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Datos principales


Desarrollo


De la sepultura de los Reyes mexicanos Cuando caía enfermo el rey de México, ponían una máscara al rostro de Tetzcatlipuca o de Hotzilopuchtli o de otro dios de aquellos que eran tenidos como mayores por el consenso de todos. Y no se las quitaban hasta que sanare o muriere. Si moría, todas las provincias y los reyes sujetos al Imperio Mexicano eran notificados del acontecimiento sobre la marcha, para que derramando lágrimas y con frecuentes suspiros según era debido, celebraran la muerte del rey y atestiguaran la tristeza del ánimo por el señor difunto y lo que lo echaban de menos. Convocaban a todos los señores limítrofes, ya fueran súbditos o aliados, que dentro de cuatro días pudiesen estar presentes a las honras. Puesto el cadáver sobre una estera, gemían con dolor inmenso cuatro noches íntegras, durante las cuales lo lavaban, le cortaban el pelo, y religiosamente guardaban la guedeja porque creían que permanecía en ella vestigios del alma. Le ponían diecisiete mantas, con múltiples figuras de muchos colores, en la última de las cuales, estaba tejida la imagen de Hoitzilopochtli, Tetzcatlipoca o de otro cualquiera dios mayor, del cual hubiese sido más devoto el rey mientras vivía o en cuyo templo fuese a ser sepultado. Adaptaban máscaras preciosas por las perlas, las gemas y el oro, a las estatuas de los dioses; mataban al esclavo que tenía a su cuidado el fuego doméstico y el aplacar las imágenes domésticas con sahumerios y después el cadáver era llevado al Teuhcalli por unos que lloraban y por otros (porque tal era la costumbre) que cantaban versos en alabanza y gloria del difunto.

Los próceres, la familia del rey y los criados, llevaban en las manos escudos, flechas, cetros, banderas, y los penachos, y otras cosas con las cuales solía aumentar su estatura cuando ejecutaba los bailes sagrados o hacía la guerra, o cuando andaba por la ciudad. Todo esto para que fuese arrojado y al mismo tiempo que él convertido en cenizas en su pira. Recibía el cadáver regio el Sumo Pontífice con los sacerdotes inferiores e iba hasta la puerta del patio cantando cosas tristes, murmuraba no sé que y después ordenaba que fuera incinerado con todas las joyas que traía. Se quemaban también sus armas, dardos, plumas y las banderas que lo precedían y distinguían de los demás cuando avanzaba en la batalla. También traspasaban el cuello con una flecha al perro sobre el cual montaría durante su camino y por el cual le sería mostrada la vía. Mientras ardía la pira, se quemaba el rey y se degollaba al perro, los sacerdotes sacrificaban más o menos doscientos esclavos, cuyos corazones sacados de los pechos abiertos se echaban en la pira, pero los cuerpos se echaban en un carnero. Estos eran esclavos del rey u ofrecidos para los sacrificios de ese día por sus amigos y aliados, y eran sacrificados tanto en honor del difunto cuanto para que siguiéndolo a cualquier parte adonde fuese le sirviesen y cuidasen. Por fin, elegíanse para ese funesto y lúgubre espectáculo con todo cuidado y diligencia, jorobados, enanos, convulsos y monstruos, y no se perdonaba a las mismas mujeres en esa ocasión.

Esparcían flores sobre el cadáver del rey, ya en el palacio real o en el templo, y le ponían por delante muchos géneros de comida y bebida como si aún gozara de la vida; ofrenda que a nadie, excepto a los sacerdotes, era permitido tocar. Al día siguiente se guardaban las cenizas del rey quemado y los dientes que no había podido consumir la fuerza del fuego, con la esmeralda que llevaba en la boca, y metían todo dentro de una arca cuya faz interior causaba terror por las imágenes monstruosas, y las figuras feroces y deformes de dioses allí esculpidos. También dentro de la misma conservaban los cabellos que le habían cortado recién nacido y moribundo, y que habían guardado para este fúnebre empleo. Se cerraba aquella caja con gran cuidado y se le ponía encima una figura o estatua de madera con la cara y atavío del difunto. Duraban cuatro días los funerales, en los cuales la mujer, los hijos y los amigos del rey difunto, según la costumbre, hacían grandes ofrendas y las ponían delante de la pira apagada y de la caja y estatua. Al cuarto día sacrificaban más o menos quince esclavos, el vigésimo cinco y el sexagésimo tres. Y el último, que era el octogésimo, nueve.

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