían que era señal de mal año y de hambre y se volvían tristes y sin ningún contento. Si era de yerbas verdes hacían grande alegría, y bailes y otros regocijos, y de esta manera prosiguen sus cazas generales. Tienen todavía estas costumbres de supersticiones, que aún no se les acaba de desarraigar. Tornando a tratar del demonio y de la manera que lo veían, diremos que no lo veían visiblemente, sino por voz o porque en algún oráculo respondían.

Algunos le veían transformado en león o tigre, o en otro cuerpo fantástico. Era tan conocido entre estos miserables que luego sabían cuando hablaba con ellos. Ansimismo, conocíanle porque se mostraba en cuerpo fantástico, sin tener sombras, sin chocozuelas en las coyunturas, sin cejas y sin pestañas, los ojos redondos sin niñas o niñetas y sin blancos. Todas estas señales tenían para conocerle aquellos a quienes se revelaba, mostraba y aparecía. Trataremos ahora de una hermafrodita que tuvo dos sexos y lo que de este caso acaeció. Fue que como los caciques tenían muchas mujeres, aficionóse un hijo de Xicotencatl de una mozuela de bajos padres, que le pareció bien, la cual pidió se la diesen sus padres por mujer, que ansí se acostumbraba, aunque fuesen para sus mancebas. La cual fue traída, que era hermosa y de buena disposición, y puesta entre sus mujeres y encerrada entre las demás. Y habiendo mucho tiempo que en esta reputación estaba con él, tratando y conversando con las otras mujeres, sus compañeras, comenzó a enamorarse de ellas y a usar del sexo varonil en tanta manera que, con el mucho ejercicio, vino a empreñar más de veinte mujeres, estando ausente su señor más de un año fuera de su casa. Y como viniese y viese a sus mujeres preñadas recibió pena y gran alteración y procuró saber quién había hecho negocio de tamaño atrevimiento en su casa y, entrando las pesquisas, se vino a saber que aquella mujer compañera de ellas las había empreñado, porque era hombre y mujer.

Visto tan gran desconcierto y que la culpa no había sido sino suya, habiéndola él metido entre sus mujeres, parecióle no ser tan culpadas como si ellas le obieran procurado y ansí las reservó de que muriesen, aunque las casó y repartió, repudiándolas, que no fue poco castigo para ellas; mas al miserable hermafrodita lo mandaron sacar al público en un sacrificadero que estaba dedicado al castigo de los malhechores, manifestando la gran traición que había cometido contra su señor amo y marido. Y ansí, vivo y desnudo en vivas carnes, le abrieron el costado siniestro con un pedernal muy agudo y, herido y abierto, le soltaron para que fuese donde quisiese y su ventura le guiase. De esta manera se fue huyendo y desangrando por las calles y caminos, y los muchachos le fueron corriendo y apedreando más de un cuarto de legua hasta que el desventurado cayó muerto y las aves del cielo le comieron. Este fue el castigo que se le dió, y ansí, después andaba el refrán entre los principales señores: "Guardaos del que empreñó las mujeres de Xicotencatl y mirad por vuestras mujeres; si usan de los dos sexos, guardaos de ellas no os empreñen".

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