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Desarrollo


CAPÍTULO XVIII Cómo los españoles fueron a México y de la buena acogida que aquella insigne ciudad les hizo El corregidor de Pánuco, viendo tanta discordia entre nuestros españoles y que de día en día iba creciendo sin poderla remediar, dio cuenta de ello al visorrey don Antonio de Mendoza, el cual mandó que con brevedad los enviase a México en cuadrillas de diez en diez y de veinte en veinte, advirtiendo que los que fuesen en una cuadrilla fuesen todos de un bando, y no contrarios, porque no se matasen por el camino. Con esta orden y mandato salieron de Pánuco al fin de los veinte y cinco días que habían entrado en ella. Por los caminos salían a verlos así castellanos como indios en grandísimo concurso y se admiraban de ver españoles a pie, vestidos de pieles de animales y descalzos en piernas, porque los mejor librados de ellos habían medrado poco más que los alpargates que les dieron en limosna. Espantábanse de verlos tan negros y desfigurados, y decían que bien mostraban en su aspecto los trabajos, hambre, miserias y persecuciones que habían padecido. Las cuales cosas ya la fama, haciendo su oficio, con grandes voces las había pregonado por todo el reino, por lo cual indios y españoles, con mucho amor y grandes caricias, los hospedaban, servían y regalaban por el camino hasta que en sus cuadrillas, como iban, entraron en la famosísima ciudad de México, la que por sus grandezas y excelencias tiene hoy el nombre y monarquía de ser la mejor de todas las del mundo.

En ella fueron recibidos y hospedados así del visorrey como de los demás vecinos, caballeros y hombres ricos de la ciudad, con tanto aplauso que los llevaban de cinco en cinco y de seis en seis a sus casas, a porfía unos de otros, y los regalaban como si fueran sus propios hijos. Juan Coles dice en este paso que un caballero principal vecino de México llamado Jaramillo llevó a su casa diez y ocho hombres, todos de Extremadura, y que los vistió de paño veinticuatreno de Segovia, y que a cada uno les dio cama de colchones, sábanas y frazadas y almohadas, peine y escobilla, y todo lo demás necesario para un soldado; y que toda la ciudad se doliese mucho de verlos venir vestidos de gamuzas y cueros de vaca, y que les hicieron esta honra y caridad por los muchos trabajos que supieron habían pasado en la Florida, y, por el contrario, no quisieron hacer merced alguna a los que habían ido con el capitán Juan Vázquez Coronado, vecino de México, a descubrir las siete ciudades, porque sin necesidad alguna se habían vuelto a México sin querer poblar, los cuales habían salido poco antes que los nuestros. Todas estas palabras son de la relación de Juan Coles, natural de Zafra, y con ella confirma en todo la de Alonso de Carmona, y añade que entre los que llevó Jaramillo a su casa llevó un deudo suyo. Debió de ser nuestro Gonzalo Cuadrado Jaramillo. Y porque se vea cuán conformes van estos testigos de vista en muchos pasos de sus relaciones, me pareció poner aquí las palabras de Alonso de Carmona, como he puesto las de Juan Coles, que son éstas: "Ya tengo dicho que salimos de Pánuco en camaradas de a quince y de a veinte soldados, y así entramos en la gran ciudad de México.

Y no entramos en un día sino en cuatro, porque entraba cada camarada de por sí. Y fue tanta la caridad que en aquella ciudad nos hicieron, que no lo sabré aquí explicar, porque, en entrando que entraba la camarada de los soldados, salían luego aquellos vecinos a la plaza, y el que más aína llegaba lo tenía a gran dicha, porque todos querían hacer el uno más que el otro, y así los llevaban a su casa y les daban a cada uno su cama y luego mandaban traer el paño que les bastase para vestirlos de veinticuatreno negro de Segovia, y los vestían, y les daban todo lo demás necesario, que eran camisas dobladas, jubones, gorras, sombreros, cuchillos, tijeras, paños de tocar y bonetes, hasta peines con que se peinasen. Y después de haberles vestido, los sacaban consigo un domingo a misa y, después de haber comido con ellos, les decían: "Hermanos, la tierra es larga, donde podréis aprovecharos. Cada uno busque su remedio." Estaba allí un vecino extremeño que se llamaba Jaramillo. Este salió a la plaza y halló una camarada de veinte soldados, y en ellos venía un deudo suyo, y lo hizo con todos muy bien, que ninguno le hizo ventaja. Todos los de mi camarada determinamos de ir a besar las manos al visorrey don Antonio de Mendoza y, aunque otros vecinos nos llevaban a sus casas, no quisimos ir con ellos. El cual, después de haberle besado las manos, mandó que nos diesen de comer, y nos aposentaron en una sala grande, y a cada uno dieron su cama de colchones, sábanas, almohadas y frazadas, y todo esto nuevo.

Y mandó que no saliésemos de allí hasta que nos vistiesen y, después de vestidos, le besamos las manos y salimos de su casa agradeciéndole la merced y caridad que nos había hecho. Y nos fuimos todos al Perú, no tanto por sus riquezas como por alteraciones que en él había, cuando Gonzalo Pizarro empezó a hacerse gobernador y señor de la tierra." Con esto acabó Alonso de Carmona la relación de su peregrinación, y todas éstas son palabras suyas sacadas a la letra. El visorrey, como tan buen príncipe, a todos los nuestros que iban a comer a su mesa los asentaba con mucho amor sin hacer diferencia alguna del capitán al soldado, ni del caballero al que no lo era, porque decía que, pues todos habían sido iguales en las hazañas y trabajos, también lo debían ser en la poca honra que él les hacía. Y no solamente los honró en su mesa y en su casa, mas por toda la ciudad mandó apregonar que ninguna otra justicia, sino él, conociese de los casos que entre los nuestros acaeciesen. Y esto hizo, además de quererlos honrar y favorecer, porque supo que un alcalde ordinario había preso y puesto en la cárcel pública a dos soldados de la Florida que se habían acuchillado por las pendencias que entre todos ellos en Pánuco nacieron. Las cuales se volvieron a encender en México con mayores humos y fuegos de ira y rencor por la mucha estima que vieron hacer a los caballeros y hombres principales y ricos de aquella ciudad de las cosas que de la Florida sacaron, como eran las gamuzas finas de todas colores, porque es verdad que, luego que las vieron, hicieron de ellas calzas y jubones muy galanos.

Asimismo estimaron en mucho las pocas perlas y algunas sartas de aljófar que habían traído, porque eran de mucho precio y valor. Mas cuando vieron las mantas de martas y de las otras pellejinas que los nuestros llevaron, las estimaron sobre todo, y, aunque por haber servido de colchones y frazadas, a falta de otra ropa, estaban resinosas y llenas de la brea de los navíos y sucias del polvo y lodo que habían recibido de que las habían hollado y arrastrado por el suelo, las hicieron lavar y limpiar porque eran en extremos buenas, y con ellas aforraban el mejor vestido que tenían y las sacaban a plaza por gala y presea muy rica. Y el que no podía alcanzar aforro entero de capa o sayo se contentaba con un collar de martas o de otra pellejina, la cual traía descubierta con la lechuguilla de la camisa por cosa de mucho valor y estima. Todo lo cual era para los nuestros causa de mayor desesperación, dolor y rabia, viendo que hombres tan principales y ricos hiciesen tanto caudal de lo que ellos habían menospreciado. Acordábaseles que sin consideración alguna hubiesen desamparado tierras que tanto trabajo les había costado el descubrirlas y donde en tanta abundancia había aquellas cosas y otras tan buenas. Traían a la memoria las palabras que el gobernador Hernando de Soto les dijo en Quiguate acerca del motín que en Mauvila se había tratado de irse a México desamparando la Florida, que, entre otras, les dijo: "¿A qué queréis ir a México? ¿A mostrar la poquedad y vileza de vuestros ánimos que, pudiendo ser señores de un reino tan grande, donde tantas y tan hermosas provincias habéis descubierto y hollado, hubiésedes tenido por mejor (desamparándolas por vuestra pusilanimidad y cobardía) iros a posar a casa extraña y comer a mesa ajena pudiéndola tener propia para hospedar y hacer bien a otros muchos?" Las cuales palabras parece fueron pronóstico muy cierto de la pena y dolor que al presente les atormentaba, por lo cual se mataban a cuchilladas sin respeto ni memoria de la compañía y hermandad que unos con otros habían tenido.

Y en estas pendencias hubo en México también, como en Pánuco, algunos muertos y muchos heridos. El visorrey los aplacaba con toda suavidad y blandura viendo que tenían sobra de razón, y para les consolar les prometía y daba su palabra de hacer la misma conquista si ellos quisiesen volver a ella. Y es verdad que, habiendo oído las buenas calidades del reino de la Florida, deseó hacer aquella jornada, y así a muchos capitanes y soldados de los nuestros dio renta de dineros y ayudas de costa y oficios y cargos en que se entretuviesen u ocupasen entre tanto que se apercibiese la jornada. Muchos lo recibieron y muchos no quisieron por no obligarse a volver a tierra que habían aborrecido, y también porque tenían puestos los ojos en el Perú, como parece por el cuento siguiente que pasó en aquellos mismos días y fue así. Un soldado llamado Diego de Tapia, que yo después conocí en el Perú, donde en las guerras contra Gonzalo Pizarro, don Sebastián de Castilla y Francisco Hernández Girón sirvió muy bien a Su Majestad, mientras le hacían de vestir andaba por la ciudad de México vestido todo de pellejos como había salido de la Florida, y como un ciudadano rico le viese en aquel hábito y él fuese pequeño de cuerpo, pareciéndole que debía ser de los muy desechados, le dijo: "Hermano, yo tengo una estancia de ganado cerca de la ciudad, donde si queréis servirme podréis pasar la vida con quietud y reposo, y daros he salario competente." Diego de Tapia, con un semblante de león, o de oso, cuya piel por ventura traería vestida, respondió diciendo: "Yo voy ahora al Perú, donde pienso tener más de veinte estancias. Si queréis iros conmigo sirviéndome, yo os acomodaré en una de ellas de manera que volváis rico en muy breve tiempo." El ciudadano de México se retiró sin hablar más palabra, por parecerle que a pocas más no libraría bien de su demanda.

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