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Datos principales


Desarrollo


En que se cuenta la venida del licenciado Alonso Pérez de Salazar, licenciado Gaspar de Peralta, doctor don Francisco Guillén Chaparro, el licenciado Juan Prieto de Orellana, segundo visitador, con lo sucedido en estos tiempos Era ya entrado el año de 1582, y dentro de pocos días, por la vía de la isla española de Santo Domingo, se tuvo aviso y pliego en que por él se supo nueva del visitador y de oidores y fiscal para la Real Audiencia, con lo cual se apagó de todo punto el fuego que andaba, y se encogieron los ánimos de los mal intencionados. Los primeros que llegaron a esta Real Audiencia, en el propio año, fueron el licenciado Alonso Pérez de Salazar, oidor más antiguo, y en su compañía vino el doctor Francisco Guillén Chaparro, que traía la plaza de fiscal, con que quedaron el oidor Pedro Zorrilla y el licenciado Orozco; con lo cual salieron a la plaza los que huían de ella, culpados y no culpados. El visitador Juan Prieto de Orellana, que vino en la mesma ocasión, no subió tan presto a este reino por tener negocio que hacer en Cartagena, tocantes a su visita. Entró en esta ciudad el propio año de 1582, y la primera visita que hizo el propio día que entró fue a la iglesia mayor, donde hizo oración, y de ella fue a las casas reales, donde estaba preso el licenciado de Monzón, y le sacó de la prisión, poniéndolo en la plaza en su libertad, del cual se despidió y se fue a la posada que le estaba aderezada. Serían las cuatro horas de la tarde, cuando Monzón salió a la plaza.

Encaminóse a hacer oración a la iglesia mayor. Fue tanta la gente que acudió a darle el parabién y abrazarle, que no le dejaban dar paso; tocaron el Ave María, y con esto tuvo lugar de irla a rezar a la iglesia. El día siguiente se soltaron todos los demás presos comprendidos en la visita, y entre ellos a Juan Roldán, que salió diciendo: "Vosotros sois güelfos y gibelinos; no más con vosotros, no a par de vosotros"; y así lo cumplió. Y con esto volvamos al licenciado Alonso Pérez de Salazar y a su gobierno, porque es de mi devoción, y a quien fui yo sirviendo hasta Castilla con deseo de seguir en ella el principio de mis nominativos. Digo, primero, que lo restante del año de 1582 y parte del de 1583, gastó el visitador Orellana en la visita del licenciado Orozco y el oidor Zorrilla, y con lo que de ella resultó en aquella ocasión los envió presos a Castilla, bajo de fianzas, a donde se presentaron en Corte; y luego fue prosiguiendo en la visita, tomándola desde donde la había dejado el licenciado Monzón, al cual también envió a España en seguimiento de sus negocios; el cual llegado a Cartagena, halló cédula de Su Majestad, en que le mandaba ir por oidor más antiguo a la Audiencia Real de Lima, para donde se partió luego dejando el viaje de España, que les estuvo muy bien a Zorrilla y Orozco, que negociaron como quisieron. Luego diré lo que le sucedió a Monzón en Lima. Mientras el visitador se ocupaba en la visita de Zorrilla y Orozco, el licenciado Alonso Pérez de Salazar se ocupaba en castigar ladrones, que había muchos con los bullicios pasados, aunque agora no faltan.

También se ocupaba en limpiar la tierra de vagamundos y gente perdida. ¡Oh si fuera agora, y qué buena cosecha cogiera! Harto mejor que nosotros la hemos tenido de trigo, por ser el año avieso, y hasta agora no he visto ninguno para holgazanes y vagamundos. ¡Quiera Dios que el gobernador que tenemos tope con ellos y resucite al licenciado Pérez de Salazar! Este oidor puso los primeros corregidores en los partidos de los pueblos de los indios; y él fue el que mandó hacer la fuente del agua que hoy está en esta plaza, para buena memoria suya. En cuanto a su justicia y no dejar delito sin castigo, fue muy puntual. Del Pirú sacó un hombre que había cometido un grave delito en ese Reino, y lo ahorcó en esta plaza. A dos hidalgos que habían bajado del Pirú, llamados X. de Bolaños y el otro Sayabedra, los mandó degollar; y fue el caso y culpa así: Salieron estos dos hombres de esta ciudad haciendo viaje a la villa de la Palma; hicieron noche en una estancia junto al pueblo de Simijaca, donde los hospedaron. El día siguiente madrugaron, y en pago del hospedaje llevóle el Sayabedra al huésped una india de su servicio. Es la ingratitud pecado luciferino, y así penan en el infierno el capitán y los soldados que la siguen, que con esto lo digo todo. La ingratitud es un viento que quema y seca para sí la fuente de la piedad y el río de la misericordia, y el arroyo y manantial de la gracia. El huésped, que se halló sin su india, salió a buscarla. Halló nueva que dos soldados se la llevaban.

Pues yéndolos siguiendo topó con un alguacil del campo, nombrado por la Real Audiencia; diole parte del caso y ofreciole satisfacer la diligencia que sobre ello hiciese; el cual fue luego tras los hombres y alcanzólos pasada la puente de Pacho, subiendo las lomas del Crama. Trató que le diesen la india, que la llevaba el Sayabedra en las ancas de su caballo; y resistiendo el darla, tuvieron palabras. Metió mano el Sayabedra a la espada y diole al alguacil una cuchillada en la cara, que le derribó todo un carrillo; de lo cual se enfadó mucho el Bolaños y trató muy mal de palabra al compañero, afeándole el un hecho y el otro, de lo cual el Sayabedra no hizo caso, sino con la china a las ancas siguió su camino. El herido y el Bolaños se quedaron solos. El alguacil le rogó que le diese unas puntadas en aquella herida, para poderse ir a curar. Hallábanse en paraje donde no había hilo ni aguja, ni con qué podello remediar. Díjole que con aquel paño de manos que le daba se apretase la herida, y que caminase hasta donse se pudiese curar. El alguacil, viendo el poco remedio que había para su cura, rogó al Bolaños que le quitase aquel pedazo que le colgaba, el cual se excusó todo lo posible. Fue tanta la importunación del herido, que sacó la daga y le cortó el pedazo que le colgaba y se lo dio, con lo cual prosiguió su viaje, apesarado del mal suceso. El alguacil se vino ante el licenciado Salazar y se querelló de entrambos dos compañeros. El oidor puso gran diligencia en prenderlos; lo cual se ejecutó y se trajeron presos a esta cárcel de Corte, a donde, substanciada la causa, los condenó a que muriesen degollados.

Cuando se pronunció esta sentencia, corría ya el año de 1584, y estaba ya en la Real Audiencia el licenciado Gaspar de Peralta, fiscal que había sido de la de Quito, que yendo a Castilla en seguimiento de su pleito sobre la muerte de Francisco Ontanera, halló cédula en Cartagena de oidor para este Nuevo Reino. Adelante diré algo de esto, por lo que aquí se supo por relación; y yo vi en verso compuesto el suceso, y de un criado del oidor me enteré mejor cómo había pasado. Muchas diligencias hicieron por librar de la muerte a los dos compañeros, y el que más apretaba en ellas era el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, el cual alcanzó el perdón de la parte, y allegó a dar, por lo que tocaba al rey, cinco mil pesos de buen oro y dos esclavos suyos para que sirviesen a Su Majestad donde mandase. Ninguna cosa de éstas bastó, porque por todas rompió el licenciado Salazar, y mandó ejecutar la sentencia. Degollaron primero al Sayabedra; doblaron luego en la iglesia mayor. Dijo el Bolaños, que le tenían vueltas las espadas al cadalso: "¡Ya es muerto mi amigo Sayabedra! Por amor de Dios, que me dejen rezar por él". Diéronle este breve espacio, y luego padeció la misma pena. Dios Nuestro Señor los haya perdonado. Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiese, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas, y lo que adelante diré en otros casos, consta por autos, a los cuales remito al lector a quien esto no satisficiere.

* * * Este año de 1584 murió aquella hermosura causadora de las revueltas pasadas y prisión del licenciado de Monzón. Díjose que fue ayudada del marido, porque habiéndola sangrado, por un achaque, saliendo la sangre de las venas estaba el marido presente, allegó a taparle la herida, diciendo: "No le saquen más sangre". En el dedo pulgar con que le detuvo la sangre se dijo que llevaba pegado el veneno con que la mató. Dios sabe la verdad, allá están todos. Nuestro Señor, por quien es, los haya perdonado. Ya dije cómo en la ciudad de Cartagena había hallado el licenciado Juan Bautista de Monzón cédula de oidor más antiguo para la Real Audiencia de la Ciudad de los Reyes, para donde se partió luego, dejando el viaje de Castilla; con lo cual el licenciado Pedro Zorrilla y el fiscal Orozco negociaron en Corte todo lo que quisieron, volviéndose a nuevas plazas. Llegado el de Monzón a su plaza, dentro de pocos días murió el presidente de ella y de la Real Audiencia, y luego tras él murió el virrey, con lo cual quedó el de Monzón por gobernador de todo el Pirú. Gozó de esto más de dos años. Envió Su Majestad presidente y virrey, el cual trajo unas nuevas cédulas que cumplir; y sobre la publicación de ellas le hacía contradicción el licenciado de Monzón, como persona que conocía muy bien la gente del Pirú, y sabían cuán mal habían de llevar el cumplimiento de aquellas nuevas cédulas y órdenes. Este celo movió al de Monzón. El virrey quiso romper por todo, de donde en un acuerdo pasaron muy adelante en razones.

Fuese el licenciado de Monzón a su casa, y conociendo que de lo sucedido en el Acuerdo no le podía venir sino daño, al punto previno el dinero que tenía y ropa necesaria para lo que sucediese. A media noche llegó la guardia del virrey con el avío necesario, y le dijeron que se fuese a embarcar. Pidió término para proveerse de bastimentos y de lo necesario. Respondiéronle que no tenía necesidad de la diligencia, porque todo estaba prevenido y embarcado, y orden para que si hubiera menester más se le diese. Visto que ya la suerte estaba echada y que era el mandato sin embargo, de réplica, mandó cargar los baúles que tenía prevenidos y fuese a embarcar. Súpose todo esto en esta ciudad, y que en el Real Consejo le dieron por muy buen juez, restituyéndole su plaza. Hallábase viejo y cansado para volver a Indias. Suplicó a Su Majestad que, considerando su edad, lo hubiese por excusado para volver a ellas, y que si en Castilla hubiese en qué servirle, lo haría. Díjose que se le había dado una honrada plaza, mas no la gozó porque murió luego. El buen gobierno del licenciado Alonso Pérez de Salazar tenía muy quieta la tierra, y por excelencia tuvo gracia en el conocimiento de los naturales de ella, que con facilidad conocía sus malicias y castigaba sus delitos. No gastaba tiempo en escribir; vocalmente hacía las averiguaciones, y en resultando culpa, caía sobre ella el castigo. Sacaban sartales de indios a pie, azotándolos por las calles, unos con las gallinas colgadas al pescuezo, otros con las mazorcas de maíz, otros con los naipes, paletas y bolas, por vagamundos, en fin, cada uno con las insignias de su delito.

Este juez hizo, como tengo dicho, la fuente del agua que está hoy en la plaza, quitando de aquel lugar el árbol de la justicia que estaba en ella; y asimismo quitó que los encomenderos no cobrasen las demoras, por excusar los agravios de los indios, poniendo los primeros corregidores, encargándoles con mucho cuidado diesen el servicio necesario a los labradores y a los que no tenían encomiendas. En esto, y en que los indios sirviesen pagándoles conforme a la tasa, puso especial cuidado; con lo cual andaba esta tierra muy bastecida, y las rentas eclesiásticas tenían acrecentamiento; de todo lo cual se carece el día de hoy, y se ha de minorar por el mal servicio y tanto vagamundo como tiene la tierra, de donde procede la carestía de ella. El administrar justicia era por igual y sin excepción de personas, con lo cual el campo, los caminos, las ciudades estaban libres de ladrones y cada uno tenía su hacienda segura; pero quiso Dios, o lo permitió, que durase poco, como luego diré. * * * El licenciado Gaspar de Peralta, que, como queda dicho, vino a esta Real Audiencia el año de 1584, habiendo sido fiscal en la de Quito, le sucedió que su mujer, no considerando el honrado marido que tenía, y desvanecida con su hermosura, puso su afición en un mancebo rico, galá y gentilhombre, vecino de aquella ciudad, llamado Francisco de Ontanera. Peligrosa cosa es tener la mujer hermosa, y muy enfadosa tenella fea; pero bienaventuradas las feas, que no he leído que por ellas se hayan perdido reinos ni ciudades, ni sucedido desgracias, ni a mí en ningún tiempo me quitaron el sueño, ni agora me cansan en escribir sus cosas; y no porque falte para cada olla su cobertura.

Este mancebo Ontanera, por ser hombre de prendas y hacendado, tenía mistad con algunos señores de la Real Audiencia, con los cuales trataba con familiaridad, hallándose con ellos en negocios, convites y fiestas que se hacían. Pues sucedió que saliendo al campo a holgarse algunos de estos señores, y entre ellos el fiscal, donde se detuvieron tres o cuatro días, fue el Ontanera a verlos y a gozar de la fiesta. Sucedió, pues, que como la gente moza y amigos, tratando de mocedades contaba cada uno de la feria como le había ido en ella. Espéreme aquí el lector por cortesía un poquito. Tanto es mayor el temor cuanto más fuerte la causa. El bravo animal es un toro, espantosa la serpiente, fiero un león y monstruoso el rinoceronte; todo vive sujeto al hombre, que lo rinde Y vence. Un solo miedo halló, el más alto del cuerpo, el más invencible y espantoso de todos, y es la lengua del maldicente murmurador, que siendo aguda saeta, quema con brasas de fuego la herida; y contra ella no hay reparo, no tiene su golpe defensa, ni lo pueden ser fuerzas humanas. Y pues no las hay, corte el murmurador como quisiere, que él se cansará o se dormirá. Muchos daños nacen de la lengua, y muchas vidas ha quitado. La muerte y la vida están en manos de la lengua, como dice el sabio, aunque el primer lugar tiene la voluntad de Dios, sin la cual no hay muerte ni vida. Muchos ejemplos podría traer para en prueba de lo que voy diciendo; pero sírvanos sólo uno, y sea el de aquel mancebo amalequita que le trajo la nueva a David de la muerte de Saúl, que su propia lengua fue causa de que le quitasen la vida.

Lo propio sucedió a este mancebo Ontanera de quien voy hablando, el cual, respondiendo al consonante de otras razones que habían dicho, dijo: "No es mucho eso, que no ha de dos noches que estando yo con una dama harto hermosa, a los mejores gustos se nos quebró un balaústre de la cama". Estaba el fiscal en esta conversación, que también era mozo, no porque por entonces supiese nada ni reparase en las mocedades, que mejor diré tonterías o eso otro dichas. Acabada fiesta y huelga volviéronse a sus casa. Holgóse mucho el fiscal en ver a su mujer, que por su hermosura la quería en extremo grado. ¡Oh hermosura, dádiva quebradiza y tiranía de poco tiempo! También la llamaron Reino solitario, y yo no sé por qué; por mi sé decir que yo no la quiero en mi casa ni por la moneda ni por prenda, porque la codician todos y la desean gozar todos; pero paréceme que este arrepentimiento es tarde, porque cae sobre más de los setenta. Al cabo de dos o tres días, dijo la mujer: "Señor, mandad que llamen a un carpintero que aderece un balaústre de la cama que se ha quebrado". En el mismo punto que oyó tales razones, se acordó de las que el Ontanera había dicho en la huelga. Helósele la sangre en las venas, cubriósele el corazón de pena, los celos le abrasaron el alma y todo él quedó fuera de sentido; y porque no se le echase de ver se levantó diciendo: "Vaya un mozo a llamar al carpintero". Entró en la recámara, vio el balaustre quebrado, y aunque el dolor le sacaba de sus sentidos, se esforzó y dio lugar a que el tiempo le trajese la ocasión a las manos.

Puso desde luego mucha vigilancia y cuidado en su casa, y por su persona le contaba los pasos al Ontanera, tomando puestos de día y disfrazándose de noche, para enterarse de la verdad; y como el amor es ciego y traía tanto a los pobres amantes, que no veían su daño ni les daba lugar a discurrir con la razón, porque en las iglesias, en ventanas y visitas de otras damas vio el fiscal tanto rastro de su daño, que echó bien de ver que el fuego era en su casa, y luego procuró la venganza de su honra, para lo cual pidió en la Real Audiencia una comisión, para ir él en persona a la diligencia; la cual conseguida, previno todo lo necesario,, y en su casa todas las entradas y salidas; fió su secreto de sólo un esclavo y de un indio pijao que le servía. Llegado el día de la partida, mostró mucho sentimiento en el apartarse de su mujer y dejalla. Ella le consolaba, rogándole fuese breve su vuelta. En fin, con mucho acompañamiento salió de la ciudad, diciendo a que tal tambo se había de ir a hacer la noche, que estaba más de cinco leguas de la ciudad. Despidiéronse los que lo acompañaban, y él con sus dos criados y el paso lento siguió su viaje, y en cerrando noche revolvió sobre la ciudad como un rayo; y de la espía que dejó para el aviso supo cómo el galán estaba dentro de su casa. Entró en ella por las paredes, fue al aposento de su estudio, sacó de él un hacha de cera que había dejado aderezada para el efecto, encendióla, tomó un montante, al negro puso a la ventana que salía a la calle, al pijao dio orden que en derribando las puertas de la sala y recámara tuviese mucho cuidado no le apagase la hacha de cera.

Con este orden, se arrimó a las puertas de la sala, y dando con ellas en el suelo, fue a las de la recámara, y haciendo lo propio entró hasta la cama, a donde halló sola a su mujer. Por el aposento no parecía persona alguna. Detrás de las cortinas de la cama parecía un bulto, tiróle una estocada con el montante, y luego vio que estaba aquí el daño, porque herido el contrario, con la más presteza que pudo salió detrás de la cama y con su espada desnuda se comenzó a defender. Anduvieron un rato en la pelea. En este tiempo, la mujer saltó de la cama, bajó por la escalera al patio, y el pijao, dejando la hacha arrimada, la siguió y vio donde entró. El fiscal en breve espacio mató al adúltero, y salió en busca de la mujer. El pijao le dijo a dónde se había metido, que era un seno como aquel en que se metió uno de los condes de Carrión cuando iba huyendo del león. Sacóla de allí y matóla junto al muerto amigo, dejándolos juntos. Dio luego mandado a la justicia, vino al punto e hiciéronse las informaciones. El muerto era muy emparentado; revolvióse la ciudad, anduvo el pleito. En esta ocasión, bajó a Cartagena, donde halló la cédula de oidor para esta Audiencia. El amor es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleitable dolencia, un alegre tormento, una gustosa y fiera herida y una blanda muerte. El amor, guiado por torpe y sensual apetito, guía al hombre a desdichado fin, como se vio en estos amantes.

El día que la mujer olvida la vergüenza y se entrega al vicio lujurioso, en ese punto muda el ánimo y condición, de manera que a los muy amigos tenga por enemigos, y a los extraños y no conocidos los tiene por muy leales y confía más en ellos. * * * El visitador Juan Prieto de Orellana había apretado mucho la visita y cobrado muy grandes salarios; todos los presos que estaban en la cárcel cuando soltó al visitador Monzón los mandó soltar, y prendió a otros muchos, de los cuales sacó muy grandes dineros, que, como tengo dicho, a solo el capitán Diego de Ospina le costó más de siete mil pesos de buen oro el haber sido capitán del Sello Real y el haber llevado consigo la gente que trajo de Marequita. Trajo el visitador consigo de Castilla a un yerno suyo, llamado Cristóbal Chirinos. Vivían todos juntos, y servía de buen tercero a los culpados. Había venido en esta ocasión del Pirú un soldado, llamado Melchor Vásquez Campuzano, el cual trabó amistad con el Chirinos, y por su intercesión el visitador le dio una comisión para Pamplona y otros lugares de esta jurisdicción. Fue a su comisión el Campuzano, y vuelto a esta ciudad a dar cuenta, vinieron tras él quejas en razón de salarios, por lo cual el visitador lo mandó prender; y estando en la cárcel, un domingo salió de ella y se fue a San Agustín, llevando consigo a un negro que le había traído la espada y una escopeta. Contó a los frailes su trabajo, los cuales le subieron al caballete del tejado de la iglesia, metiéndolo entre él y el encarrizado.

Al tiempo que hicieron esto, parece que lo vido un muchacho que andaba por allí. Sabido por el visitador el caso, mandó que los alcaldes ordinarios fuesen a la iglesia y lo sacasen de ella y lo volviesen a la cárcel. Fue la justicia ordinaria a hacer esta diligencia; buscaron todo el convento y no le hallaron. El muchacho que vio esconder al Campuzano, hablando con otros muchachos preguntó: --"¿Qué buscan?". Respondiéronle los otros: --"Aun hombre que se huyó de la cárcel". Dijo el muchacho: --"Ese hombre allí lo escondieron los Padres". Oyeron a los muchachos algunos de los que allí había, con lo cual la justicia dio orden de sacarle; y desentejando el tejado, dijo el Campuzano: --"Al primero que viere el rostro, le tengo que meter dos balas en el cuerpo". Con lo cual los que desentejaban se retiraron. Había ya corrido la voz por la ciudad; vino Porras, portero de la Real Audiencia, que también fue enviado. Comenzó a hablar con el Campuzano, aconsejándole, trayéndose muchos ejemplos y requiriéndole. Respondióle el Campuzano con gran flemaza, diciéndole: --"Padre San Pablo, ¿a dónde predica mañana?". Con lo cual el Porras no le habló más palabra. Entró en esta ocasión el alguacil mayor de Corte, Juan Díaz de Marcos, con orden del visitador para que atropellando por todas las dificultades y estorbos sacase al Campuzano y lo volviese a la cárcel. Empezó el alguacil mayor a hacerle requerimientos que se bajase de allí y se diese a prisión, a lo cual le respondió Campuzano que "no pensaba hacer tal".

A este tiempo, le dijo el negro que estaba con él, en voz alta que le oyeron todos: --"No te des, señor, que en siendo de noche yo te sacaré y te pondré en salvo". A este tiempo dijo el alguacil mayor: --"Arrimen aquí las escaleras, que yo subiré el primero". Fuéronlas arrimando junto al altar mayor, porque hacia aquella parte estaba el Campuzano, el cual dijo, hablando con el alguacil mayor: --"Subid, barril de anchovas, que ¡voto a Dios! que yo os meta dos balas en el cuerpo con que rodéis por las escaleras que ponéis". Pasaron otros muchos dichos ridiculosos. Entró en la iglesia a este tiempo Cristóbal Chirinos, yerno del Visitador, y le dijo: --"Señor Melchor Vásquez Campuzano, vuesamerced se baje de ahí y se vaya conmigo". Respondió el Campuzano: --"Como vuesamerced me dé la palabra de llevarme de su amparo, yo bajaré". Respondió el Chirinos: --"Aunque yo valgo poco y puedo poco, yo recibo a vuestra merced debajo de mi amparo. Bájese vuestra merced de ahí; pongan las escaleras". Y bajándose, fue con el Cristóbal Chirinos, el cual lo llevó derecho a la cárcel; y dentro de tercero día, en unas fiestas de toros, lo vimos muy galán y pasear la plaza; y dentro de otros ocho días llegó la requisitoria de la Audiencia Real de Lima, con la cual le prendieron, y con cuatro guardas y bien aprisionado lo remitieron a aquella ciudad. Tenía el Campuzano un hermano en la Ciudad de los Reyes en el Pirú, hombre honrado y hacendado. Este tuvo un encuentro con otro hombre rico, llamado Francisco Palomino, de donde salió afrentado.

Bajó el Melchor Vásquez Campuzano del Cuzco, a donde había muchos años que residía, a ver a su hermano, el cual le contó lo que le había pasado con el Palomino, y cómo le había puesto la mano en el rostro. Puso luego el Campuzano la mira en la satisfacción. Díjole el hermano que quería ir a casa del Palomino, que le enseñase la casa. Díjole el hermano que cuando quisiese él se la enseñaría e iría con él. Aliñó el Campuzano lo que le importaba, y fuéronse los dos juntos. Quedóse el hermano en la calle, y el Campuzano, como no era conocido, entró en la casa y halló al Palomino con cuatro o cinco soldados, que se asentaban a comer. Díjole cómo le traía unas cartas del Cuzco. Levantóse el Palomino a recibillas con comedimiento. Llevaba el Campuzano un pliego hechizo, fuéselo a dar, y al tiempo que alargó la mano hízolo caedizo. Acomidió a quererlo alzar; anticipóse el Palomino a alzarlo, y en este tiempo sacó el Campuzano un palo que llevaba; diole con él cuatro o cinco palos, que lo tendió a sus pies. A este tiempo, los soldados que estaban a la mesa saltaron de ella, tomaron sus espadas y acometieron al Campuzano, el cual peleó valientemente hasta retirarlos. En la pendencia le quitaron las narices. Salió de la casa a la calle, donde estaba el hermano, que no había oído ni sentido nada de la pendencia. Díjole: --"¿Qué ha sucedido, hermano; sin narices venís?". --"¿Sin narices?", dijo el Campuzano, que hasta entonces no las había echado menos, con la cólera.

--"¡Pues he volver por ellas, voto a Dios!". Y entrando en la casa otra vez, las sacó ya frías, Abrióse el brazo para calentarlas con la sangre, y tampoco tuvo remedio. Servíanle unas de barro, muy al natural. Esta fue la causa por que vino a este Reyno y por la que le llevaron preso a Lima. No se recelaba el Campuzano de ir a la cárcel de Lima; lo que temía era que lo habían de matar sus enemigos en el camino antes de llegar a ella. En razón de esto y de su soltura, escribió a su hermano de secreto, el cual le previno gente y el orden que habían de tener en matar los guardas que lo llevaban. Había el Campuzano señalado los puestos donde se había de hacer el hecho. Pasó por todos ellos sin ver ninguna persona ni remedio para su soltura, y perdidas ya las esperanzas, fueron caminando. Pues bajando una quebrada áspera y montañosa, le salieron dos hombres enmascarados. El Campuzano que reconoció la gente que era, les dijo: "Señores, ya es tarde, antes había de haber sido; no se haga ningún daño, sólo se me hagan espaldas hasta que yo llegue a la cárcel, porque esto es lo que agora conviene, que no quiero que se pierda nadie por mí". Con esto prosiguió su viaje, sirviéndole los enmascarados de retaguardia hasta llegar a la ciudad, donde le llevaron a la cárcel; de la cual salió en breve tiempo desterrado, que todo lo alcanza el dinero. Volvióse a esta ciudad de Santa Fe y de ella fue a la gobernación de Venezuela, donde se casó honradamente y con buen dote, y en ella murió.

De las guardas que lo llevaron, que eran vecinos de esta ciudad, se supo todo lo aquí referido. El licenciado Gaspar de Peralta era hombre brioso y de ánimo levantado; sufría mal cosquillas, traía todavía el Pirú en el cuerpo. Empezó a haber entre él y el visitador Orellana toques y respuestas, que no era de mejor condición, por no decir peor. Parecióle al visitador que aquellos principios olían a otra revuelta como la de Monzón. Anticipóse al remedio; hizo en su casa auto de suspensión contra el Peralta. Aguardó a que estuviese en el Acuerdo, subió en una mula y fuese hacia las casas reales; y debajo de la ventana del Acuerdo echó el bando de la suspensión contra el oidor Peralta. A este tiempo, el licenciado Alonso Pérez de Salazar, que no sabía de estos encuentros nada, corrió al bastidor de la ventana del Acuerdo, y como vio al visitador, y vio lo que pasaba, le dijo: --"¿Qué queréis aquí? ¿A qué venís? ¡Por vida del rey!, que si os arrebato, que os tengo de dar el pago de vuestro atrevimiento". Díjole el visitador, dando de cabeza: --"Pues ¡por vida del rey! que me la habéis de pagar". Luego al punto y sin quitarse de allí, mandó al Secretario Pedro de Mármol hacer el auto de la suspensión contra Salazar, y lo firmó y publicó, dando por traidores a todos los que estuviesen dentro de las casas reales y diesen favor y ayuda a los oidores. Habíanse salido de ellas todos los más con tiempo; mandólas cercar con gente. De los que quedaron dentro, como vieron que se ponía la cerca a las casas, fuéronse huyendo por las paredes a la calle, por estar ya las puertas cerradas.

Entre ellos, fue uno el capitán Cigarra, que por ser mucho de la casa de Salazar y su amigo le fueron siguiendo algunos apasionados; y antes que entrase a San Agustín, por donde había enderezado, le dieron una gran cuchillada en la cabeza. Otros corrieron mejor y se metieron en la iglesia. Fue este día de grande alboroto para esta ciudad. Aquel prelado de valor, que le tenía Dios para el remedio y reparo de todas estas cosas, salió luego, acompañado del Tesorero don Miguel de Espejo y de otros prebendados. En fin, la presencia del señor arzobispo lo sosegó todo. A los oidores dieron sus casas por cárcel. Quedó la Real Audiencia sin juez ninguno, porque el doctor Francisco Guillén Chaparro, que ya era oidor, estaba ausente visitando la ciudad de la Trinidad de los Muzos y la villa de La Palma. El licenciado Bernardino de Albornoz, que en aquella sazón venía por fiscal, no había llegado; por manera que tres días tardó en venir el doctor Chaparro a la Real Audiencia. Diego Hidalgo de Montemayor, que era alcalde ordinario aquel año, proveyó peticiones debajo de dosel.

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